La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
20.En la Banda Oriental
 
 
Sumario: Repollos de palmera. — Una selva tupida. — Orchidaca. — Parásitas de parásitas. — Naranjos silvestres. — Noticias del general Rivera. — Una península desierta. — Clavados en el barro. — La Banda Oriental. — Una expedición. — Despachos para el buque Pandour. — Panorama cambiante. — Fertilidad de la tierra. — Abundancia de caza. — Comida copiosa. — Un intruso bien venido. — El oficial francés. — The London Hotel. — Cena francesa. — Cocina original


Había tenido ocasión de observar ciertas palmeras muy bellas en un trecho de unas doscientas yardas hacia el interior de una de las islas, y en una mañana muy hermosa desembarqué después del desayuno con el fin de procurarme la especie de repollo 1 que, según lo había leído, crece en la copa de esos árboles. Como era hipar de apariencia muy agreste, adopté la precaución de tomar mi escopeta de dos caños y además un hacha. Las malezas y plantas trepadoras se entrelazaban de un modo que avancé con extrema dificultad durante una media hora entre aquel atolladero hasta las palmeras. Para estar seguro de que marchaba en buena dirección, veíame obligado a trepar a los árboles. Y llegué por fin a un grupo de altas y esbeltas palmeras. Me di un corto descanso, necesario por la postración en que estaba después de abrirme camino entre zarzas fuertes como sogas, y guirnaldas de trepadoras. Rápidamente corté tres palmas y tuve la satisfacción de encontrar el repollo que buscaba, en el extremo del árbol. Comprobé que no tenía mal gusto, aun estando crudo, y que era algo semejante a la médula vegetal, pero cocinado, vino a ser realmente un plato muy sabroso.

En esta densa jungla observé gran cantidad de flores del aire, de diferentes especies. Una de ellas me interesó mucho. Había echado raíces sobre un árbol seco a unos doce pies del suelo, y a medio caer, pero sostenido todavía por las ramas de otro árbol. La planta parásita se había entretejido por completo y casi envolvía el tronco seco todo, con raíces tan gruesas como el muslo de un hombre. Sobre esta enorme planta de flor del aire habían crecido otras muchas parásitas, bien diferenciadas y con follaje muy parecido al del clavel doble. El crecimiento de estas plantas, sosteniéndose unas a otras, para no caer, prueba la maravillosa actividad de la vegetación en Sudamérica, que parece no sufrir ni ser detenida siquiera por las ocasionales y severas heladas.

En la playa adonde vinimos a salir porque no me fue posible dar con el sitio exacto por el cual había entrado (tan tupida era la maleza), encontré varios naranjos silvestres cuyos frutos colgaban muy tentadores. Para procurármelos, derrumbé uno de los árboles pero hallé que las frutas eran amargas y acidas en extremo.

Martes. El general Rivera llegó en este día a Mercedes, ciudad 1 situada a pocas leguas adentro y trajo la noticia de que había llegado a Buenos Aires, enviado de Inglaterra, un ministro, para ajustar algún arreglo relacionado con el Río de la Plata 2. Esto nos causó gran satisfacción porque todos los protagonistas están cansados al extremo de esta guerra que se hace contra el desgraciado pueblo del Plata.

Miércoles. Llegaron hoy de pronto noticias de que una división del enemigo al mando del general Gómez se dirigía a marchas forzadas para atacar a Rivera en Mercedes. En seguida se mandó una comunicación a Rivera desde el Acorn para transmitirle la nueva. Se hacen todos los preparativos necesarios para ayudar a este general amigo.

Julio 9. Jueves. Como se nos informó que se hacía mucho contrabando entre la provincia de Entre Ríos y la Banda Oriental, se dispuso que la Alecto remontara el río para impedir ese comercio, colocándose en los puntos más convenientes a fin de lograr ese propósito. A mediodía llegamos frente al Rincón de las Gallinas, península formada por un codo del río Uruguay y el Negro. Había en ella gran cantidad de ganado pero las pocas estancias que vimos se hallaban en ruinas y totalmente abandonadas como consecuencia de esta lastimosa guerra. A la una, advertimos que tocábamos el barro y que había seis pulgadas menos de agua que el calado del barco, aun en el centro del verdadero canal. En diez minutos más estuvimos varados. Y allí nos quedamos todo el día, no sin haber enviado botes en todas direcciones para sondar y buscar la mejor manera de salir. Al entrarse el sol el agua disminuyó hasta un pie y nos retiramos a descansar bastante inquietos por lo que podría sobrevenir. A medianoche, con gran sorpresa nuestra, el agua de súbito comenzó a subir y a las nueve de la mañana siguiente había subido cuatro pies, dejándonos en condiciones de proseguir la marcha. Y como ahora teníamos confianza en nuestra invencible suerte, nos sentíamos muy animados.

