San Martín visto por sus contemporáneos
La expedición libertadora del Perú. Guayaquil. 1820-1822
 
 

El 20 de agosto de 1820, zarpó del puerto de Valparaíso la expedición libertadora del Perú. Lord Cochrane, marino inglés que ya se había distinguido en la guerra de emancipación sud-americana, iba como jefe de la escuadra, compuesta de ocho buques de guerra y diez y seis transportes. Cuatro mil doscientos soldados argentinos y chilenos formaban el ejército libertador bajo el mando supremo del general San Martín. La mayoría de los soldados y oficiales eran argentinos.


Un hecho que tuvo consecuencias en la guerra se había producido en España, a principios de ese año, coincidente con la caída del Directorio en Buenos Aires: El pronunciamiento del general Riego, que restauró la constitución liberal española sancionada por las cortes de Cádiz en 1812 y abolida por Fernando VII. De este nuevo régimen liberal, se esperaba una nueva política del gobierno español con los independientes americanos. Circunstancia es esta que debe tenerse muy en cuenta para juzgar la situación de San Martín en el Perú.


La expedición desembarcó en la bahía de Paracas (septiembre) no muy lejos de Lima, hacia el sur. San Martín prometíase una victoria incruenta, por el estado de la opinión, por la situación de las autoridades españolas y sobre todo porque así convenía a su genio abnegado y altruista. Proponíase también, con desembarcos inesperados en toda la extensión de la costa peruana, mantener disperso y debilitar al ejército español, muy superior al suyo en efectivos. Las tropas independientes obtuvieron éxitos diversos y, el virrey Pezuela —que había jurado en Lima la constitución liberal española de 1812— propuso un armisticio a San Martín. Cumplíase lo previsto por el Libertador. El general Guido, su ayudante de campo, y García del Río, su secretario, conferenciaron con los enviados de Pezuela en Miraflores. San Martín proponía, como condición esencial para la paz, la independencia del Perú. Pezuela no aceptó, y la expedición libertadora se hizo otra vez a la vela para desembarcar en Huacho, al norte de Lima, punto que se consideró más estratégico. Entretanto, Cochrane cumplía verdaderas proezas como marino en la bahía del Callao. Con la nueva operación militar, San Martín cortó las comunicaciones entre Lima y el norte del Perú que se plegó casi por entero a su causa. También Guayaquil se declaró por la causa revolucionaria bajo el amparo de San Martín y proclamó su independencia. Por ese tiempo (noviembre 25 de 1820), Bolívar tuvo una entrevista con el general español Morillo en Trujillo, (Venezuela) donde firmaron un armisticio, abrazándose con mutuas protestas de confraternidad. Bolívar envió comisionados a España, para tratar la paz. Todo como resultado del cambio político operado en la Península. San Martín, dueño de la costa norte del Perú, y teniendo a Lima bloqueada, presionaba ya con su ejército en el interior. A fines de 1820, Arenales ganó la batalla de Pasco.


Cundía el descontento en las tropas realistas, y en enero de 1821, el Virrey Pezuela fue depuesto por el ejército y sustituido por el general la Serna. El hecho se registró en un documento que se ha llamado “El acta de Asna-puquio”. Pezuela marchó para España, y una parte del ejército libertador realizó desembarcos en la costa sur del Perú. El general Miller ocupó Pisco y después Arica. La situación se tornaba grave para los españoles y San Martín se mostraba dispuesto a sacar ventaja para evitar en lo posible todo inútil derramamiento de sangre. En esas circunstancias, (abril de 1821) llegó a Lima el comisionado especial del gobierno español, don Manuel Abreu, que, al pasar por Huaura, estuvo con San Martín. Allí le comunicó que traía instrucciones de su gobierno para poner término a la guerra por medio de un tratado. San Martín se mostró dispuesto a entrar en negociaciones.


El 3 de mayo —previas conferencias de sus comisionados con los del Virrey—, tuvo una entrevista con la Serna en la hacienda de Punchauca, distante cinco leguas de Lima. La entrevista fue muy cordial, como había sido la de Bolívar con Morillo. San Martín había propuesto como condición esencial el reconocimiento de la independencia del Perú; luego la formación de una regencia compuesta de tres miembros nombrados por él y por la Serna. Dos comisionados, irían a España en busca de un príncipe que ocuparía el trono del nuevo estado. La Serna aceptó individualmente la propuesta, no así los jefes del ejército español, que negaron su aprobación. La conducta de San Martín en Punchauca, ha sido objeto de severas críticas por cuanto no estaba autorizado para aventurar un paso de tanta magnitud, ni para comprometer el porvenir político de los pueblos independientes cuya soberanía se proclamaba. San Martín explicó más tarde su actitud en carta al general Miller: —“El general San Martín, que conocía a fondo la política del gabinete de Madrid, estaba bien persuadido de que él no aprobaría jamás este tratado; pero como su principal objeto era comprometer a los jefes españoles, como de hecho lo quedaban habiendo reconocido la independencia, no tendrían otro partido que tomar que el de unir su suerte a la de la causa americana”.


El general Tomás Guido, Ayudante de campo y testigo presencial en la famosa entrevista, la describe así:



La conferencia de Punchauca


Se acordó en la misma ocasión que, ratificado que fuese el armisticio, los generales la Serna y San Martín, acompañados de sus respectivos diputados y demás personas que convinieren, tuviesen una entrevista en el día y lugar que se designare, “para que vencidas las dificultades que por una y otra parte se presenten, decíase, procedan inmediatamente a ajustar el armisticio definitivo”.


Habiéndose seguido las negociaciones sin interrupción en los términos de una cordial franqueza, invitaron los diputados independientes a los de la junta, el 30 de Mayo para que, de conformidad a lo acordado, tuviese lugar en la mañana del siguiente día, en la misma hacienda de Punchauca, la proyectada entrevista de los generales; anunciando al propio tiempo que el general San Martín “estaba dispuesto a concurrir a ella acompañado del jefe del Estado Mayor del Ejército de su mando, de dos jefes superiores, un ayudante de campo, un oficial de ordenanzas y cuatro soldados, la misma comitiva que el señor don José de la Serna podía designar si gustase”. La invitación fue en el acto aceptada. Mas sólo el 2 de Junio, a causa de una indisposición del Virrey, pudieron avistarse los campeones en cuyas manos estaba entonces la suerte del Perú.


Desde el día 1º, el General San Martín se puso en marcha para el lugar de la cita. Formaban su séquito los renombrados coroneles Las Heras, Paroissien, Necochea; los tenientes coroneles Spry, Raullet y cuatro ordenanzas: En el Campo de Carabayllo, a las cinco de la tarde, encontráronle sus diputados a quienes se había agregado el general Llano y el capitán Moar. Juntos se dirigieron al punto convenido. El día 2, a las 3 y tres cuartos, salieron a recibir al virrey del Perú —y general en jefe del ejército del rey— Llano, Las Heras, Paroissien, Necochea, Guido y Don Juan García del Río. Avistáronse con él al sud de Guacoy; venía acompañado del general la Mar, el brigadier Monet, el de igual clase Canterac, famoso por su denuedo y constancia, y los tenientes coroneles Landázuri, Ortega y Camba, el inteligente militar a cuyas memorias hemos apelado y apelaremos todavía en el curso de esta relación. La comitiva, escoltada por cuatro dragones españoles, llegó a las 3 y cuarto a Punchauca. Al aproximarse a la casa donde se le aguardaba, el general San Martín adelantóse al vestíbulo, y al estar al habla con los que venían y que se habían agrupado, preguntó con aire placentero quién de aquellos señores era el general la Serna. Este distinguido caballero español, de gallarda presencia y nobles modales, que traía oculta debajo de la sobrecasaca la banda carmesí, distintivo de su autoridad, diósele a conocer. Entonces se acercó a su caballo, y luego que el virrey puso el pie en tierra, lo abrazó estrechamente, saludándole con estas afectuosas palabras: —“Venga para acá; están cumplidos mis deseos, general, porque uno y otro podremos hacer la felicidad de este país.” La Serna le correspondió con igual cordialidad, y ambos del brazo entraron al salón, precedidos de aquellos briosos militares que por primera vez se contemplaban con mutua admiración y respeto. La primera media hora se pasó en tomar algunos refrescos y en esa conversación franca y animada, usual entre los hombres de armas de origen distinguido y culta educación. “Los protagonistas de esta escena, apartáronse durante algunos minutos y conferenciaron a solas. En seguida San Martín invitó a la Serna, los jefes principales y ambas diputaciones, a pasar a la pieza inmediata, en donde se reunieron presididos por uno y otro personaje. Entonces el general del Ejército Unido tomó la palabra, y dirigiéndose al caudillo español, le dijo con voz firme estos o idénticos conceptos: —“General, considero este día como uno de los más felices de mi vida. He venido al Perú desde las márgenes del Plata, no a derramar sangre, sino a fundar la libertad y los derechos de que la misma metrópoli ha hecho alarde al proclamar la constitución del año 12, que V. E. y sus generales defendieron. Los liberales del m lindo son hermanos en todas partes, y si en España se abjuró después esa constitución, volviendo al régimen antiguo, no es de suponerse que sus primeros cabos en América, que aceptaron ante el mundo el honroso compromiso de sostenerla, abandonen sus más íntimas convicciones, renunciando a elevadas ideas y a la noble aspiración de preparar en este vasto hemisferio un asilo seguro para sus compañeros de creencias. Los comisionados de V. E., entendiéndose lealmente con los míos, han arribado a convenir en que la independencia del Perú no es inconciliable con los más grandes intereses de España, y que al ceder a la opinión declarada de los pueblos de América contra toda dominación extraña, harían a su patria un señalado servicio, si fraternizando con un sentimiento indomable, evitan una guerra inútil y abren las puertas a una reconciliación decorosa. Pasó ya el tiempo en que el sistema colonial pueda ser sostenido por la España. Sus ejércitos se batirán con la bravura tradicional de su brillante historia militar. Pero los bravos que V. E. manda, comprenden que aunque pudiera prolongarse la contienda, el éxito no puede ser dudoso para millones de hombres resueltos a ser independientes; y que servirán mejor a la humanidad y a su país, si en vez de ventajas efímeras pueden ofrecerle emporios de comercio, relaciones fecundas y la concordia permanente entre hombres de la misma raza, que hablan la misma lengua, y sienten con igual entusiasmo el generoso deseo de ser libres. No quiero, general, que mi palabra sola y la lealtad de mis soldados, sea la única prenda de nuestras rectas intenciones. La garantía de lo que se pactare, la fío a vuestra noble hidalguía. Sí V. E. se presta a la cesación de una lucha estéril y enlaza sus pabellones con los nuestros para proclamar la independencia del Perú, se constituirá un gobierno provisional, presidido por V. E., compuesto de dos miembros más, de los cuales V. E. nombrará el uno y yo el otro; los ejércitos se abrazarán sobre el campo; V. E. responderá de su honor y de su disciplina; y yo marchare a la península, si necesario fuere, á manifestar el alcance de esta alta resolución, dejando a salvo en todo caso hasta los últimos ápices de la honra militar, y demostrando los beneficios para la misma España de un sistema que, en armonía con los intereses dinásticos de la casa reinante, fuese conciliable con el voto fundamental de la América independiente”.


Aludiendo García Camba en sus memorias a esta proposición, que presenta en resumen, dice con picante llaneza: “Apoyada por el comisionado regio y sus dos socios Llano y Galdiano, en contravención de un artículo de las instrucciones reales, puso al virrey en embarazo para salir con habilidad de aquella verdadera Zalagarda”. 1


El hecho es que la Serna, sus diputados y sus jefes, escuchaban las palabras de San Martín con signos inequívocos de contentamiento y calurosa aprobación; y sin poder el primero disimular su obsecuencia a los designios que acababan de exponérsele, aplazó discretamente, en una alocución concisa y expresiva, el tomar en negocio de tanta trascendencia una resolución definitiva, prometiendo contestar en el corto espacio de dos días.


Transportes de gozo y la fraternización más completa siguieron a esta escena. Adelantándose la imaginación a los sucesos, se entró luego a discurrir sobre el día y la forma en que las tropas de los dos ejércitos, reunidos en la plaza de Lima, deberían concurrir a solemnizar el acto de la declaración de la independencia peruana. Avenidos en estos puntos y de acuerdo en la traslación de la comisión pacificadora de Punchauca a Miraflores, para mayor facilidad en las comunicaciones, convirtióse la casa en la gran tienda de un cuartel general, en que americanos y españoles se felicitaban con efusión por el término de una guerra obstinada y por la perspectiva del más risueño porvenir.


