La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
8. El puerto de Corrientes
 
 
Sumario: El puerto de Corrientes. — Aspecto de la ciudad. — Mezquina apariencia del mercado. — Mi partida en una falúa. — Una mosca singular. — El pez tambor. — Desembarco en una islita. — Huellas en la arena. — Una partida y un incendio. — Montañas de nubes. — Belleza de la escena. — Cambio súbito. — Tortuosidad de los canales. — Intensa oscuridad. — Al rayar el día. — Anuncio de pampero. — Calina amenazante. — Llegamos a la corbeta en el bote. — Precauciones contra los mosquitos. — El buque en marcha aguas arriba. — Profundidad a mil millas del mar. — El buque lleno de gente. — Los enviados paraguayos. — El escocés astuto. — Las piedras negras que arden.


Febrero 21 de 1846. Sábado. Quedó resuelto después del almuerzo que yo volvería hasta la corbeta por el río en la falúa de la goleta Obligado; pero, como había ciertas cosas que preparar, entre ellas algunas comunicaciones, no pude salir hasta ya entrada la tarde. Aproveché, pues, esta oportunidad para visitar la ciudad, situada sobre una barranca baja y arenosa, frente a la cual el río corre con gran rapidez y tiene mucha profundidad. La costa es al mismo tiempo tan empinada, que los barcos pueden ponerse junto a la barranca y a lo largo de ella con facilidad y seguridad; en consecuencia la carga y descarga de los mismos se realiza con grandes ventajas.

La ciudad se extiende irregularmente en cuadrados o manzanas. con arreglo al plan adoptado invariablemente por el Consejo de Indias de la vieja España. Tiene, sin embargo, aspecto mezquino y ruinoso, y como las calles de arena carecen de pavimento, si no es frente a las puertas de las casas principales, esto aumenta el aspecto general de abandono.

Pude observar un antiguo convento erigido por los jesuitas hace doscientos veintidós años. El emplazamiento para la ciudad fue señalado con muy buen sentido, porque sin duda se trata del sitio más conveniente para el comercio de todos estos contornos donde confluyen los ríos Paraná y Paraguay.

Hice un paseo de dos horas muy agradable por las calles y observé largamente cuanto podía ser objeto de curiosidad sin olvidar el mercado, que me decepcionó mucho; no había allí otra cosa que suciedad y cuartos enteros de reses; pocas aves de corral (unas dos o tres docenas) y algunos melones, sandías y calabazas. Esto me desilusionó: presentía yo que habría de ver con gran placer el mercado principal de una tierra tan espléndida y prolífica. A las doce y media fui a bordo del buque Obligado. Los oficiales me recibieron muy afables y generosos. Después de una abundante comida recibí mis despachos en orden y aparecí en la falúa con tres marinos y un marinero, cuatro hombres tan buenos y correctos como los puede desear un oficial para tenerlos a sus órdenes. También nos acompañaba un viejo baquiano correntino con el propósito de pilotear la corbeta; pero antes de dos horas ya pude advertir que no tenía la competencia necesaria para navegar en un bote y que mucho menos la tendría para desempeñarse en un buque de vapor de ochocientas toneladas y doscientos caballos de fuerza. Al entrar en la corriente del río, pusimos la vela aprovechando una ligera brisa del oeste. La corriente profunda nos llevó casi hasta la costa donde estaban los indios guaraníes, entonces en guerra con la provincia de Corrientes, obligándonos a mantener atenta vigilancia porque dichos salvajes no sólo no dan cuartel, sino que torturan a sus prisioneros. Hicimos, pues, todos los preparativos necesarios para ofrecerles una calurosa recepción si osaban meterse con nosotros.

El pampero que habíamos esperado por tanto tiempo se mantuvo alejado todavía de modo inexplicable y, aunque no habíamos sentido la opresión del día anterior en tierra, el calor era excesivo y sofocante. Como todavía experimentaba algunos resabios de la fatiga de días anteriores, puse la toldilla, pedí al timonel que me advirtiera sobre cualquier cambio de tiempo u otra novedad y me acosté en el fondo del bote, donde me dormí profundamente. Desperté al cabo de un rato sin tener plena conciencia de por qué despertaba. Lo primero que observé fueron algunas manchitas de sangre en el dorso de la mano. Como no sentía ningún dolor, me quedé mirándolas y preguntándome cuál podría ser el motivo.

