San Martín visto por sus contemporáneos
De San Lorenzo al campo de Plumerillo 1813-1817
 
 

Entre los contemporáneos de San Martín que comentaron su acción libertadora y dieron las primeras noticias biográficas del prócer, cuenta el general Guillermo Miller, inglés, (1791 - 1861) que ingresó como oficial de artillería en el ejército de los Andes (1817) e hizo las campañas de Chile y el Perú. En sus MEMORIAS, refiere en estos términos la primera etapa de la vida pública de San Martín hasta su llegada a Buenos Aires en 1812.



Años primeros


Don José de San Martín nació el año 1778 en Yapeyú, uno de los pueblos de las Misiones del Paraguay, de las cuales era gobernador su padre, en aquella época. A la edad de ocho años fué llevado a España por su familia, y destinándolo para la carrera militar, entró en el seminario de nobles de Madrid. San Martín tomó parte en la guerra de la Península, y fué edecán del general Solano, marqués del Socorro, gobernador de Cádiz. Cuando aquel general pereció al furor del populacho, San Martín se escapó difícilmente de ser asesinado, respecto que al primer momento lo equivocaron con el marqués, a quien efectivamente se parecía mucho. San Martín se distinguió en la batalla de Bailen, de tal modo, que se atrajo la atención del general Castaños y su nombre fué honrosamente citado en los partes de aquella batalla memorable. Ascendido al grado de teniente coronel, siguió haciendo la guerra a las órdenes del marqués de la Romana y del general Coupigny; pero, habiéndose levantado el grito de libertad en su país nativo, no pudo ser indiferente a tan sagrada invocación. Sin tener más que una vaga idea del verdadero estado de la lucha en América, resolvió marchar a serla tan útil como pudiera; y por la bondadosa interposición de sir Carlos Stuart, en el día Lord Stuart de Rothesay, obtuvo un pasaporte y se embarcó para Inglaterra, donde permaneció poco tiempo. San Martín recibió de la bondadosa amistad de lord Macduff, actualmente conde de Fife, cartas de introducción y de crédito; y aunque San Martín no hizo uso de las últimas, habla de esta muestra de generosidad de su amigo respetable en términos de la mayor gratitud. 1


San Martín se embarcó en el buque Jorge Canning en el Támesis, y dió la vela para el Río de la Plata. Poco después de su llegada a Buenos Aires, se casó con doña Remedios Escalada, hija de una de las familias más distinguidas de aquella ciudad. Habiendo San Martín establecido su crédito de un modo honroso en las orillas del río Paraná, y adquirido la confianza de los argentinos, ascendió a mandos importantes.


Guillermo Miller



Sabido es que San Martín se incorporó al ejército de la revolución con el grado de teniente coronel y formó el cuerpo de granaderos a caballo, con el que intervino en la revolución del 8 de octubre de 1812, derrocando al primer triunvirato. Nombrado coronel, en diciembre de 1812, fué encargado de vigilar las costas del Río Paraná, asoladas por una escuadrilla española procedente de Montevideo.


El 3 de febrero de 1813, inició San Martín sus empresas guerreras con el combate de San Lorenzo. Testigo de ese episodio fué Guillermo Parish Robertson, comerciante inglés, poco antes llegado al país y que se encaminaba al Paraguay por Santa Fe, en un destartalado carruaje. Robertson relata su encuentro con San Martín, a quien ya conocía, y describe el combate de San Lorenzo en su libro Letters on Paraguay, traducido por el Dr. Carlos A. Aldao con el título de La Argentina en la época de la Revolución.



Combate de San Lorenzo


Por la tarde del quinto día llegamos a la posta de San Lorenzo, distante como dos leguas del convento del mismo nombre, construido sobre las riveras del Paraná, que allí son prodigiosamente altas y empinadas. Allí nos informaron haberse recibido órdenes de no permitir a los pasajeros seguir desde aquel punto, no solamente porque era inseguro a causa de la proximidad del enemigo, sino porque los caballos habían sido requisados y puestos a disposición del Gobierno y listos para, al primer aviso, ser internados o usados en servicio activo. Yo había temido encontrar tal interrupción durante todo el camino porque sabía que los marinos en considerable número estaban en alguna parte del río; y cuando recordaba mi delincuencia en burlar su bloqueo, ansiaba caer en manos de cualquiera menos en las suyas. Todo lo que pude convenir con el maestro de posta fué que si los marinos desembarcaban en la costa, yo tendría dos caballos para mí y mi sirviente, y estaría en libertad de internarme con su familia, a un sitio conocido por él, donde el enemigo no podría seguirnos. En ese rumbo, sin embargo, me aseguró que el peligro proveniente de los indios era tan grande como el de ser aprisionado por los marinos; así es que Scylla y Caribdis estaban lindamente ante mis ojos. Había visto ya bastante de Sud América, para acoquinarme ante peligrosas perspectivas.


Antes de desvestirme, hice mi ajuste de cuentas con el maestro de posta y, cuando quedó arreglado, me retiré al carruaje, transformado en habitación para pasar la noche, y pronto me dormí.


No habían corrido muchas horas cuando desperté de mi profundo sueño a causa del tropel de caballos, ruido de sables y rudas voces de mando a inmediaciones de la posta. Vi confusamente en las tinieblas de la noche los tostados rostros de dos arrogantes soldados en cada ventanilla del coche.


No dudé estar en manos de los marinos. —“¿Quién está ahí?”, dijo autoritariamente uno de ellos. —“Un viajero”, contesté, no queriendo señalarme inmediatamente como víctima, confesando que era inglés. —“Apúrese”, dijo la misma voz “y salga”. En ese momento se acercó a la ventanilla una persona cuyas facciones no podía distinguir en lo obscuro, pero cuya voz estaba seguro de conocer, cuando dijo a los hombres: —“No sean groseros; no es enemigo, sino, según el maestro de posta me informa, un caballero inglés en viaje al Paraguay”.


Los hombres se retiraron y el oficial se aproximó más a la ventanilla. Confusamente, como pude entonces discernir sus finas y prominentes facciones, combinando sus rasgos con el metal de voz, dije: — “Seguramente usted es el coronel San Martín, y, si es así, aquí está su amigo mister Robertson”.


El reconocimiento fué instantáneo, mutuo y cordial; y él se regocijó con franca risa cuando le manifesté el miedo que había tenido, confundiendo sus tropas con un cuerpo de marinos. El coronel entonces me informó que el Gobierno tenía noticias seguras de que los marinos españoles intentarían desembarcar esa misma mañana, para saquear el país circunvecino y especialmente el convento de San Lorenzo. Agregó que para impedirlo había sido destacado con ciento cincuenta Granaderos a caballo de su Regimiento; que había venido (andando principalmente de noche para no ser observado) en tres noches desde Buenos Aires. Dijo estar seguro de que los marinos no conocían su proximidad y que dentro de pocas horas esperaba entrar en contacto con ellos. —“Son doble en número”, añadió el valiente coronel, “pero por eso no creo que tengan la mejor parte de la jornada”.


—“Estoy seguro que no”, dije; y descendiendo sin dilación empecé con mi sirviente a buscar a tientas, vino con que refrescar a mis muy bien venidos huéspedes. San Martín había ordenado que se apagaran todas las luces de la posta, para evitar que los marinos pudiesen observar y conocer así la vecindad del enemigo. Sin embargo, nos manejamos muy bien para beber nuestro vino en la obscuridad y fué literalmente la copa del estribo; porque todos los hombres de la pequeña columna estaban parados al lado de sus caballos ya ensillados, y listos para avanzar, a la voz de mando, al esperado campo del combate.


No tuve dificultad de persuadir al general que me permitiera acompañarlo hasta el convento. —“Recuerde solamente”, dijo, “que no es su deber ni oficio pelear. Le daré un buen caballo y si usted ve que la jornada se decide contra nosotros, aléjese lo más ligero posible. Usted sabe que los marineros no son de a caballo”. A este consejo prometí sujetarme y, aceptando su delicada oferta de un caballo excelente y estimando debidamente su consideración hacia mí, cabalgué al costado de San Martín cuando marchaba al frente de sus hombres, en obscura y silenciosa falange.


Justo antes de despuntar la aurora, por una tranquera en el lado del fondo de la construcción, llegamos al convento de San Lorenzo, que quedó interpuesto entre el Paraná y las tropas de Buenos Aires y ocultos todos los movimientos a las miradas del enemigo. Los tres lados del convento visibles desde el río, parecían desiertos; con las ventanas cerradas y todo en el estado en que los frailes atemorizados se supondría lo habían abandonado en su fuga precipitada, pocos días antes. Era en el cuarto lado y por el portón de entrada al patio y claustros que se hicieron los preparativos para la obra de muerte. Por este portón, San Martín silenciosamente hizo desfilar sus hombres, y una vez que hizo entrar los dos escuadrones en el cuadrado, me recordaron, cuando las primeras luces de la mañana apenas se proyectaban en los claustros sombríos que los protegían, la banda de griegos encerrados en el interior del caballo de madera tan fatal para los destinos de Troya.


