San Martín visto por sus contemporáneos
Intermedio. 1818-1820
 
 

La victoria de Maipú, que aseguraba la libertad de Chile, alcanzó vasta resonancia y mostró a la diplomacia europea que la guerra de independencia americana era asunto de mucha entidad y significado, no obstante la reconquista de Venezuela y Nueva Granada por los ejércitos de Fernando VII. Simón Bolívar, el egregio caudillo de la libertad en aquellas regiones, había reanudado la lucha en el sur de Venezuela y proyectaba una empresa semejante a la cumplida por San Martín sobre Chile. Quería cruzar los Andes venezolanos y caer sobre Bogotá, baluarte del poder español y capital del Virreinato de Nueva Granada. Cuando tuvo noticias del triunfo de Maipú, escribió al coronel Justo Briceño: “Las gacetas inglesas, contienen los detalles de la celebre jornada del 5 de abril en las inmediaciones de Santiago, entre las tropas independientes de Chile y los realistas del Perú. El general San Martín batió y destrozó completamente allí siete mil españoles, les hizo tres mil prisioneros, entre ellos ciento noventa oficiales, les tomó más de dos mil hombres y sólo se salvó el general en jefe Osorio, con doscientos hombres de caballería. San Martín lo hacia perseguir vivamente. Los españoles, invadidos poderosamente por el sur, por tropas victoriosas, deben necesariamente concentrarse y dejar descubiertas todas las entradas y avenidas del reino en todas direcciones. Estimo, pues, segura, la expedición libertadora de la Nueva Granada”. Aunque los cálculos de Bolívar en cuanto a las consecuencias inmediatas de Maipú, eran muy optimistas, sus expresiones demuestran a las claras el efecto producido por aquella victoria y todo lo que pesó en la revolución americana. San Martín, que de acuerdo a su plan continental, veía en el triunfo reciente un punto de apoyo para su sonada expedición al Perú, urgió en Buenos Aires el auxilio prometido para su empresa libertadora. Pero circunstancias de orden diverso, impuestas por el proceso político y social en el Río de la Plata, trabaron la acción del gobierno en su ayuda al vencedor de Maipú. La invasión portuguesa al Uruguay y la ocupación de Montevideo habían traído graves complicaciones internas, debidas en un principio a la actitud pasiva de Pueyrredón en el conflicto y luego a la imprudente agresión que llevó contra las provincias litorales que, unidas al caudillo Artigas, repelían la invasión extranjera sin pararse en cálculos diplomáticos. En 1818, el año de Maipú, recrudeció la guerra civil del litoral. Graves sucesos interiores oscurecían también el horizonte político por el lado de Chile. Dos de los hermanos Carrera, —Luis y Juan José— presos en Mendoza y acusados de conspiración contra O’Higgins, fueron fusilados en esa ciudad, tres días después de Maipú. El partido carrerino agitó mucho la opinión en contra de San Martín y O'Higgins, aunque la historia ha comprobado que no fueron ellos los autores ni los responsables de aquel hecho. El asesinato del oficial Manuel Rodríguez, ocurrido en Chile cuando San Martín estaba en Buenos Aires, fui también motivo de perturbaciones en aquel país. Pero, con todo, estos últimos sucesos eran de otra naturaleza que los que pasaban en el Río de la Plata y el gobierno de Chile pudo equipar una escuadra para defenderse tic los españoles del Perú y aun atacarlos en su principal reducto del Callao. El gobierno argentino se debatía contra una oposición creciente que reprobaba su política interna y su diplomacia en las cortes europeas.


San Martín, detenido en su carrera de liberación continental y abstraído en sus planes guerreros contra el Perú, contemplaba todo aquello como cosa efímera y estéril, mientras los españoles dominaran en Lima, amenazando la independencia de Chile y el Río de la Plata. Desengañado, enfermo, sufriente, veía malograda su misión heroica. De haber expedicionado al Perú, poco después de su magnifica victoria, el éxito habría coronado su esfuerzo en toda la costa del Pacífico. En un momento de amargura, declinó el mando del ejército unido. O’Higgins y Pueyrredón le hicieron desistir de su renuncia.