A las cinco de la tarde se sirvió una mesa frugal a cuya cabecera se sentaron los dos famosos caudillos, quienes, a juzgar por su radiante alegría, habían completamente olvidado su rivalidad y la distinta ruta a que les empujaba la fortuna. El buen humor, una expansión entusiasta, reinaron durante el rústico banquete. Los jefes que lo presidían se saludaron con expresiones significativas y corteses.2 Pidió seguidamente la palabra el general La Mar, inspector general de infantería y caballería del ejército español, y después de una corta alocución llena de fuego y del sentimiento americano que desbordan en su pecho, bebió una copa al venturoso día de la unión y a la solemne declaración de la independencia del Perú. El general Monet, circunspecto y moderado, salió de su gravedad habitual y parado sobre la silla para mejor hacerse escuchar, siguió el mismo tema, excitando con los más ardorosos conceptos a festejar aquella memorable jornada. Los oficiales y los comisarios del ejército unido, no cedieron, como debe imaginarse, en la vehemente manifestación de sus votos, a ninguno de sus émulos del ejército real, y el festín convirtióse al cabo en una serie de libaciones entusiastas a la libertad y a la independencia peruana. En un intervalo, San Martín me llamó aparte y me abrazó con calor. Terminada la comida, que fue corta, el Virrey y su séquito se despidieron con señaladas muestras de congratulación, quedándose el general San Martín en Punchauca, de donde a poco tiempo regresó a su campo, mientras sus diputados se preparaban a trasladarse al nuevo alojamiento que se había convenido en las inmediaciones de la capital.


Tomás Guido.



Fracasada la negociación de Punchauca —como fracasó el armisticio de Bolívar con Morillo —reanudáronse las hostilidades por parte del ejército libertador. En ese mismo mes, (junio de 1821) Bolívar había derrotado al general español La Torre en el llano de Carabobo, obteniendo una espléndida victoria que le dio el dominio de toda Venezuela y la posibilidad de terminar la guerra en Nueva Granada. Después de la batalla, escribió al general San Martín: —“Mi primer pensamiento en el campo de Carabobo, cuando vi a mi patria libre, fue Vuestra Excelencia, el Perú y su ejército libertador. Al contemplar que ya ningún obstáculo se oponía a que yo volase a extender mis brazos al Libertador de la América del Sur, el gozo colmó mis sentimientos. Vuestra Excelencia debe creerme; después del bien de Colombia, nada me ocupa tanto como el éxito de las armas de V. E., tan dignas de llevar sus estandartes gloriosos donde quiera que haya esclavos que se abriguen a su sombra”. Después de Punchauca, el general San Martín concentró su atención en Lima y apuró el bloqueo del Callao. Por entonces, escribió a O'Higgins: “Por aquí puede usted calcular si podrá sostenerse el virrey mucho tiempo y máxime teniendo todas las provincias del norte en insurrección, no contando con ninguna entrada y el Callao en riguroso bloqueo”. No quería San Martín llevar un ataque sobre la ciudad ni entrar en ella como conquistador. Así lo dijo al capitán ingles Basilio Hall, marino destacado en el Pacífico, que le conoció el 25 de junio de 1821 en la rada del Callao y relata su entrevista en el diario de su viaje por las costas de Chile y Perú (Traducido por C. A. Aldao, con el título de “El general San Martín, en el Perú”).



Una entrevista con San Martín en la rada del Callao


Junio 25 de 1821. — Hoy tuve una entrevista con el general San Martín a bordo de una goletita de su propiedad, anclada en la rada del Callao para comunicarse con los diputados que durante el armisticio habíanse reunido en un buque fondeado en el puerto.


A primera vista había poco que llamara la atención en su aspecto, pero cuando se puso de pie y empezó a hablar, su superioridad fue evidente. Nos recibió muy sencillamente, en cubierta, vestido con un sobretodo suelto y gran gorra de pieles, y sentado junto a una mesa hecha con unos cuantos tablones yuxtapuestos sobre algunos barriles vacíos. Es hombre hermoso, alto, erguido, bien proporcionado, con gran nariz aguileña, abundante cabello negro, e inmensas espesas patillas obscuras que se extienden de oreja a oreja por debajo del mentón; su color era aceitunado obscuro y los ojos, que son grandes, prominentes y penetrantes, negros como azabache, siendo todo su aspecto completamente militar. Es sumamente cortés y sencillo, sin afectación en sus maneras, excesivamente cordial e insinuante y poseído evidentemente de gran bondad de carácter; en suma, nunca he visto persona cuyo trato seductor fuese más irresistible. En la conversación abordaba inmediatamente los tópicos substanciales, desdeñando perder tiempo en detalles; escuchaba atentamente y respondía con claridad y elegancia de lenguaje, mostrando admirables recursos en la argumentación y facilísima abundancia de conocimientos, cuyo efecto era hacer sentir a sus interlocutores que eran entendidos como lo deseaban. Empero, nada había ostentoso o banal en sus palabras, y aparecía ciertamente en todos los momentos perfectamente serio, y profundamente poseído de su tema. A veces se animaba en sumo grado, y entonces el brillo de su mirada y todo cambio de expresión se hacían excesivamente enérgicos, como para remachar la atención de los oyentes, imposibilitándola de esquivar sus argumentos. Esto era más notable cuando trataba de política, tema sobre que me considero feliz de haberlo oído expresarse con frecuencia. Pero su manera tranquila era no menos sorprendente y reveladora de una inteligencia poco común, pudiendo también ser juguetón y familiar, según el momento, y cualquiera que haya sido el efecto producido en su mente por la adquisición posterior de gran poder político, tengo la certeza de que su disposición natural es buena y benevolente.


Durante la primera visita que hice a San Martín, vinieron varias personas de Lima para discutir privadamente el estado de los negocios, y en esta ocasión expuso con claridad sus opiniones y sentimientos y nada vi en su conducta posterior que me hiciera dudar de la sinceridad con que entonces habló. La lucha en el Perú, decía, no es común, no era guerra de conquista y gloria, sino enteramente de opinión; era guerra de los principios modernos y liberales contra las preocupaciones, el fanatismo y la tiranía.


“La gente pregunta —decía San Martín—, por qué no marcho sobre Lima al momento. Lo podría hacer e instantáneamente lo haría, si así conviniese a mis designios; pero no conviene. No busco gloria militar, no ambiciono el título de conquistador del Perú, quiero solamente librarlo de la opresión. ¿De qué me serviría Lima, si sus habitantes fueran hostiles en opinión política? ¿Cómo podría progresar la causa independiente si yo tomase Lima militarmente y aun el país entero? Muy diferentes son mis designios. Quiero que todos los hombres piensen como yo, y no dar un solo paso más allá de la marcha progresiva de la opinión pública; estando ahora la capital madura para manifestar sus sentimientos, le daré oportunidad de hacerlo sin riesgo. En la espectativa segura de este momento he retardado hasta ahora mi avance; y para quienes conozcan toda la amplitud de medios de que dispongo, aparecerá la explicación suficiente de todas las dilaciones que han tenido lugar. He estado ciertamente ganando, día a día, nuevos aliados en los corazones del pueblo. En el punto secundario de fuerza militar, he sido por las mismas causas igualmente feliz, aumentando y mejorando el ejército libertador, mientras el realista ha sido debilitado por la escasez y la deserción. El país ahora se ha dado cuenta de su propio interés, y es razonable que los habitantes tengan los medios de expresar lo que piensan. La opinión pública es máquina recién introducida en este país; los españoles, incapaces de dirigirla, han prohibido su uso; pero ahora experimentarán su fuerza e importancia”.


Basilio Hall.



He aquí otra visita de Hall a San Martín, antes de su entrada en Lima:



El General en su yate


Cuando todo se tranquilizó en la capital, me fui al Callao, y oyendo que San Martín estaba en la rada, le visite a bordo de su yate. Encontré que estaba perfectamente al corriente de todo lo que sucedía, pero sin prisa por entrar en la ciudad, y parecía, sobre todo, anheloso de evitar cualquier apariencia de actuar como vencedor.


“En los últimos diez años —decía— he estado ocupado constantemente contra los españoles, o mejor dicho, en favor de este país, porque yo no estoy contra nadie que no sea hostil a la causa de la independencia. Todo mi deseo es que este país se maneje por sí mismo, y solamente por sí mismo. En cuanto a la manera en que ha de gobernarse, no me concierne en absoluto. Me propongo únicamente dar al pueblo los medios de declararse independiente estableciendo una forma de gobierno adecuada, y verificado esto, considerare haber hecho bastante y me alejare”.


El día siguiente fue enviada una diputación compuesta de personas principales de Lima para invitar a San Martín formalmente a que entrara en la Capital, como los habitantes habían consentido después de madura deliberación, en las condiciones propuestas. Accedió a este pedido, pero aplazó su entrada hasta el 12, algunos días después.


Es proverbialmente difícil descubrir el temperamento y carácter real de los grandes hombres y, por consiguiente, yo estaba atento a aquellos pequeños rasgos de San Martín que parecían proyectar luz sobre su disposición natural, y debo decir que el resultado fue muy favorable. Me apercibí, especialmente, de la manera bondadosa y cordial de vivir con los oficiales de su clase y con todos aquellos a quienes sus ocupaciones lo obligaban a tratar. Un día, en su mesa, después de comer, le vi sacar la cigarrera y, mientras sus pensamientos estaban evidentemente muy lejos, escoger un cigarro más cilíndrico y compacto que los demás y darle una mirada inconsciente de satisfacción, cuando una voz desde la extremidad de la mesa, resonó: —“Mi general”. Volvió de su ensueño y, erguida la cabeza, preguntó quién había hablado. —“Era yo”, dijo un oficial desde su asiento, que lo había estado observando: “solamente deseaba pedirle el favor de un cigarro”. —“Ah, ah!, dijo sonriendo bonachonamente, y al punto tiró su cigarro al oficial, acompañándolo con una fingida mirada de reproche. Con todos era afable y cortés, sin el menor indicio de alboroto, y nunca pude percibir en él la mínima traza de afectación, o en suma, nada que no fuere la sensación real del momento. Tuve ocasión de visitarle una mañana temprano, a bordo de su goleta, y no habíamos estado mucho tiempo hablando juntos, cuando los marineros empezaron a lavar la cubierta. —“Qué plaga es —dijo San Martín— que estos muchachos insistan en lavar la cubierta de este modo”. —“Deseo, mi amigo —dijo a uno de los hombres—, que no nos moje y se vaya a la otra banda”. El marinero, sin embargo, que tenía que cumplir su deber y estaba bien acostumbrado a las suaves órdenes del general, prosiguió su tarea y nos salpicó bruscamente. —“Temo —exclamó San Martín— tengamos que bajar, aunque nuestro camarote no sea más que un agujero miserable, porque en realidad no se puede persuadir a estos muchachos que dejen su modo usual”. Estas anécdotas y muchas otras de la misma laya, son muy insignificantes, es cierto; pero estoy equivocadísimo si no dan mayor penetración de la disposición real, que una larga serie de actos oficiales; pues la virtud pública desgraciadamente se considera tan rara que nos hace desconfiar de un hombre en el poder, por los mismos actos que, en condición humilde, hubieran conquistado nuestra confianza y estimación.


Basilio Hall.



Pocos días después de esa entrevista, —principios de julio de 1821— el Virrey la Serna decidió hacer abandono de Lima y retirarse con su ejercito al interior del Perú para organizar la guerra. Los vecinos más espectables de Lima, resolvieron solicitar de San Martín que no retardara su entrada en la ciudad, amenazada por el desorden. Cumplíanse así los deseos del general. El Capitán Hall, testigo de estos hechos, los ha narrado así:



Entrada en Lima


El 12 de julio de 1821. Este día es memorable en los anales del Perú, a causa de la entrada del general San Martín en esta capital. Cualesquiera sean los cambios que ocurran en los destinos de aquel país, su libertad ha de establecerse; y jamás se olvidará que el primer impulso se debió enteramente al genio de San Martín, quien proyectó y realizó la empresa que estimuló a los peruanos para pensar y actuar por sí mismos. En vez de venir con pompa oficial, como tenía derecho a hacerlo, esperó obscureciese para entrar a caballo y sin escolta, acompañado por un simple ayudante. En realidad, fue contrario a su intención primitiva entrar en la ciudad este día, pues estaba fatigado y deseaba ir tranquilamente a descansar en una quinta situada a legua y media de distancia, para entrar a la mañana siguiente al venir el día. Había desmontado, en consecuencia, y apenas alojado en un rincón, bendiciendo su estrella por estar alejado de los negocios, cuando entraron dos frailes que por uno u otro medio habían descubierto su retiro.