El portón se cerró para que ningún transeúnte importuno pudiese ver lo que adentro se preparaba. El coronel San Martín, acompañado por dos o tres oficiales y por mí, ascendió al campanario del convento y con ayuda de un anteojo de noche y por una ventana trasera trató de darse cuenta de la fuerza y movimientos del enemigo.


Cada momento transcurrido, daba prueba más clara de su intención de desembarcar; y tan pronto como aclaró el día percibimos el afanoso embarcar de sus hombres en los botes de siete barcos que componían su escuadrilla. Pudimos contar claramente alrededor de trescientos veinte marinos y marineros desembarcando al pie de la barranca y preparándose a subir la larga y tortuosa senda, única comunicación entre el convento y el río. Era evidente, por el descuido con que el enemigo ascendía el camino, que estaba desprevenido de los preparativos hechos para recibirlo, pero San Martín y sus oficiales descendieron de la torrecilla, y después de preparar todo para el choque, tomaron sus respectivos puestos en el patio de abajo. Los hombres fueron sacados del cuadrángulo, enteramente inapercibidos, cada escuadrón detrás de una de las alas del edificio.


San Martín volvió a subir al campanario y, deteniéndose apenas un momento, volvió a bajar corriendo, luego de decirme: —“Ahora, en dos minutos más estaremos sobre ellos, sable en mano”. Fué un momento de intensa ansiedad para mí. San Martín había ordenado a sus hombres no disparar un solo tiro. El enemigo aparecía a mis pies seguramente a no más de cien yardas. Su bandera flameaba alegremente, sus tambores y pitos tocaban marcha redoblada, cuando en un instante y a toda brida los dos escuadrones desembocaron por atrás del convento y flanqueando al enemigo por las dos alas, comenzaron con sus lucientes sables la matanza, que fué instantánea y espantosa. Las tropas de San Martín recibieron una descarga solamente, pero desatinada, del enemigo; porque, cerca de él, como estaba la caballería, sólo cinco hombres cayeron en la embestida contra los marinos. Todo lo demás fué derrota, estrago y espanto entre aquel desdichado cuerpo. La persecución, la matanza, el triunfo, siguieron al asalto de las tropas de Buenos Aires. La suerte de la batalla, aun para un ojo inexperto como el mío, no estuvo indecisa tres minutos. La carga de los dos escuadrones, instantáneamente rompió las filas enemigas y desde aquel momento los fulgurantes sables hicieron su obra de muerte tan rápidamente que en un cuarto de hora el terreno estaba cubierto de muertos y heridos.


Un grupito de españoles había huido hasta el borde de la barranca; y allí, viéndose perseguidos por una docena de granaderos de San Martín, se precipitaron barranca abajo y fueron aplastados en la caída. Fué en vano que el oficial a cargo de la partida les pidiera se rindiesen para salvarse. Su pánico les había privado completamente de la razón, y en vez de rendirse como prisioneros de guerra, dieron el horrible salto que los llevó al otro mundo y dio sus cadáveres, aquel día, como alimento a las aves de rapiña.


De todos los que desembarcaron, volvieron a sus barcos apenas cincuenta. Los demás fueron muertos o heridos, mientras San Martín solamente perdió en el encuentro, ocho de sus hombres.


La excitación nerviosa proveniente de la dolorosa novedad del espectáculo, pronto se convirtió en mi sentimiento predominante; y quedé contentísimo de abandonar el todavía humeante campo de la acción. Supliqué a San Martín, en consecuencia, que aceptase mi vino y provisiones en obsequio a los heridos de ambas partes, y dándole un cordial adiós, abandoné el teatro de la lucha, con pena por la matanza, pero con admiración por su sangre fría e intrepidez.


Esta batalla (si batalla puede llamarse) fué, en sus consecuencias, de gran provecho para todos los que tenían relaciones con el Paraguay, pues los marinos se alejaron del río Paraná y jamás pudieron penetrar después en son de hostilidades.


G. P. Robertson.



A poco de triunfar San Martín en San Lorenzo, el ejército del Norte, al mando de Belgrano, obtuvo la victoria de Salta (20 de febrero de 1813) pero fué derrotado sucesivamente ese mismo año en Vilcapugio y Ayohuma. El Gobierno de Buenos Aires acordó a San Martín, en 1813, el grado de coronel mayor, y le nombró general en jefe de aquel ejército que venía disperso del Alto Perú. En enero de 1814, asumió San Martín el mando de la fuerza que calificó como “tristes fragmentos de un ejército derrotado”. Poco tiempo, tres meses, pasó en Tucumán. Desde allí escribió a Rodríguez Peña: “La Patria no hará otro camino por este lado del Norte que una guerra defensiva. Un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza para pasar a Chile etc.” Pensaba ya en la expedición al Perú. El oficial Gregorio Aráoz de La Madrid, después general, le conoció en aquellas circunstancias y ha dejado estos recuerdos en sus Observaciones sobre las Memorias póstumas del general José M. Paz.



San Martín en Tucumán (enero 1814)


Al siguiente día o a los dos, después de haber despachado el General Belgrano a Gómez desde Jujuy, me mandó a Tucumán con un pliego para el General San Martín que venía ya a relevarlo, y con la orden de levantar un escuadrón de hombres voluntarios que yo solo mandaría y que serviría para escolta del general.


En dos días me puse en Tucumán, y habiendo el gobernador despachado el pliego para el Sr. San Martín a Santiago del Estero, pasé yo al siguiente día a la campaña, a reunir los voluntarios, y a los cuatro o cinco días estuve de regreso con ciento y pico de jóvenes desde la edad de 18 a la de 25 años, que se me presentaron gustosos con la seguridad que les había yo dado de que eran para servir en la escolta del general y bajo mis órdenes.


A mi regreso, encontré ya al Sr. San Martín con los granaderos, reconocido ya como general en jefe, y al coronel de dragones D. Diego Balcarce encargado del Estado Mayor y que habían llegado ya algunos cuerpos de nuestro ejército, y el general Belgrano llegó a los dos o tres días después, pero no recuerdo hoy la fecha.


Al siguiente día de mi llegada con los voluntarios, se me dio a reconocer por edecán o ayudante de campo del Sr. general San Martín, y se previno además que todos los cuerpos del ejército presentarían para las dos de la tarde, un número de hombres de cada uno en la calle de la Merced, para que el Sr. San Martín entresacara de ellos los hombres que le parecieran para aumentar el cuerpo de granaderos; y como a mí se me ordenase también que presentara 25 hombres de mis voluntarios, sin embargo de que no era todavía un cuerpo del ejército, y del destino para que los había reunido, fui a ver al Sr. Balcarce y hacerle esto presente, alegándole que la orden general hablaba sólo de los cuerpos del ejército. Habiéndome el coronel contestado que no había remedio y que era preciso llevar los hombres que me habían pedido, pasé a ver al Sr. San Martín y hacerle presente eso mismo, pues tenía el convencimiento de que iban a perder esos hombres dejándome a mí por un embustero para otra vez que se ofreciera; mas, apenas me presenté al general, sacó éste el reloj y me dijo: —Han pasado ya dos minutos y ha debido ya estar en la formación con los hombres que le han pedido.


Di vuelta, saludando al general, y fui de carrera al cuartel y saqué los primeros 25 hombres que encontré, pues no había uno de desecho entre todos. No sucedió lo mismo en los demás cuerpos, pues los jefes escogieron los peores y los más viejos. Presentóse el Sr. San Martín, paseando la vista de derecha a izquierda y entresacando algunos de cada piquete y dejando los más; pero apenas llegó a los míos y les echó una ojeada, los mandó a todos marchar de frente y los mandó a granaderos con los pocos que había apartado de los otros cuerpos.


El teniente, entonces, D. Felipe Heredia, estaba a cargo de mis voluntarios, pues lo había yo escogido para el cuerpo, cuando a la hora de la lista de la tarde llega a casa del general San Martín, a avisarme que han ordenado que todos mis voluntarios sean incorporados a granaderos y dragones, apartando sólo veinte hombres para artilleros. Me disgustó en extremo dicha medida y entré a la habitación del general y le hice presente que iban a perder todos esos hombres porque me habían seguido voluntariamente en el concepto de que iban a servir bajo mis órdenes en la escolta del Sr. General. —¿Y se queja Vd. por eso Sr. La Madrid? díjome el general, agregando: —¿cree Vd. que estando a mi lado le faltará a Vd. ocupación o dejaré de atenderlo? Deje Vd. que dispongan de esos hombres y no le dé a Vd. cuidado.