A principios de 1819, el gobierno de Buenos Aires ordenó el repaso del ejército de los Andes a Mendoza. San Martín obedeció, trasladando una parte de sus tropas, pero hizo lo posible por no mezclarlas en la guerra civil. Escribió directamente a Artigas y a Estanislao López, pidiéndoles que aplazaran sus reclamaciones hasta que tuviera fin la guerra de emancipación. A López aseguró que su sable “no saldría jamás de la vaina por opiniones políticas”. Influyó también para que el gobierno de Chile destacara una misión ante Artigas. Pueyrredón expresó a San Martín su profundo desagrado por esa actitud. López correspondió poco después a la confianza del héroe de Maipú remitiendo al ejército directorial unos oficios dirigidos a Pueyrredón c interceptados por soldados de Santa Pe. La actitud de López tuvo como consecuencia directa un armisticio de corta duración. Precipitábase la ruina del gobierno central y San Martín pasó en Mendoza todo el año 19 a la espectativa de aquellos sucesos, buscando el momento de pasar a Chile para reanudar su campana libertadora.


En abril de 1819, visitó a San Martín en Mendoza el viajero inglés John Miers. Iba de paso a Chile, para ocuparse en trabajos de minas y en ese país se vinculó más tarde a la facción de Lord Cochrane. En su libro Travels in Chile and La Plata, describe así su entrevista con San Martín:



San Martín en Mendoza (abril de1819)


Después del breakfast, fui a entregar unas cartas que traía desde Londres para don Juan de la Cruz Vargas, Director de Correos. Vargas vivía en los suburbios y me recibió con mucha bondad, prodigándome después toda clase de atenciones durante el tiempo que permanecí en Mendoza. Fui luego a visitar al general San Martín y a entregarle cartas que también traía para él. Mientras esperaba, entre en conversación con dos de sus edecanes por quienes supe la noticia del ataque de Lord Cochrane al Callao. El general me recibió muy cortésmente. Era un hombre alto y bien proporcionado, enhiesto y de anchas espaldas, de piel cetrina y mirada viva y penetrante, cabello muy negro y anchas patillas. Hablaba en forma rápida y vivaz. Me ofreció toda la ayuda que pudiera serme necesaria y me prometió darme una carta para O'Higgins, el Supremo Director tic Chile, invitándome a pasar por su casa esa noche.


Al anochecer me visitaron don Cruz Vargas y don Ildefonso álvarez, este último hermano del diputado que yo había conocido en Londres; era uno de los edecanes de San Martín. Ambos me acompañaron a casa del general donde fui recibido con mucha amabilidad. La conversación recayó sobre granadas y otros proyectiles militares, a cuyo respecto me hizo muchas preguntas, mostrándose muy interesado. Después de estar con él cosa de una hora, me pidió que lo viera en la mañana siguiente a objeto de darme la carta para el general O'Higgins. Don Cruz Vargas se quedó para acompañar al general San Martín a la tertulia del gobernador. álvarez se vino conmigo a la posada donde pasó la noche y me entretuvo contándome sus andanzas con el ejército de Belgrano en el Alto Perú.


Abril 28. Esta mañana fui a casa del general San Martín y me hicieron pasar a su despacho particular donde estaba trabajando con un secretarlo. Le ordenó que escribiera una carta para el general O'Higgins y él mismo se la dictó. Una vez firmada, la puso en mis manos. Mientras San Martín se ocupaba de todo esto, tuve oportunidad de examinar la pieza en que me hallaba. Estaba muy bien arreglada a la manera europea; los muebles eran todos ingleses: había lindas cómodas, mesas, etc., de palo rosa, enchapadas de bronce y bonitos sillones que formaban juego y una alfombra de Bruselas. Lo que más particularmente llamó mi atención, fue una miniatura bastante grande que tenía parecido con San Martín y colgaba entre dos grabados, uno de Napoleón Bonaparte y otro de Lord Wellington, todos dispuestos en la misma forma.


Me llamó el general a una pieza contigua en uno de cuyos rincones estaba su cama. Abrió un armario y me mostró unas veinte armas de fuego escogidas: fusiles, rifles, etc. Quedé con él por algunos momentos y conversamos sobre la topografía de la provincia de Cuyo. Se despidió de mí con mucha cordialidad, ofreciéndome siempre sus servicios y diciéndome que pronto tendría el placer de verme en Chile.


John Miers.