Pronto quedó satisfecha mi curiosidad porque percibí un insecto, medio escarabajo, medio mosca, asentado en la mano, haciendo un casi invisible agujero con sus pequeños garfios fornidos como los de un cangrejo, que después se alimentaba de la gotita de sangre que había podido sacar. Luego de haberme divertido observando aquel vampiro en miniatura, metí las manos en los bolsillos para evitar que prosiguiera y me acosté de espaldas tratando de dormir otra vez. Había descansado pocos minutos y estaba medio dormido cuando me enderecé por efecto de un ruido que se oía en los tablones del fondo del bote. Esto me hizo aguzar el oído. Después de un corto intervalo el ruido se repitió, pero esta vez más fuerte, repercutiendo por todo el bote. Al entrar el sol, cesó.

Pocos días después, cuando volvía por allí con la Alecto, y exactamente en el mismo lugar, pude oír precisamente el mismo ruido bajo el fondo del buque. Consulté con algunos de los mejores baquianos y me dijeron que era causado por un raro pez que en esta parte del río se pega al fondo de cualquier cosa que ande flotando en el agua. Ninguno de los hombres pudo hacerme una relación sobre él, pero todos estuvieron de acuerdo en que era así v en que lo llamaban el pez tambor. Algo he leído de un pez como éste que habita los mares orientales; de otra manera no lo hubiera mencionado aquí. Durante la tarde, la brisa ligera y la fuerte corriente nos llevaron con rapidez aguas abajo. Antes de que el sol se ocultara resolví desembarcar a fin de que los hombres pudieran hervir el agua para su té del Paraguay, que por algún rato les había servido en lugar del té de la China. Al ver aquella isla tan pequeña, que no tenía más de doscientas yardas de largo y cien de ancho, algo más elevada que las otras, y por lo tanto seca, me pareció que era el lugar más apropiado para hervir el agua, porque siendo la isla pequeña, había poco peligro de que nos atacaran los tigres. En consecuencia, llevamos el bote a la costa, desembarcamos, se hizo fuego y pusieron sobre el fuego la calderilla.

Mientras el agua hervía, salí a caminar con mi escopeta llevando a uno de los hombres conmigo, y me habría alejado cincuenta yardas cuando una pava del monte se levantó dando gritos agudos. Apenas se habría levantado diez pies sobre el pasto, cuando cayó, porque disparé con el caño derecho de la escopeta. Mi acompañante la levantó en seguida y volvimos al bote para dejarla allí. Ocurrió que al pasar vimos un trozo muy pequeño de terreno arenoso, poco más grande que un pliego de papel, pero sobre el cual estaban las huellas frescas de dos tigres de diferentes tamaños. ¡Oh! dije yo entonces, pensando en los tigres: “Imposible que vuestras mercedes estén a más de doscientas yardas de aquí, y esa distancia no es larga. Además vuestro dominio es endiabladamente pequeño y no hay duda de que sentiréis hambre...” Ya en aquel momento, el té del Paraguay estaba listo y fue llevado sin tardanza a la falúa, pero no queríamos irnos sin dejar un recuerdo de nuestra buena voluntad. Con lo que, en vez de dejar humear las brasas en la arena, las desparramamos en el pasto seco: el fuego se propagó en seguida y en dos minutos los pastos en llamas crepitaban y daban estampidos como fuego de mosquetería envolviendo toda la islita en llamaradas y humo. Yo esperaba que por efecto de este procedimiento, los animales salvajes se arrojarían al agua y por eso seguimos orillando la isla tan cerca de la costa como el calor del fuego lo permitía, con las armas amartilladas y todo preparado, pero nos equivocamos porque los tigres debieron de escapar hacia el otro lado de la isla. La tripulación del bote dio en llamar a esta isla la “Isla de la Pava” y también la “Isla del Tigre”. Cuando el sol hubo desaparecido en el horizonte, un ligero vientecillo que había soplado hasta ese momento y en ocasiones hinchado las velas, cesó, y tuvimos que fiarnos a los remos trabajando con ellos durante dos horas hasta que los dejamos para descansar v refrescarnos. Hacia el sudoeste se vieron algunas nubes que a la distancia simulaban montañas. En el horizonte opuesto, el cielo estaba sin una mancha y la superficie del río cubríase con el efluvio o bruma de que ya hice mención.

