La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
12. El río en bajante
 
 
Sumario: La corbeta varada y escorada. — Cambio en la dirección de la corriente. — Rara posición del barco. — Un banco de arena que se reduce. — A flote otra vez. — Seguimos con una sola máquina. — Los flamencos. — El venado. — La cena de los marineros. — Los mosquitos. — Marcha lenta. — La bajante del río. — La buena suerte de la Alecto. — Lina buena redada. — Tormenta de truenos. — La sorpresa. — La raya. — Una extraña tortuga. — Vestigios de una isla. — Formación de nuevas islas. — La pareja de monos. — Otro contraste. — El vapor vencido por la corriente. — Se forma un banco de arena.


Domingo. A las once, mientras navegábamos alegremente, la popa del buque tocó ligeramente fondo y antes de que las máquinas pudieran detenerse para dar marcha atrás, quedó el buque en seguida muy varado. La fuerte corriente lo tomó por el lado de estribor, lo hizo girar sobre la quilla con gran rapidez y lo empujó de costado sobre un pequeño banco.

Después de haber tocado tierra, las máquinas fueron mantenidas en marcha atrás por algunos minutos y desgraciadamente la boca del caño conductor del agua (fría) para el condensador de las máquinas del lado de babor, se puso en contado con la arena, y resultó que a cada golpe, la arena se introducía más en el caño hasta detener por completo las máquinas de ese costado.

La fuerza de la corriente dio ahora por completo sobre la corbeta y la escoró de tal modo que las paletas de estribor quedaron fuera del agua. Todos los esfuerzos para sacar el barco, o al menos para ponerlo sobre la quilla, fueron inútiles y al entrarse el sol estaba ahí varado e inmóvil. Pero podía observarse que la corriente lo hacía girar, aunque muy poco, y que por la popa la profundad del agua aumentaba debido a la nueva dirección de la corriente. Entonces pusimos un ancla a un costado, casi en la línea de popa, con dos anclas más en la proa, en la línea correspondiente, y luego montamos la guardia de observación para la noche. El resto de los hombres se sintió muy contento de poder ir a la cama después de un día de tan duro trabajo. Durante la primera parte de la noche, el banco de arena en que había varado la popa, fue reduciéndose rápidamente, a punto tal, que a medianoche había quedado a flote toda la parte de la popa del vapor y esto se echaba de ver por la forma en que corría el agua, como en un molino de agua, bajo la bovedilla 1.

A las dos, el banco se había ido completamente hacia la caja de cilindros de las máquinas y ahora estaba la corbeta en una posición muy singular: su proa agarrada por el banco de arena y la popa sujeta por la amarra del ancla.

Fue necesario mantener bien segura la amarra porque de lo contrario hubiéramos sido llevados al banco otra vez y quizás en una posición peor que la anterior. Pero la lucha comenzaba ahora: vino una corriente fuerte e hizo golpear y rayar el fondo de la embarcación y puso la amarra en tensión, de tal manera, que el alquitrán saltaba en grandes pedazos. A las tres y media las sacudidas se hicieron tan violentas que yo no podía persuadirme de que estábamos en aguas tranquilas y me preocupaba grandemente por los daños que pudiera sufrir el casco de la corbeta. De pronto esta última, con un golpe, se arrancó del banco, y dirigida por las amarras de las anclas de proa y de popa, quedó en pleno río con agua de seis brazas de profundidad.

De habernos detenido a reparar el deterioro de la máquina de babor, hubiéramos perdido algunos días allí, pero era preferible marchar con una máquina sola que no tener ninguna, y una bastaba para continuar la marcha despacio, por lo cual el capitán Austen decidió seguir sin tardanza, teniendo sobre todo en cuenta que, según los baquianos, estaba próxima la estación en que el río baja rápidamente. Pero como nada podía hacerse en este día con relación a la descompostura sufrida, se resolvió permanecer al ancla tal como estábamos, con el propósito de hacer un arreglo general.

Y con esto se dio a varios oficiales el tiempo suficiente para desembarcar en una isla; y mientras unos se dieron a tender las redes para pescar, lo que hacían con gran placer y provecho, otro entre los que me encontraba yo, dimos una vuelta por el interior de la misma isla con intención de cazar lo que se pudiera. Matamos algunos hermosos flamencos de elegante plumaje de color de rosa, gran cantidad de patos, etc. De pronto percibimos un venado de gran tamaño o “gran bestia” y tratamos de darle caza, pero no obstante su tamaño y su desarrollada cornamenta 2, se arregló para abrirse camino entre la tupida maraña, más ligero de lo que hubiéramos podido hacerlo nosotros, y escapó. Le mandamos dos buenos tiros a sotavento de la isla y tratamos de hacerlo salir poniendo fuego al matorral, pero sin resultado, porque no estaba bastante seco para arder fácilmente 3.

Cuando volvimos para reunimos a los pescadores, los encontramos muy contentos por el buen éxito alcanzado, como que habían cogido gran cantidad de peces.