El avance que hicimos en este día se hizo notar por la belleza del panorama en la orilla de la Banda Oriental. Era muy semejante a lo que se ve navegando a vela de Yarmouth, isla de Wight, a Cowes (sin las colinas), y con la misma anchura del agua aproximadamente. Por la tarde entramos en un laberinto de islas que estrechan considerablemente el canal.

Viernes. Seguimos río arriba. A mediodía anclamos frente a la boca de un riachuelo que corre entre las islas rumbo a la costa firme de la Banda Oriental. Era sin duda éste un lugar muy acomodado para contrabandistas, porque el canal no tiene más de doscientas yardas de ancho con varios arroyos tortuosos, tan tortuosos y tan cubiertos por la vegetación, que en casi ningún sitio puede verse claramente a cien yardas de distancia. Apenas habíamos anclado cuando recibí órdenes de prepararme para llevar una comunicación al buque de guerra francés Pandour, que estaba en Paysandú, ciudad situada a unas cuarenta millas río arriba. Cuando se está a bordo de un buque, siempre se acoge con deleite aquello que tenga traza de aventura e inmediatamente me di a prepararlo todo con verdadero contento. Elegí así Ocho hombres y el piloto, que se regocijaron con la sola idea de aventurarse a una distancia tan larga en un bote abierto y a través de una comarca hostil. El único inconveniente estaba en lo pequeño de la embarcación, que apenas tenía capacidad para lleva el equipo de hombres con sus armas y provisiones.

A las nueve p. m. recibí las instrucciones escritas para gobierno con la orden de que debía salir al amanecer.

Julio 11. Sábado. Muy de mañana las provisiones fueron cuidadosamente estibadas en el fondo del bote; las armas y municiones bien examinadas y cada hombre provisto de una frazada. Ya todo en su lugar, el bote muy cargado se puso en movimiento y dejamos el buque, una media hora después de amanecido. Llevábamos el viento y la corriente en contra, y para poder navegar regularmente se hizo necesario hacerlo muy cerca de una de las costas, cualquiera de ellas, siempre que nos protegiera del viento.

A medida que avanzábamos, el panorama variaba cada vez más y a veces íbamos tan pegados a la orilla, entre las islas, que cazábamos desde el bote pájaros y otros animales que estaban en tierra. En estas islas hay cantidad de palmeras de apariencia muy hermosa, y cuando salimos de las islas para acercarnos a tierra firme, el río apareció considerablemente más ancho.

Pasábamos a veces frente a unas barrancas escarpadas sobre las cuales no podíamos ver nada y desde donde podían fácilmente hacernos fuego, o bien aparecían costas llanas y en declive, de verdes pastizales.

Pacían en ellas el ganado vacuno, manadas de caballos y a veces también avestruces y venados. Aparecían aquí y allá pequeñas arboledas bellamente agrupadas por la mano de la naturaleza. De vez en cuando y por alguna distancia, algunos bosques densos formados por grandes árboles de madera dura ocultaban el panorama. Un banco de arena bastante alto se nos interpuso. Estaba circundado por árboles y arbustos y allí me detuve a menudo para hacer descansar a los hombres y observar la campiña.

Veíanse terrenos de suaves ondulaciones, campos de pastoreo, bosquecillos y arboledas que se extendían tierras adentro hasta perderse de vista y albergaban gran variedad de animales como en un extenso y bien cuidado parque de Inglaterra. Lo único que allí faltaba para formar una escena encantadora era la presencia del hombre, porque ¡ay! solamente la naturaleza irracional alegraba el terrestre paraíso.

Seguíamos avanzando y a veces veíamos a los venados acercarse confiados a la orilla para beber. Los faisanes 3, en grupos de seis y más, también caminaban tranquilamente por la orilla o se asentaban en los árboles creyéndose en completa seguridad. Las perdices, tanto las grandes como las pequeñas, levantaban vuelo constantemente junto al bote, mientras cantidad de carpinchos, sentados sobre sus patas traseras como los cochinillos pardos de Guinea en las tierras de Brobdignag 4, nos miraban con la más absoluta indiferencia. ¡Era ésta una ocasión magnífica para un cazador!... Pero yo iba sentado con mi escopeta en la mano sin experimentar ninguna tentación por aprovechar esta abundancia enorme de piezas... Por el contrario, me sentía indiferente por todo lo que no fuera cazar lo indispensable para el consumo, y mientras duró la expedición no permití a ninguno de mis hombres cazar más de lo necesario para comer. Pero hay que decir que el apetito que tenían era muy grande por hallarse continuamente expuestos al aire y por el trabajo de los remos. Cada uno de ellos hubiera comido su ración de cerdo preparada en magras de jamón, una buena porción de bistec y un faisán, tres o cuatro veces al día. La caza era obtenida sin ninguna dificultad por los mismos marineros, a quienes se les distribuía cierta cantidad de cartuchos destinados a cazar los faisanes precisos para una comida. La costumbre consistía en que, mientras hacían el fuego para cocinar, otros entraran a distancia de unas cien yardas desde el vivac, en busca de caza, y generalmente la hacían con mucho provecho. Los únicos animales que se mostraban salvajes eran por lo común los tenidos por domésticos, es decir las vacas y los caballos.