Es tan imposible de describir como de olvidar la belleza de aquélla noche, como asimismo los extraordinarios y súbitos cambios que vinieron sobre nosotros mientras seguíamos con rapidez la corriente. El agua estaba como un espejo y parecía que volábamos sobre ella. Pronto nos encontramos en lo más ancho del río deslizándonos rápidamente lejos de las barrancas. Reinaba el silencio más profundo y triste, apenas interrumpido por el distante mugir del ganado o el relincho de los caballos. De pronto, mientras nos metíamos entre las islas, la escena cambió por completo. El canal se hizo más estrecho y el susurro de los insectos y el ruido de los saurios, hiciéronse tan fuertes, que el contraste producido ron el silencio anterior fue muy notable. De vez en cuando, oíase el gruñido del carpincho cuando se arrojaba al río desde la costa, y el rugido de algún animal salvaje que andaba en busca de su presa. Cuando el canal se estrechó, las luciérnagas revoloteaban en número incontable iluminando el espeso follaje, like golden lamps in a green night 1, y seguirnos avanzando; nadie pensaba en dormir; una o dos veces pasamos por canales tan estrechos que las ramas de los árboles nos tocaban las cabezas y ocultaban por entero la luz de la luna dejándonos por intervalos en triste oscuridad. Varias veces me sentí sorprendido porque veía la proa de la falúa en dirección a la luz de la luna y pocos instantes después en la dirección contraria. Lo que era producido por la tortuosidad de los canales. Pero la constante y veloz corriente que nos llevaba en silencio y con rapidez, siempre adelante, me daba la seguridad de que íbamos en buena dirección.

Después de medianoche la luna se ocultó. Masas de nubes cubrieron el cielo en seguida y todo anunció la proximidad del rezagado y temible pampero. La oscuridad se hizo tan densa que abandonamos los remos, temerosos de que si dábamos demasiado impulso al bote, algún tronco o raigón pudiera echarnos sin previo aviso al fondo del agua. Consideré probable también que el viento nordeste, que generalmente sopla dos horas antes de que se desate la furia del pampero, nos daría oportunidad suficiente para desembarcar en un sitio abrigado. La falúa se dejó entonces a la deriva. Como no conocíamos con exactitud la fuerza de la corriente en los canales ocultos en que el agua se desliza con mucha rapidez, yo tenía mis dudas sobre los cómputos hechos, pero calculaba de cualquier modo que al amanecer estaríamos a menos de veinte millas del vapor. Hubiera sido cosa más seria para nosotros pasar inadvertidamente cerca del vapor durante la noche en la oscuridad porque, sin provisiones como estábamos, la vuelta hubiera sido casi imposible, para no decir nada de la impericia que hubiera significado tal equivocación.

Como no llevaba reloj, no podía saber la hora con exactitud; de ahí que me sintiera muy disgustado al sentir cierta brisa procedente del nordeste. “Aquí viene”, pensé. “Y ¡por Dios! que si el día no llega pronto estaremos perdidos”. Porque el sudoeste, o viento opuesto, vendrá antes de que podamos dar vela bastante en el bote para llegar al vapor. Sin embargo, mientras la brisa se ponía más fresca, una línea gris iba dibujándose débilmente hacia el este, y poco a poco se hacía más ancha y acentuada. Cuando hubo bastante luz como para ver el camino, levantamos las velas desplegándolas completamente para coger el viento favorable. Muy pronto, la hinchazón de las velas y la inclinación de los mástiles advirtieron que el viento arreciaba y que era necesario sujetar la vela principal. “Adelante, buena vela y buen mástil...”, pensábamos mientras el viento, cada vez más fuerte, hacia crujir repetidamente a la falúa. Como ansiosa por llegar al navío, aquélla se precipitaba, haciendo espuma sobre el agua a una velocidad peligrosa. Las alturas de Bella Vista no tardaron en aparecer; nos acercábamos con alada velocidad. Muy poco después echamos de ver la corbeta, anclada cómodamente en medio del río, a flote y en alto.

Cuando estuvimos a menos de una milla, la vela de tercio que había estado distendida al extremo, dio de golpe una socollada contra el mástil. Era casi una carrera en que cada cual, el pampero y yo, tratábamos de llegar a la meta. “Ahora, muchachos, los remos, por favor, si hemos de alcanzarla hoy. Dejemos la vela. Arróllenlas todas. échenlas abajo”. Mis alegres marinos y el timonel las sacaron, y en poco tiempo más estuvimos al costado de la corbeta. Por fortuna, el capitán Austen nos había visto v, bien advertido de la tormenta que amenazaba, tenía preparado todo para levantarnos. Las poleas, la verga, estaban allí listas para levantar el bote.