Cada uno le dirigió un discurso que fue escuchado con su habitual bondad. Uno le comparó con César, el otro con Lúculo. —“¡Justos cielos!— exclamó el general cuando salieron los padres, —¿qué vamos a hacer? Esto no promete”. —“Ah, señor —respondió el ayudante—, hay dos o tres de la misma calaña que están a la mano”. —“¿Es posible? Entonces volvamos a ensillar los caballos y tomemos el portante”.


En vez de ir directamente a palacio, San Martín fue a casa del marques de Montemira, que se hallaba en su camino y, conociéndose al momento su venida, se llenaron pronto casa, patio y calle. Sucedió me hallaba en una casa de la vecindad, y llegué al salón antes que la multitud fuese impenetrable. Ansiaba Ver la manera de comportarse del general en momento de no ordinaria dificultad, y, en verdad, se desempeñó muy bien. Había, como puede suponerse, grande entusiasmo y lenguaje muy agitado en aquella ocasión; y para un hombre innatamente modesto y con natural aversión a exhibición u ostentación de cualquier clase, no era muy fácil recibir estas laudatorias sin mostrar impaciencia.


Al entrar yo en el salón, una linda mujer de edad mediana se presentó al general; cuando él se adelantó para abrazarla, ella cayó a sus pies, le abrazó las rodillas y, mirando hacia arriba, exclamó que tenía tres hijos que ofrecerle, los que, esperaba, se convertirían ahora en miembros útiles de la sociedad en vez de ser esclavos como hasta entonces. San Martín, con mucha discreción, no intentó levantar a la dama del suelo, sino que le permitió hacer su pedido en la postura elegida por ella, y que, naturalmente, consideraba como la más adaptada para dar fuerza a su elocuencia; pero se encorvó mucho para oír todo lo que ella le decía, y cuando pasó la primera explosión, gentilmente la levantó; y en seguida ella le echó los brazos al cuello y concluyó el discurso colgada sobre su pecho. Su respuesta fue dada con la seriedad conveniente, y el corazón de la pobre mujer parecía a punto de estallar de gratitud por su atención y afabilidad.


En seguida fue asaltado por cinco damas que al mismo tiempo querían abrazarle las rodillas; pero como esto no podía hacerse, dos de ellas le trabaron el cuello y las cinco clamaban tanto por atraer su atención y pesaban tanto sobre él, que tuvo alguna dificultad para mantenerse en pie. Pronto satisfizo a cada una de ellas, con una o dos palabras bondadosas, y luego, viendo una niña de diez o doce años perteneciente al grupo, pero que había estado temerosa de acercarse, levantó a la asombrada criatura y, besándole las mejillas, la volvió a bajar en tal éxtasis, que la pobrecita apenas sabía dónde se encontraba.


Su manera fue completamente diferente con la persona que en seguida se adelantó: un fraile joven, alto, huesudo, de faz pálida, con ojos hundidos, azules obscuros, y una nube de cuidado y disgusto vagando por sus facciones. San Martín adoptó aspecto de seria solemnidad, mientras oía el discurso del monje, que aplaudía su modo pacífico y cristiano de entrar en una gran ciudad, conducta que, confiaba, sería solamente anticipo del suave carácter de su gobierno. La respuesta del general fue en el mismo estilo, alzando solamente un poco más la voz, y era de ver, cómo, la manera ceremoniosa y fría del sacerdote se animaba gradualmente por la influencia de la elocuencia de San Martín; pues, al fin, olvidando su carácter tranquilo, batió palmas, y gritó: —“¡Viva, viva nuestro general!”. “No, no —dijo el otro—, no diga así, pero diga conmigo: —¡Viva la independencia del Perú!”.


El Cabildo, reunido apresuradamente, entró en seguida, y como muchos de ellos eran nativos del lugar y liberales, apenas podían ocultar su emoción y mantener la majestad apropiada para tan grave corporación, cuando llegaban por primera vez a presencia de su libertador.


Viejos, viejas y mujeres jóvenes, pronto se agruparon en torno de el; para cada uno tuvo una palabra bondadosa y apropiada, siempre yendo más allá de lo que esperaba cada persona que a el se dirigía. Durante esta escena estuve bastante cerca para observarlo atentamente; pero no pude distinguir, ya sea en sus maneras o expresiones, la mínima afectación; nada había de arrogante o preparado, nada que pareciera referirse a sí mismo; no pude siquiera descubrir el menor signo de una son" risa de satisfacción. Pero su modo, al mismo tiempo, era lo contrario de frío, pues estaba suficientemente animado, aunque su satisfacción parecía ser causada solamente por el placer reflejo de los otros. Mientras estaba observándole así, me reconoció, y atrayéndome hacia él, me abrazó a estilo español. Di lugar a una bella joven, que, con grandes esfuerzos, había atravesado la multitud. Se arrojó en los brazos del general y allí se mantuvo durante un buen medio minuto, sin poder proferir otra cosa que: —“¡Oh, mi general, mi general!” Luego intentó separarse; pero San Martín, que había sido sorprendido por su entusiasmo y belleza, la apartó atrás, gentil y respetuosamente, e inclinando su cabeza un poco a su lado, dijo, sonriendo, que debía permitírsele demostrar su grato sentimiento de tan buena voluntad con un beso cariñoso. Esto desconcertó completamente a la sonrojada beldad, que, dando vuelta, buscó apoyo en el brazo de un oficial que estaba cerca del general, quien le preguntó si ahora estaba contenta: —“¡Contenta, exclamó: oh, señor!”.


Quizá sea digno de observación que, durante todo el tiempo no se derramaron lágrimas, y aun en las partes más teatrales, nada llegó hasta el ridículo. Es claro que el general hubiera de buena gana evitado todo este espectáculo, y, a tener éxito su plan, lo hubiera conseguido, pues su designio fue entrar en la ciudad a las cuatro o cinco de la mañana. Su disgusto por la pompa y ostentación se probó de igual modo cuando volvió a Buenos Aires, después de haber vencido en Chile a los españoles, en 1817. Allí se manejó con mejor éxito que en Lima, porque, aunque los habitantes estaban preparados para hacerle una recepción pública, consiguió entrar en la capital sin ser sentido.


13 de Julio. La mañana siguiente fui a caballo con dos caballeros al cuartel general de San Martín, un poco afuera de las murallas de la ciudad, en el camino del Callao. Había venido a este lugar la noche anterior, desde la casa del marqués de Montemira, en vez de ir al palacio, pues temía se repitiese el mismo alboroto. Estaba completamente rodeado por ocupaciones, pero él mismo las atendía, y era curioso observar todos los que salían de su presencia complacidos con la recepción que les había dispensado, hubieran o no obtenido éxito en sus gestiones.


Así que entramos, reconoció a uno de mis acompañantes, excelente dibujante a quien había visto a bordo de la goleta quince días antes. Había oído lo mucho que la desconfianza de los españoles había impedido los entretenimientos de mi amigo, y le dijo que ahora podría bosquejar a gusto y tendría escolta si deseaba extender sus investigaciones al interior del país.


Un anciano entró en ese momento con una niñita cargada en brazos, con el único fin de que el general la besase, cosa que el cordialmente hizo; el pobre padre salió perfectamente feliz. La siguiente persona que entró, entregó una carta al general de manera algo misteriosa y, averiguando, encontramos que era un espía que había sido enviado al campamento enemigo. Siguió una diputación de la ciudad para hablarle de la trasladación del hospital militar de Bellavista, que estaba a tiro de cañón del castillo del Callao. De este modo pasaba de una cosa a otra con admirable rapidez, pero no sin método y con gran paciencia y cortesía para todos. Esto sería útil al principio; pero, si un comandante en jefe hubiese de manejar tantos detalles personalmente, malgastaría su tiempo con muy poco resultado; así, quizás, pensó el general, pues el mismo día llevó su cuartel general al palacio y a la tarde tuvo su primera recepción en esta vieja morada de los virreyes españoles. No fue la concurrencia numerosa, siendo dedicada solamente a los jefes de repartición. La gran galería de audiencia estaba iluminada por ventanas que se abren a un largo corredor del lado del jardín que adornaba el gran patio del palacio. Durante la recepción, estas ventanas estaban llenas con multitud ansiosa de mujeres esforzando sus ojos para ver rápidamente a San Martín. Al pasar junto a uno de estos grupos, me pidieron condujese al general, si era posible, cerca de la ventana donde se hallaban. En consecuencia, después de consultar a uno de los ayudantes, ideamos entre nosotros hacerle entrar en conversación acerca de unos despachos que yo iba a enviar y llevarlo, entre tanto, hacia nuestras amigas. Cuando había casi llegado al sitio, estuvo a punto de dar vuelta, lo que nos obligó a revelarle nuestro plan; rió e inmediatamente se acercó a las damas, y después de charlar con ellas algunos minutos, las dejó encantadas de su afabilidad.


Basilio Hall.



A los pocos días de la entrada de San Martín en Lima, (28 de julio) fue proclamada la independencia del Perú, ceremonia descripta también por el Capitán Hall:



Proclamación de la independencia del Perú


Como medida de primordial importancia, San Martín buscaba implantar el sentimiento de la independencia por algún acto que ligase los habitantes de la capital a su causa. El 28 de julio, por consiguiente, se celebraron ceremonias para proclamar y jurar la independencia del Perú. Las tropas formaron en la plaza Mayor, en cuyo centro se levantaba un alto tablado, desde donde San Martín, acompañado por el gobernador de la ciudad y algunos de los habitantes principales, desplegó por primera vez la bandera independiente del Perú, proclamando al mismo tiempo con voz esforzada:


“Desde este momento el Perú es libre e independiente por voluntad general del pueblo y por la justicia de su causa, que Dios defiende”. Luego, batiendo la bandera, exclamó: “¡Viva la patria! ¡Viva la independencia! ¡Viva la libertad!”, palabras que fueron recogidas y repetidas por la multitud que llenaba la plaza y calles adyacentes, mientras repicaban todas las campanas y se hacían salvas de artillería entre aclamaciones tales como nunca se habían oído en Lima. La nueva bandera peruana representa el sol naciente apareciendo por sobre los Andes, vistos detrás de la ciudad, con el río Rimac bañando su base. Esta divisa, con un escudo circundado de laurel, ocupa el centro de la bandera que se divide diagonalmente en cuatro piezas triangulares: dos rojas y dos blancas.


Del tablado donde estaba de pie San Martín y de los balcones del palacio se tiraron medallas a la multitud, con inscripciones apropiadas. Un lado de estas medallas llevaba: “Lima libre juró su independencia, en 28 de julio de 1821”; y en el anverso: “Baxo la protección del exercito Libertador del Perú, mandado por San Martín”.


Las mismas ceremonias se celebraron en los puntos principales de la ciudad, o como se decía en la proclama oficial: “en todos aquellos parajes públicos donde en épocas pasadas se anunciaba al pueblo que debía aún soportar sus míseras y pesadas cadenas”.


Después de hacer el circuito de Lima, el general y sus acompañantes volvieron al palacio para recibir al Lord Cochrane, quien acababa de llegar del Callao.


La ceremonia fue imponente. El modo de San Martín era completamente fácil y gracioso, sin que hubiese en el nada de teatral o afectado; pero era asunto de exhibición y efecto, completamente repugnante a sus gustos. Algunas veces creí haber percibido en su rostro una expresión fugitiva de impaciencia o desprecio de sí mismo, por prestarse a tal mojiganga; pero, de haber sido así, prontamente reasumía su aspecto acostumbrado de atención y buena voluntad para todos los que le rodeaban.


El día siguiente, domingo 29 de julio, se cantó Te Deum y celebró misa mayor en la catedral, cantada por el arzobispo, seguida de sermón adaptado a la ocasión por un fraile franciscano. Apenas terminó la ceremonia religiosa, los jefes de las varias reparticiones se reunieron en palacio y juraron por Dios y la Patria, mantener y defender con su fama, persona y bienes, la independencia peruana del gobierno de España y de cualquiera otra dominación extranjera. Este juramento fue hecho y firmado por todo habitante respetable de Lima, de modo que, en pocos días, las firmas de la declaración de la independencia montaba a cerca de cuatro mil. Se publicó en una gaceta extraordinaria y circuló profusamente por el país, lo que no solamente dio publicidad útil al estado de la capital, sino que comprometió profundamente a quienes hubiera agradado que su adhesión a la medida hubiera permanecido ignorada.


Por la noche, San Martín dio un baile en palacio, de cuya alegría participó él mismo cordialmente; bailó y conversó con todos los que se hallaban en el salón, con tanta soltura y amabilidad, que de todos los asistentes, él parecía ser la persona menos embargada por cuidados y deberes.