Tuve que callar y se destinaron todos mis voluntarios a los cuerpos ya dichos, pero no amanecieron 20 en los tres cuerpos.


Luego que llegó el Sr. general Belgrano y los restos de los cuerpos que habían quedado a retaguardia, fué nombrado mayor general del ejército el coronel Mayor D. Francisco Fernández de la Cruz, que se hallaba de gobernador en Tucumán, y se dio la orden para que asistieran todos los jefes de los cuerpos a casa del Sr. general en jefe, a la oración, todos los días, para uniformar las voces de mando. El general Belgrano había quedado a la cabecera del l9, como jefe de él, sin embargo de ser un brigadier general, y era también uno de los que concurrían.


Colocados todos los jefes por antigüedad, daba el Sr. San Martín la voz de mando y la repetían en el mismo tono los demás; no recuerdo si en la segunda reunión, al repetir el general Belgrano, que era el l9, la voz que había dado el Sr. San Martín, largó la risa el coronel Dorrego. El general San Martín, que lo advirtió, díjole con fuerza y sequedad: —¡Sr. coronel, hemos venido aquí a uniformar las voces de mando! Dio nuevamente la voz, y riéndose nuevamente Dorrego al repetirla el general Belgrano, el Sr. San Martín, empuñando un candelabro de sobre la mesa y dando con él un fuerte golpe sobre ella, echó un voto, dirigiendo una mirada furiosa a Dorrego y díjole, pero sin soltar el candelabro de la mano: —¡He dicho, Sr. Coronel, que hemos venido a uniformar las voces de mando! Quedó tan cortado Dorrego que no volvió más a reír y al día siguiente lo mandó San Martín desterrado a Santiago del Estero.


Cuando poco después se retiró el general San Martín, por enfermo, me regaló su espada, al tiempo de marcharse, diciéndome que era la que le había servido en San Lorenzo, y que me la daba para que la usase en su nombre seguro de que sabría yo sostenerla.


Lo que el general Paz dice respecto a que la enfermedad del general San Martín fué un pretexto para retirarse del ejército, porque adquirió el convencimiento de que vendría a suplantarlo cuando llegase la ocasión otro general más favorecido, estoy en creer que sólo son conjeturas de él, (en vista de lo que sucedió después con el general Rondeau) pues es efectivo que el general San Martín estuvo enfermo, pues vomitó sangre varias ocasiones y no recuerdo que se hubiese evidenciado después, como dice Paz, que ella era un nuevo pretexto.


Gregorio Aráoz de La Madrid.



En abril de 1814, San Martín cayó enfermo en Tucumán y pidió permiso al Gobierno para pasar a Córdoba en busca de salud. Hubo quienes creyeron que se trataba de un pretexto para dejar el ejército. En una casa de campo de Córdoba, le visitó el ilustre general Paz, entonces oficial del ejército del Norte. En sus Memorias cuenta lo siguiente:



San Martín en Córdoba (1814)


Al principiar el invierno, (año 1814) se generalizó en el ejército que una dolencia en el pecho aquejaba al general San Martín; no salió de su casa en muchos días; la retreta no tocaba a su puerta para que el ruido no le incomodase y se hacía guardar el mayor silencio a los que llegaban a informarse de su salud o con otro motivo. Poco después salió al campo, y luego de estar cerca de un mes en una estancia, partió para Córdoba con pretexto siempre de buscar temperamento adaptado a su estado de salud. Por entonces se dudaba de la certeza de su enfermedad, pero luego fué de evidencia que ella era un mero pretexto para separarse de un mando en que no creía deber continuar.


Cuando llegué a Córdoba, estaba el general San Martín en una estanzuela, a cuatro leguas de la ciudad, siempre diciéndose enfermo. Estuve a visitarlo con otras personas; nos recibió muy bien y conversó largamente sobre nuestra revolución. Entre otras cosas dijo: Esta revolución no parece de hombres sino de carneros. Para probarlo refirió que ese mismo día había venido uno de los peones de la hacienda a quejársele de que el mayordomo, que era un español, le había dado unos golpes por faltas que había cometido en su servicio. Con este motivo exclamó: —¡Qué les parece a ustedes; después de tres años de revolución, un maturrango se atreve a levantar la mano contra un americano!. — ¡Esta es, repitió, revolución de carneros! La contestación que había dado al peón, era en el mismo sentido, de modo que los demás se previnieron para cuando aconteciese un caso semejante. Efectivamente, no pasaron muchos días, y, queriendo el mayordomo hacer lo mismo con otro peón, éste le dio una buena cuchillada, de la que tuvo que curarse por mucho tiempo.


Se dijo que se le había ofrecido al general San Martín el gobierno de Córdoba y que no lo admitió, mas aceptó el de Mendoza, adonde marchó. Con su vista perspicaz, parece que veía los desastres que iban a ocurrir en Chile y la importancia política que iba a adquirir la provincia de Mendoza, debiendo ser la cuna del ejército de los Andes que tantas glorias dio a la patria y que puso en transparencia el mérito superior del general que lo mandó.


José María Paz.



Tres meses pasó San Martín en Córdoba. En Julio tuvo la buena noticia de la rendición de Montevideo, pero conoció también la abdicación de Napoleón, y la consiguiente restauración de Fernando VII en el trono de España; este último suceso, traería graves consecuencias en la guerra de independencia americana. San Martín, en buenos términos con el Director Posadas, pidió la gobernación de Cuyo, con asiento en Mendoza, y fué nombrado para ese cargo el 10 de agosto. En septiembre, hallábase en aquella ciudad. Damián Hudson, historiador mendocino, en su libro Recuerdos históricos de Cuyo, rememora la llegada de San Martín a su “ínsula cuyana”.




Llegada de San Martín a Mendoza


Estábase ya a fines de ese mismo año de 1814, cuando llegaba a Mendoza el nuevo gobernador nombrado. Los corazones mendocinos se estremecieron de vivo entusiasmo a la presencia del joven general.


Su recepción fué festejada con las más vivas demostraciones de adhesión y amor hacia su persona, y, desde entonces, jamás Mendoza desmayó en un solo día, de la casi idolatría que tuvo por el general San Martín. El, a su vez, pagóla con una extremada predilección, con la más distinguida estimación, con los gratos recuerdos que constantemente consagró a esa cuna de sus imperecederas glorias. Su elevada estatura, su continente marcial, sus maneras insinuantes, cultas y desembarazadas, su mirada penetrante y de un brillo y movilidad singulares, revelándose en ella el genio de la guerra, la aptitud sobresaliente del mando; su voz tonante de un timbre metálico, su palabra rápida y conmovente, sus costumbres severamente republicanas; todo esto, reunido a las altas dotes que sus ilustrados biógrafos han descripto, presentábanle como un hombre de Plutarco, llevado en hombros de la popularidad.


No podía el gobierno general haber hecho una más acertada elección del jefe a quien confiaba tan delicado puesto con la intuición, tal vez, de la inmensa trascendencia que una tal medida iba a tener dentro de poco tiempo.


Con la penetración de poderoso alcance, con el golpe de ojo dado sólo al genio, que descollaban entre sus demás eminentes cualidades, San Martín, pasando por San Luis, llegando a Mendoza y visitando a San Juan, abarcó con una sola mirada, por decirlo así, la grande importancia, las inmensas ventajas que poseía la provincia de Cuyo para dar un fuerte impulso con su valioso e inmediato concurso a la gigantesca empresa de nuestra independencia.


Damián Hudson.



Un mes hacía que San Martín se hallaba en Mendoza, cuando llegaron a esta ciudad, desde Chile, en completa derrota, los restos del ejército chileno destruido por los españoles en Rancagua. José Miguel Carrera, jefe del gobierno, sus hermanos y otros oficiales de alta graduación, así como gran número de soldados, encontraron refugio en Mendoza. Ciertas pretensiones inadmisibles de los Carrera, les indispusieron con San Martín. Aquéllos pasaron a Buenos Aires y guardaron profunda inquina al gobernador de Cuyo. Otros jefes —O'Higgins el primero— se mostraron adictos al futuro libertador de Chile. En el gobierno de Cuyo, San Martín se reveló como un ejemplo de actividad, previsión, energía y espíritu organizador.


