La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
10. Vapor versus caballos
 
 
Sumario: Dejamos el bergantín Fanny y la goleta Obligado. — Los cañones pesados de Urquiza. — Noticias de San Lorenzo. — El paso de San Lorenzo a toda velocidad. — Preparativos del enemigo. — Gran alboroto en el campamento de Mansilla. — Vapor versus caballos. — La artillería volante queda rezagada. — La alarma de una familia gaucha. — Otra vez en el río de la Plata. — Llegada a Montevideo. — Distancia recorrida. — Una grave equivocación. — Guerrillas diarias en el sitio. — Esfuerzos del vapor. — Otra vez en el Paraná. — Desparramo de operarios en las baterías del Tonelero. — Efecto del viento en los cohetes a la Congrčve. — Un desertor. — Una diputación de las goletas a remolque. — La propuesta. — La amenaza. — La respuesta.


Martes. Al romper el día nos pusimos otra vez en marcha, y después de haber anclado varias veces para echar la sonda, tuvimos a la vista la Bajada de Santa Fe, a las ocho. Poco más tarde pasamos cerca del Dolphin, anclado en esas inmediaciones. Habíamos dejado el Fanny y la Obligado, y pudimos continuar camino aumentando mucho la velocidad. Conviene decir que la Alecto, aun cuando había marchado entorpecida por las dichas embarcaciones, respondió siempre al timón casi tan pronto y bien como después, cuando se hubo librado de ellas, y debe considerarse que tenía menos fuerza de vapor que el requerido por su volumen. Si exceptuamos el Firebrand, la corbeta era, con mucho, el más rápido buque a vapor en obedecer al timón, y, en consecuencia, el de más fácil manejo en el Paraná.

Por la gran velocidad de la corbeta estábamos en condiciones de pasar por San Lorenzo en la misma noche, y por eso hicimos los preparativos necesarios para combatir contra cualquier batería que hubieran instalado en aquel punto. Habíamos terminado esos preparativos, cuando la barranca dominante de que se ha hecho mención, apareció a nuestra vista. Estaba sobre ella un cuerpo de caballería. Entonces fuimos en seguida a los puestos de combate, apuntamos con las armas para repeler cualquier ataque y esperamos con cierta ansiedad el resultado. Nos habían llegado noticias de que Urquiza, mediante un ímprobo trabajo, había conseguido algunos cañones pesados, recobrándolos de la goleta Chacabuco, volada por el Firebrand meses atrás, y los había colocado en esta posición dominante. Como íbamos muy livianos, por haber consumido casi todo el carbón, pasamos rodeando el lugar a paso imponente, mientras la caballería enemiga miraba con ojos muy abiertos la velocidad que llevábamos.

A las tres cambiamos señales con el Firebrand, al que habíamos visto en nuestro encuentro anterior, al parecer en acción contra las baterías del Tonelero, y a las cuatro anclamos al costado de ese buque. Supimos así que no contestaron a los fuegos de tierra y que tuvieron un hombre herido, que más tarde murió. Sabían por algunos desertores que éstos habían visto hasta veinte cañones en su viaje por tierra desde Buenos Aires a San Lorenzo, y que esas formidables defensas estaban en las alturas de las barrancas y en los pasos más estrechos del río.

Ya anochecido embarcamos otra partida de marinos del Firebrand para llevarla a Montevideo. Los enviados paraguayos estaban tan encantados con este hermoso vapor como lo habían estado con la Alecto, y parecían muy halagados con el novedoso saludo de luces azules desde el perol de la verga y otros lugares altos que en la oscuridad de la noche lucían espléndidamente.