En los bailes públicos y privados prevalece una costumbre extraña en este país. Las damas de todo rango no invitadas, vienen veladas y se paran en las ventanas o en los corredores, y a menudo entran en el salón. Se las llama “tapadas”, porque sus rostros están cubiertos y su objeto es observar la conducta de sus amigos, que no pueden reconocerlas, a quienes atormentan con dichos maliciosos, siempre que están al alcance de su voz. En palacio, la noche del domingo, estaban las “tapadas” algo menos adelante que de costumbre, pero en el baile del Cabildo, dado con anterioridad, la parte inferior del salón estaba llena de ellas, y mantuvieron un fuego graneado de bromas con los caballeros al finalizar el baile.


Basilio Hall.



Una crónica anónima que figura en el Archivo de San Martín (tomo XI) da cuenta de la misma ceremonia, en los siguientes términos:



Proclamación y juramento de la independencia del Perú


Desde la aclamación pública del 15 de julio anunciada en la gaceta núm. 1, la cual suscribieron el mismo día, y han continuado suscribiendo en los posteriores las primeras y más distinguidas personas de este vecindario, quedaron los votos de esta capital uniformados con la voluntad general de los pueblos libres del Perú. Nadie hubo que no ansiase desde entonces por el momento de consolidar la base de la independencia del modo más solemne y extraordinario, cual correspondía a un pueblo soberano en el acto de recuperar el goce de los derechos imprescriptibles de su libertad civil. Destinóse al efecto la mañana del 28 de este mes; y, ordenado todo por el excelentísimo ayuntamiento conforme a las disposiciones de S. E. el señor general en jefe don José de San Martín, salió éste de palacio a la Plaza Mayor, junto con el Excelentísimo señor teniente general Marqués de Montemira, gobernador político y militar, y acompañándole el estado mayor y demás generales del ejército libertador. Precedía tina lucida y numerosa comitiva compuesta de la universidad de San Marcos con sus cuatro colegios; los prelados de las casas religiosas; los jefes militares; algunos oidores y mucha parte de la principal nobleza con el Excelentísimo Ayuntamiento: todos en briosos caballos ricamente enjaezados. Marchaba por detrás la guardia de caballería y la de alabarderos de Lima: los húsares que forman la escolta del Excelentísimo señor general en jefe: el batallón número ocho con las banderas de Buenos Aires y de Chile, y la artillería con sus cañones respectivos.


En un espacioso tablado prevenido en medio de la Plaza Mayor (lo mismo que en las demás de la ciudad), S. E. el general en Jefe enarboló el pendón en que está el nuevo escudo de armas de ésta, recibiéndole de mano del señor gobernador que le llevaba desde palacio: y acallado el alborozo del inmenso concurso, pronunció estas palabras que permanecerán esculpidas en el corazón de todo peruano eternamente: —“El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos, y por la Justicia de su causa que Dios defiende”. Batiendo después el pendón, y en el tono de un corazón anegado en el placer puro y celestial que sólo puede sentir un ser benéfico, repitió muchas veces: ¡Viva la Patria! ¡Viva la libertad! ¡Viva la independencia!, expresiones que como eco festivo resonaron en toda la plaza, entre el estrépito de los cañones, el repique de todas las campanas de la ciudad, y las efusiones de alborozo universal que se manifestaba de diversas maneras y especialmente con arrojar desde el tablado y los balcones no sólo medallas de plata con inscripciones que perpetúen la memoria de este día; sino también toda especie de monedas pródigamente derramadas por muchos vecinos y señoras, en que se distinguió el ilustre colegio de abogados.


En seguida procedió el acompañamiento por las calles públicas, repitiendo en cada una de las plazas el mismo acto con la misma ceremonia y demás circunstancias, hasta volver a la Plaza Mayor en donde le esperaba el inmortal c intrépido Lord Cochrane en una de las galerías del palacio, y allí terminó. Más no cesaron las aclamaciones generales ni el empeño de significar cada cual el íntimo regocijo que no podía contener dentro del pecho.


Manifestó éste con especialidad el Excelentísimo Ayuntamiento, disponiendo en las salas capitulares un magnífico y exquisito dessert, la noche de aquel día. La asistencia de cuantos intervinieron en la proclamación de la mañana; el concurso numeroso de los principales vecinos, la gala de las señoras, la música, el baile, sobre todo la presencia de nuestro Libertador, que se dejó ver allí mezclado entre todos con aquella popularidad franca y afable con que sabe cautivar los corazones, todo cooperaba a hacer resaltar mas y más el esplendor de una solemnidad tan gloriosa.


Al siguiente día, 29, reunida en la iglesia catedral la misma distinguida concurrencia entre un numeroso gentío de todas clases, y con asistencia del Excelentísimo e Ilustrísimo señor Arzobispo, entonó la música el Te Deum, y celebróse una misa solemne en acción de gracias, y en ella pronunció la correspondiente oración el padre lector fray Jorge Bastante, franciscano.


Concluido este deber religioso, cada individuo de las corporaciones, así eclesiásticas como civiles, en sus respectivos departamentos prestaron a Dios y a la Patria el debido juramento de sostener y defender con su opinión, persona y propiedades la independencia del Perú del gobierno español y de cualquiera otra dominación extranjera: con lo cual finalizó este primer acto de ciudadanos libres cuya dignidad hemos recuperado.


Por último, para complemento de tan extraordinaria solemnidad, S. E. el señor general en jefe dio una liberal muestra de su justa satisfacción y de su afecto a esta capital, haciendo que todos los vecinos y señoras concurriesen aquella noche al palacio, en donde se repitieron, si no es que superaron, junto con la esplendidez del refresco, los mismos regocijos que la noche anterior en el cabildo.


Aquí sería de desear que pudiese descubrirse la magnificencia de ésta y de las demás funciones, como igualmente la costosa decoración de caprichosas iluminaciones, jeroglíficos, inscripciones, arcos, banderas, tapicerías y otras mil invenciones con que en tales casos se ostenta el público regocijo, y en las cuales compitió a porfía este vecindario. Basta decir que todos y cada cual se excedieron a sí mismos, hallando el interés del bien común, recursos en donde las exorbitantes exacciones del extinguido gobierno y la ruina de las propiedades parecía no haber dejado ni medios para la precisa subsistencia. ¡Tanto distan del obsequio tributado involuntariamente al despotismo, las espontáneas efusiones de alegría en un pueblo entusiasmado por la posesión de una felicidad inexplicable!



El 3 de agosto de 1821, San Martín asumió el titulo de Protector del Perú. Hall comenta el suceso con estas palabras:



San Martín protector del Perú


El 9 de agosto. Al llegar a la ciudad, supe que el general San Martín había asumido el título de Protector, uniendo así en su persona la autoridad civil y militar de las provincias libertadas. La proclama que salió con este motivo es curiosa: poco tiene del estilo ampuloso acostumbrado en tales documentos, y aunque no desprovista de jactancia, es varonil y decidida, y según firmemente creo, por numerosas circunstancias, perfectamente sincera.


Decreto: por Don José de San Martín, Capitán General y Comandante en Jefe del Ejército Libertador del Perú, Gran Cruz de la Legión del Mérito de Chile, Protector del Perú.


“Al encargarme de la empresa de libertar a este país no tuve otro móvil que el deseo de adelantar la sagrada causa de América y promover la felicidad del pueblo peruano. Parte muy considerable de estos objetos ha sido ya alcanzada; pero la obra quedaría incompleta y mi deseo a medias logrado, si no estableciera para siempre la seguridad y la prosperidad de esta región.


“Desde mi arribo a Pisco, anuncié que el imperio cíe las circunstancias me obligaba a asumir la autoridad suprema y que era responsable de su ejercicio. Las circunstancias no han cambiado desde que hay aun en el Perú enemigos extranjeros que combatir, y por consiguiente, es de necesidad que continúen reunidos en mí el mando político y militar.


“Espero que, al dar este paso, se me hará la justicia de creer que no estoy dominado por miras ambiciosas, fuera de las que conducen al bien público. Es demasiado notorio que no aspiro sino a la tranquilidad y al retiro de tan agitada vida; pero pesa sobre mí la responsabilidad moral que requiere el sacrificio de mis más ardientes anhelos. La experiencia de diez años de revolución en Venezuela, Cundinamarca, Chile y las Provincias Unidas del Río de la Plata, me ha ensenado a conocer los males causados por la prematura convocatoria de los congresos, cuando aún subsistían enemigos en aquellos países. Lo primero es asegurar la independencia y después pensar en afianzar sólidamente la libertad. La religiosidad con que he cumplido mí palabra, en el curso de mi vida pública, me da derecho a ser creído, y la vuelvo a empeñar al pueblo del Perú, prometiendo solemnemente que, en el instante que sea libre su territorio, renunciaré al mando para dar lugar al gobierno que tenga a bien elegir. La franqueza con que hablo, debe servir como nueva garantía de la sinceridad de mis intenciones.


“Podría haber dispuesto las cosas de manera que electores nombrados por los ciudadanos de los departamentos libres designasen la persona que había de gobernar basta que se reuniesen los representantes de la nación peruana; pero, como por otra parte las repetidas y simultáneas invitaciones de un gran número de personas de elevado carácter e influencia decisiva en esta capital, me dan seguridad de ser elegido popularmente para la administración del Estado, y por otra, ya bahía obtenido los sufragios de los pueblos que están bajo la protección del ejercito libertador, he juzgado más conveniente y decoroso seguir una conducta abierta y franca que debe tranquilizar a los ciudadanos celosos de su libertad.


“Cuando tenga la satisfacción de renunciar al mando y dar cuenta de mis acciones a los representantes del pueblo, estoy seguro que no descubrirán, durante el período de mi administración, ninguno de los rasgos de venalidad, despotismo y corrupción que han caracterizado a los agentes del gobierno español en Sud América. Administrar estricta justicia para todos, premiando la virtud y el patriotismo, y, castigar el vicio y la sedición donde quiera que se encuentren, es la regla a que se ajustan mis actos, mientras permanezca a la cabeza de esta nación.


Siendo, por tanto, conveniente a los intereses del país nombrar un gobierno vigoroso que lo preserve de los males que la guerra, licencia y anarquía pudieran producir, declaro lo siguiente:


“1º De hoy en adelante, el mando supremo, político y militar de los departamentos libres, estará unido en mí, bajo el título de Protector.


“2º Será ministro de Relaciones Exteriores, don Juan García del Río, secretario de Estado. (Y siguen los demás funcionarios de gobierno.) “Dado en Lima, a tres de agosto de 1821, año segundo de la libertad del Perú.


(Firmado): José de San Martín”.


San Martín, ciertamente, procedió bien asumiendo el mando supremo, obligado por las circunstancias, especialmente con fuerzas enemigas todavía en el país. Cualquier nombre que hubiese elegido para disfrazar su autoridad, el hubiera sido el principal motor de todo; porque no había ningún individuo en el país que tuviera la pretensión de rivalizar con él en capacidad, o que, admitiendo poseer igual capacidad, esperase ganar tan completamente la confianza del ejercito y de los patriotas. Era más honorable concentrar toda la autoridad de manera varonil y abierta, que burlarse del pueblo con la apariencia de una república y, al mismo tiempo, visitarlo con la realidad de un despotismo. El sabía, conocía, por propia experiencia, el mal inherente a la implantación precipitada de gobiernos libres representativos en Sud América; se apercibía que antes de levantar cualquier durable edificio político, debía gradualmente' rozar la preocupación y el error diseminados sobre la tierra y luego cavar hondo en suelo virgen para apoyar el cimiento. En aquel tiempo no había ilustración ni capacidad bastante en la población para formar un gobierno libre, ni aun aquel amor a la libertad sin el que las instituciones libres son a veces peores que inútiles, desde que, en sus efectos tienden a no corresponder a la esperanza, y así, por su ineficacia práctica, contribuyen a relajar ante la opinión pública los sanos principios en que reposan.


Desgraciadamente, también los habitantes de Sud América tienden primero a equivocar el efecto de tales cambios y concebir que la mera implantación de las instituciones libres en la forma, importa que sean inmediata y debidamente comprendidas y disfrutadas, cualquiera haya sido el estado social precedente. Que nacerá el gusto por la libertad como consecuencia de la juiciosa implantación de las instituciones libres y de la facultad de ejercer los derechos civiles, es incuestionable; el error está en suponer que esto se producirá de golpe; con este gusto vendrá la habilidad de sacar más ventaja de las oportunidades para afirmar estos valiosos derechos y asegurarlos con las correspondientes instituciones. Con el andar del tiempo, se desenvolverá naturalmente mutua confianza y mutua tolerancia, que fue estrecha política del gobierno anterior desanimar, y la sociedad entonces actuará de concierto y firmemente, en vez de ser, como hasta aquí, una cuerda de arena sin fuerza ni cohesión.


Basilio Hall.