A mediados del mismo ano, (junio de 1819) Samuel Haigh, aquel inglés amigo de San Martín que lo había conocido en Santiago y asistido a la batalla de Maipú, se dispuso a volver a Inglaterra por Buenos Aires. En Mendoza encontró al “Aníbal de los Andes” como le llamaba, postrado en su lecho de enfermo:



En el dormitorio del general (Mendoza)


Luego de vendido todo el cargamento y remitido el producto a los dueños en Inglaterra, y como no tuviera noticia de mis comitentes durante más de doce meses a pesar de haber permanecido en Chile arriba de año y medio, una mañana, hallándome entre la espada y la pared (pues estaba afeitándome), se me ocurrió resucitar y volver a mi tierra natal para ver los amigos vivientes y saber quienes habían fallecido. Al día siguiente, en consecuencia, contraté un guía bien conocido, de nombre Morales, hombre buen conocedor de los caminos, no del mundo, sino de la Cordillera y las Pampas, y el 19 de junio de 1819 estaba otra vez en la cumbre de los Andes entre los cóndores y los guanacos.


Al cuarto día de mi partida de Chile, llegue a Mendoza. El general San Martín residía allí, hacía varios meses. Había numerosas intrigas políticas por aquel tiempo, tanto en Chile como en Buenos Aires, y San Martín se disgustó tanto con la falta de cooperación que había encontrado, que renunció a todo mando, y se había presentado en Mendoza vestido de paisano. A la sazón estaba postrado, gravemente enfermo, en aquella ciudad.


Antes de salir de Santiago, yo había recibido dos cartas de altos funcionarios militares y civiles, amigos de San Martín, con la prevención de entregarlas a San Martín en manos propias, o, en caso que hubiese muerto, destruirlas.


En llegando a Mendoza fui a su casa, y, al informar de mi asunto al general Quintana, me hizo entrar en el dormitorio del general.


Encontré al héroe de Maipú en su lecho de enfermo, y con aspecto tan pálido y enflaquecido, que a no ser por el brillo de sus ojos, difícilmente le habría reconocido; me recibió con una sonrisa lánguida y extendió la mano para darme la bienvenida. Al entregarle las cartas se sentó en la cama para leerlas; pareció que el contenido dábale gran placer, y se las pasó a Quintana, quien, después de leerlas, meneó la cabeza en señal de aprobación; y me pidieron que volviera antes de abandonar Mendoza.


Poco después, el general San Martín recibió el mando del ejército de Chile y organizó la invasión al Perú; entonces tenía 44 anos de edad. Es natural del interior; su padre fue gobernador de una provincia en Sud América y, San Martín, siendo joven, fue enviado a España para educarse. Entró en el ejercito y estuvo en Bailen incorporado al regimiento de Murcia, cuando capituló el ejército francés del general Dupont; fue ayudante del marqués Solano y a duras penas escapó de ser masacrado por las turbas cuando lo fue ese noble en Cádiz.


Samuel Haigh.



Este momento de forzada inacción en la vida de San Martín y que marca un paréntesis de inquietud y pesadumbre en su carrera de gloria, nos ha parecido el más oportuno para presentar algunos aspectos de su vida intima que dejaron consignados sus contemporáneos. En su libro El Paso de los Andes, el general Gerónimo Espejo, oficial que fue del ejército libertador, nos ha dejado unas preciosas páginas, así tituladas:



Retrato físico y moral del general San Martín (sus costumbres)


EL general San Martín era de una estatura más que regular; su color, moreno, tostado por las intemperies; nariz aguileña, grande y curva; ojos negros grandes y pestañas largas; su mirada era vivísima; ni un solo momento estaban quietos aquellos ojos; era una vibración continua la de aquella vista de águila: recorría cuanto le rodeaba con la velocidad del rayo, y hacía un rápido examen de las personas, sin que se le escaparan aún los pormenores más menudos. Este conjunto era armonizado por cierto aire risueño, que le captaba muchas simpatías. El grueso de su cuerpo era proporcional al de su estatura, y además muy derecho, garboso, de pecho saliente; tenía cierta estructura que revelaba al hombre robusto, al soldado de campaña. Su cabeza no era grande, más bien era pequeña, pero bien formada; sus orejas medianas, redondas y asentadas a la cabeza; esta figura se descubría por entero por el poco pelo que usaba, negro, lacio, corto y peinado a la izquierda, como lo llevaban todos los patriotas de los primeros tiempos de la revolución.


La boca era pequeña: sus labios algo acarminados, con una dentadura blanca y pareja; usó en los primeros años un pequeño bigote y patilla corta y recortada; esta fue su costumbre general, desde que fue de Intendente a Mendoza. Lo más pronunciado de su rostro, eran unas cejas arqueadas, renegridas y bien pobladas. Pero, en cuanto fue ascendido a general, se quitó el bigote.