Miércoles. Era muy aconsejable pasar por aquellos sitios donde se hacían preparativos formidables —según decían— sin dar, en lo posible, indicio alguno de nuestra presencia. De ahí que el Firebrand y la Alecto levaran anclas y diéramos marcha veloz una hora antes de amanecer. Ya de día nos encontramos en los comienzos de las barrancas de San Lorenzo, y veinte minutos después frente a las fortificaciones. Todos los cañones y armas apuntaban naturalmente, pero ningún hombre apareció. Apenas habíamos pasado, el Firebrand hizo un viraje y volvió aguas arriba, dejándonos seguir solos en la dirección que llevábamos. El enemigo había escogido esta posición con gran acierto, levantando una obra de gran fuerza y solidez. Sin embargo, no estaban terminadas sino cinco troneras y sin duda los cañones no habían llegado. Quienquiera hubiera podido darse cuenta de que, de haberse traído cañones pesados a esta posición, habría sido empresa difícil y peligrosa para toda clase de embarcaciones, vapores, etc., remontar las aguas, porque el río se estrecha mucho en este punto y la corriente se hace, por ello mismo, más intensa. Y desde la altura de la barranca los cañones pueden apuntar hacia abajo y barrer las cubiertas con bala, metralla o fusilería. Como la corriente más profunda pasa al pie de las barrancas, se hacia necesario a los barcos de nuestro calado, navegar cerca de ellas, y esto era mucho más peligroso para los barcos de vapor, porque los tiros podían atravesar la cubierta e inutilizar la caldera o las máquinas. De haber ocurrido esto, la corriente se hubiera llevado el barco estropeado a tierra... y entonces...

Todo lo observado con respecto a esta posición principal, fue fielmente trasmitido al cuartel general. A las ocho a. m. pasamos rápidamente por Rosario. El Firebrand nos había informado que el general Mansilla había trasladado su campamento mucho más arriba de la posición que anteriormente ocupaba. En consecuencia, lo buscábamos muy vigilantes, porque nos había hecho ya una mala jugada con la perdigonada del Tonelero, y así, resolvimos para el caso de cualquier hostilidad, asegurar el buque poniéndolo por la popa fuera del alcance de las baterías de tierra y golpear con nuestros largos cañones de treinta y dos y con los cohetes a la Congrčve.

A las once a. m. pasamos por el pueblo de San Nicolás, y unos diez minutos después advertimos desde el mástil de proa el campamento. Para disgusto nuestro, estaba tierra adentro, y por completo fuera del alcance de los cañones. Habíamos navegado en tanto silencio y con tal velocidad, que no fuimos vistos sino cuando estábamos frente al enemigo. Y así que lo advirtieron, produjese un extraordinario griterío. En todo el campamento pudo advertirse violenta agitación. Los oficiales galopaban de un lado a otro como si les fuera la vida. Si hemos de hacer justicia, debe decirse que trabajaron bien y con presteza, porque en muy poco tiempo los cañones de campaña que tenían fueron desarmados y colocados en carros enormes y salieron al galope, atropelladamente, a todo lo que daban los caballos, para tratar de interceptamos el paso en el Tonelero. éste era el sitio próximo por donde nos veríamos obligados a pasar al alcance de sus cañones. Junio a los carros en que llevaban los cañones, marchaba una enorme tropa de caballos que permitía cambiar el tiro toda vez que se hacía necesario, e iba arreada por cantidad de soldados de caballería. Todos aquellos movimientos podían ser percibidos desde el mástil de proa, sin hacer uso del anteojo y eran motivo de entretenimiento y diversión en el buque, porque bien sabíamos que les era imposible llegar al lugar de destino tan ligero como lo haríamos nosotros. Estaban por lo menos a veinte millas de allí y nosotros íbamos a unas quince millas por hora. A poco andar nos pusimos muy cerca unos de otros, a menos de una milla, bien a la vista, pero de pronto aceleramos la marcha, a toda máquina, y salimos como disparados, dejándolos atrás a mucha distancia.

Ellos advirtieron esto en seguida y detuvieron su marcha, decepcionados al extremo y exhaustos.

En pocos minutos más estuvimos en el Tonelero, escenario del combate anterior, pero el lugar estaba completamente cambiado. Ya no se veían allí la caballería ni los soldados; todo estaba desierto. Sólo encontramos un pobre gaucho medio desnudo con dos muchachos, todos a caballo, y cada uno con un trapo blanco a manera de bandera de parlamento. Hacían ademanes con los que, sin duda, pedían que no les destruyésemos la casa. Como es natural, no les causamos la menor molestia. Por cierto que sentimos lástima por el daño que habíamos hecho con nuestros tiros en la ocasión anterior. A las tres anclamos una vez más en Obligado, junto al buque Comus de nuestra armada.