“¡Hala!, muchacho, engancha...”, fue la orden. En este momento, las densas nubes negras habían bajado sobre la Alecto y la cubrían como una mortaja; pequeños relámpagos hendidos habían comenzado ya su juego entre las nubes y éstas a su vez empezaban el estrafalario movimiento rotatorio antes descripto. Se oyó un agudo silbido; siguieron algunas uniformes corridas de marineros; el bote fue levantado fuera del agua y colocado sobre la corbeta. Toda la fuerza del pampero que parecía haber estado conteniéndose hasta entonces, estalló con furia tremenda acompañada por truenos, relámpagos, lluvia impetuosa y oscuridad.

—Pues sí, has llegado bien a tiempo, muchacho —me dijo el capitán mientras bajábamos a la sala de oficiales—. Te he estado observando. Buena carrera has corrido con el pampero. Escúchalo ahora: está soplando como los huracanes. Y qué oscuro se ha puesto... Bien... y ahora vamos a oír esa historia del chasque...

Después llegó el momento de hacer los honores a uno de esos almuerzos que en ningún lugar del mundo cuestan menos dinero que en el río Paraná porque en aquella ocasión era el resultado de los esfuerzos deportivos de los cazadores.

Cuando subimos a bordo de la Alecto, a poco de las siete, en la mañana del domingo, resultó que apenas habíamos puesto diez y ocho horas aguas abajo, para hacer ciento veinte millas. El viento nos había ayudado tan sólo durante las dos últimas horas y en las horas más oscuras de la noche habíamos andado a la deriva. Esto dará una idea de la fuerza de la corriente. Supe que la corbeta había sido sacada de su difícil posición, escorada como estaba, a las doce de la noche del viernes, pero habían sido menester medios muy enérgicos y de no haber sido por la poderosa ayuda de los cuarenta hombres del Fanny, y del mismo bergantín, que puso el ancla de servidumbre, no hubieran conseguido sacarla de la situación en que se hallaba.

Después del almuerzo me sentí muy satisfecho de poder ir a la cama y dormir profundamente hasta entrada la tarde. En el ínterin, calmado el pampero, el buque había caminado bastante, pero al llegar a un paso difícil y peligroso, había anclado otra vez para pasar la noche.

Lunes. Proseguimos sin novedad y como de costumbre, pero era menester sondar y andar con cautela, porque hacíamos solamente veinticinco millas.

Martes. Fuimos retrasados esta mañana por una intensa niebla; a eso de las seis y media los marineros estaban ya ocupados en limpiar, arrodillados, la cubierta con holy-stone (piedra bendita) cuando cayó un ligero chubasco. Esto dio lugar a que se formara una tan espesa como insoportable nube de mosquitos, y de los más grandes, que en seguida llenó los rincones y grietas del buque. Los marineros fueron picados de tal modo que se vieron obligados a suspender el trabajo y a emplear sus manos en espantar a los insectos para defenderse. Las picaduras eran tan dañinas que un oficial y tres marineros figuraron ese día en la lista de enfermos. Los camarotes y las calas y el cuarto de máquinas estaban como la boca de una colmena de abejas cuando éstas están enjambrando; todos escapamos a cubierta para librarnos en alguna medida de aquella plaga.

Para estar en condiciones de ir abajo, a almorzar, nos vimos obligados a meter piernas y pies en sacos de los destinados a guardar el pan, los que ajustábamos con una filástica. Aun con esta precaución no nos veíamos libres, y así que dimos término al almuerzo, con bastante prisa, cada uno buscó el lugar del buque más expuesto al viento, porque en tal posición el tormento disminuía. A eso de las nueve, la neblina poco a poco se disipó y con ello fue terminando la horrible peste. A las once remontábamos la corriente a buena velocidad, ya con muy pocos mosquitos en el barco.

