La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
21. À la française
 
 
Sumario: Permanecemos en la vivienda. — Cambio de tiempo. — En un abrigadero. — Una inspección. — Un espía. — Precauciones. — La partida. — Un viejo Blanco. — Paisaje agreste. — Cremación de un cadáver. — Familias refugiadas en una isla. — El bergantín Pandour. — Paysandú. — Posición favorable de la ciudad.


Como el viento contrario continuaba fuerte, hubimos de permanecer en el “London Hotel”, nuestra vivienda, que hallábamos muy confortable, mientras la guardia mantenía un gran fuego en la cocina, que nos calentaba a través del tabique de paja. Los marineros estaban tan contentos con la nueva casa, que no podían resignarse a dormir y cantaban todos una lastimosa cantinela cuyo estribillo principal era:

Oh, Aunt Margaret, naughty Aunt Margaret,

How are you off for soap?— Oh dear!1.

Al venir la mañana, los centinelas dijeron que el tiempo estaba mejor. Todos se levantaron y, para empezar, pusieron a freír gran cantidad de carne. Al mismo tiempo, yo había tomado un bario en el río y después me retiré al dormitorio, donde, a la luz de un candil, me absorbí en la lectura de El Sitio de Gibraltar, de Drinkwater 2, y reía solo de la chapucería de los marinos españoles, cuyos mayores esfuerzos, disponiendo de casi cuatrocientos cañones, habían consistido en arrojar a la ciudad cuarenta y dos tiros o granadas en dos minutos, lo que en aquellos días se consideraba maravilloso. En lo mejor de mis meditaciones fui perturbado por uno de la tripulación que me traía un faisán bien asado sobre una fuente de porcelana, otra fuentecilla con sal y una taza de cacao, todo lo cual componía un excelente almuerzo. A las cinco y veinte nos pusimos otra vez en camino, esforzándonos al extremo por salir adelante. Avanzarnos con mucha lentitud hasta mediodía y entonces el viento se avivó nuevamente hasta impedirnos por completo seguir. Nos vimos así obligados a poner proa en dirección a un riachuelo, a sotavento, donde encontramos una caleta cómoda, al abrigo del mal tiempo. El agua era tan poco profunda y la entrada tan angosta —tendría veinte pies— que apenas si pudimos pasar. De ahí que mi asombro fuera grande cuando, una vez adentro, me encontré una empinada barranca de arena con agua suficiente —cinco brazas— como para dar albergue a una fragata grande. Hicimos aquí un gran fuego y empezó de nuevo la cocina. Había dispuesto quedar allí y en consecuencia ordené que durante una hora todos los marineros recogieran bastante leña como para mantener alejados con el fuego a los animales salvajes.

Tenía mucha curiosidad por verificar la causa de que el agua fuera tan profunda en este abrigadero y me fui hacia el interior con cuatro hombres mientras preparaban la comida, deseoso de explorar la isla. Después de una ligera inspección, no me fue posible comprobar cómo se había formado aquello. El abrigadero tenía trescientas yardas de largo y sesenta de ancho en la parte más amplia, que terminaba en unos pantanos, bruscamente. Y de ahí que resultara para mí un misterio la formación de aquel profundo dique natural.

Mandé a los marineros que volvieran a comer, me tendí sobre los pastos y con el anteojo empecé a reconocer, lleno de curiosidad, la costa enemiga. Pude considerarme afortunado de haberlo hecho porque mientras examinaba minuciosamente la orilla opuesta, metro por metro, eché de ver, a unas mil doscientas yardas de distancia, a un oficial que inspeccionaba también cautelosamente mi equipo de hombres con un anteojo y sin duda para saber en qué consistía esa fuerza. “¡Hola, hola, muchacho! —Pensé—, no me tomarás dormido”...3. Continué observando sus movimientos y advertí que se comunicaba con alguien a retaguardia. Mediante un rodeo, volví a unirme a la partida y comí con gran apetito, teniendo ya proyectado lo que era necesario hacer. Mis marineros estaban ansiosos por cruzar el río y robar una vaca en el campo enemigo, sobre todo porque habían consumido toda la provisión de carne para cuatro días. Respetuosamente me pidieron permiso para hacerlo. Como no creí que valiera la pena revelarles el verdadero estado de las cosas, dije que, por ser domingo, no podía permitir ninguna especie de caza, y les regañé por comer con exceso. La defensa que hicieron no tenía respuesta:

—Señor —dijeron—, trabajamos todo el día... ¿y no podemos procurarnos el alimento?... Siempre sentimos apetito cuando a damos lejos como ahora...