Habían hecho también una gran pila de leña seca: al caer la tarde la encendieron y convirtieron aquello en cocina temporaria de los marineros, que se pusieron a hervir los peces más gordos y grandes, apenas sacados del agua, y a comerlos con gran prisa y apetito. La fiesta terminó con una nube de mosquitos que cayó sobre nosotros en cantidad enorme y que no respetaban pantalones, ni calcetines, ni ropa blanca, y estuvieron a punto de volvernos locos con sus picaduras.

Martes. Habiendo sido desarmada la máquina que andaba mal, seguimos navegando aguas arriba con la goleta todavía a remolque, pero el viento estaba del NNE. y la corriente muy fuerte, más fuerte que nunca, por lo que el avance se hacía lentamente, rara vez más de una milla por hora, con frecuencia menos, y a veces quedábamos casi estacionados.

Este día pudimos observar que el río estaba bajando con más rapidez que nunca. Numerosas cascadas muy pequeñas caían en él en cada orilla, porque se producía el drenaje de las islas y de las lagunas y bañados de la tierra firme. Empezaba a preocupar seriamente en el buque el problema de si estaríamos o no en condiciones de llegar a nuestro destino, que era Goya, y si aun llegando allí nos veríamos obligados a permanecer en el mismo lugar. Sin duda alguna, los temores eran fundados, y a no ser por una inesperada crecida del río, como se verá después, los temores se habrían realizado. Pero, por una suerte extraordinaria que acompañó a cada movimiento de la Alecto en su paso por aquellos ríos, escapó al atasco que le esperaba y que de otra manera la hubiera tenido a mal traer.

Cuando anclamos al anochecer, los aficionados a la pesca y los cazadores andaban ansiosos por hacer otra tentativa, porque su imaginación se había encendido con el buen éxito del día anterior. De ahí que una partida numerosa desembarcara frente al buque, a unas ochenta yardas: elegimos una pequeña ensenada para echar la red. Los cazadores, aunque deseosos de empezar su excursión, resolvieron esperar a la primera redada, lo que se hizo pronto en el dicho sitio, y cuando los impacientes pescadores estaban arrastrando la red por cada extremo con mirada expectante, una violenta conmoción dentro del agua reveló que la redada debía de ser copiosa y de peces grandes. Un minuto después el centro de la red fue llevado a tierra en triunfo. Habían cogido cantidad enorme de peces y con ello la agitación y la alegría fue grande.

Antes de oscurecer, los pescadores sacaron cerca de media tonelada. También los cazadores anduvieron con mucha suerte. Las despensas de la Alecto, tanto la de oficiales como la de marineros, fueron provistas superabundantemente.

Miércoles. Al amanecer, cuando nos pusimos en marcha, no se advertía el menor síntoma de mal tiempo; sin embargo, como el barómetro, la noche anterior, había bajado dos décimas, esperábamos con muchas probabilidades un pampero. Y no nos engañamos: a las nueve apareció una nube negra hacia el sudoeste, y veinte minutos después se descargó sobre nosotros una violentísima tormenta de viento. El ancla fue arrojada en seguida. Al caer la tarde cesó la lluvia y salieron varios grupos en procura de caza. Una gran bandada de flamencos estaba comiendo en una isla; salté en seguida a un bote con dos muchachos y un guardiamarina joven, muy listo, de nombre Purvis. Avanzamos hacia los pájaros ocultándonos porque yo tenía interés en conseguir algunas de sus plumas rosadas. Había poca profundidad y el bote tocó tierra a unas cien yardas de la costa. Entonces saltamos al agua para llegar a pie a la orilla.

Conforme avanzábamos, el piso se ponía más hondo, hasta que el agua nos llegó casi a la cintura y teníamos que levantar la escopeta en alto con una mano; con la otra recogíamos los extremos de la chaqueta de caza donde estaban los frascos de pólvora y esto nos incomodaba mucho. De pronto mi pie resbaló sobre alguna cosa, lo que me hizo tambalear; apenas, y con mucha dificultad, pude mantener la escopeta fuera del agua. Al recobrar el equilibrio advertí que el agua se agitaba alrededor de mí, y en seguida pensé que podía estar junto a un yacaré. Debo confesar que aquello no me gustó nada y que esperaba el momento en que el animal me tomara una pierna entre los dientes. Por instinto me llevé al hombro la escopeta y así me mantuve cosa de un minuto, pero nada se movía, y el agua volvió a su acostumbrada quietud. Llamé entonces a uno de los muchachos del bote para que me trajera un botador y empecé a tentar el fondo en torno mío en la posición en que estaba. Traté de pinchar al animal, cualquiera que fuera, y después de unos dos o tres rastreos más, de prueba, vimos que se renovaba la misma agitación del agua. Apareció entonces en la superficie el lomo grande, ancho, parduzco, de un animal, tan grande como para recibir la carga de dos tiros que le hice a la vez con los dos caños de mi escopeta. La agitación del agua aumentó v el ondeo de la superficie reveló que alguna herida severa se había producido. Al ruido de la escopeta todos los anteojos de la Alecto se dirigieron a mí.