Miércoles. Todo este día seguimos aguas arriba dando máquina, y como el bergantín Fanny iba siempre al costado, no pensábamos avanzar tan ligero con el peso del bergantín. Ya por la tarde pudo percibirse a la distancia la ciudad de Corrientes. Al aproximarnos a ella, las barrancas se llenaron de gente a caballo, ansiosos todos por ver el tan mentado navío que, contra viento y marea, había podido remontar intrépidamente el río varios cientos de millas. Se nos dijo, por personas autorizadas, que, hasta que los habitantes vieron el buque de vapor, habían dudado de la existencia de tales buques y que tenían las historias oídas al respecto, como exageraciones. Sea como fuere, la llegada relativamente rápida del vapor, aunque algo retardada por el bergantín, despertó interés y una sorpresa regocijada. Era divertido para nosotros los de a bordo, observar los gestos y ademanes de admiración, cuando, acometiendo la fuerte correntada, avanzábamos saludando a la multitud que luego nos acompañó hasta la ciudad. El vapor estuvo en marcha hasta ponerse a unas treinta yardas de la aduana, y desde allí dominamos la ciudad y vimos todos los techos atestados de gente. El murmullo y el vocerío de admiración podía oírse en todo el vapor. Poco después anclamos con diecisiete brazas. Era el nuestro el primer buque de guerra de vapor llegado a Corrientes, ciudad situada a casi mil millas del mar.

En las diversas caminatas que hice y en los viajes a caballo por esas campañas, me llamó siempre la atención que, casi todas las mujeres y la mayoría de los hombres, padecieran de una hinchazón en la garganta, parecida al bocio de los Alpes. No hay casi ninguna duda de que el río Paraná recibe su principal abastecimiento de agua del deshielo de los Andes 2. Ahora bien; la opinión de que el agua de nieve es la causa de tal enfermedad en la región alpina, parecería confirmada por la difusión de la misma dolencia en esta parte de América, si bien aquí son evidentes la gran diferencia en el suelo, clima y modos de vida.

Tan pronto como hubo pasado el calor del día la gente empezó a llegar al buque, de tal manera, que pronto se llenó completamente, y la satisfacción del público se exaltó con el aguardiente de cerezas que servían en la sala de oficiales; este licor les era desconocido y lo buscaban y apreciaban mucho. Debo confesar que las señoras me decepcionaron un poco, pero, en verdad, un género de belleza tan distinto de aquel a que estamos acostumbrados, difícilmente ha de despertar admiración la primera vez. Como las bellas visitantes no usaban corsé, aparecían desceñidas y sueltas y estaban lejos de la tournure que necesita un inglés para sentirse complacido, acostumbrado como está en su país a ver cuerpos apuestos y elegantes en todo sentido.

Se nos anunció que los enviados del Paraguay ante el gobierno de Montevideo, debían viajar en la Alecto, hasta dicha ciudad, y que habían manifestado deseos de visitar previamente el buque. Se hicieron entonces todos los preparativos para recibirlos con los honores debidos.

Viernes. La cubierta había sido lavada cumplidamente y una vez todo en orden, llegaron los enviados. Como en general todos los visitantes, mostráronse ellos también complacidos en gran manera con el vapor y con todo lo que veían en él. No podían explicarse cómo nos arreglábamos para vivir con lujo semejante, de lo que nuestra mesa era una demostración, y aunque ésta constituía apenas un término medio de lo que se usa gastar en una sala de oficiales de la armada inglesa, era, sí, muy superior a todo cuanto los paraguayos habían visto y hasta soñado. La ingenuidad de estos hombres nos divirtió mucho, pero sus maneras amables y bondadosas ganaron en seguida la voluntad de todos en el buque. Entre otras muchas preguntas, inquirieron, muy preocupados, cuál era el uso que se daba a esos enormes anteojos de larga vista, porque tomaban por catalejos los tubos o caños para arrojar cohetes a la Congrčve. Cuando explicábamos lo que eran, los enviados quedaban todavía a oscuras, porque no concebían cómo una cosa tan grave y pesada como el cohete a la Congrčve pudiera lanzarse de tal modo. Y después, al escribir a sus amigos del Paraguay, sintiéronse perplejos cuando se trató de encontrar un símil con el vapor y sus ruedas de paletas que giraban. Y lo único que se les ocurrió fue compararnos con los acarreadores de agua, pero con la diferencia de que nosotros acarreábamos agua caliente...