Jueves. Al venir el día estábamos navegando otra vez aguas abajo a mucha velocidad, y así seguimos sin interrupción hasta las cinco y media p. m., cuando, de pronto, nos vimos fuera del río Paraná. Experimentamos al entrar en el río de la Plata las dos o tres pequeñas sacudidas del buque, ya conocidas, con lo que la gente de abajo advirtió en seguida que ganábamos las aguas abiertas. El aire también era muy diferente y aspiramos con deleite una vigorizante brisa marítima. De noche cerrada anclamos a unas seis millas de la isla de Martín García y por primera vez, desde el momento en que entramos al río, pudimos gozar de un sueño tranquilo sin ser perturbados por los mosquitos.

Viernes. Todo este día lo pasamos tanteando el camino con botes, adelante, por el tortuoso y difícil paso de Martín García. A las dos pudimos salvarlo y tomamos la dirección de la Colonia, por donde pasamos al ponerse el sol. Una vez que nos creímos seguros, seguimos rumbo a Montevideo. A las diez el agua disminuyó de profundidad (de cuatro brazas a nueve pies) y nos varamos de firme nuevamente. Permanecimos ahí toda la noche haciendo aprestos hasta que, al amanecer del día siguiente, el barco pudo zafar y seguimos a Montevideo, adonde llegamos a las diez a. m. En seguida comunicamos las noticias e hicimos entrega de nuestros despachos. Habíamos estado treinta y nueve días ausentes de Montevideo. Puede calcularse que Corrientes, por el río, está a unas mil millas de aquella ciudad. Como habíamos hecho el trayecto de ida y vuelta, esto daba dos mil millas, a las que se podían agregar quinientas más, por los caminos desandados y algunas desviaciones de la ruta principal. Se hizo cuanto era necesario para completar la carga de carbón, como asimismo para cargar provisiones y también todos los preparativos para remontar otra vez el Paraná con toda clase de pertrechos para la armada. Entre otros, contaban varios cientos de granadas que fueron mandadas a bordo, como si no tuvieran carga de explosivos, y quedaron colocadas en fila en el pañol. ¡Hasta el día siguiente no se supo que estas granadas estaban cargadas! Y no se hubiera sabido si la curiosidad no nos lleva a examinarlas, porque eran granadas francesas, y resultó que todas tenían los explosivos. Muy seria podía haber venido a ser la equivocación, porque no se había tomado precaución alguna en cuanto a fuegos y luces, dejando las granadas ahí, como cualquier otro objeto de hierro.

Mientras permanecimos en el puerto, se dieron constantes guerrillas entre sitiados y sitiadores con frecuentes pérdidas de vida y alevosas matanzas. La ciudad, sin embargo, estaba ahora provista por mar; y con el gran número de soldados y hombres de la marina, presentaba un aspecto muy alegre.

Resultaba muy instructivo observar el efecto causado por -la moneda de John Bull que hacían circular dos regimientos ingleses y varios barcos de guerra en los muelles y desembarcaderos de la ciudad, que cambiaban de aspecto, porque empezaban a levantarse muchos y bien construidos malecones en diversos lugares.

Sábado. Este día fuimos colmados de todo género de cosas necesarias. Esta pesada carga no sólo constituía una seria rémora para la marcha a vapor de la corbeta, sino también una molestia y un inconveniente para los oficiales y marineros; pero como todo era indispensable para proveer a la escuadra, y ventajoso para ella, lo aceptamos alegremente, mostrando la mejor disposición. De pronto llegaron noticias de que debíamos llevar también a remolque una goleta. ¡Imposible!, dijimos todos. Podrá imaginarse fácilmente el asombro que sobrevino al saber que no era una la goleta..., sino tres... Dos, muy cargadas de provisiones y una con soldados para el general Paz. Todo este día estuvieron cargando el barco con pertrechos y víveres, al punto que apenas había espacio sobre cubierta o abajo, para moverse o poder cumplir debidamente los menesteres propios de a bordo. Al atardecer las tres grandes goletas anclaron a un costado del buque.