Perdido Chile, siguieron acontecimientos funestos para la causa emancipadora en América. El general español Morillo, al frente de una poderosa expedición, que en un principio debió dirigirse a Montevideo y luego desembarcó en las costas de Venezuela, sofocó el movimiento revolucionario en aquella región del continente y en Nueva Granada (1815 y 1816). Para este último año, solamente las Provincias Unidas del Río de la Plata manteníanse libres del poder español. San Martín, desde su llegada a Mendoza, dióse a organizar un ejército, con pericia y tenacidad genial. Ese ejército estaba llamado a salvar la causa de la emancipación. He aquí cómo se expresaba un sobreviviente de aquella época, el doctor José Antonio Estrella, que suministró al general Mitre interesantes detalles sobre algunos aspectos de lo que fué la prodigiosa organización del Ejército de los Andes. Estrella comunicó a Bartolomé Mitre y Vedia, hijo del general, bajo la forma de un reportaje, sus recuerdos vivísimos sobre San Martín y sus actividades en Mendoza. Reproducimos algunos fragmentos:



Recuerdos sobre la organización del ejército de los Andes


R. —... Si no recuerdo mal, en su entrevista con el general Mitre le habló usted de las grandes dificultades que tuvo que vencer San Martín para vestir a sus tropas. ¿Tendría usted algún inconveniente en referirme lo que recuerde sobre el particular?


Dr. —Ninguno. Efectivamente, fué ese un asunto grave y serio. Faltaban los recursos y hasta los elementos necesarios para proveer al ejército del vestuario adecuado para una campaña tan ruda como la que debía emprender, y de la cual formaba parte nada menos que el paso de los Andes. El pueblo era pobre, y no podía dar más de lo que tenía'; y al gobierno general, colocado en estrechas circunstancias por las incesantes y premiosas exigencias de guerra tan larga y dispendiosa, érale imposible atender desde Buenos Aires, con la prontitud y en la medida que las circunstancias demandaban, al equipo de las tropas que aquí estaban organizándose.


R. —El general Espejo, en su obra recientemente publicada sobre el paso de los Andes, trae algo, me parece, sobre los medios que se pusieron en práctica para resolver la cuestión vestuario.


Dr. —Sí, señor, pero hay algo más que decir sobre el particular. Como sucede a menudo en la vida, en este asunto hay un héroe ignorado de quien nadie se acuerda, y que sin embargo, contribuyó en primera línea a la solución de aquel arduo y trascendental problema. Apellidábase Tejeda y era un pobre hombre del pueblo, sin instrucción alguna, de mezquina apariencia, incapaz de formar una frase medianamente correcta.


R. — ¿Mendocino?


Dr. —Sí, señor, de la ciudad o sus alrededores. El fué quien, dotado de un talento natural para la mecánica, verdaderamente extraordinario, se comprometió a adaptar la maquinaria de un molino de trigo de modo que pudiese servir para abatanar el picote, nombre dado por aquel entonces a la bayeta que se traía de San Luis principalmente.


R. — ¿Y cumplió con su compromiso?


Dr. —De la manera más completa. Del molino de Tejeda, convertido en batán merced al ingenio de aquel humilde hijo de Mendoza, salió convertida a su vez la bayeta en paño estrella o piloto: todo el género que se necesitó para vestir al ejército de los Andes.


R. — ¿Conoció usted a Tejeda?


Dr. — Sí, señor; era, al tiempo de comprometerse con San Martín —en conferencia que se celebró en el mismo molino— a hacer la transformación de que he hablado, un hombre como de treinta años de celad, de carácter sombrío, y de tan pocas palabras como notable ingenio. Vestido el ejército, Tejeda se dijo que el batán no tenía ya objeto, y se dedicó de nuevo a moler trigo, con lo que durante mucho tiempo ganó su subsistencia. Los inventos eran su pasión dominante. Yo he visto, señor, un pequeño piano —de los que entonces conocíanse con el nombre de espinetas— construido por él en su totalidad con maderas del país, y del cual solamente las cuerdas eran de origen extranjero. En sus ratos de ocio, que eran bien pocos, pues trabajaba mucho, complacíase en entonar canciones populares, acompañándose en su piano. Otras veces, cuando llegaban a visitarlo personas que a él le constaba que sabían cantar, ofrecíase a acompañarlas en su querido instrumento, y lo hacía con bastante afinación. Más tarde inventó un despertador tan original como útil para su trabajo. De un aparato especial colocado cerca del agua, partía una cuerda que iba hasta su cuarto, por cuyo techo seguía hasta encima mismo de la cama en que dormía Tejeda, sosteniendo allí una ojota (zapato rústico de cuero atado con tientos) llena de pequeñas piedras. Cuando se concluía el agua, la ojota caía sobre Tejeda, el cual se levantaba en el acto para ir a proveer nuevamente de agua a su máquina, volviendo en seguida a continuar el interrumpido sueño. Por fin, cansado tal vez de arrastrarse por la tierra, quiso, nuevo Icaro, probar fortuna en las alturas y como a Icaro también, su ambición le fué fatal. Un día, después de rodear su cintura, cabeza y brazos con cintos de plumas, a semejanza de los que usan como adorno algunas tribus indígenas, trepó al techo de su habitación y pretendió elevarse en el aire con aquella quimérica ayuda. El resultado fué el que debía esperarse: Tejeda cayó desplomado a tierra y se rompió las dos piernas, muriendo algún tiempo después de resultas de aquel desgraciado ensayo en el arte de volar...


La cuestión calzado era seria también. Costaba mucho el material para confeccionarlo. Los hacendados y los abastecedores de carne fueron los que principalmente proporcionaron al general lo necesario para proveer a sus tropas de ese indispensable artículo; la bota de vaca, o “tamango”, como se llamaba entonces, fué el calzado adoptado para el ejército.


R. —Ha hecho usted referencia al “campamento”: ¿las tropas no ocupaban entonces la ciudad?


Dr. —Al principio sí, pero poco después, comprendiendo el general que la vida de ciudad no era la que convenía a soldados que debían en breve emprender tan ruda campaña, hizo preparar el campo de instrucción inmediato al cual ha debido usted pasar yendo para San Juan, a una legua escasa de aquí, en el departamento de Las Heras. A aquel lugar, cuyo croquis llevó el general Mitre, y que recibió el nombre popular del “Campamento”, que ha conservado hasta hoy, se trasladó todo el ejército, convirtiéndose en el paseo favorito de la población, que iba a presenciar las maniobras y evoluciones de los soldados de San Martín. De allí rompió su marcha buscando los caminos de Uspallata y de los Patos, aquel ejército de todos querido y por todos admirado, acompañándolo en su partida un inmenso pueblo que hacía votos fervientes y entusiastas por el feliz éxito de la atrevida empresa, y por la libertad de Chile.


R. —He oído hablar mucho de un padre Beltrán que prestó a San Martín importantes servicios en la preparación de los elementos necesarios para el uso de la artillería, y que lo acompañó en su campaña de los Andes. ¡Parece que era hombre muy popular el tal padre!


Dr. —Muy popular, es cierto. “¡Ya se fué el padre Beltrán”, decían las gentes al regresar al pueblo después de la partida del ejército; “no tendremos ya otros lindos fuegos como los que preparó en la plaza, ni otro globo como el que lanzó en la noche de los fuegos!” Efectivamente, el padre Beltrán, que tema pasión por aquella clase de trabajos, y un talento especial para ejecutarlos, había preparado y hecho quemar en la plaza, poco antes de ponerse en marcha las tropas, unos fuegos artificiales como no se habían visto ni parecidos hasta entonces en Mendoza. Formaban un paralelogramo de cincuenta varas de largo por cuatro de altura, con seis volcanes o grandes cañones de caña tacuara de dos tercias de alto, forrados en cuero fresco de vaca y cargados con pólvora, teniendo cada uno en la boca una bomba de cartón con más de doscientos cohetes de gran estruendo. Todo el frente del aparato hallábase revestido de fuego de diversos colores, y su coronación erizada de cohetes voladores. Encendido el castillo por tres puntos a la vez, la plaza se iluminó como de día, apareciendo en seguida, en letras de luz de vivos y variados colores, esta inscripción que fué saludada con entusiastas vivas y aclamaciones por el inmenso pueblo que llenaba la plaza: “¡Viva el general San Martín!” Inmediatamente después se lanzó el gran globo, que fué de un efecto admirable, tanto por ser el primero que se veía en Mendoza, como por la circunstancia de elevarse casi en línea recta a una altura de quinientos o seiscientos metros, hasta confundirse su luz con la de las estrellas. Pero donde el padre Beltrán prestó grandes servicios fué al frente de los talleres en que se elaboraban la pólvora y los materiales necesarios para la artillería. Trabajó en ellos sin descanso hasta que el parque del ejército tuvo cuanto necesitaba en esa clase de elementos; prestóse en seguida a acompañar personalmente a San Martín a fin de poderle ser útil en su ramo predilecto, llegado el caso de hacerse nuevamente necesarios sus servicios...