Su voz era entonada, de un timbre claro y varonil, pero suave y penetrante, y su pronunciación precisa y cadenciosa. Hablaba muy bien el español y también el francés, (dice Pueyrredón) aunque con un si es no es de balbuciente. Cuando hablaba, era siempre con atractiva afabilidad, aun en los casos en que tuviera que revestirse de autoridad. Su trato era fácil, franco y sin afectación, pero siempre dejándose percibir ese espíritu de superioridad que ha guiado todas las acciones de su vida. Tanto en sus conversaciones familiares cuanto en los casos de corrección, cargo o reconvención a cualquier subalterno suyo, jamás se le escapaba una palabra descomedida o que pudiese humillar el amor propio individual; elegía siempre el estilo persuasivo aunque con frases enérgicas, de lo que resultaba que el oficial salía de su presencia convencido y satisfecho y con un grado más de afección hacia su persona.


Jamás prometía alguna cosa que no cumpliera con exactitud y religiosidad. Su palabra era sagrada.


Así todos, jefes, oficiales y tropa, teníamos una fe ciega en sus promesas.


Su traje, por lo general, era de una sencillez republicana. Vestía siempre en público el uniforme de granaderos a caballo, el más modesto de todos los del ejército, pues no tenía adornos ni variedad de colores como otros cuerpos usaban en aquel entonces. La casaca era de paño azul, de faldas largas, con sólo el vivo rojo y dos granadas bordadas de oro al remate de cada faldón. Pantalón de punto de lana azul o de paño, bastante ajustado, y encima la bota de montar. Este mismo pantalón se usaba también largo hasta el empeine del pie, con una guarnición o vuelta de becerro o charol negro de 6 a 8 pulgadas de ancho, con cartera y botonadura al costado de la pantorrilla para abrocharla, a que la moda daba el nombre de medio sajón, pues cuando esa cartera subía hasta la pretina del pantalón, se le llamaba de sajón entero. Usaba sombrero apuntado, semejante al tricornio, forrado en hule, sin más adorno que la escarapela nacional, con presilla y borlas de canción de oro por remate en cada pico; y su sable de latón de acero bien bruñido.


Su vestido familiar dentro de casa era una chaqueta de paño azul larga y holgada, guarnecida por las orillas y el cuello con pieles de marta de Rusia y cuatro muletillas de seda negra a cada lado para abrocharla por delante; en invierno, un levitón o sobretodo de paño azul hasta el tobillo, con bolsillos a cada costado, a la altura de la cadera, y por delante botonadura dorada para abrocharlo; y de ordinario, usaba una cachucha de pieles de marta de Rusia, también con un galón de oro angosto en la visera. Con el mismo levitón solía salir otras veces a la calle, en los días fríos y lluviosos, pero con elástico y con sable.


Algunas tardes, salía también de paseo a caballo, en un alazán tostado, rabón a la corva, con la crin de la cerviz atuzada de arco como dicen los aficionados, y otras ocasiones en un zaino oscuro de cola larga y muy abundante. En estos paseos, lo acompañaba apenas un ordenanza. Su montura era una silla de picos con pistoleras, y cubierta de un chabrac o caparazón de paño azul, sin más adorno que dos borlas del mismo paño en el remate de los picos traseros. Pero era tan gallardo y bien plantado a caballo como a pie, muy semejante a la estatua ecuestre con que Buenos Aires ha adornado el paseo de Retiro, que parece que el artífice lo hubiera visto en su época para exhibirlo con tanta perfección.


“En su sistema alimenticio (dice Pueyrredón) era parco en extremo, aunque su casa y su mesa estuviesen montados, como lo estaban, a la altura correspondiente a su rango. Siempre asistía a la mesa, pero a presidirla de ceremonia o de tertulia. El comía solo en su cuarto, a las doce del día, un puchero sencillo, un asado, con vino de Burdeos y un poco de dulce. Se le servía en una pequeña mesa, se sentaba en una silla baja, y no usaba sino un solo cubierto; y concluida su frugal comida, se recostaba en su cama y dormía un par de horas. Luego se levantaba y se vestía, como para asistir a la mesa. A las tres de la tarde, cuando la mesa estaba servida y presentes el secretario, sus edecanes, el oficial de guardia y alguna otra persona, él se presentaba y tomaba su asiento. Como asistía sólo de tertulia, después de servir la sopa, entablaba conversación de cosas indiferentes, de noticias locales o de otros asuntos, pero jamás hablaba de política”.