Domingo. Levamos anclas y salimos de Montevideo con una pesada y molesta cola formada por las tres goletas y el bote correntino 2. Teníamos un fuerte viento contrario y era difícil adelantar; una hora después de anochecido no habíamos ganado dieciocho millas. Los barcos remolcados constituían una rémora terrible para nosotros. Seguimos luchando hasta el martes siguiente, día en que nos comunicamos con la Colonia. Habíamos estado navegando a vapor cincuenta horas para hacer poco más de noventa millas. Por fortuna el viento allí cambió favorablemente; los barcos remolcados izaron las velas y seguimos en convoy alegremente remontando el río para anclar, como lo hicimos, ya de noche, frente a las bocas del Paraná.

Jueves. Seguimos aguas arriba; el consumo de carbón fue mucho en proporción a la distancia recorrida. Probamos los cañones grandes y los fusiles tirando contra los árboles y los carpinchos a medida que ascendíamos la corriente e hicimos los preparativos para entrar en combate con las baterías. Pudimos observar que el río había bajado considerablemente desde que bajamos por él y que en cada orilla levantábanse bancos de barro, sobre los cuales se veían con frecuencia familias de carpinchos. Se me dio la mejor oportunidad para observar las costumbres de estos animales y lo hice desde las puertas del pañol, porque este día, una o dos veces, aunque las máquinas mantenían toda su fuerza, no íbamos a más de media milla por hora.

Sopló viento fresco del nordeste todo el día y el presagioso aspecto de las nubes al sudoeste prometían con evidencia un pampero. Y no nos engañamos, porque estalló con gran furia sobre nosotros a las cuatro a. m.

El viernes por la tarde, llegamos a Obligado; nos pusimos en comunicación otra vez con nuestro buque Comus y después continuamos la marcha. Al pasar por el sitio donde estaban las baterías desmanteladas del enemigo, la guardia hizo una descarga y poco después llegamos allí para pasar la noche. En la mañana siguiente continuamos viaje muy animados porque un fuerte viento sudoeste hinchaba las velas del convoy, prometiéndonos una velocidad razonable. El frío, sin embargo, en las primeras horas de la mañana, fue intenso. íbamos aproximándonos a las baterías del Tonelero y se tomaron todas las medidas necesarias; a eso de las diez, nos pusimos al alcance de la plaza. No se veía un solo soldado, pero sí numerosos obreros que estaban ahí levantando troneras de las que pudimos contar hasta diez, la mayoría hacia el río. Como estos trabajos se hacían, sin duda, con el propósito de impedir el paso del convoy que vendría aguas abajo, inmediatamente abrimos el fuego contra las baterías y vimos cómo se dispersaban los operarios en todas direcciones. Varios, sin embargo, habían permanecido escondidos tras uno de los terraplenes, pero los hicimos salir con un tiro de cañón treinta y dos, que atravesó los dos lados de las obras que levantaban. Era curioso observar los cohetes a la Congrčve: el viento los desviaba y hacían un movimiento extraño. Al salir de los caños mantenían la dirección conveniente por distancia de unas trescientas o cuatrocientas yardas y luego tornaban de golpe una dirección semicircular, haciendo todos una figura parecida a una hoz, para caer después en línea recta como una estrella fugaz y estallar en el suelo.

Es difícil explicar este raro movimiento, salvo que el fuerte viento que entonces soplaba, formara remolinos de aire y éstos vinieran desde las barrancas. Muy pronto, con la ayuda de una brisa favorable, quedaron las baterías fuera del alcance de las balas y cesamos el fuego. Poco o ningún daño habíamos hecho al enemigo. Con todo, para nosotros significó un gran bien por la importante y cómoda prueba que hicimos de nuestras armas.

A unas diez millas más arriba advertimos un pobre hombre, casi desmayado, y de aspecto muy miserable, que nos llamaba por señas, ansiosamente. Hicimos detener las ruedas y enviamos un bote a buscarlo. Cuando estuvo a bordo, supimos que era un desertor y que había estado escondido cuatro días en la isla sin nada de qué alimentarse, como no fuera lo que podía recoger por ahí. Algo bueno que le dimos para comer lo reavivó en seguida y en poco tiempo estaba lo bastante bien para darnos cuantos informes tenía sobre los movimientos del enemigo.