Contestando a una pregunta que le dirigí acerca del modo de ser de San Martín, tanto para con los particulares como para con los soldados, dijo el doctor Estrella:


Era hombre llano y hasta familiar en su trato con los ciudadanos lo mismo que con sus subalternos, sin que esto le impidiese, en lo tocante a estos últimos, ser inexorable para castigar toda falta contra la moral o la disciplina. Los dos primeros fusilamientos que presenció la población de Mendoza y que causaron una impresión profunda, cortando de raíz el mal que con ellos se quería atacar, fueron los de los soldados desertores de que ya le he hablado a usted. La pretensión era para él cosa completamente desconocida, descuidando hasta su traje, en cuanto no era el que cualquier otro hubiese usado en igual posición y rango. En actividad siempre, Y preocupado únicamente de su grandioso plan y los medios de realizarlo lo más pronto posible, gustaba de no perder tiempo en visitas y paseos. Una anécdota que tengo de testigos oculares, le dará a usted idea de lo que era el hombre cuando se trataba de asuntos del servicio. En cierta ocasión en que un vecino le daba cuenta de una comisión de que había sido encargado, llególe a San Martín un oficio del campamento. Leerlo y exclamar:


—“Paisano, paisano, su caballo al momento; es urgente mi presencia en el campo de instrucción”; montando en seguida en el pobre y mal aperado mancarrón del vecino con quien hablaba, y partiendo a todo escape en la dirección que había indicado, fue para San Martín obra de un instante. En vano el paisano protestó que el general no podía ir en semejante cabalgadura, ofreciéndose a correr en busca de otra mejor: San Martín no lo oyó siquiera, y sólo al día siguiente volvió del campamento. Y no solamente para ocuparse del ejército y sus preparativos encontraba tiempo aquel hombre incansable. Todo lo que se relacionaba con el progreso de Mendoza le interesaba vivamente, y la gran alameda, que él delineó en unión del señor Agustín Santander, como la Biblioteca, que enriqueció con la por entonces famosa Enciclopedia Francesa y otras obras importantes, acreditan, entre multitud de señalados servicios prestados a la provincia, su gran cariño por esta, y su deseo vehemente de verla próspera y feliz...


En 1816 no había más que una escuela fiscal en Mendoza, dirigida por el Reverendo Padre Fray José Benito Lamas, de la orden del Seráfico Sari Francisco de Asís. Era el Padre Lamas oriental de nacimiento, de regular estatura y atractivo aspecto, cortés, afable, discreto, excelente orador sagrado, y más que modesto, humilde: era, para decirlo todo en una palabra, un sacerdote modelo en todo sentido.


Era yo un alumno de aquella escuela, y a esa circunstancia debo el hallarme en aptitud de referir, con exacto conocimiento de causa, los hechos de que me voy a ocupar.


Conversando un día el general San Martín, general en jefe del ejército y gobernador de la provincia, con el Padre Lamas, dijo a este último que creía muy conveniente que sus alumnos se ejercitaran en el manejo del arma de infantería.


Nuestro director acogió con entusiasmo la idea del general.


En la escuela había unos cuantos jóvenes que conocíamos regularmente dicho manejo, así como los movimientos y evoluciones correspondientes al arma indicada, y sobre nosotros recayó, naturalmente, el encargo de disciplinar a los demás compañeros.


Escogiéronse niños capaces, por su edad, de manejar la tradicional tercerola de chispa, organizáronse las compañías con sus respectivos oficiales, sargentos y cabos, y se dio a reconocer a uno de nosotros —Federico Corvalán— como jefe del batallón, que recibió el nombre de “General San Martín”.


El cambio del paso, las marchas y las contramarchas y algunas evoluciones simples, fueron pronto aprendidas, pues era grande el entusiasmo reinante entre aquella muchachada que ya se creía tropa de línea próxima a afrontar al enemigo, y lo mismo sucedió con el manejo del fusil de palo de que se había provisto al batallón, a falta, por el momento, de fusiles verdaderos.


Proporcionábanos un tambor y un pito para los ejercicios, el valiente y simpático jefe del batallón número 11, coronel Juan Gregorio de Las Heras, ejercitándose aquéllos unas veces en la plaza y otras en la alameda, donde acudían en crecido número señoras y caballeros a presenciar nuestros movimientos.


Aproximábase el 25 de Mayo de 1816, de inolvidable recuerdo para cuantos lo pasaron en la inmortal Mendoza, y el director nos dijo que era menester que para la víspera del gran día, oficiales y soldados tuviésemos nuestros uniformes. Ni uno solo de nosotros dejó de cumplir con la orden de nuestro director.


A seis jóvenes entregó el director, respectivamente, una arenga o una composición patriótica para que la estudiaran de memoria y pudieran recitarla el 25 en la plaza, después de la gran salva de la salida del sol. El comandante del batallón y cinco oficiales, fuimos los favorecidos con tal distinción; he aquí los nombres de los oradores: Valentín Corvalán, Indalecio Chenaut, Damián Hudson, Jorge Díaz, Eusebio Díaz y el que estos apuntes traza.


Quince días antes del 25 nos entregó el director a tres oficiales, constituidos al efecto en comisión, un oficio que debíamos poner en manos del general San Martín, y en el cual el padre Lamas pedía a este último, que dispusiera lo conveniente para que fueran entregadas a nuestro batallón doscientas tercerolas e igual número de paquetes de cartuchos de fogueo para los próximos ejercicios y las descargas que debíamos hacer al despuntar el sol del gran aniversario.


San Martín, en cuanto se hubo enterado del contenido del oficio, batió las manos con alegría, mandando en el acto extender la orden pedida por nuestro director. Al despedirnos, nos recomendó el general que tuviéramos mucho cuidado de no lastimarnos con las armas, a lo que uno de nosotros contestó: — Pierda cuidado, señor, que lo haremos como V. E. lo desea.


¡Con qué satisfacción leímos y releímos la orden para la entrega de las armas y cartuchos, mientras nos encaminábamos a dar cuenta al director del feliz resultado de nuestra comisión! Cuando llegamos a la escuela, y la pusimos en manos del padre Lamas, los tres comisionados la sabíamos de memoria, aumentando aún más nuestro contento cuando el buen hombre, después de leer la orden, nos dijo: —Mañana temprano irán ustedes con el batallón al cuartel de la Cañada y entregarán esta orden al jefe que está al cargo de la Sala de Armas.


Se hizo como lo deseaba el director, presentándose el batallón al día siguiente en el sitio indicado, y recibiendo cada soldado una tercerola y un paquete de cartuchos. En seguida se emprendió la marcha, de dos en fondo y con el arma a discreción, hacia nuestro cuartel, situado en el convento de San Francisco. ¡Hubiérase dicho que era una fuerza que se dirigía con las debidas precauciones a efectuar una atrevida y peligrosa operación militar!


El ejercicio de fuego hacíase en batalla, y a poco el batallón efectuaba descargas dignas de un cuerpo de línea.


Llegó por fin el gran día. A las cuatro de la mañana todo el batallón formaba en la escuela, al toque de llamada ejecutado por dos tambores y dos pitos enviados por el coronel Las Heras. Poco después de la diana, las tropas empezaron a pasar en dirección a la plaza, a la que fuimos los últimos en llegar, siendo colocados a un costado de la infantería.


En el centro de nuestro batallón flameaba la bandera celeste y blanca, de riquísima seda, lo mismo que su banda para sostenerla, con las armas de la patria, todo ello trabajado por las señoritas de Mendoza. En la torre de San Francisco, un vigía esperaba que el sol asomase por el horizonte para anunciarlo lanzando un cohete volador. Mandaba la línea de parada el general Miguel Estanislao Soler, el cual, al dar el vigía de la torre la señal convenida, mandó prevenirse para romper el fuego. Un instante después, una salva de veintiún cañonazos, seguida de descargas de fusilería por batallones, de las cuales la última fué la nuestra, saludó la aurora del glorioso aniversario. No bien hubo cesado el fuego, y con él los repiques de campanas que habíanlo acompañado, adelantóse nuestro batallón al centro de la plaza, yendo con él la banda del núm. 11, y la primera estrofa del himno patrio, entonado por doscientas voces juveniles, resonó en medio del silencio de aquella escena verdaderamente conmovedora.


Concluido el coro, Valentín Corvalán dio cuatro pasos al frente y recitó su arenga, cantándose en seguida la segunda estrofa del himno. Y así, alternando estrofas y arengas, fueron sucesivamente recitando las composiciones que habían estudiado, Indalecio Chenaut, Damián Hudson, Jorge Díaz, Eusebio Díaz, y el que evoca estos recuerdos.


Al terminar el himno y las recitaciones echáronse nuevamente a vuelo las campanas de todos los templos, las bandas de música rompieron a tocar y las tropas tomaron el camino de sus respectivos cuarteles, con excepción de nuestra tropa, que después de cargar las armas, por orden de su comandante, marchó en dirección contraria de la que todos esperábamos.