Durante este tiempo, estaban observándonos mucho desde la costa opuesta. La isla tenía unas mil cuatrocientas yardas, por cuatrocientas o quinientas. A eso de las nueve, reuní a los marineros y les dije que, si bien las grandes fogatas eran muy eficaces para mantener alejadas a las bestias salvajes, sin embargo iban a tener efecto contraproducente sobre un enemigo muy vigilante que ahora, según yo lo había observado, no solamente conocía nuestra posición, sino que era muy superior a nosotros en fuerza y en número. En consecuencia, aunque estaba soplando viento fuerte, haríamos en seguida los preparativos para la partida; y amontonaríamos la leña ya recogida para hacer grandes fuegos, engañando así al enemigo, si era que abrigaba una intención hostil.

A las nueve y cuarto empezamos a remar para salir de nuestro abrigo y al llegar a la parte más angosta comprobamos con gran disgusto que el agua había dejado la entrada completamente seca.

—Bueno, muchachos, sacarse los pantalones y arrastrar el bote: es la única solución.

Tal fue la orden que se cumplió inmediatamente y después de diez minutos de duros esfuerzos, el bote estuvo nuevamente a flote. Fuimos remando aguas arriba cosa de una legua y anclamos fuera del alcance de los fusiles enemigos de la costa. Se colocó un lienzo alquitranado para cubrir a los marineros y con excepción del centinela, dormimos todos tan tranquilamente como lo permitía la incómoda posición de las piernas por el reducido tamaño del bote.

Al día siguiente, dos horas antes de amanecer, proseguimos, pero como el viento contrario soplaba todavía bastante fuerte, el avance se hacía lentamente y con dificultad. A las nueve remamos hacia un abrigadero que nos defendía del viento de la costa enemiga. Por el lado de tierra adentro no había cuidado porque un monte muy espeso nos rodeaba en un ancho de un cuarto de milla y era de todo punto imposible atravesarlo. Por eso pusimos a hervir agua en la enorme marmita y preparamos el almuerzo con gran placer y contento.

Después del almuerzo seguimos camino nuevamente. Al rodear una punta de la costa dimos de pronto con un hombre ya anciano, un blanco (es decir uno de los enemigos), que lavaba tranquilamente su camisa en la playa. Así que nos vio soltó la camisa y tomó del suelo un fusil muy corto, viejo y herrumbrado, de esos que usa la caballería.

—Deje eso ahí, viejo sanguinario, bribón —le dije, mientras le apuntaba con mi escopeta de dos caños—. ¡Deje ahí el arma!...

Pareció comprender lo que le decía y bajó el fusil en seguida. Consideré absurdo llevarlo como prisionero; y nos dimos por satisfechos quitándole la pólvora (unas dos cargas) y dejándole su fusil viejo en mal estado y que sólo serviría para herir a su dueño en caso de hacer fuego.

El avance se hizo otra vez muy dificultoso y lento: poníamos una hora para ganar una milla. Dos veces bajamos a tierra para hacer observaciones sobre la playa de arena a lo largo de la cual íbamos remando y avizorando lo que teníamos por delante. Pero no aparecía alma viviente. No se veía otra cosa que las innumerables tropas de ganado (caballos y vacas) y a veces avestruces y algunos venados. Pequeñas lagunas pantanosas casi cubiertas de nenúfares aparecían aquí y allá como si hubieran sido formadas por la mano del hombre para ornamento del paisaje y para proveer a las necesidades de los animales. Estas lagunas estaban llenas de aves acuáticas. Nunca había contemplado yo un paisaje agreste que diera tanto la impresión de haber sido aderezado expresamente por el hombre. Esta ilusión agradable era de tal manera compartida por todos, que los marineros hablaban de ese campo como del “parque de un gentleman, lindamente poblado y arbolado''. Y en verdad esta expresión da la idea más cumplida de aquel paraje.