Sábado. Hacia mediodía se percibió por el lado de proa una embarcación y poco después anclamos al costado de nuestro bergantín Philomel. Con gran asombro supimos que iba aguas abajo para Montevideo. El capitán Sulivan nos informó que, en el día anterior, había pasado frente a las baterías de San Lorenzo. Como conocía muy bien el canal y sabía que era posible pasar casi pegado a las barrancas, consideró lo más prudente acariciarlas de muy cerca en caso de que hubieran podido montar los cañones y fue fortuna que tomara esta precaución, aunque nada hostil se veía, como no fuera una pequeña bandera argentina. Después de hacer una barricada con hamacas y sacos para defensa del timonel, y habiendo enviado abajo a toda la gente, a excepción del primer teniente, llevado por un vientecillo que apenas hinchaba las velas, se deslizó aguas abajo, rozando la empinada barranca. Cuando se halló junto a la primera batería, el enemigo acudió a ella apresuradamente, pero el Philomel estaba tan cerca, que no pudieron inclinar bastante los cañones como para dar con sus tiros sobre las cubiertas, y los tiros más bajos dieron sobre el botalón de la vela mayor, cuatro o cinco pies sobre la red de hamacas. Tiraron varios tiros más hasta que el Philomel quedó fuera del alcance de las balas. Esta manera de embaírlos, fue inteligente y refleja gran crédito sobre el capitán Sulivan. Como el viento soplaba todavía del sudoeste, lo que significaba enorme ayuda para continuar remolcando las goletas, seguimos una vez más, avanzando todo cuanto fue posible antes de que nos tomara la noche.

Domingo por la mañana. A la hora de partir, el viento favorable, que durante las últimas cuarenta y ocho horas había hinchado las velas de las goletas, ahora nos dejó y seguimos camino, pero despacio. Toda la tarde la pasamos en hacer un corte en las regalas sobre el alcázar a babor, y trabajamos para pasar allí el cañón de estribor, a fin de poder pelear dirigiendo los tres cañones hacia el lado donde estaba el enemigo. Esto quedó terminado al anochecer y después, cuando hicimos fuego, quedó probado que era el cañón que apuntaba mejor y el de mayor eficacia. Cuando llegó la noche fuimos visitados por una diputación de las tres goletas. Habían oído decir al desertor, que Rosas había mandado hacia arriba cañones pesados destinados a colocarse sobre la barranca de San Lorenzo. El miedo que experimentaban les hacía magnificar el calibre de los cañones y sentían, sin duda, un gran temor. Con la mayor tranquilidad que les fue posible mostrar, pidieron que los amarráramos al costado del buque, de manera que el casco pudiera protegerlos del fuego enemigo. No hubiera sido posible hacer esto, aun en caso de haberlo querido, porque las goletas estaban tan cargadas y tan hundidas en el agua, que, de haberse puesto a un costado, junto a la rueda, el único lugar que les quedaba, hubieran presionado hacia abajo los baos de la rueda, rompiéndola con el movimiento de la embarcación. Esto se les explicó debidamente y se fueron refunfuñando. Cosa de una hora después, volvieron y pidieron hablar con el capitán Austen.

—Señor —le dijeron—, si usted no nos lleva como lo hemos pedido para proteger nuestros hombres, vamos a cortar las amarras y a volver a Montevideo.

El capitán Austen respondió:

—Tengo órdenes de remontar con ustedes el Paraná, y ustedes irán conmigo cueste lo que cueste.

Siguieron murmurando y caminaron hasta el castillo de proa para deliberar. Mientras estaban en lo mejor de sus consultas, un muchacho muy jocoso envió al intérprete para decirles que, si cortaban las sogas de remolque bajo el fuego enemigo, los íbamos a cañonear a ellos en seguida y se verían así entre dos fuegos.

Pareció que esto último los llamó a juicio, porque volvieron a bordo de sus respectivos barcos con un buen susto.