¿Dónde nos llevaban? Pronto lo supimos, y con júbilo inmenso: íbamos a la casa del general San Martín, distante tres cuadras y media de la plaza. El grande hombre, avisado probablemente de nuestra visita, nos esperaba en la acera, acompañado d varios militares y particulares distinguidos. Llega dos frente a la casa desplegamos en batalla, y a 1 voz del comandante hicimos una descarga cerrada que nos valió un aplauso del general. Siguióse una segunda descarga, tan buena como la anterior y las mismas demostraciones que habían acompañado a esta, y el infantil batallón tomó el camino de su cuartel a paso redoblado, entre los aplausos y aclamaciones del numeroso pueblo que llenaba las aceras y bocacalles.


Llegados al cuartel, armamos pabellones y descansamos sobre nuestros laureles.


Al repicar en la Catedral para la misa, tomaron las tropas el camino de la plaza, y nosotros hicimos otro tanto, ocupando los cuerpos las mismas posiciones en que se colocaron por la mañana. De pronto, el toque de atención dejóse oír del lado en que se hallaba el general Soler, y momentos después el ejército entero presentaba las armas y se batía en toda su línea marcha de honor. El general San Martín, vestido de gran uniforme, dirigióse al templo a pie, acompañado del ilustre Cabildo y las corporaciones.


El sermón estaba a cargo de nuestro amado director, fray José Benito Lamas, pero, por desgracia, los que habíamos quedado en la plaza poco o nada pudimos oír de aquella célebre peroración. Acercándome cuanto pude a la entrada del templo, lo único que pude ver y oír fue que el predicador, dirigiéndose a San Martín, decía:


“¡Premiad al bueno y castigad al malo!”.


Por último, al consagrar la hostia durante la misa cantada, y al terminar esta última, repitiéronse las salvas y descargas de que he hablado antes, y habiéndose retirado ya las comunidades religiosas de Agustinos, Mercedarios, Franciscanos y Dominicos, apareció el general San Martín seguido de su comitiva, desfilando, como al entrar, por delante de las tropas, que presentaban las armas y batían marcha de honor.


Así terminó para el batallón General San Martín h campaña del 25 de Mayo de 1816, que sirvió para templar el alma de muchos de los que formaron en sus filas, y que fueron después leales y valientes servidores de la patria.


José Antonio Estrella 1



El 9 de julio de 1816 fué declarada la independencia. Pueyrredón había sido nombrado Director Supremo. Desde el año anterior, San Martín planeaba su expedición a Chile por los Andes, pero las circunstancias políticas del país no eran propicias para una empresa de tal magnitud. El 16 de julio San Martín mantuvo una entrevista con Pueyrredón en Córdoba. El nuevo Director prometió la ayuda inmediata del gobierno para la organización del ejército. El general Rudecindo Alvarado, en apuntes que escribió sobre sus campañas militares, dejó esta breve nota personal en que aparecen juntos el nuevo Director y el gobernador de Cuyo.



Pueyrredon y San Martin en Córdoba (1816)


Pocos días después de tan notable sesión del congreso, se dijo en Tucumán que, desde Cuyo, donde mandaba el general San Martín, se había dirigido al director una memoria cuyo contenido se ignoraba, agregando que el referido general se disponía a venir a Córdoba para tener una entrevista con el director en su tránsito para Buenos Aires, como en efecto sucedió. Una o dos leguas antes de llegar a Córdoba, el gobernador de esa provincia, el general San Martín y un crecido número de personas de ese vecindario, vinieron al encuentro del jefe del Estado, y le acompañaron hasta la casa preparada para su alojamiento, en la que se me destinó una habitación inmediata al dormitorio del director, y en la cual tomé inmediatamente la cama porque estaba demasiado molestado por un dolor de cabeza.


Las 11 de la noche serían cuando un sirviente del director vino a llamarme de su parte; le contesté manifestando mi mal estado, no sin asegurarle que aun así abandonaría la cama si mi servicio era urgente. El criado regresó con la contestación de que continuara en reposo; pero a las cinco de la mañana, que aun no había amanecido, entró el mismo director Pueyrredon a mi habitación, e instruido de hallarme aliviado, me ordenó pasara luego a su dormitorio, como lo practique y con verdadera sorpresa, encontré también allí al general San Martín. El director puso en mis manos un despacho provisorio de puño y letra del general, en el cual se me nombraba comandante del batallón Cazadores del ejército de los Andes. Hice a S. E. algunas observaciones de oposición a continuar mis servicios; pero el general cortó toda cuestión, diciendo que pasara a Buenos Aires por doce o quince días.


El destierro que este general había impuesto al coronel Dorrego, jefe de mi cuerpo y amigo personal, cuando estuvo en Tucumán al frente del ejército, no era olvidado por mí, y el tono imperioso ton que cortó mis observaciones al director, me chocó y previno contra él; así es que no pudiendo conseguir mi separación absoluta del servicio, prefería regresar al ejército de Tucumán, antes que » al de los Andes.


Inutilizados los medios que puse en juego en Buenos Aires, por la inquebrantable resolución del General Pueyrredon, partimos juntos para Cuyo el comandante don Mariano Necochea y yo, promovidos a este grado por despachos expedidos el Primero de Agosto de 1816.


A mi llegada a Mendoza, encontré ausente al general San Martín, ocupado en un parlamento con los indios del sud, de quienes solicitó, según después supe, su deferencia o permiso para pasar la cordillera por el camino del Planchón, cuarenta o cincuenta leguas al sud de la capital de Chile, en la seguridad que tenía dicho general de que inmediatamente sería trasmitida esta noticia al presidente de Chile por algunos de los caciques afectos al gobierno español.


Rudecindo Alvarado.



El parlamento con los caciques


A fines de 1816, que se aproximaba abrir la campaña a Chile, el general mandó emisarios al sur de Mendoza invitando a parlamentar a todos los caciques de las diferentes tribus de Indios. Poco tiempo después llegaron los plenipotenciarios en número como de ochenta con su Estado Mayor. Era de ver las figuras y trajes de los Soberanos de un mundo! La mayor parte iba casi en cueros y tan hediondos a potro que no se podía sufrir. Después de haberlos obsequiado dos o tres días se procedió a la conferencia, que fué del modo siguiente:


El General tenía, fíenle a los ranchos en que habitaba, una gran tienda de campaña, de lona, cuya figura era exactamente un paraguas abierto, cuyo bastón estaba clavado en el suelo y la circunferencia, de trecho en trecho, la sostenían unas cuerdas amarradas a pilares fijos en tierra, de manera que de la circunferencia al suelo había como vara y media, en un diámetro de unas seis varas. Este era el Gabinete en que el general trabajaba de día por la calor, y que le permitía estar viendo todo el campamento.


Reunidos allí el General y los caciques formados en círculo y sentados en el suelo, el General desde su silla les dijo por intermedio del lenguaraz Guajardo: Que les había convocado para hacerles saber que los españoles iban a pasar de Chile con un ejército para matarlos a todos y robarles sus mujeres e hijos. Que en vista de esto, y siendo también él indio, iba a pasar los Andes con todo su ejército y los cañones que se veían (el ejército en este momento maniobraba en gran parada y la artillería funcionaba estrepitosamente) para acabar con los godos que les habían robado la tierra de sus padres. Pero, que para poderlo hacer por el sur como pensaba, necesitaba el permiso de ellos que eran los dueños.


Los soberanos del desierto que ya se habían desayunado con buena dosis de aguardiente, prorrumpieron en alaridos y vivas a San Martín (en su idioma) abrazándolos todos a porfía y prometiéndole morir por él y ayudarlo.


Concluida la conferencia, el General tuvo que ir de prisa a mudarse toda la ropa por el perfume que le habían dejado y varios Granaderos hijos del desierto que se veían caminar por sobre su uniforme.


El General decía con mucho festejo: —Qué diablos! Estos piojos se comerán a mi amigo Marcó del Pont, que siempre está lleno de olores.


La previsión ilimitada de San Martín, de que los indios al regresar a sus toldos darían aviso inmediatamente a Marcó del objeto de la conferencia para recibir nuevos obsequios, se realizó completamente, pues en el acto dividió Marcó su ejército en dos campos. Pero el Cóndor, que iba a mecerse sobre los Andes, se lanzó por el camino de “Los Patos”, que es, quizás, el peor, y cuando supo Marcó esta brillante estrategia, ya estábamos allende los Andes, en el valle de Aconcagua.


Manuel de Olazábal.



