La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
Apéndice
 
 
Estas páginas que llegan ahora a su fin, han sido entresacadas de un copioso Diario que llevó siempre su autor mientras se mantuvo en servicio. Muchos temas que hubiera deseado vivamente desarrollar, han sido excluidos como ajenos al asunto principal del libro.

En la esperanza de que algunos jóvenes de la mejor marina del mundo, nuestra Real Armada, puedan, acaso, hojear estas páginas, el autor se permite recordarles la reflexión de un celebrado autor que dice: “Si miramos hacia atrás en la vida y analizamos la causa de todas las desventuras que nos han ocurrido, advertiremos por lo general que han sido consecuencia de alguna falta proveniente de nuestro propio carácter”. Esto es sin duda alguna, cierto, como también es cierto que más son las faltas de disciplina (y en consecuencia los castigos), disgustos, desabrimientos o impaciencias que vienen de fallas de nuestro temperamento, que de cualquier otra cosa y aun de todas las cosas que puedan combinarse entre sí.

Observaciones diversas

Los antiguos filibusteros redivivos

Siempre me había mostrado cortés con los desvergonzados aventureros que frecuentaban el Paraguay [sic] 1 y que habían oído decir que yo disponía de capital. De ahí que me hicieran diversas propuestas para entrar en negocios lucrativos que podían reportar enormes beneficios, pero que también iban acompañados de riesgos muy grandes. Empresas de tal naturaleza eran propias de aquellos bravucones, y me hacían pensar en lo que debieron ser los antiguos filibusteros. En verdad, me parece que el espíritu que animaba a aquellos depredadores no se ha extinguido todavía y que se mantiene hasta hoy. Estoy seguro también de que, si alguno de aquellos planes ha sido conducido con prudencia y habilidad, se han de haber realizado enormes ganancias y, como es de suponer, al margen de toda noción de honradez. Entre nosotros, voy a referir un plan que se me propuso, aunque reservando los nombres propios. Una embarcación casi nueva, propiedad de un rico regidor de Londres, muy respetado, había sido fletada con carga por valor de treinta y ocho mil libras con destino a Lima en Sudamérica. Al doblar el cabo de Hornos, perdió el timón y volvió con mucha dificultad a Montevideo, el puerto civilizado más cercano, donde podían hacerse las reparaciones. En el estado en que se hallaba Montevideo, los gastos para esas reparaciones resultaban enormes, y en poco tiempo subieron a la suma de mil quinientas libras.

Como el capitán no tenía fondos a su disposición y no quería detener el barco hasta recibir respuesta de Inglaterra, que podía llegar solamente cinco meses después, resolvió hacerse del dinero mediante un préstamo con garantía sobre el mismo barco y su carga. En efecto, no le quedaba otra alternativa, porque hubiera tenido que sacar parte de la carga y venderla hasta una cantidad suficiente para pagar los gastos. Yo estaba al tanto de todo el asunto y me informé sobre las personas que venían a ofrecer dinero: ¡el interés más bajo era del cincuenta y cinco por ciento!...

Como vi que se trataba de una transacción debidamente autorizada y que todo estaba dentro de lo legal, me ofrecí a facilitar el dinero si las cosas estaban bien, a un interés moderado y muy inferior al que había exigido la gente de Montevideo. Al consultar con personas entendidas, me convencí de que todo se hallaba en forma pero que el reembolso había de hacerse en el lugar de destino del barco: la ciudad de Lima. Y siendo así, naturalmente, no acepté.

Al día siguiente pudieron conseguir el dinero, pero al cincuenta y cinco por ciento de interés y dando al prestamista un pasaje para Lima por el cabo de Hornos, para que recibiera el dinero e intereses en aquel punto. Ya era éste un exagerado interés... y aparte los riesgos del mar, enteramente seguro, porque la carga tenía un valor de treinta y ocho mil libras y el buque por lo menos cuatro mil libras más.

Mencionaré otro hecho que da buena idea de las maravillosas ganancias que puede hacer un hombre audaz y listo, y las tremendas pérdidas que los propietarios de barcos pueden sufrir si se confían a un patrón de pacotilla, incompetente o poco seguro. Suprimo los nombres por razones obvias, pero puedo garantizar la exactitud de los detalles. Desde una ciudad del río Ribble, en el Lancashire, fue despachado un bergantín para cargar guano en la Patagonia. El patrón o capitán, hombre astuto y entendido, no tardó en procurarse la carga, y estaba para volver cuando se encontró con un barco nuevo y hermoso de trescientas veintisiete toneladas, anclado, y desaparejado en un lugar peligroso de la costa. Fue vendido al mejor postor legalmente por una junta de patrones mercantes y comprado por dicho patrón en cien libras. Era imposible que el barco se hubiera visto reducido a esta situación de no haber mediado la crasa ignorancia y los malos manejos del patrón. El hábil comprador logró llevar su barco recién adquirido a Montevideo y lo ha puesto en perfecto estado por la suma (incluido el dinero en que lo compró y cien libras más que pagó por un ancla y una cadena) de unas mil libras. No vacilo en afirmar que este buque así reparado vale ahora por lo menos cuatro mil libras. Y hablo por las observaciones personales que he podido hacer. Costó, por lo tanto, el bergantín, justamente un cuarto de su valor. Esto debe constituir una lección para los propietarios de buques y una advertencia para la elección de las personas que comandan esas embarcaciones. Las tres mil libras esterlinas ganadas por los propietarios del bergantín del río Ribble se deben a la viveza del capitán que habían elegido, e igualmente claro es que la pérdida se debió a la mala elección que hicieron los propietarios del otro barco.

Estos propietarios no advierten todos los daños que puede causar un capitán inepto. El navío por el cual fueron pagadas cien libras fue inmediatamente contratado para conducir una carga a un puerto del Brasil, que no le llevó un mes, ¡por la suma de quinientas libras!... El astuto y ya viejo capitán, rió entre dientes cuando me lo contó y dijo: “¡Ah! Yo pienso permanecer aquí hasta que e1 asegurador arregle el asunto, porque si voy con carga a mi país van a echar mano del buque, de la carga y de todo y tendré que decir adiós a mi ganancia”. Concluyó haciendo esta reflexión:

“Y ahora sólo necesito de un buen reloj de longitudes para que todo me vaya bien”. Por fortuna para él, yo estaba en condiciones de suplirlo porque a mí me sobraba uno, y acepté que me diera un documento por su valor para cobrarlo en Lancashire. Esto, me dijo, era todo cuanto a él le convenía porque no hubiera podido conseguir dinero en Montevideo a menos del cincuenta por ciento de interés.

L. B. M.

Un curioso escarabajo

Voló un día un escarabajo de naturaleza muy singular, y un marinero que conocía mi afición por esas cosas, me lo presentó. Como yo no he visto nunca nada parecido, y ahora no me es posible buscar una descripción de ese ejemplar en ningún tratado de Historia Natural, me aventuro a describirlo exactamente, tal como pude examinarlo cubierto por un vaso en la sala de oficiales: Largo: media pulgada; cuerpo y patas color almagre; alas verdes; dos patas traseras muy fuertes; ídem cuatro pequeñas traseras; cabeza, cuello y quijada macizos; pero el rasgo que lo distinguía grandemente eran dos largos cuernos o antenas, tres cuartos de pulgada de largo, con muchas ensambladuras en forma y figura semejantes en algo a los garfios del cangrejo y a la cadena de un reloj. La juntura del centro, dos veces más larga que el resto y con una pequeña cápsula o hacecillo de plumas muy negras.

FIN