“Era gran conocedor de vinos (continúa Pueyrredón) y se complacía en hacer comparaciones entre los diferentes vinos de Europa, pero particularmente de los de España, que nombraba uno por uno describiendo sus diferencias, los lugares en que se producían y la calidad de terrenos en que se cultivaban las viñas. Estas conversaciones, las promovía especialmente cuando había algún vecino de Mendoza o San Juan, y sospecho que lo hacía como por una lección a la industria vinariega a que por lo general se dedican en esos pueblos. Otras veces hablaba de las guerras de Europa y en particular de la Península, en cuyas ocasiones refería con gracia y jocosidad diversos pasajes y episodios muy interesantes”.


“En un tiempo que estuve alojado en su casa, (continúa Pueyrredón), me había impuesto la obligación de ir a su cuarto todos los días a las siete de la mañana, a darle los buenos días o “el buen día”, como él decía. Así que había cumplido este deber, me daba la llave de una alacena que tenía en el cuarto, diciéndome que le alcanzara un vasito que tenía una medicina preparada de antemano, con un licor verdoso y grueso que tomaba de un sorbo”.


“Después de esto se vestía, y pasaba a su escritorio, donde todos los días a la misma hora, poco más o menos, entraba el Jefe del Estado Mayor a darle parte de las novedades del ejército, y recibir la orden general del día y el santo: y así que conferenciaba y se retiraba dicho jefe, continuaba el general sus trabajos de pluma hasta las doce, en que comía. Por la tarde, después de la mesa, volvía al trabajo del escritorio, para lo que era incansable, y por la noche, después de tertuliar con algunas visitas, tomaba un pequeña colación y se recogía a su cuarto a descansar”.


“En el trato social era muy afable y atento, lo que comúnmente se llama un hombre amable y simpático. Usaba cierta mímica peculiar de su genio, que algunos se proponían imitarle. El la acomodaba según la naturaleza y circunstancias del asunto, a veces un movimiento de ambos hombros, y otros (que era lo más general) haciendo movimientos repetidos con dos dedos de la mano derecha, acompañados de ciertas palabras como —¡Eh!; Está usted— o de otras semejantes”.


“Era muy rígido observador de la disciplina, así como del aseo del traje de sus subordinados. Cuando por descuido, algún oficial se le presentaba con un botón desabrochado, sin cortar el hilo de la conversación o diálogo que entablase, empezaba a darle tironcitos de ese botón, o golpecitos con el dedo índice, hasta que el oficial se apercibiera y lo abrochara; y si no caía en cuenta con esas indirectas, se lo advertía con claridad, formando tema de ello para una lección, que luego en el cuartel corría de boca en boca entre los compañeros”.


“Cuando con alguna persona extraña hablaba en general de los oficiales de Granaderos a caballo, les llamaba siempre mis muchachos: y cuando lo hacía con algunos de éstos, a quien él quisiese distinguir, se valía de palabras de confianza como por ejemplo —“Oye chico”; “Ven acá, chico”.


“Siempre que hablaba de la oficialidad del regimiento que había creado y educado, lo hacía con palabras de fervoroso entusiasmo, quizá para prestigiarla ante el público: pues en las ocasiones que llegaba a tocarse este punto, solía decir: —De lo que mis muchachos son capaces, sólo yo lo sé; quien los iguale habrá, pero quien los exceda, no”.


Pero, considerando ya bastante lo referido sobre este tópico, pasemos a otras cualidades y condiciones personales. El general San Martín era de una inteligencia perspicaz, discreta y privilegiada. Como militar, era tan diestro como experimentado en el servicio de campaña: estratégico como pocos; matemático hasta para las trivialidades; y previsor sin igual. Esto está comprobado ya ante la América y el mundo todo; y testimonio de ello son sus hechos en la guerra de la Península, y con más evidencia, sus grandes empresas de la restauración de Chile y de la libertad del Perú. Como político, era observador, creador, administrador, con una pureza y tacto exquisito. De una laboriosidad infatigable, y popular en sumo grado. Estas eran las cualidades que lo hacían apto para el mando.


Jerónimo Espejo.