La posición de San Martín en Lima, se afirmó con la rendición de la fortaleza del Callao, en el mes de setiembre. Pero el Protector del Perú había tenido un ruidoso incidente con Lord Cochrane, por divergencias habidas en el pago de los marinos, incidente que trajo el retiro del Almirante a Chile y una campaña detractora contra San Martín, de que dan testimonio las memorias del Lord. El Protector, sin descuidar sus planes guerreros, adoptó en Lima una serie de reformas de sentido liberal y dio un estatuto al nuevo estado. Tenía como ministros a José Hipólito Unanue, José García del Río y Bernardo Monteagudo, este último argentino. Entre las fundaciones de San Martín, cuenta una biblioteca pública, a la que donó sus propios libros, y la Orden del Sol bajo el modelo de “Legión de Honor” de Francia. La ceremonia de esta última fundación fue presenciada por el capitán Hall:



La fundación de la Orden Del Sol


Domingo 16 de Diciembre. — La ceremonia de fundar la Orden del Sol se verificó este día en palacio.


San Martín congregó los oficiales y civiles que iban n ser recibidos en la Orden, en uno de los salones más antiguos del palacio. Era habitación larga, angosta, vieja, con friso de madera obscura cubierto de adornos dorados, cornisas talladas y fantásticos artesonados de relieve en el techo. El piso estaba cubierto con rico tapiz gobelino; y a cada lado estaba adornado con larga línea de sofaes y sillas de brazos de altos respaldos con perillas doradas, talladas en los brazos y patas, y asientos de terciopelo punzó. Las ventanas, que eran altas, angostas y enrejadas como de cárcel, miraban a un gran patio cuadrado, plantado con profusos naranjos, guayabos y otros frutales del país, mantenido tibio y fresco por cuatro fuentes que funcionaban en los ángulos. Por sobre la copa de los árboles, entre las torres del convento de San Francisco, se podían ver las cimas de los Andes cubiertas de nubes. Tal era el gran salón de audiencias de los virreyes del Perú.


San Martín se sentaba en el testero del salón, ante un inmenso espejo, con sus ministros a ambos lados.


El presidente del Consejo, en el otro extremo del salón, entregaba a varios caballeros las cintas y condecoraciones; pero el Protector en persona les imponía la obligación, bajo palabra de honor, de mantener la dignidad de la Orden y la independencia del país.


Basilio Hall.



Mientras San Martín consolidaba su situación en Lima con la ocupación de la fortaleza del Callao, el general Sucre, lugarteniente de Bolívar, —desembarcado con tropas en Guayaquil— atacó al general español Aymerich, dueño de Quito, y sufrió una seria derrota en Huachi. Sucre pidió auxilios militares a San Martín que se los franqueo generosamente. Mas de mil seiscientos soldados y jefes, muchos argentinos, entre ellos un escuadrón de granaderos a caballo al mando de Lavalle, marcharon en esa expedición bajo las órdenes del coronel Santa Cruz. Con este auxilio, alcanzó Sucre las victorias de Rio Bamba y Pichincha que le dieron —sobre todo esta última batalla— el dominio de Quito. (24 de mayo de 1822). Poco tiempo después, Bolívar, triunfante en Bombona, entró también victorioso en Quito. Completaba así Bolívar la independencia de Venezuela y Nueva Granada, dejando también establecido en ambos territorios el gobierno de la Gran Colombia, república fundada por su genio guerrero y político después de diez años de lucha continua por la libertad de América. Quito había pertenecido al virreinato de Nueva Granada y lo mismo Guayaquil, que era su puerto natural, si bien esta última ciudad declaró su independencia dos años antes con ayuda de San Martín que deseaba su incorporación al Perú. Bolívar no desconoció la ayuda prestada por San Martín a Sucre. En un decreto suyo, dejó establecido: “El gobierno de Colombia, se reconoce deudor a la división del Perú de una gran parte de la batalla de Pichincha”. Y escribió a San Martín: —“El ejército de Colombia, está pronto a marchar adonde quiera que sus hermanos lo llamen y muy particularmente a la patria de nuestros vecinos del Sur, a quienes por tantos títulos debemos preferir como los primeros amigos y hermanos de armas”. Pero afirmó su propósito de anexionar Guayaquil a Colombia. Por otra parte. San Martín escribió aceptando expresamente el concurso ofrecido por Bolívar: “Los triunfos de Bombona y Pichincha, han puesto el sello de la unión de Colombia y del. Perú. El Perú es el único campo de batalla que queda en América...” Cuando Bolívar entró como triunfador en Quito, San Martín había experimentado algunos quebrantos: unos de carácter militar, por la derrota de los independientes en lea, y otros de índole política por algunos síntomas de descontento que se dejaban sentir en Lima. A esto se agregaba el problema de Guayaquil.


El Protector deseaba mantener una entrevista con el Libertador de Colombia para decidir los destinos de la guerra y la política continental. Convocó un congreso en el Perú y partió para Guayaquil. Bolívar se apresuró a llegar con tropas a esta ciudad y de allí escribió al Protector: —“Usted no dejará burlada el ansia que tengo de estrechar en el suelo de Colombia al primer amigo tic mi corazón y de mi patria”. El Protector encontró al Libertador en Guayaquil, suelo de Colombia, y esa circunstancia agravó la situación. El 26 de julio desembarcó San Martín, y en ese día y el siguiente, tuvieron lugar las conferencias: Bolívar no correspondió a lo que el Protector del Perú esperaba de sus efusivos oficios y cartas en cuanto a colaboración militar. Demostró también —Bolívar— que no deseaba compartir con San Martín la terminación de la guerra. Tampoco estuvieron de acuerdo respecto a la suerte de Guayaquil y a la política de los estados independientes. Las circunstancias eran desfavorables a San Martín por la situación creada en el Perú. “La conferencia se verificó bajo malos auspicios —dice el general Mitre— para establecer igualdad en la partición de la influencia continental: el libertador del norte, dueño de su terreno, que pisaba con firmeza, tenia de su lado el sol y el viento; el del sud se presentaba...sin base sólida de poder propio”. Sobre “la parte externa y ostensible de la entrevista” (Mitre) han quedado algunas crónicas, porque las conversaciones entre los libertadores fueron secretas. Al libro del coronel de artillería y guerrero de la independencia Jerónimo Espejo, “Entrevista de Guayaquil”, pertenecen las páginas que se transcriben, basadas en unos apuntes del general Rufino Guido, y en los recuerdos del autor. Los apuntes de Guido —que difieren en su forma de los citados por Espejo— se publicaron también (anónimos) en la Revista de Buenos, Aires. (Tomo IV).



La entrevista de Guayaquil


Voy a hacer referencia para que nuestros compatriotas conozcan este hecho hasta en sus minuciosidades. Mas, no obstante conservarlas frescas en la memoria, cual sucede por lo general con toda ocurrencia que hondamente impresiona en la juventud, algunos años después escribí al coronel don Rufino Guido pidiéndole datos sobre el particular, como testigo presencial que había sido en esa ruidosa escena y tuvo la amabilidad de responderme con lo que sigue, cuya descripción autógrafa conservo original entre mis papeles. Ella refiere: “Que tan luego como el general San Martín llegase a Puna y se le instruyera de la situación, le ordenó embarcarse en un bote con doce remeros, encargándole fuese a felicitar al Libertador por su feliz arribo y anunciarle que al siguiente día tendría el gusto de hacerle una visita. A vela y remo navegó toda esa noche llegando a Guayaquil como al mediodía, y en el acto de desembarcar se encaminó a la morada de Bolívar a cumplir su comisión”.


Presentado a este, fue recibido del modo más cumplido y caballeresco; y así que le expresó la enhorabuena que le dirigía el general San Martín por su intermedio, contestó: “Que estimaba mucho la atención y el anuncio de la visita, que podría haber excusado, pues que el ansiaba por verlo; que inmediatamente iba a mandar dos ayudantes que le encontrasen en su camino a darle la bienvenida en su nombre y que le acompañaran hasta el puerto. En seguida ordenó se le sirviera un buen almuerzo. Le hizo muchas preguntas sobre distintas cosas y, terminado el desayuno, se despidió para regresar con la respuesta, esparciéndose por la ciudad como la luz del relámpago la noticia de la llegada del general San Martín.


“A su regreso a la Macedonia, encontróla cerca de Guayaquil, y cuando subió a bordo, ya vio allí los dos edecanes que le indicara el Libertador, dando cuenta al general de su comisión e instruyéndole de cuanto había ocurrido y observado”.


“Poco rato después, fondeó la goleta en el puerto, y algunos momentos más tarde llegaron otros dos edecanes de Bolívar a saludar de nuevo a San Martín, y a anunciarle en su nombre que deseaba verle cuanto antes. Como desde la mañana todos estaban listos para desembarcar, lo verificaron por el muelle que hay frente a la casa del señor Luzárraga en que debía hospedarse. El general bajó a tierra con toda su comitiva, y desde el muelle hasta aquélla se hallaba formado un batallón de infantería en orden de parada, el que hizo los honores correspondientes a su alto rango”.


“Bolívar, de gran uniforme y acompañado de su estado mayor, lo esperaba en el vestíbulo de la misma y al acercarse San Martín, se adelantó unos pasos y, alargando la diestra, dijo: Al fin se cumplieron mis deseos de conocer y estrechar la mano del renombrado general San Martín. Este contestóle congratulándose también de encontrar al Libertador de Colombia, agradeciendo tan cordial demostración, pero sin admitir los encomios. Juntos subieron la escalera, siguiéndoles ambas comitivas, hasta el gran salón de la casa en que tomaron asiento. En seguida se retiró el batallón que había hecho los honores, dejando a la puerta una guardia de honor mandada por un oficial.”


“Bolívar presentó a los generales que le acompañaban, principiando por Sucre, y a pocos momentos, empezaron a entrar las corporaciones de la ciudad a felicitar a su nuevo huésped. Luego apareció un grupo considerable de señoras con igual objeto, dirigiéndole una alocución la matrona que las encabezaba. San Martín contestó con aquella cortesana galantería con que acostumbraba tratar al bello sexo, y pasado un momento de silencio, adelantándose una joven como de diez y siete años, dirigió a este, (que al lado del Libertador se mantenía en medio de la sala) un discurso lleno de encomios patrióticos, y al concluir colocó sobre sus sienes una corona esmaltada de laurel. Sonrojado por su natural modestia con aquella demostración inesperada, quitándosela con aire de simpática amabilidad, expresó a la señorita que estalla persuadido que él no merecía semejante muestra de distinción; pues había otros cuyo mérito era más digno de ella; pero que tampoco pensaba deshacerse de un presente de tanto mérito, ya por las manos de quien venia, como por el patriótica sentimiento que lo había inspirado, y que se proponía conservarlo como uno de sus más felices días. Terminada aquella escena, se retiraron las corporaciones, la reunión de señoras y el cuerpo militar, quedando el Libertador con sólo dos edecanes. Los coroneles Guido y Soyer invitaron a éstos a pasar a otra habitación a efecto de dejar solos a los dos grandes personajes que tanto habían ansiado verse reunidos”.


“Ellos cerraron las puertas por dentro y los edecanes estaban a la mira de que nada les interrumpiera; así permanecieron por hora y media, siendo este el primer acto de la entrevista, que según la expresión de ambos, había sido por tanto tiempo deseada.”


Callan los apuntes que voy reproduciendo, acerca de los tópicos de que se ocuparon en esta vez, ni si al general San Martín, en la condición reservada que le era característica, en ese día o los siguientes, se le escapara el más leve indicio sobre la materia.


“Que terminada dicha conferencia abrieron las puertas del salón y el Libertador salió para retirarse a su morada, seguido de sus dos edecanes, acompañándole San Martín hasta el pie de la escalera, donde le hizo un cumplimiento de despedida”.


“Desde la llegada de éste a Guayaquil, se veía una inmensa masa de pueblo agrupada al frente de la casa en que se hospedó, la que aclamaba sin cesar al Libertador del Perú, y después que el general Bolívar se retirase, saliendo a los balcones, saludó la reunión con palabras de benevolencia y gratitud, por las expresiones patrióticas con que se le distinguía. En ese momento se anunciaron otras visitas de vecinos notables de la ciudad, por lo cual tuvo que dejar el balcón para pasar al salón a recibir aquellas nuevas atenciones de conocida simpatía”.


“Así que esos señores se retiraron, aprovechando el paréntesis de tan incesante afluencia, salió el general acompañado de sus edecanes a visitar al Libertador Bolívar en su casa. Este cumplimiento duraría media hora, más o menos, después del cual regresó, acercándose la hora de comer, lo que hizo en su morada sin más compañía que sus edecanes y el oficial de la escolta; y por la noche recibió otras visitas y entre ellas algunas de señoras.”