En seguida despacharon un bote de auxilio con dos hombres armados de dos chuzos. El animal de color pardo —del que sólo se veía el lomo— fue lanceado y arrastrado por los hombres a la playa, donde le dieron muerte. Se comprobó que era una raya enorme; tan pesada, que se vieron obligados a llevarla a remolque al buque, y allí la alzaron con un palanquín. Cuando la cortaron para servirla al personal del barco, resultó que el sólido alimento pesaba ciento treinta y cinco libras, sin las entrañas y otros desechos. Todos estuvieron de acuerdo en que era el pez más grande del tipo de las rayas, que habían visto (a excepción del mero), y lo que más nos sorprendió fue la delicadeza y el buen sabor de la carne, sin duda superior al de todos los pescados que hasta entonces habíamos gustado en el Paraná.

La partida de pescadores cogió también una tortuga de agua dulce que pesaba cosa de quince libras. Tenía el lomo en forma oblonga y doblaba la cabeza en vez de retraerla hacia adentro, lo que le daba una singular apariencia.

Jueves. Un pampero muy violento impidió hacer nada hasta las diez a. m. Habiendo mejorado el tiempo, reanudamos la marcha. A la una pasamos frente al riacho que lleva hasta el pueblo de Esquina. En la tarde nos acercamos a los restos de lo que había sido una isla y de la que sólo quedaban algunos troncos de árboles fuera del agua. Todo lo demás de la isla, larga de unos tres cuartos de milla, había desaparecido. Y sin embargo, dos meses antes, cuando pasamos por ahí, tenía el aspecto de una tierra bien asentada y sólida. Sin duda alguna, las causas más leves, como un tronco de árbol o cualquier otro obstáculo sin importancia, fueron los núcleos de las islas, y son la causa del cambio (muy leve en un principio y muy grande a medida que las islas crecen) en la dirección y la fuerza de la corriente. Este cambio de dirección ocasional, se extiende a veces por muchos cientos de millas, aguas abajo.

Abril 16. Viernes. Este día fue de inconvenientes y de perplejidades; todo estuvo en contra nuestra: el viento, la corriente, los bancos de arena. Después de una lucha que duró todo el día, nos vimos obligados a anclar al ponerse el sol, después de haber hecho solamente catorce millas. Sin duda el río bajaba con rapidez porque el barro de las orillas aumentaba diariamente; y el desagüe de las lagunas crecía por horas en el río, con mucha fuerza.

La conversación entonces giró sobre lo inseguro de nuestra situación si se presentaba cualquier inconveniente, porque no teníamos más que una máquina.

Abril 17. Sábado. Una marcha muy lenta, en verdad. Con todos nuestros esfuerzos, no pudimos superar el avance de ayer. Esto no era de maravillar, porque dos veces durante este día estuvimos perdiendo terreno, aunque dábamos toda la fuerza a la única máquina que teníamos. Cuando echamos el ancla, los odiosos mosquitos llegaron en horribles enjambres, nos pusieron a todos en estado lamentable y no pudimos dormir.

Domingo 18. Adelante una vez más. Al pasar frente a unos grandes árboles, a eso de las once, cuando debíamos haber estado en el servicio religioso, de haberlo tenido, un mono negro muy grande, de lustroso pelaje, apareció a la vista, sentado muy tranquilamente, teniendo en sus brazos a una hermosa mona de color pardo. Los marineros juraban que eran marido y mujer y que estaban en la luna de miel: contemplaban los monos a los vapores ron profunda seriedad, pero sin mostrar por ello la menor sorpresa.

A mediodía pudimos percibir los mástiles del convoy que esperaba en Goya y por cierto nos congratulamos con la esperanza de llegar rápidamente al ancladero después de una difícil y tediosa navegación. A las dos, cuando estábamos a cuatro millas del punto de destino, prometiéndonos un arribo feliz, he aquí que un rechinamiento o chirrido, de esos que nunca engañan a un marino y que éste nunca olvida tampoco, atrajo la atención de todos. Fue detenida la máquina en seguida y se trató de dar marcha atrás, pero ¡ay! el barco había perdido la velocidad; la corriente estaba demasiado fuerte; la naturaleza cobró ventaja y la máquina fracasó. La corbeta no podía hallarse peor; sus máquinas estaban reducidas a nada y eran apenas peso muerto. Hubiérase dicho que la corriente, indignada y exasperada hasta aquí por el triunfo del vapor, nos empujaba esta vez con fuerza colosal por el lado de estribor, y lo cierto fue que nos hizo girar para llevarnos de costado sobre un banco de arena que tenía de agua unas seis pulgadas menos de lo que calaba el barco. Y este último comenzó en seguida a dar golpes en forma tan violenta que incomodó mucho a todos, a bordo. Y así permaneció la corbeta varada y escorada por espacio de varios días sin que lográsemos sacarla hasta el miércoles 22 de abril. Podría contar diversas circunstancias muy particulares relacionadas con esta varadura del buque, sobre los efectos de la corriente y la forma en que fue puesta a flote la corbeta, pero omitiré todo detalle por temor de ser enfadoso a los lectores ajenos a nuestra profesión.

Apenas la corbeta fue sacada de ahí, la fuerza de la corriente, dando directamente sobre el banco de arena, empezó a demolerlo, y esto se cumplió en el término de dos horas.