Después de haber remado durante cinco horas y media, ocurrió que la fuerza del viento aumentó de tal manera, que, agregándose a la fuerza de la corriente, nos impidió avanzar una pulgada más. Y nos vimos obligados a desembarcar en una isla en medio del río, donde, según el piloto, estaban o habían estado algunos refugiados del partido blanco, o sea del partido enemigo. Encendimos fuego sin tardar y se dio comienzo a una seria faena culinaria. Los cocineros se ocupaban en dar vuelta a los faisanes sobre el fuego y todos cumplían de muy buena gana esta operación, cuando de pronto los centinelas vinieron desde sus puestos (a corta distancia en la isla) para anunciar que habían oído ruidos entre la maleza y que alguien se aproximaba por ahí. Aposté en seguida a los marineros con armas tras el banco de arena donde había sido atado el bote y quedaron listos para proteger la comida humeante, abandonada así por unos momentos.

Muy poco después apareció una persona entre el matorral, haciendo ademanes amistosos y no tardamos en advertir que se trataba de un oficial francés, por el uniforme que vestía. Entramos en conversación cordial y me dijo que formaba parte de la oficialidad del Pandour, precisamente el buque para el cual yo llevaba las comunicaciones. Había sido enviado aguas abajo en una pequeña embarcación apresada anteriormente por ellos mismos y traía una partida para proteger la isla amenazada por el enemigo. En ella estaban refugiadas varias familias evadidas de la costa oriental. Cambiamos algunos presentes: yo le obsequié con algunos hermosos faisanes; él me los retribuyó con un cuarto de carne gorda, y nos sentimos mutuamente muy satisfechos.

El viento arreciaba tanto que no había ni que pensar en seguir navegando. Entonces decidí acampar en ese mismo lugar; pero mi buen amigo el oficial francés me informó que a cosa de media milla había un rancho deshabitado donde podría ponerme al abrigo del mal tiempo. Acepté la bondadosa indicación y fuimos en seguida con el bote hasta el rancho. Tenía dos cuartos ingeniosamente construidos con paja; esta última estaba atada con finas correas de cuero a las estacas que sostenían el techo y los lados. En seguida convertimos uno de los cuartos en cocina, y el otro, bien limpiado y regado, en dormitorio. Me es imposible describir la alegría de los marineros al tomar posesión de la vivienda. Para hacer las cosas en forma, cortaron dos varas, largas y las clavaron de punta para colocar la insignia y el gallardete. Luego, con un cazo de agua bautizaron el local con el nombre de “The London Hotel”... En seguida, como genuinos John Bulls, empezaron a preparar una segunda comida. ésta era para hacer votos por la prosperidad del nuevo establecimiento. El teniente Grandin (que así se llamaba el comandante del pequeño patache) tuvo la bondad de invitarme a cenar. Yo no creía posible que lo hiciera en serio y que pudiera dar una comida en semejante bote de siete u ocho toneladas, sin cocina, y decliné al principio la invitación, pero como insistiera en ella, acepté. Poco entendía yo del genio culinario de los franceses porque me regalaron con una cena muy superior a la que hubiera podido ofrecer en mi propio barco. Me sentí sorprendido por la excelente comida y tuve la curiosidad de examinar los utensilios con que había podido prepararla. Pero antes quiero describir las viandas mismas. En mi honor habían hecho, lo primero, bifteck ŕ l’anglaise con rabanitos; luego apareció un excelente guisado, seguido por un faisán admirablemente asado; algunos peces pequeños guisados complementaban la comida, y todo fue acompañado con vino clarete, un ajenjo como aperitivo y al final una taza de excelente café.

Y ahora vamos a los enseres de cocina: el fondo de una barrica bien aserrada y llena de tierra, servía de fogón; los aparejos consistían en una olla de hierro y una pequeña marmita. Estos pobres utensilios produjeron, bajo la inspiración francesa, la comida que acabo de describir.

Cualquier oficial inglés colocado en las mismas circunstancias hubiera quedado satisfecho con un correoso, pringoso y medio crudo bistec. Deseo que mi hospitalario amigo francés, el teniente Grandin, no se vea nunca frente a una comida inferior a la que me ofreció...