“Al día siguiente, a la una de la tarde, volvió el general a casa de Bolívar, pero dejando ya arreglado y listo el equipaje y la escolta, con la orden de que se embarcaran en la Macedonia, a las once de la noche, pues en esa misma debía verificarlo él también, al salir del baile a que estaba invitado. Luego que llegó a lo del Libertador, después de los cumplimientos sociales, ambos se encerraron en el salón, encargando que no se les interrumpiera. Así permanecieron por cuatro horas aproximadas, siendo este el segundo acto de la entrevista. Serían las cinco de la tarde cuando abrieron la puerta, porque a esa hora empezaban a llegar los generales y otros señores, como hasta el número de cincuenta, a un gran banquete con que el Libertador obsequiaba al general San Martín. En seguida pasó la reunión al comedor que estaba espléndidamente preparado y la mesa cubierta con suntuosidad. .El primero ocupó la cabecera colocando al segundo a su derecha. Llegada la ocasión de los brindis, los inició Bolívar; parándose con la copa en la mano e invitando a que lo acompañaran los señores concurrentes, dijo: Brindo, señores, por los dos hombres más grandes de la América del Sur, el general San Martín y Yo. Pasado un momento, llenado éste su rol, contestó con la modestia que le era característica: Por la pronta terminación de la guerra, por la organización de las nuevas Repúblicas del Continente Americano y por la salud del Libertador. A éstos siguieron dos o tres brindis de los generales y siendo como las siete de la noche, se levantaron de la mesa”.


“Después del banquete, nuestro general regresó a su casa a descansar, volviendo a salir a eso de las nueve para asistir al baile a que había sido invitado por la Municipalidad. Cuando llegara, ya estaba allí el Libertador, con sus generales y el cuerpo de jefes y oficiales”.


Para llenar mejor, por mi parte, la descripción de esa fiesta, me permito copiar literalmente la que se hace en los apuntes que me sirven de base.


“Fue muy agradable, —prorrumpe Guido— la impresión que nos hizo la casa del Cabildo por el brillante conjunto del adorno de los salones y aposentos. La iluminación era sobresaliente y profusa, pero, sobre todo, la hermosura de las damas guayaquiteñas que realzaba tanto más la elegancia y el esmerado gusto cíe sus trajes y cuyos encantos y méritos son reconocidos en toda la costa del Pacífico. Este fascinador golpe de vista formaba un incombinable contraste con el grupo de oficiales colombianos, de aspecto poco simpático, de modales algo agrestes y que así cortejaban y bailaban con aquellas preciosas criaturas. El vals era su danza favorita. No podíamos explicarnos cómo era que ellos alternasen con los generales y con el Libertador mismo, cuando sabíamos que, lejos de tolerarlos en otros actos de la vida y del servicio, los trataba con altivez, sobrada dureza y casi sin la menor consideración. Pero a poco andar comprendimos que era costumbre general y muy admitida entre ellos, pues vimos al propio Bolívar sacar a una niña muy linda a bailar un vals y que lo hacía por el mismo sistema que los subalternos: modales que nos parecían opuestos a su alto rango, quizás porque los observábamos por la vez primera. Después que los colombianos pasaron a Lima, vimos repetido ese estilo en los bailes, aunque conociendo ellos que se hacían notables por cuanto nadie los imitaba, se modificaron algún tanto.”


“El general San Martín (continúan los apuntes) se conservó puramente como espectador sin tomar parte en el baile, preocupada su cabeza, al parecer, de cosas de otra magnitud, hasta que, a la una de la noche, se acercó a Guido, diciéndole: —Llame usted al coronel Soyer: ya no puedo soportar este bullicio. El general hizo su despedida del Libertador sin que nadie se apercibiera de ella, lo que probablemente así había sido acordado entre ambos para no alterar el buen humor de la concurrencia. Un ayudante del segundo, dirigiólos por una escalera secreta, por donde salieron a la calle, acompañándolos hasta el muelle en el que los esperaba un bote de la Macedonia. San Martín se despidió del edecán, se embarcó, y en cuanto montó a bordo, la goleta levó sus anclas y se hizo a la vela. Al otro día llegó a Puna y sólo se detuvo el tiempo necesario para que se trasbordaran los generales que habían ido en la comitiva, y sin más, continuó su navegación al Callao”.


“Al día siguiente de nuestra partida, se levantó el general, al parecer, muy preocupado y pensativo, y paseándose sobre cubierta, después del almuerzo, dijo a sus edecanes: —Pero ¿han visto cómo el general Bolívar nos ha ganado de mano? Más espero que Guayaquil no será agregado a Colombia, porque la mayoría del pueblo rechaza esa idea. Sobre todo, ha de ser cuestión que ventilaremos después que hayamos concluido con los chapetones que aun quedan en la Sierra. Ustedes han presenciado las aclamaciones y vivas tan espontáneos como entusiastas que la masa del pueblo ha dirigido al Perú y a nuestro ejército. En efecto (agregan los apuntes que voy extractando) esos fueron los sentimientos que los guayaquileños expresaban incesantemente a San Martín en los días de su permanencia en la ciudad y el tema general que los más notables de ellos tomaban para sus conversaciones con aquel y con los edecanes. Pero apenas llegó al Callao y fue instruido por el capitán del puerto y comandante general de marina del estado de Lima y de la deposición y extrañamiento del Ministro Monteagudo, la escena cambió, y el general, concentrado y taciturno, desembarcó en el neto y pasó a su casa de campo de la Magdalena. Desde ese momento se persuadió San Martín que la anarquía asomaba en el Perú y que las aspiraciones se desencadenarían sin respetar nada. En seguida asumió el mando supremo, y todas las medidas que dictó fueron tendientes a reunir el congreso constituyente, alejarse de los negocios públicos y dejar el país entregado a su propio destino”.


Jerónimo Espejo.



El Capitán Gabriel Lafond, marino y viajero francés, conocido también por Lafond de Lurcy, sirvió en la marina del Perú cuando San Martín se encontraba en Lima. Años mas tarde, (1844) publicó en Francia un libro titulado: Voyages autour du monde et naufrages celebres. Voyages dans les deux Ameriques. (8 vol.) Donde se encuentra una pequeña biografía de San Martín y una silueta que dice así:


“El General San Martín es de talla elevada, de rostro noble y agradable, mirada benévola; es afable y accesible a los consejos. Se decía en Lima que gustaba mucho de las mujeres y que Miraflores era la Capua del Héroe americano”.


Pero lo que interesa en el libro del viajero francés y lo que en su época constituyó una revelación para los aficionados a la Historia de América, son sus noticias sobre la entrevista de Guayaquil, según las propias declaraciones de San Martín y de acuerdo a nuevos documentos que aparecieron en la obra.


“En 1839 —dice el general Mitre (Historia de San Martín, III, 639), — hallándose Lafond en Europa, solicitó por escrito de San Martín, le proporcionase documentos para escribir sobre la guerra de la independencia del Perú y refutar los juicios de algunos escritores, que consideraba calumniosos. Entre los papeles de San Martín, hemos encontrado odio cartas del Capitán Lafond dirigidas a él, con dos borradores de billetes de contestación, que manifiestan aprecio por el autor, corno lo muestra el hedió singular de haberse prestado por primera vez a suministrar datos sobre su vida pública”.


Alberdi tradujo, el primero, al escribir su biografía de San Martín en vida de este último, las páginas de Lafond relativas a la entrevista con Bolívar, así como los documentos suministrados por el prócer, pero su versión es poco fiel y el juicio de San Martín sobre Bolívar contiene algunos agregados, si bien es verdad que no alteran el sentido general del texto. Traducimos las páginas pertinentes del tomo II:



Los libertadores en Guayaquil


Hacía mucho que el general San Martín deseaba tener una entrevista con Bolívar a fin de entenderse sobre los medios para terminar la guerra del Perú. El 8 de febrero de 1822, se había embarcado en el Callao, para Guayaquil, pero esta entrevista no se llevó a efecto, porque Bolívar, llamado por las exigencias de la guerra, se encontraba en otro lugar. La necesidad de decidir la suerte de Guayaquil, determinó un segundo viaje del Protector. Partió de Lima en el mes de julio del mismo año, en su goleta favorita Moctezuma, no llevando con el sino algunos edecanes y a nuestro compatriota Soyer, en calidad de secretario. Antes de su partida, delegó el poder en el Marques de Torre Tagle, con el título de Supremo Delegado y nombró Ministro de Relaciones Exteriores a Monteagudo. Hasta el 26 de julio, no llegó el general a Guayaquil. Bolívar había llegado el 14. Con el fin de no dejar al Protector ningún pretexto de pedir la reunión de Guayaquil al Perú, se apresuró a declarar a las autoridades y a la población, que Guayaquil pertenecía a Colombia, y formaba parte de la República Colombiana. En seguida, y por su orden, el pabellón y el escudo de Colombia, reemplazaron a los colores de la naciente república.


San Martín se sintió muy sorprendido, al llegar a la Puna, cuando supo que el nudo gordiano había sido cortado por Bolívar; pero otros intereses superiores le llevaron a continuar su viaje y llegó a Guayaquil, triste y descontento, pensando también que esta entrevista, de la que había esperado felices resultados, sería el final de su carrera política.


Stevenson, Miller y Barait, confiesan en sus obras que ignoran las cuestiones tratadas entre los dos libertadores de la América española, y que no les ha sido dado levantar el velo que las cubre. Yo he sido más feliz y he podido remontarme a las fuentes mismas. He aquí los informes que he podido obtener del mismo general San Martín y del edecán de Bolívar que le sirvió de secretario en esa ocasión.


San Martín deseaba tratar tres puntos principales:


1º) La reunión de Guayaquil al Perú. 2º) El reemplazo de los soldados de la división peruana, muertos en la batalla de Quito (Pichincha). 3º) Los medios de concluir la guerra en el Perú. Este último punto era el que más interesaba. San Martín preveía la dificultad de terminar pronto la guerra si no era ayudado por las fuerzas colombianas. Las divisiones chilenas y argentinas estaban reducidas a la mitad. En cuanto a las tropas peruanas, habían dado en lea, una triste demostración de su valentía y de su capacidad. Esperaba, pues, San Martín, que el gobierno de Colombia —ya libre del enemigo— y por el propio interés de la independencia americana, pusiera sus tropas a disposición del gobierno del Perú. Hasta creía que el gobierno colombiano vería con agrado salir esas tropas fuera del territorio de la República, por cuanto quedarían sustraídas a la influencia de los ambiciosos que quisieran trabar la acción del congreso. Además, el Estado se libraba de una pesada carga, en cuanto las tropas serían mantenidas y pagadas por el gobierno del Perú.


El primer punto ni siquiera se discutió. Habiendo hollado Bolívar los intereses de Guayaquil, al privarlo de su independencia, poco dispuesto debía encontrarse para favorecer la del Perú.


En cuanto al reemplazo de los soldados de la división del Perú, respondió que este asunto sería tratado de gobierno a gobierno.


Sobre la última cuestión, la más importante de todas, dio seguridades a San Martín de la simpatía de Colombia por el Perú y le prometió distraer dos mil hombres de su ejército que serían enviados al mando de sus lugartenientes, porque el Presidente de la República no podía salir de los límites de su territorio.


Hasta entonces, San Martín había hecho más por la libertad de la América española que el Libertador de Colombia. Había contribuido a organizar la República de Buenos Aires, constituido la República de Chile y libertado casi por entero el Perú de los españoles que ocupaban solamente el interior. Bolívar, mientras tanto, acababa de terminar la guerra de Colombia más por obra de sus generales que por propia iniciativa. Páez en Carabobo —aunque Bolívar comandaba el ejercito— fue el héroe de la jornada, y Sucre ganó la batalla de Pichincha con tropas de Colombia y del Perú.


Pero estas consideraciones no podían sobreponerse al amor sincero y profundo que San Martín había consagrado a su patria. —“Yo combatiré a las órdenes de usted”, —le dijo a Bolívar con la más noble abnegación. —“Para mí no existen rivales cuando se trata de la independencia de América. Esté usted seguro, general, venga al Perú y cuente con mi cooperación sincera. Yo seré su teniente.”


Bolívar no pudo creer en tanto desinterés; vaciló, y terminó por rehusarse a contraer ningún compromiso con el Protector. Este último, viendo que no podía inspirarle entera confianza, resolvióse a volver al Perú dispuesto a adoptar una resolución conforme a las necesidades del momento. Tales fueron los resultados de esa entrevista que debía decidir de la suerte de América, como en otro tiempo la entrevista de Niemen decidió la suerte de Europa.