A las dos, la tripulación dejó los remos y con ellos el duro trabajo que había sostenido. Desembarcamos otra vez, ahora en una isla donde se dio nuevamente el mismo espectáculo de regocijo y de glotonería. Después de la comida, como el viento soplaba todavía demasiado fuerte para seguir el viaje, el equipo fue dividido: la mitad quedó allí para guardar el bote; la otra mitad me acompañó en una exploración por el campo. Siguiendo un estrecho sendero entre el monte, por espacio de unas quinientas yardas, vinimos a dar en un claro de unos veinte acres, cubierto de pasto alto y seco. En el centro había tres ranchos medio incendiados y unas doce cruces de madera (índice de que se había producido allí un hecho de sangre), y el cadáver de un hombre medio descompuesto. No teníamos otra cosa que las bayonetas para enterrar el cadáver y decidimos incinerarlo: nos pareció el procedimiento más eficaz; recogimos al efecto algunas estacas y paja seca y lo amontonamos sobre el cadáver. Luego les prendimos fuego. Las chispas encendieron las pajas altas y en poco tiempo aquel claro del bosque ardía con llamas brillantes y crepitaba como descarga continua de fusilería mientras el fuego extendíase en derredor.

Ya deseábamos volver al bote donde encontramos a la guardia en gran inquietud por el ruido y el humo que el incendio había producido.

Al caer la tarde el viento calmó y reanudamos el camino. Al entrarse el sol descansamos nuevamente para comer un bistec y tomamos un poco de té. En esta ocasión hicimos el esfuerzo final y llegamos hasta el bergantín francés Pandour a las nueve p. m. con los marineros agotados por el intenso trabajo.

Este bergantín estaba en Paysandú para cooperar con el general Fructuoso Rivera y también para proteger una isla frente a la ciudad, en la cual, como en otro caso ya referido, se habían instalado algunas familias que buscaban refugio. Estos pobres fugitivos habían sido traídos a este miserable asilo en una isla, como consecuencia de la guerra cruel y sanguinaria que rugía por todas partes. Sus propiedades habían sido destruidas por el pillaje de una soldadesca licenciosa y toda la campaña se hallaba en ruinas.

En efecto, casi todo lo que hace relación con el trabajo y la industria, ha sido casi aniquilado, a excepción de los ganados, que vagan, desconocidos y abandonados, acreciendo rápidamente en número. Es algo triste, en verdad, contemplar una tierra tan apropiada por su situación, por su fertilidad y lo saludable de su clima para mantener una enorme población, completamente devastada por la bárbara y disoluta ambición individual.

Fuimos recibidos con la mayor cordialidad y hospitalidad por el capitán francés y demás oficiales que, en seguida, dispusieron una cena excelente y nos facilitaron toda comodidad. En la mañana siguiente, después de un almuerzo inmejorable à la française, recibí la contestación a los diversos despachos y cartas que traía: el capitán Du Parque no sólo habla sino que escribe notablemente bien el inglés.

Con un cordial adiós a mis buenos y hospitalarios amigos, los señores Sagnier, Lhainé y Du Penhoat, dimos remo, alejándonos del Pandour para volver a mi propio barco. Durante todo el día siguiente, los hombres de mi equipo no hablaron de otra cosa que de las bondades tenidas para con ellos por los buenos pandores, como decían. Este buque es un vistoso y hermoso bergantín de tipo moderno, construido últimamente en Lorient y que no solamente refleja gran crédito sobre el ingeniero y sobre los astilleros que lo fabricaron, sino también sobre los oficiales que lo alhajaron por completo, en forma tan conveniente y de buen gusto. Tomado en conjunto es, según aparece, un modelo de lo que debe ser un bergantín de guerra. La ciudad de Paysandú está lindamente situada en una altura y se compone de unas doscientas o trescientas casas, algunas de las cuales son amplias residencias, pero todas deshabitadas y destruidas. El río Uruguay en este punto tiene apenas unas mil yardas de ancho y la costa en que se encuentra la ciudad posee buenas condiciones para la defensa. Tantas, que, con poco trabajo, este sitio podría fortificarse hasta dominar la navegación del río.