Pueyrredon dio gran impulso a la formación del Ejército de Mendoza, lo que permitió a San Martín, seis meses más tarde, emprender el paso de los Andes. En agosto de 1816, dejó el gobierno civil de Cuyo para contraerse a la parte militar. Fué nombrado por el gobierno central general en jefe del ejército y luego capitán general. A fines de ese año, estaba San Martín “listo para la de vámonos”, según su expresión. Quiso dar una bandera a su ejército, la bandera de los Andes. Doña Laureana Ferrari de Olazábal, esposa del coronel Manuel de Olazábal, oficial de San Martin en Mendoza, ha narrado las circunstancias en que fué confeccionada aquella gloriosa enseña.



La Bandera de los Andes (1816)


Tantas veces he repetido en nuestro hogar los acontecimientos relacionados con la bandera de San Martín, que al principio he creído que tu pálido de que te los relate nuevamente fuera una broma, pues más de una me has dado con este motivo, pero me resuelvo a creer que lo pides seriamente en esto de que manifiestas desearlos para tus memorias de la guerra de la independencia.


Empezaré por recordarte aquella comida de Navidad de 1816: rodeaban nuestra mesa San Martín en una cabecera, en la otra mi padre, hacia la derecha de quien estábamos Remedios Escalada, Las Heras, Dolorcitas Prats de Huisi, Mariano Necochea, yo, tu, Merceditas álvarez, José Melián y Margarita Corvalán; hacia la derecha de San Martín, mi tío, Leonor, Manuel Escalada, Merceditas Zapata, mi hermano Joaquín, Elcira Anzorena, Matías Zapiola, Carmen Zuloaga, Miguel Soler y tu hermana Pepa; al terminar la comida y brindar por los presentes y por nuestra patria, San Martín manifestó deseos de que se confeccionara una bandera para su ejército; inmediatamente Dolorcitas Prats, Margarita Corvalán, Merceditas álvarez y yo, nos comprometimos a proporcionarla gustosas; desde el día siguiente con Dolorcitas Prats, que estaba parando en casa, nos dedicamos a buscar la seda apropiada para la obra, pero desde luego dimos con el inconveniente de no encontrar el color adecuado; en una tienda de la calle Mayor bailamos una seda que mostramos a San Martín, pero le pareció demasiado azul; tampoco encontrábamos seda de bordar color carne, para las manos del escudo; así pasaron los días recorriendo las tiendas de Mendoza sin encontrar ni una ni otra cosa, y San Martín quería que para el día de Reyes, el ejército tuviera su bandera; por fin llegó el 30, día de tu cumpleaños; la noche antes habíamos convenido con Dolorcitas, Merceditas y Margarita, que habían ido a pasar unos días en casa para bordar el escudo, que a la mañana siguiente nos levantaríamos temprano para recorrer nuevamente las tiendas y adquirir el género para la enseña y algún recuerdo para ti, pero llegaron las 8 de la mañana y mis amigas dormían con tanto gusto que daba pena despertarlas; en eso llegó Remedios Escalada, a quien impuse de lo que ocurría, de modo que sin esperar más nos salimos a recorrer los comercios; ya desesperábamos tic encontrar la tela cuando fuimos a parar a una callejuela que llamaban del Cariño Rotado; allí había una tiendita tan pobre, que íbamos a pasar de largo en la seguridad de que no tuvieran lo que buscábamos, pero salió el tendero y nos ofreció con tanto afán sus mercancías que nos dio lástima y convinimos entrar y comprarle alguna cosa, y cual no seria nuestra alegría cuando al observar las pocas piezas de tela que había, encontramos justamente, color de cielo como deseaba San Martín; desgraciadamente quedaba muy poca cantidad y no era de seda sino simple sarga, pero tan lustrosa que presentaba un bonito aspecto.


Naturalmente, la adquirimos en seguida junto con tela blanca de igual clase o muy parecida y volamos a casa con nuestro hallazgo participando a nuestras amigas.


Inmediatamente Remedios se puso a coser la bandera, mientras nosotras preparábamos las sedas y demás menesteres para bordar; de dos de mis abanicos sacamos gran cantidad de lentejuelas de oro, de una roseta de diamantes de mamá sacamos varios de ellos con engarce para adornar el óvalo y el sol del escudo, al que pusimos varias perlas del collar de Remedios.


En cuanto estuvo hecha la bandera, dirigida por Dolorcitas Prats, nos pusimos a bordar; la primera dificultad fué dibujar el óvalo del escudo; no sabíamos cómo hacerlo, cuando Dolorcitas, que para todo tenía ingenio, tomó una bandeja de plata que había en el comedor y pasando un lápiz contra los bordes quedó marcado el óvalo deseado en la bandera; otra idea de Dolorcitas fué poner en agua hirviendo con legía unas cuantas madejas de seda roja que había para bordar el gorro frigio; de esa manera perdió la seda el color de tal modo, que vino a quedar del rosa más o menos deseado para bordar las manos.


Como recordarás, celebrando tu día hubo invitados en nuestra mesa esa noche, y aprovechando la presencia de San Martín le prometimos tener listo el estandarte para el 5 de enero próximo, y así fué; trabajamos sin darnos punta de reposo y la misma Remedios nos ayudó bordando muchas de las hojas de laurel que rodean el escudo; por fin, a las dos de la mañana del día 5 de enero de 1817, Remedios Escalada de San Martín, Dolores Prats de Huisi, Margarita Corvalán, Mercedes Alvarez y yo estábamos arrodilladas ante el crucifijo de nuestro oratorio, dando gracias a Dios por haber terminado nuestra obra y pidiéndole bendijera aquella enseña de nuestra patria, para que siempre le acompañara la victoria; y tú sabes bien que Dios oyó nuestro ruego.


Estos son, pues, todos los acontecimientos que deseas te recuerde y como un detalle te diré que el dibujo de las manos lo hizo en el escudo tu cuñado Miguel Soler y que por mi parte trasnoche tanto que el día me tomó enferma, por lo que con gran pena, no pude presenciar la jura, pero de esta ceremonia tú estás mejor enterado que yo.


Laureana Ferrari de Olazábal.



La jura de la bandera, ha sido relatada por don Damián Hudson, testigo presencial, en sus Recuerdos Históricos de Cuyo.



Juramento de las banderas en Mendoza


Un mes antes, preparado ya el ejército de los Andes para emprender su primera campaña, que tantas glorias iba a dar a la república, el general en jefe don José de San Martín, dispuso se procediese con toda solemnidad al juramento de banderas.


La plaza principal de la capital de Cuyo, fué el sitio señalado para ese espléndido acto. Desde muy temprano, en uno de los días de Diciembre de 1816, improvisóse un suntuoso altar inmediato a la puerta lateral de la iglesia Matriz, que correspondía a la misma plaza. Esta fué decorada con trofeos de armas y sus edificios ostentaban un lujo de colgaduras y banderas del más bello efecto. Toda la cuidad se encontraba así engalanada con los cobres patrios. Un gentío inmenso cubría el vasto Cuadrado y las avenidas del lugar destinado a esta marcial ceremonia, nunca vista por esos diez y seis mil o más espectadores. La naturaleza misma manifestábase risueña, bañando con refulgente luz, con una brisa perfumada y tibia...


...a la ciudad famosa, nido que fué del águila argentina como llamó a Mendoza nuestro celebre vate Juan María Gutiérrez, treinta y seis años después, al dejar una bella improvisación en el álbum del que esto escribe.


Se había colocado en aquel altar una preciosa imagen de Nuestra Señora del Carmen, que tenia el suyo en el Convento de San Francisco, y a la que el general San Martín había regalado una bandera de la patria y un rico bastón de mando que se sostenía en la mano derecha, declarándola, en la advocación que representaba, Patrona del Ejército de los Andes. Allí se encontraban las banderas que iban a bendecirse, jurarse y repartirse a los cuerpos, y aquella que serviría de enseña al general en jefe en su cuartel general.


A la hora conveniente, el ejército, de gran parada, se puso en marcha desde su campo de instrucción hacia la plaza, al son de las cuatro músicas militares que poseían sus cuerpos de infantería, de las bandas de cornetas de la caballería que se presentó montada, así como el regimiento de artillería. Llegado que hubo a ese sitio, desplegó su línea cubriendo los cuatro costados de la plaza y parte de una de sus avenidas. Era grandioso, imponente el espectáculo que allí presentaba este nuevo ejército de la República, creado, organizado, disciplinado y equipado en poco más de un año a impulso de la actividad, de la elevada inteligencia de su ilustre general en jefe. Veíase en la actitud, en el porte marcial de esos soldados, el aplomo del veterano, el orgullo, retratado ya en sus rostros, del guerrero vencedor en cien combates y batallas.