Muy graves sucesos se habían desarrollado en Lima durante la ausencia de San Martín. El pueblo, exasperado con el Ministro Monteagudo, lo había expulsado del país. El Marqués de Torre Tagle, gobernante inhábil, no había sabido dar fuerza al gobierno ni regularidad a la administración. Los enemigos del general San Martín hacían correr absurdos rumores de que aspiraba a la realeza. San Martín se sintió con todo esto vivamente afectado y adoptó una resolución extrema, censurada por los verdaderos amigos de América como un alarde de orgullosa virtud, y calumniada por sus enemigos diciendo que abandonaba el Perú porque desconfiaba de sus propias fuerzas. La verdad es que el Protector, al comprobar que su presencia en los negocios públicos era la causa real de que Bolívar se negara a venir al Perú con sus tropas, creyó que su deber era sacrificarse a los intereses del país. Así fue que reunió el congreso, le hizo entrega del poder, y, a pesar de las instancias de este ilustre cuerpo para que permaneciera en el Perú, como generalísimo de las fuerzas de mar y tierra, se embarcó para Chile, no llevando con él sino el estandarte de Pizarro que le fue obsequiado por el Cabildo como testimonio del reconocimiento público.


Y entonces escribió al general Bolívar esta carta que traduzco literalmente: 3


Exmo. Señor Libertador de Colombia, Simón Bolívar.


Lima, 28 de agosto de 1822.


Querido general: Dije a usted en mi última del 23 del corriente, que habiendo reasumido el mando supremo de esta república, con el fin de separar de él al débil e inepto Torre Tagle, las atenciones que me rodeaban en aquel momento, no me permitían escribirle con la extensión que deseaba; ahora, al verificarlo, no sólo lo haré con la franqueza de mi carácter, sino con la que exigen los grandes intereses de la América.


Los resultados de nuestra entrevista no han sido los que me prometía para la pronta terminación de la guerra. Desgraciadamente, yo estoy íntimamente convencido, o que no ha creído sincero mi ofrecimiento de servir bajo sus órdenes con las fuerzas de mi mando, o que mi persona le es embarazosa. Las razones que usted me expuso, de que su delicadeza no le permitirá jamás mandarme, y que aun en el caso de que esta dificultad pudiese ser vencida, estaba seguro que el congreso de Colombia no consentiría su separación de la República, permítame general le diga, no me han parecido plausibles. La primera se refuta por sí misma. En cuanto a la segunda, estoy muy persuadido que la menor manifestación suya al congreso sería acogida con unánime aprobación, cuando se trata de finalizar h lucha en que estamos empeñados, con la cooperación de usted y del ejército de su mando; y que el alto honor de ponerle término refluirá tanto sobre usted como sobre la república que preside.


No se haga V. ilusión, general. Las noticias que tiene de las fuerzas realistas son equivocadas; ellas montan en el Alto y Bajo Perú n más de 19.000 veteranos, que pueden reunirse en el espacio de dos meses. El ejército patriota, diezmado por las enfermedades, no podrá poner en línea de batalla sino 8.000 hombres, y, de estos, una gran parte reclutas. La división del general Santa Cruz (cuyas bajas según me escribe este general no han sido reemplazadas a pesar de sus reclamaciones) en su dilatada marcha por tierra, debe experimentar una perdida considerable, y nada podrá emprender en la presente campaña. La división de 1.400 colombianos que V. envía será necesaria para mantener la división del Callao, y el orden de Lima. Por consiguiente, sin el apoyo del ejército de su mando, la operación que se prepara por puertos intermedios, no podrá conseguir las ventajas que debían esperarse, si fuerzas poderosas no llamaran la atención del enemigo por otra parte, y así la lucha se prolongará por un tiempo indefinido. Digo indefinido porque estoy íntimamente convencido, que, sean cuales fueren las vicisitudes de la presente guerra, la independencia de América es irrevocable; pero también lo estoy, de que su prolongación causará la ruina de sus pueblos, y es un deber sagrado para los hombres a quienes están confiados sus destinos, evitar la continuación de tamaños males.


En fin, general; mi partido está irrevocablemente tomado. Para el 20 del mes entrante he convocado el primer congreso del Perú, y al día siguiente de su instalación, me embarcaré para Chile, convencido de que mi presencia es el solo obstáculo que le impide a usted venir al Perú con el ejército de su mando. Para mí hubiese sido el colmo de la felicidad, terminar la guerra de la independencia bajo las órdenes de un general a quien la América debe su libertad. El destino lo dispone de otro modo y es preciso conformarse.


No dudando que después de mi salida del Perú, el gobierno que se establezca reclamará la activa cooperación de Colombia, y que usted no podrá negarse a tan justa exigencia, remitiré a usted una nota de todos los jefes cuya conducta militar y privada pueda ser a usted de alguna utilidad su conocimiento.


El general Arenales quedará encargado del mando de las fuerzas argentinas. Su honradez, coraje j y conocimientos, estoy seguro lo harán acreedor a que usted le dispense toda consideración.


Nada diré a usted sobre la reunión de Guayaquil a la república de Colombia. Permítame, general, que le diga que no era a nosotros a quienes correspondía decidir. Concluida la guerra, los gobiernos respectivos lo hubieran transado, sin los inconvenientes que en el día pueden resultar a los intereses de los nuevos estados de Sud América.


He hablado a usted, general, con franqueza, pero los sentimientos que exprime esta carta, quedarán sepultados en el más profundo silencio; si llegasen a traslucirse, los enemigos de nuestra libertad podrían prevalerse para perjudicarla, y los intrigantes y ambiciosos para soplar la discordia.


Con el Comandante Delgado, dador de esta, remito a usted una escopeta y un par de pistolas, juntamente con un caballo de paso que le ofrecí en Guayaquil. Admita usted, general, esta memoria del primero de sus admiradores.


Con estos sentimientos y con los de desearle únicamente sea usted quien tenga la gloria de terminar la guerra de la independencia de la América del Sud, se repite su afectísimo servidor.


José de San Martín.



El Cincinato americano cumplió su promesa. Al día siguiente de la convocatoria del primer congreso peruano, se embarcó a bordo del Belgrano (Capitán Primier, otro francés) para Chile.


Sus previsiones se realizaron: la guerra duró todavía dos largos años y el Callao no se rindió hasta dos años después. Era gobernador del Callao el general Rodil, hoy Marqués de Rodil y ministro de guerra en España.


No haré ningún comentario sobre esta carta que hoy se publica por primera vez; ella basta para hacer apreciar el carácter noble y desinteresado y la grandeza de alma del general San Martín. Su desinterés debe ser garantía de su imparcialidad y por eso creo que ha de interesar a la historia la opinión de San Martín sobre los generales Bolívar ¡Sucre. Esta opinión servirá para juzgar con rectitud a esos dos hombres que prestaron los más andes servicios a la independencia.



Opiniones del General San Martín sobre Bolívar


“No he visto al general Bolívar sino durante tres días, cuando estuve con él en Guayaquil; por lo tanto, y en un tiempo tan corto, si no me fue imposible, por lo menos me resultó difícil apreciar con exactitud a un hombre que, a primera vista, no predisponía en su favor. Sea como fuere, he aquí la idea que me formé según mis propias observaciones y las de algunas personas imparciales que vivieron con él en intimidad.


El general Bolívar demostraba tener mucho orgullo, lo que parecía en contradicción con su costumbre de no mirar nunca de frente a la persona que lo hablaba, a menos que fuese muy inferior a él. Pude convencerme de su falta de franqueza en las conferencias que tuve con él en Guayaquil, porque nunca respondió de modo positivo a mis proposiciones sino siempre en términos evasivos. El tono que usaba con sus generales era en extremo altanero y poco apropiado para conciliar su afecto.


Advertí también, y él mismo me lo dijo, que los oficiales ingleses que servían en su ejército eran quienes le merecían más confianza. Por lo demás, sus maneras eran distinguidas y revelaban la buena educación que había recibido.


Su lenguaje era en ocasiones un poco trivial, pero me pareció que este defecto no era natural en él, y quería, de esa manera, darse un aire más militar. La opinión pública lo acusaba de una desmedida ambición y de una sed ardiente de mando y él se ha encargado de justificar plenamente ese reproche. Se le atribuía también un gran desinterés, y esto con justicia, porque ha muerto en la indigencia.


Bolívar era muy popular 4 con el soldado y le permitía licencias no autorizadas por las leyes militares, pero lo era muy poco con sus oficiales a los que a menudo trataba de manera humillante.


En cuanto a los hechos militares de este general, puede decirse que le han merecido y con razón, ser considerado como el hombre más asombroso que haya producido la América del Sud. Lo que le caracteriza, por sobre todo, y forma, por así decirlo, su sello especial, es una constancia a toda prueba que se endurecía contra las dificultades, sin dejarse jamás abatir por ellas, por grandes que fueran los peligros a que se hubiera arrojado su espíritu ardiente”.



Sobre Sucre


“No conocí personalmente al general Sucre, pero mantuve con él una activa correspondencia después de haberle enviado una división del ejército del Perú para ayudarle en sus proyectos de atacar a la ciudad de Quito. Esta división quedó bajo sus órdenes hasta después de la batalla de Pichincha y estoy persuadido de que sus operaciones y la toma de Quito como consecuencia de la batalla, hubieran merecido la aprobación de los más célebres capitanes.


Valiente y activo, reunía a estas cualidades una gran prudencia; era un excelente administrador, como lo prueban el orden y la economía establecidas en las provincias que estuvieron bajo su mando. Sus tropas estaban sometidas a una severa disciplina y esto contribuía a que fueran amadas de las poblaciones, cuyos intereses respetó, disminuyendo los males inevitables de la guerra.


El general Sucre era muy instruido y también poseía conocimientos militares más amplios que los del general Bolívar. Sí a esto se agrega una gran moderación y mucha modestia, se llegará al convencimiento de que fue uno de los hombres más meritorios de Colombia. Sus maneras corteses, afables, llenas de benevolencia y dignidad, le valieron el respeto y el afecto de cuantos le rodeaban. Amigo constante de Bolívar, le sirvió hasta el final con la más sincera consagración”.


Agregaré a este retrato trazado por el general San Martín, que Sucre tenía un tacto exquisito para elegir a los hombres que le acompañaban y que fue el Bayardo y el Lannes de América, sin miedo y sin tacha como estos dos inmortales guerreros.


Gabriel Lafond.



Lo publicado por Guido, Espejo y Lafond, ilustra suficientemente sobre el renunciamiento de San Martín “en aras de destinos que consideró más altos que el suyo”. Las siguientes páginas del general Tomás Guido, consignan episodios del más alto interés histórico y psicológico sobre los últimos días del general San Martín en el Perú.



San Martín se retira del Perú


De regreso de su célebre entrevista con el general Bolívar en la ciudad de Guayaquil, el general San Martín me comunicó confidencialmente su intención de retirarse del Perú, considerando asegurada su independencia por los triunfos del ejército unido y por la entusiasta decisión de los peruanos; pero me reservó la época de su partida que yo creía todavía lejana.


Por este tiempo se instaló el Congreso Nacional en Lima, lo que importaba un gran paso en el sentido de la revolución. El general se presentó ante el, despojándose voluntariamente de las insignias del mando supremo que investía con el título de


Protector del Perú. Sus palabras en aquella ocasión fueron dignas de tan solemne ceremonia. Al retirarse fue colmado por la multitud de vítores y aplausos. Yendo a tomar su carruaje para trasladarse a la quinta de la Magdalena en los arrabales de la capital, me pidió lo acompáñese, diciéndome en el camino, deseaba descansar y pasar la noche sin visitas.


Miembro entonces del gobierno de Lima, en el que desempeñaba el ministerio de guerra y marina, mi ánimo se hallaba sobrecogido por el recelo de trastornos fundamentales en el Estado, viendo caer de pronto su más fuerte columna. Subí al carruaje con el general, llegando Juntos a su morada campestre. Nadie vino a perturbar su deseada quietud. En medio de cordial expansión, sin otra sociedad que la mía, paseábase por la galería de la casa, radiante de contento. De repente, dando a su conversación un giro inesperado, exclamó con acento festivo: —“Hoy es, mi amigo, un día de verdadera felicidad para mí; me tengo por un mortal dichoso; está colmado todo mi anhelo; me he desembarazado de una carga que ya no podía sobrellevar, y dejo instalada la representación de los pueblos que hemos libertado. Ellos se encargarán de su propio destino, exonerándome de una responsabilidad que me consume”.