Los paraguayos nos dejaron pronto, y yo me calé el sombrero de paja y fui a tierra en busca de alguna distracción. Por donde fuera, en la ciudad, encontraba los mayores extremos de amabilidad y cortesía y con frecuencia me invitaban a entrar en las casas y me ofrecían mate y cigarros 3. El cigarro que ofrecían era siempre encendido, con las chupadas consiguientes, por la señora de la casa, lo que allá se considera como expresión de alta cortesía. En lo único que me sentía rebajado era en mi lamentable ignorancia del idioma, lo que me impedía obtener cabal información de muchas cosas que me habían despertado gran interés. Al pasar frente a una casa verdaderamente buena, algo alejada del centro de la ciudad, un señor mal encarado me saludó sombrero en mano, diciéndome [era inglés]:

—Buen día, señor. . .

—¡Hola!... Usted es escocés... —le dije en seguida.

—Sí, señor, lo soy —contestó—, y si usted quiere tener a bien entrar en mi modesta casa...

Lo hice de buen grado y entramos también en conversación. Me dijo que se llamaba Thomas Paúl y que vivía en Corrientes desde cuarenta años atrás. Sospeché que hubiera formado parte del ejército de Whitelocke. Haya sido así, o no, hoy es un viejo astuto, muy afable, que se desperece por hablar con un compatriota. Me ofreció un caballo para salir cuando yo quisiera durante mi permanencia en el lugar, y más de una vez hice uso de sus amabilidades. De sus labios tuve muchas noticias e informes sobre el país. Me confesó que había ganado y economizado, como curtidor, una buena cantidad de dinero, pero no le pude sacar en qué lo había invertido. Por cierto que no lo había invertido en títulos ni en valores locales, porque es lo bastante cauteloso, como escocés, para prestar su dinero bajo tan precaria responsabilidad; y como pude advertir que no se comunicaba con ninguna otra plaza, sospeché, con alguna sutileza quizás, que guardaba sus tesoros en algún sitio conocido solamente por él...

—Había oído hablar a menudo del buque de vapor —me dijo—, pero nunca creía que pudiera ver uno aquí. Siempre contemplé con gran interés la posibilidad de ver uno de ellos cuando me fuera dado volver a mi vieja patria...

Como la mayoría de los pobladores británicos, el viejo Paul creía sin duda poder volver a su país y se olvidaba de sus años y de la enorme distancia que lo separaba de Escocia.

—¿Puedo pedir un favor?...—me dijo.

—Por cierto que sí, y una docena también... —le contesté.

—Es el caso que yo tengo dicho a menudo aquí, a mis criados, que en mi país queman piedras negras como combustible. Los ladrones 4 saben que nunca miento y sin embargo no quieren creerme. Usted me va a hacer un gran favor dándome un pedazo de carbón de piedra del tamaño de una nuez.

—Si es eso todo lo que ha de pedirme, puede darlo por concedido desde ahora.

Y como en ese momento vi pasar el bote Dingy 5, grité: ''¡Eh! los del Dingy, vayan a bordo y pidan al jefe de máquinas un balde de carbón, en seguida”.

Mientras el botecito se alejaba, mi amigo Thomas Paul, o don Tomás Paulo, como era llamado por los correntinos, reunió a todos los suyos, diciéndoles que iba a probarles lo que ya les había dicho sobre las piedras negras que arden. Esta afirmación fue motivo de que se suspendiera toda actividad; los hombres encendieron cigarrillos y adoptaron esa actitud perezosa, muy peculiar de los españoles. Pocos minutos después, el bote volvió con el carbón, y como, para mantener el crédito de mi amigo, yo mismo quería producir sensación, me puse a encender el fuego y preparé con cuidado la pila de leña y de carbón de piedra. Pronto la encendí. Los trabajadores miraban aquello con gran curiosidad. Por espacio de algunos minutos la leña ardió en vano; el carbón no tomaba fuego; una sonrisa de menosprecio iba dibujándose en los rostros de los criados y se miraban unos a otros sugestivamente. Por último, cuando la leña ya se extinguía, el carbón empezó poco a poco a encenderse y, pasado un momento, a llamear furiosamente... ¡Caramba!... repetían los hombres con frecuencia, mientras contemplaban aquella masa, y estuvieron así hasta que se consumió. El escocés, al mismo tiempo, observaba el efecto producido con una sonrisa triunfal.

Entonces lo invité a cenar conmigo en el buque, para el día siguiente, y me volví a bordo.