Al mismo libro del general Espejo corresponde este pasaje que puede titularse:



San Martín jugador de ajedrez


El ajedrez, ese juego generalmente reputado de carácter militar, que según se sabe era recomendado y aun prescripto por Napoleón el Grande, San Martín lo desempeñaba bien aventajadamente como lo veíamos cuando la formación del Ejército en Mendoza. Era muy entendido, además, en El Centinela y La Campana, juegos rigurosamente guerreros que estuvieron en gran boga en Europa desde el primer decenio del presente siglo, y muy semejantes en su mecanismo a La Batalla, que don Carlos de Pravia describe en su “Manual de Juegos”, dado a luz en París, en 1869. Probablemente aprendió a jugar en el Seminario de nobles de Madrid, o entre sus camaradas en las primeras campañas; pero tampoco sería aventurado creer, que, algunas ocasiones, los ejercitara en la misma Europa, con los encopetados militares que lo distinguieron con su predilección y su confianza. Estos juegos eran su entretenimiento favorito, el ajedrez en especial, con los señores O'Higgins, Arcos, Alvarez Condarco, Necochea y otros jefes, así que terminaban las academias generales.


Jerónimo Espejo.



A las Memorias del general Miller, (tomo I), pertenece esta silueta:



San Martín


Los hechos y proezas del general San Martín se han especificado en la narración de estas Memorias, y algunas veces con particular aplauso, pero siempre estrictamente sujetos a la verdad y a la justicia. San Martín es alto, grueso, bien hecho y de formas marcadas; rostro interesante, moreno y ojos negros rasgados y penetrantes. Sus maneras son dignas, naturales, amistosas, sumamente francas y que disponen infinito a su favor. Su conversación es animada, fina e insinuante, como la de un hombre de mundo y de buen trato. Las amistades que contrae son sinceras y duraderas; sus costumbres son sencillas, poco dispendiosas y sin ostentación, pero nobles y generosas. Escribe bien su idioma y habla muy bien el francés. Aunque ha tenido enemigos políticos, siempre fue personalmente popular; y aun cuando su ejército pesaba demasiado sobre los recursos de una provincia, los habitantes hablaban de él con respeto y entusiasmo. Tanto en la formación del gobierno del Perú, como en las épocas anteriores, manifestó lo profundo de su juicio y discernimiento, eligiendo hombres de talentos distinguidos, como Jonte, Montcagudo, Guido, García del Río y otros.


Si algunas veces fue menos dichoso en la elección de jefes militares, no debe atribuirse a falta de discernimiento. Con respecto a sus miras políticas, San Martín consideraba la forma de gobierno monárquico constitucional, la más adecuada para la América del Sur, aunque sus principios son republicanos, pero es la opinión decidida de cuantos se hallaron en el caso de poderla formar correctamente, que jamás tuvo la menor idea de colocar la corona en sus sienes, aunque se cree que hubiera ayudado gustoso a un príncipe de sangre real a subir al trono del Perú.


Guillermo Miller.



Unos apuntes del general Tomás Guido, publicados en la Revista De Buenos Aires, ofrecen estos detalles sobre la vida íntima de San Martín:



Hábitos de San Martín


Se me consentirá aquí, en gracia de tan célebre personaje, una digresión encaminada a suministrar algunos detalles sobre su vida íntima. Era generalmente sobria y metódica. Durante su larga permanencia en Chile, tenía por costumbre levantarse de tres y media a cuatro de la mañana, y aunque con frecuencia le atormentaba al ponerse de pie un ataque bilioso, causándole fuertes náuseas, recobraba pronto sus fuerzas por el uso de bebidas estomacales, y pasaba luego a su bufete. Comenzaba su tarea, casi siempre a las cuatro de la mañana, preparando apuntes para su secretario, obligado a presentársele a las cinco. Hasta las diez se ocupaba de los detalles de la administración del ejército, parque, maestranza, ambulancias, etc., suspendiendo el trabajo a las diez y medía. Desde esa hora adelante, recibía al Jefe de Estado Mayor, de quien tomaba informes y a quien daba la orden del día. Sucesivamente concedía entrada franca a sus jefes y personas de cualquier rango, que solicitaren su audiencia. El almuerzo general era en extremo frugal, y a la una del día, con militar desenfado, pasaba a la cocina y pedía al cocinero lo que le parecía más apetitoso. Se sentaba solo, a la mesa que le estaba preparada con su cubierto, y allí se le pasaba aviso de los que solicitaban verlo, y cuando se le anunciaban personas de su predilección y confianza, les permitía entrar. En tan humilde sitio ventilábase toda clase de asuntos, como si se estuviera en un salón, pero con franca llaneza, frecuentemente amenizada con agudezas geniales. Sus jefes predilectos eran los que gozaban más a menudo de esas sabrosas pláticas. Este hábito, que revelaba en el fondo un gran despego a toda clase de ostentación, y la sencillez republicana que lo distinguía, no era casi nunca alterada por el general, considerándola, —decía él en tono de chanza— un eficaz preservativo, del peligro de tomar en mesa opípara algún alimento dañoso a la debilidad de su estómago. Más esto, que pudiera llamarse una excentricidad, no invertía la costumbre de servirse a las cuatro de la tarde una mesa de estado, que, en ausencia del general, presidía yo, preparada por reposteros de primera clase, dirigidos por el famoso Truche de gastronómica memoria. Asistían a ella jefes y personas notables, invitadas o que ocasionalmente se hallasen en palacio a la indicada hora. El general solía concurrir a los postres, tomando en sociedad el café, y dando expansión a su genio en conversaciones festivas. Por la tarde recibía visitas o hacía corto ejercicio, y al anochecer regresaba a continuar su labor, imponiéndose de la correspondencia del día, tanto interna como del exterior, hasta las diez, que se retiraba a su aposento y se acostaba en su angosto lecho de campaña, no habiendo querido, fiel a sus antiguos hábitos, reposar nunca en la cama lujosa que allí le habían preparado. Más este régimen era con frecuencia interrumpido por largas vigilias, en las que meditaba y combinaba operaciones bélicas del más alto interés, y cuanto se relacionaba con su inmutable designio de asegurar la independencia y organización política de Chile. A más de la dolencia casi crónica que diariamente lo mortificaba, sufría de vez en cuando ataques agudísimos de gota, que, entorpeciendo la articulación de la muñeca de la mano derecha, lo inhabilitaban para el uso de la pluma. Su médico, el doctor Zapata, lo cuidaba con incesante esmero, induciéndolo no obstante, por desgracia, a un uso desmedido del opio, a punto de que, convirtiéndose esta droga, a juicio del paciente, en una condición de su existencia, cerraba el oído a las instancias de sus amigos para que abandonase el narcótico (de que muchas veces le sustraje los pomitos que lo contenían) y se desentendía del nocivo efecto con que lenta pero continuadamente minaba su físico y amenazaba su moral.


Tomas Guido.



A fines de 1819, arrecia la oposición al gobierno del Directorio. Rondeau ha sucedido a Pueyrredón. En Tucumán, una revolución encabezada por don Bernabé Aráoz, proclama la autonomía de la provincia. El general Belgrano es sometido a prisión. El Director llama con insistencia al general San Martín para que se oponga con sus fuerzas a los pueblos sublevados. San Martín opta por pasar a Chile. “Debo seguir el destino que me llama”, escribirá después. Desde Chile explicó largamente su actitud. La posteridad ha comprendido bien su determinación. Quebrantado como nunca en su salud, hubo de pasar esta vez los Andes en una camilla y a hombros de sus soldados. El general Rudecindo Alvarado, nos instruye sobre esos momentos de zozobra en que el general San Martín adoptó una de las decisiones supremas de su vida.



La enfermedad de San Martín en Mendoza


Mis cuidados crecían al observar que los males del general San Martín se agravaban notablemente y habían llegado al punto de hacerse preciso le ocultara todas las comunicaciones que se le dirigían y que yo contestaba. Me afligía fuertemente el conocimiento que me asistió de que la disciplina del batallón de Cazadores, de San Juan, se hallaba muy relajada, con cuyo motivo me trasladé a este punto por pocos días, bastantes sin embargo a conocer la exactitud de mi sospecha, notando de parte del jefe accidental una indiferencia inexplicable con las faltas de los oficiales y torpe rigor con las del soldado. Procuré con prudencia evitar este mal y regresé a Mendoza decidido a pedir al general San Martín me permitiera llevar ese cuerpo donde pudiera yo tenerlo a la vista.