Las palabras del general revelaban ingenuidad y su semblante un júbilo extremado; pero, inopinadamente, fue interrumpido por el aviso de una ordenanza, de hallarse a la puerta una comisión del Congreso que pedía hablarle. En el acto pudo traslucirse en su fisonomía el disgusto que le causaba la visita. No obstante, no hesitó en recibirla, como lo hizo, con la debida cortesía. La comisión la componían cinco diputados elegidos entre los más notables del Congreso. El ciudadano que la presidía dirigió al general a nombre de su comitente el más simpático saludo, manifestándole en lenguaje escogido, el vivo aprecio que sus eminentes servicios habían merecido de la Nación y el encarecimiento con que el Congreso le pedía continuase ejerciendo el poder, revestido de amplias facultades, confiado en que se prestaría a aceptarlo. Mostróse sorprendido el general por esta eminente oblación, y agradeciéndola en términos proporcionados a la magnitud de la ofrenda, declaró a los comisionados la indeclinable resolución en que estaba de negarse a volver al gobierno político del país. Después de esta declaración, inútil fue la expresiva insistencia de la comisión, que se retiró desanimada.


Terminada esta entrevista, el general recobró la alegría, y se felicitaba chistosamente de haber escapado del precipicio a que se le empujaba. Más no bien habían corrido para él tres horas de solaz, conversando conmigo familiarmente, cuando le fue anunciada una nueva y más numerosa comisión del Congreso, que le causó muy seria inquietud, dándole asunto a picantes apostrofes, sobre la posición embarazosa en que se le colocaba. La segunda diputación del Congreso fue recibida como la primera con exquisita urbanidad. Su presidente apuró la oratoria, bajo la inspiración del más puro civismo, para persuadir al general de la cumplida confianza que la nación depositaba en él y de la conveniencia de ceder a la súplica de verle al frente de una obra que, iniciada con tan venturosos resultados, debía ser terminada por el mismo campeón a quien la Providencia y el amor de los pueblos habían encumbrado a una posición excepcional.


Revistióse entonces el general de notable firmeza, y abundando en la expresión de su gratitud a la predilección con que el Perú le honraba, contestó en tono resuelto, poco más o menos: —Que su deseo por la libertad del país no reconocía límites; que no habría sacrificio personal a que se excusase por consolidar su independencia; pero que su presencia en el poder político, ya no sólo era inútil sino perjudicial. Dijo que la tarea de ejercerlo incumbía a ilustrados peruanos; que la suya estaba terminada desde que podía regocijarse de verlos en plena posesión de sus derechos. Manifestó asimismo que por rectas que sean las intenciones de un soldado favorecido por la victoria, cuando es elevado a la suprema autoridad al frente de un ejército, considerase en la república como un peligro para la libertad. Agregó que conocía esos escollos y no quería fracasar en ellos sin provecho público; que con esta persuasión se desprendía del mando, y faltaría a la majestad del Congreso y aún a su pundonor, si su actitud ante tan respetable cuerpo no importase un desistimiento franco, y sin disfrazada ambición del distinguido puesto de que se apartaba para siempre. Terminó pidiendo a los comisionados lo asegurasen así a la representación nacional, con la efusión de su profundo reconocimiento, y en la certeza de que su partido estaba tomado irrevocablemente.


Entrada ya la noche, cuando la diputación se despidió regresando a Lima a dar cuenta de su encargo, el general, tan preocupado de su segunda entrevista como receloso de una tercera invitación, me dijo acalorado: —“Ya que no me es permitido colocar un cañón a la puerta con que defenderme de otra incursión por pacífica que ella sea, trataré de encerrarme”. Se retiró en seguida a su aposento por sentirse ya fatigado. Allí se entretuvo en un rápido arreglo de papeles. Hasta entonces continuaba ocultándome su plan de retirada que había preparado para esa misma noche. A las 9 me hizo llamar por su asistente, invitándome a tomar el té en su compañía.


Nos hallábamos solos. Se esmeraba el general en probarme con agudas ocurrencias el íntimo contento de que estaba poseído, cuando de improviso preguntóme; —“¿Qué manda Vd. para su señora en Chile?” y añadió: —“El pasajero que conducirá encomiendas o cartas las cuidará y entregará puntualmente”. —¿Qué pasajero es ese, le dije, y cuándo parte?— “El conductor soy yo”, me contestó, “ya están listos mis caballos para pasar a Ancón, y esta misma noche zarparé del puerto”.


El estallido repentino de un trueno no me hubiera causado tanto efecto como este súbito anuncio. Mi imaginación me representó al momento, con colores sombríos, las consecuencias de tan extraordinaria determinación. Mi antigua amistad se infectaba también ante la perspectiva de la ausencia de aquel hombre a quien consideraba indispensable, ligándome a él los vínculos más estrechos que puedan crear el respeto, la admiración y el cariño. Dejando aparte, empero, lo relativo a mis conexiones personales, recapitularé aquí tan solo lo concerniente a la política, mis fervorosas interpelaciones al general, y las contestaciones que me dio.


Bajo la penosísima impresión que experimenté al anuncio de su inmediata partida, le pregunté agitado si había medido el alcance del paso que daba separándose del Perú precipitadamente, y el abismo a cuyo borde dejaba a sus amigos y la grandiosa causa que nos llevó a aquellas regiones. Pregúntele también si consentía en que se vulnerase su nombre, exponiendo su obra a los azares de una campana no terminada todavía; si acaso faltó nunca un caluroso apoyo en la opinión y en las tropas, y si no recelaba que, apartado de la escena, sobreviniese una reacción turbulenta que hiciese bambolear el Congreso y derribase al presidente destinado a subrogarle, privado, como quedaría, de la más sólida garantía de su autoridad. En este caso, le dije, dueño el enemigo de la sierra, ¿no podría caer al llano como un torrente para aprovecharse del desquicio en que quedaríamos y restablecer su predominio? Interrogué al general qué contestaría a su patria y a la América, si sustrayéndose a la inmensa gloria de terminar la guerra, se retirase del país cuando quedaba expuesto a un trastorno fundamental que malograría tantos afanes y el sacrificio de la sangre derramada por nuestra independencia; qué explicación daría a sus camaradas, que le habíamos acompañado con sincera fe, desde las orillas del Plata, y a quienes iba a dejar en orfandad y expuestos a la más peligrosa anarquía. Por fin, terminé mi caluroso desahogo pidiéndole encarecidamente desistiese de un viaje tan funesto, y recordándole que el ejército argentino y chileno conducido por él al Perú bajo augurios felices realizados hasta entonces conforme a nuestras esperanzas, había venido firmemente decidido a libertar al Perú del yugo colonial, y que esta noble misión quedaría incompleta si en vez de organizar la república, la abandonaba delante de sus enemigos armados.


—“Todo eso lo he meditado con detenimiento” —repuso el general— visiblemente conmovido, "no desconozco ni los intereses de América ni mis imperiosos deberes, y me devora el pesar de abandonar enmaradas que quiero como a hijos, y a los generosos patriotas que me han ayudado en mis afanes; pero no podría demorarme un solo día sin complicar mi situación; me marcho. Nadie, amigo, me apeará de la convicción en que estoy, de que mi presencia en el Perú le acarrearía peores desgracias que mi separación. Así me lo presagia el juicio que he formado de lo que pasa dentro y fuera de este país. Tenga Vd. por cierto que por muchos motivos no puedo ya mantenerme en mi puesto, sino bajo condiciones decididamente contrarias a mis sentimientos y a mis convicciones más firmes. Voy a decirlo: una de ellas es la inexcusable necesidad a que me han estrechado, si he de sostener el honor del ejército y su disciplina, de fusilar algunos jefes; y me falta el valor para hacerlo con compañeros de armas que me han seguido en los días prósperos y adversos”.


Al oír al general dominado de tal idea, no pude contenerme, y valido de su amistosa deferencia, le interrumpí diciéndole me permitiese oponerme a sus apreciaciones. Para convencerse de su inexactitud bastaba recordar, le dije, que los jefes a que aludía, ya que contrariasen su política o comprometiesen la moral del ejército, podían en todo caso ser inmediatamente alejados, de preferencia a ocurrir a ninguna otra medida violenta, pues por más influencia que se atribuyesen a sí mismos, era de todo punto incontestable que el general contaba con la adhesión de los soldados y la lealtad de bravos jefes y oficiales cuyos nombres le indiqué.


—“Bien, —prosiguió el general—, aprecio los sentimientos que acaloran a Vd., pero en realidad existe una dificultad mayor, que no podría yo vencer sino a expensas de la suerte del país y de mi propio crédito y a tal cosa no me resuelvo. Lo diré a Vd. sin doblez. Bolívar y yo no cabemos en el Perú: he penetrado sus miras arrojadas: he comprendido su desabrimiento por la gloria que pudiera caberme en la prosecución de la campaña. El no excusará medios por audaces que fuesen para penetrar a esta república seguido de sus tropas; y quizá entonces no me sería dado evitar un conflicto a que la fatalidad pudiera llevarnos, dando así al mundo un humillante escándalo. Los despojos del triunfo de cualquier lado a que se inclinase la fortuna, los recogerían los maturrangos, nuestros implacables enemigos, y apareceríamos convertidos en instrumentos de pasiones mezquinas. No seré yo, mi amigo, quien deje tal legado a mi patria, y preferiría perecer, antes que hacer alarde de laureles recogidos a semejante precio; ¡eso no! entre, si puede, el general Bolívar, aprovechándose de mí ausencia; si lograse afianzar en el Perú lo que hemos ganado, algo más, me daré por satisfecho; su victoria sería, de cualquier modo, victoria americana”.


En vano me esforcé por borrar en el ánimo del general las impresiones que le precipitaban a una fatídica abnegación. El resistía repitiendo: “No, no será San Martín quien contribuya con su conducta a dar un día de zambra al enemigo, contribuyendo a franquearle el paso para saciar su venganza”.


Todos mis razonamientos se estrellaban, pues, en su inconmovible propósito. Como mi primer ímpetu fuese seguirlo a su destino, el general me pidió no me alejase del general La Mar, a quien, según sus palabras llenas de elogios hacia ese digno americano, esperaban pruebas difíciles en su futura presidencia. Resuelto con mejor consejo a quedarme, le manifesté que permanecería en la República hasta que se disparase el último cañonazo por su independencia; como en efecto lo hice, no regresando a mi patria sino a fines del año 26.


Conforme se acercaba la hora de la partida, el general, sereno al principio de nuestra conversación, parecía ahora afectado de tristes emociones, hasta que avisado por su asistente de estar prontos a la puerta su caballo ensillado y su pequeña escolta, me abrazó estrechamente, impidiéndome lo acompañase, y partió al trote hacia el puerto de Ancón.


Esto pasaba entre nueve y diez de la noche. En la mañana del siguiente día, recibí la carta que copio íntegra a continuación, cuyo autógrafo conservo y que nunca leo sin enternecimiento.


Señor general don Tomás Guido.


A bordo del Belgrano a la vela, 21 de Setiembre 1822, a las 2 de la mañana.


Mi amigo: Vd. me acompañó de Buenos Aires uniendo su fortuna a la mía; hemos trabajado en este largo período en beneficio del país lo que se ha podido; me separo de Vd., pero con agradecimiento, no sólo a la ayuda que me ha dado en las difíciles comisiones que le he confiado, sino que con su amistad y cariño personal ha suavizado mis amarguras, y me ha hecho más llevadera mi vida pública. Gracias y gracias y mi reconocimiento. Recomiendo a Vd. a mi compadre Brandzen, Raulet y Eugenio Necochea.


Abrace Vd. a mi tía y Merceditas. Adiós.


Su San Martín.



La lectura de esta carta, que me causó la más honda conmoción, y en cuyo laconismo se refleja el carácter afectuoso y varonil de su autor, desvaneció en mí toda esperanza de que el ilustre amigo que me la escribía volviese atrás de su resolución. El adalid que ocupa el primer lugar en nuestros fastos militares; aquel cuyo nombre era nuncio de victoria para las armas argentinas; el general don José de San Martín, solo, y dejando a la espalda la América que había contribuido tan poderosamente a libertar, surcaba ya los mares en dirección a las remotas playas donde ha terminado su venerable existencia.


Confúndese el espíritu ante la determinación de aquel varón esclarecido, sin poder marcar el límite entre un desinterés magnánimo y el abandono de la empresa que descansaba sobre sus fuertes hombros. La historia misma vacilará antes de fallar sobre una acción que ha dado margen a apreciaciones tan diversas. Por fortuna el general San Martín tuvo en Bolívar un digno sucesor. En honor de su fama que nos es tan cara debe presumirse que su intuición admirable, le dejó claramente percibir la prodigiosa altura a que era capaz de remontarse el cóndor de Colombia.


Entretanto, si los argentinos sentíamos el pesar profundo de ver disuelto el ejército, como el primer fruto de la ausencia de su amado jefe, los restos de nuestros guerreros en quienes palpitaba todavía la inspiración del genio que atravesó los Andes, llevaron a gloriosos campos de batalla el contingente de su pericia y de su antiguo valor, concurriendo así a sellar definitivamente con su sangre la independencia del Perú.


Tomás Guido.