El general San Martín, de gran uniforme, con su brillante Estado Mayor, se había colocado a la derecha del altar. El Capellán Castrense del ejército, canónigo doctor don Juan Lorenzo Guiraldes, celebró la misa y bendijo las banderas. Terminada la ceremonia religiosa, el general en jefe, tomando una de éstas en su diestra y avanzando hasta las gradas del atrio, presentándose al pueblo y al ejército en esa actitud digna, marcial, tan esencialmente característica de su gallarda persona, con voz sonora, vibrante, dirigió a este último estas memorables palabras:


¡Soldados! Son estas las primeras banderas que se bendicen en América. Jurad sostenerlas, muriendo en su defensa como yo lo juro!


¡Lo juramos! respondieron tres mil y más voces, atronando el aire, llevando al entusiasmado pueblo en esos ecos repercutidos en todos los corazones, nuevo ardor a su amor a la patria, a su decidida consagración a la causa de la libertad. Arrebatadores vivas al héroe, al ejército, salieron de entre aquella inmensa concurrencia. Manifestaciones del más puro civismo colmaron las aspiraciones del general en jefe del ejército en su santa misión de llevar la libertad a nuestros hermanos allende los Andes. Cada cuerpo del ejército, en seguida, aproximándose a las gradas del templo, recibía de manos del general en jefe el estandarte o bandera que le estaba destinada, volviendo luego a su puesto llevando en alto la insignia de la patria, del honor y lealtad de sus defensores, en medio de las aclamaciones del pueblo y de las alegrías de todos, a que se reunían las marciales armonías de las bandas de música, de tambores y clarines.


Poco después el ejército desfiló al frente del general en jefe y de las autoridades, retirándose a su campamento.


La ciudad capital de Cuyo se entregó por tres días a solemnizar aquel acto con fiestas y diversiones públicas. Ya nada faltaba para abrir su campaña al Ejército de los Andes, en la que iba a conquistar por su denuedo, por su moral y disciplina, por sus gloriosos hechos, el titulo de Grande. En efecto, un mes después se puso en marcha internándose en las gargantas de esos gigantes montes.


Damián Hudson.



Entre los muchos arbitrios de que se valió el general San Martín para desconcertar al gobernador de Chile, Marcó, distraer sus fuerzas y mantener vivo entre los patriota chilenos el sentimiento de la rebelión, están los numerosos espías y emisarios secretos que pasaban a ocultas por la cordillera. Don Vicente Pérez Rosales, autor de un precioso libro titulado Recuerdos del Pasado, cuenta un sugestivo episodio que presenció siendo niño.



El hermano José


En uno de los largos y calurosos días del mes de enero de aquel año (1817) se pascaba inquieto en el espacioso y obscuro salón de una conocida y antigua casa de Santiago, llamada de los Carrera, un apuesto caballero como de treinta y cinco años, alto, ojos azules, nariz prominente y cabello negro. Su aire preocupado, su continuo mirar por la entornada ventana hacia la calle, junto con sus convulsos movimientos de impaciencia, denotaban que esperaba por instante la noticia de algún serio acontecimiento. Como a eso de las tres de la tarde, hora de siesta y de general silencio en aquella estación, se vio, gallinas al hombro, atravesar el patio de la casa a uno de esos andrajosos vendedores de aves que llegaban de los campos con tanta frecuencia a la capital a expender su modesta mercancía, el cual, deteniéndose a la puerta de la antesala, dio el grito de ordenanza: ¡Llevo gallinas gordas, casero!... Solar, que no era otro el silencioso e inquieto personaje que traigo de nuevo a la escena, estremeciéndose como herido por una chispa eléctrica al oír esa voz que parecía serle conocida, hizo a mi madre señas para que me entretuviese, y saliendo precipitado de la sala, ordenó que un sirviente cargase con las aves, y en cuanto se consideró solo, tomó del brazo al vendedor y desapareció con él en su inmediato escritorio.


¿Quien podría ser este haragán? ¿Que significaba aquel misterioso encierro con mi padre a solas? Cuestiones fueron estas a las que mi madre, más preocupada de velar sobre la conservación del aislamiento de la vecindad del escritorio que de satisfacer mi infantil curiosidad, se limitó a contestar imponiéndome silencio.


Un momento después el vendedor de aves, con aire de triste pordiosero, salió a la calle y tendiendo la mano a cuantos encontraba, en busca de merced, desapareció por la calle de los Huérfanos abajo.


Sólo cuatro años después de lo ocurrido pude recoger, de boca de mi madre, la solución del enigma del pollero. Conservaba la señora en su libro de autógrafos un pequeño cuadrito de papel que, arrollado, podía desempeñar la apariencia de tabaco dentro de la hoja de un cigarro. En este papel se podían leer con facilidad estas palabras: “15 de enero: hermano S... Remito por los Patos 4.000 pesos fuertes. Dentro de un mes estará con ustedes el hermano José”. El supuesto vendedor de aves era uno de los muchos espías y emisarios de quienes se valía el gobernador de Mendoza, ya para sostener el ánimo de los patriotas que gemían de este lado de los Andes, ya para avivar las indecisiones de Marcó; la fecha indicaba el día de la salida del ejército, los pesos fuertes el número de soldados, y el hermano José el nombre del ilustre soldado libertador don José de San Martin.


Nunca vi más radiante de contento la fisonomía de mi padre que cuando despidió al supuesto mendigo. Hubo en las primeras horas de la noche numerosas visitas, todos hablaban a media voz, todos accionaban con más o menos vehemencia, y en todos dominaba la alegría que trae consigo algún feliz y cercano acontecimiento.


Desde ese día para adelante no dejé de notar en las calles de Santiago el más inusitado movimiento. Partes precipitados que volaban reventando cinchas, salían a cada instante de palacio, ya para el norte, ya para el sur del Reino. Se llamaban tropas del sur, se las detenía en su marcha, y se las fraccionaba para sembrarlas por destacamentos en todos los pasos de la cordillera; porque fueron tantas las trabas y los ardides de que se valió San Martín para ocultar el rumbo de sus tropas, que hubo momento en que los realistas llegaron a ver en todos y en cada uno de los boquetes andinos, asomar al mismo tiempo el amenazador fantasma del ejército libertador.


Llegó el día 11 de febrero, y con él tanto toque cajas y de cornetas, tantas carreras de caballo a ciudad, al propio tiempo que se veían salir, apresuradas por la Cañadilla, las pocas tropas que aún quedaban en Santiago, que este pueblo parecía campamento que, sorprendido, levantaba asiento a toque de rebato.


No había un solo semblante en el cual no se encontrase trazada con enteros rasgos la ansiedad. El temor y la esperanza luchaban en todos los corazones; decían unos que ya San Martín, al mando de más de diez mil hombres, había pasado la cordillera, y que lanzaba sobre el desgraciado Reino de Chile una inundación de excolmugados insurgentes que todo lo venían arrasando; otros, que San Martín capitaneaba a cuatro gatos cansados con el viaje y tan mal armados, que al menor asomo de las tropas reales, ni rastro quedaría de ellos. Llegó después la noche que tan vivos recuerdos ha dejado en mi alma. Todas las puertas de calle que no estaban herméticamente cerradas, después de las oraciones, estaban entornadas y vigiladas para evitar los desbordes de las turbas inconscientes, para las cuales no podía haber desenlace sin saqueo. Alternábase el silencio con el ruido. Momentos hubo en que pudo sentirse el vuelo de una mosca, y momentos en que todo lo atronaban las imprecaciones de las patrullas a caballo, lanzadas a escape tras de aquellos impacientes insurgentes que, por desahogo, gritaban antes de tiempo “¡Viva la Patria!”.


Uno de estos imprudentes atravesó como un celaje el pasadizo de nuestra casa al mismo tiempo que seis soldados a caballo, lanzándose en el patio, entraron con gran ruido de sables y herraduras hasta la mitad de la antesala donde se encontraba reunida la familia. A la orden altanera del que comandaba el piquete, de entregar en el acto al insurgente que acababa de asilarse en casa, Solar, sin turbarse, echó mano a un candelabro, y convidando a los soldados a seguirle, hizo una correría por la casa, como si no pensase en otra cosa que en la entrega del fugitivo, cuya entrada protestaba ignorar; y supo hacer su papel tan a lo vivo, que después de remover hasta los colchones de los catres, donde él bien sabía que nada habían de encontrar, no se detuvo hasta dar con ellos en una azotea interior que comunicaba con el tejado. Viéronse, pues, obligados a dar por terminada su persecutora e inútil tarea, volvieron a la sala prorrumpiendo en reniegos, cobraron en ellas su cabalgaduras, y lanzando a todos miradas de despecho, salieron a la calle dejando el salón pasado a sudor y estiércol de caballo.


Pero ya estaban sonando para el poder peninsular los últimos tañidos de la campana de una agonía que, principiando el 12 de febrero de 1817 sobre los gloriosos recuestos de Chacabuco, debía terminar en la para siempre memorable jornada de Maipú


Vicente Pérez Rosales.