El mal estado de la salud del general era ya amenazante a su conservación, y aunque yo excusara con escrupuloso celo llamar su atención hacia objetos que pudieran agitar su ánimo, me decidí a expresarle mis observaciones alarmantes sobre el mal estado de moralidad del batallón Cazadores y la premiosa urgencia de trasladarlo a Mendoza. El general, que por las precauciones que se tomaban, ignoraba las disposiciones amagantes de los pueblos argentinos en esa época, resistió la traslación de Cazadores, fundándose en que la reunión de dos cuerpos sería más peligrosa; pero observé al general que mi pensamiento era que el mismo día que el batallón se aproximara a aquel punto, saldría el regimiento de “Cazadores a caballo” a acantonarse en el pueblo de Lujan, cinco leguas al sur de Mendoza. Con manifiesta repugnancia consintió el general en mí propuesta y yo, lleno de esperanza, partí a San Juan a traer los Cazadores. En muy pocos días se preparó lo necesario para movernos, y la víspera de la marcha, en la lista de la tarde, dirigí algunas palabras a la tropa que fueron contestadas satisfactoriamente. Di la orden de marcha para las cinco del día siguiente y me retiré a mi casa, donde, pocas horas después, recibí un exprofeso del general con una carta cuyo contenido era reducido a decirme que se agravaba su enfermedad. Mi pronta presencia en Mendoza se hacía necesaria, suspendiendo la marcha del batallón sí no se había verificado, resolución que me hizo ver perdido aquel cuerpo que contenía mas de mil plazas.


En conformidad con la referida disposición, se suspendió la marcha de Cazadores y en el acto se practicó la mía bajo el peso del más amargo desconsuelo. Encontré en Mendoza al general San Martín tan agravado de sus dolencias, que desesperé de su conservación y juzgué necesaria su inmediata traslación a Chile. El general me presentó una nota oficial que por mi ausencia había llegado a sus manos, en que se le comunicaba la revolución practicada en Tucumán y encabezada por don Bernabé Aráoz en el año 1819. Más me fortifiqué en mi idea de alejar al general a un punto seguro como Chile, y llamé al sargento mayor de artillería y comandante del parque para encargarle la construcción de una camilla tan cómoda como fuera posible, previniéndole el secreto, que él sin duda adivinó, por la prontitud con que ejecutó mi encargo.


Preparado todo, incluso sesenta hombres que debían cargar en sus hombros la camilla, invité al coronel Necochea a que me acompañara para persuadir al general, que se hallaba en San Vicente —una legua distante de Mendoza— a aceptar el obsequio que le llevaba para salvar su interesante vida y los respetos que le eran debidos, próximamente amenazados por una revolución general en la República. Bastante sorprendido el general con nuestras observaciones, dijo que él no veía ese peligro que le anunciábamos, y esforzando nuevas razones, conseguimos al fin aceptara su marcha, no sin expresarnos que cedía a la persuasión de sus amigos y no a sus convicciones. La marcha a Chile se hizo inmediatamente del modo preparado.


Veinte días no habían transcurrido desde la marcha del general San Martín cuando el 10 de enero (1820) se sublevó en San Juan el batallón de Cazadores, habiéndolo hecho el ejército del general Belgrano en Arequito, uno días antes. Conocidos estos reveses, que afectaron bastante la moral de los pueblos de Cuyo, y aun de la tropa que allí existía, llamé al regimiento Granaderos a Caballo que se hallaba en San Luis, a ocupar el cantón de Lujan, en que se hallaba Cazadores a Caballo que marchó para Chile el mismo día de la llegada de Granaderos.


Rudecindo Alvarado.



A poco de llegado San Martín a Chile, cayó el gobierno central argentino como consecuencia inmediata de la derrota sufrida por Rondeau en la batalla de Cepeda. El país quedó reducido a una Confederación de hecho, anarquizada en un principio, hasta que se acordaron tratados entre las provincias, y el gobierno local de Buenos Aires mantuvo el ejercicio de las relaciones exteriores. El general en jefe del Ejercito de los Andes vióse obligado a tomar una determinación, tan arriesgada como la de Mendoza. Desaparecido el gobierno que le habla confiado el mando supremo y a cuyo servicio figuró hasta entonces el ejército, reunió a sus oficiales en Rancagua y ante ellos declinó la autoridad de que estaba investido. El cuerpo de oficiales le reeligió como general en jefe por medio de un documento que se ha llamado el Acta De Rancagua (abril de 1820). Con este nombramiento. San Martín aceptó el cargo de Jefe del Ejercito Libertador del Perú que le otorgó el gobierno de Chile. Los regimientos argentinos formaron en ese Ejército y el Libertador de Chile pudo reanudar su empresa continental. Bolívar había pasado ya los Andes venezolanos y entrado en Bogotá (agosto de 1819), pero Morillo seguía ocupando Caracas, los españoles dominaban el sur de Nueva Granada y Quito con Guayaquil. El virrey de Lima señoreaba todo el Alto y Bajo Perú.