San Martín visto por sus contemporáneos
San Martín en Europa. 1829-1850
 
 

Como observa el coronel Olazábal, San Martín se negó a bajar y pasó a Montevideo dispuesto a reembarcarse para Europa. El día 13 de febrero, el diario El Pampero, de Buenos Aires, publicó el suelto que va a continuación.


Decidido a permanecer en Europa, San Martín se instaló nuevamente en Bruselas, a mediados de 1829. Hizo en ese mismo año un viaje a París y encontrándose allí, visitó el Colegio Silvela donde se educaban muchos jóvenes españoles e hispano-americanos. Le llevaba en esta visita el propósito de conocer a los hijos de sus amigos de América que, quizás, le habían sido recomendados por sus padres. Vicente Pérez Rosales, chileno, tenía ya unos veinte años cuando vio al general en las circunstancias que relata:



En el Colegio Silvela París, 1829


Había ya entrado el año de 1829 sin que hasta entonces nada hubiese perturbado la tranquila marcha que llevaba el Colegio Silvela, cuando un acontecimiento inesperado vino a sembrar en aquel templo de instrucción la discordia de un verdadero campo de Agramante.


El general San Martín, el héroe de los Andes en 1817, el soldado que desechó en Chile una presidencia y en el Perú una corona, aquel abnegado patriota que, según emponzoñadas lenguas, había acumulado en el Banco de Inglaterra caudales debidos a su puesto y a sus no muy honrados manejos durante la brillante epopeya de nuestra independencia, prolongaba aún en Europa, solo, ignorado y pobre, el voluntario destierro que con tanta fuerza de voluntad se había impuesto cuando ya no tuvo en América enemigos que vencer.


San Martín acababa de volver a un colegio de Bruselas donde había conseguido una beca de gracia para su única e interesante hija Mercedes, que llevó consigo cuando salió de Buenos Aires para Europa; y en cuanto supo que existía en París un colegio español-americano en el cual se educaban muchos argentinos, chilenos y peruanos, se dirigió presuroso a visitar en el a los hijos de sus antiguos compañeros de glorias y de trabajos.


La presencia de San Martín en el colegio causó a los chilenos y a los argentinos la más viva alegría, a los peruanos taciturnidad, y a los españoles descontento. El general llegó a pie al colegio, a pesar de la distancia que le separaba de su modesta habitación; vestía levitón gris rigurosamente abotonado, llevaba guantes de ante del mismo color, y se apoyaba sobre un grueso bastón. Al principio no me conoció; mas como viese que yo me lanzaba a abrazarle, llamándole con gritos de contento: “¡Mi general!”, después de abrazarme con efusión, de separarme un poco, de mirarme con atención y de preguntarme de dónde era y a qué familia pertenecía, con mi contestación me pareció ver brillar en aquellos ojos, tan serenos y altaneros, con que tantas veces supo despreciar a la muerte en los campos de batalla, una lágrima de ternura. Fue aquella escena de demostraciones de cariño, en la cual iba estrechando uno a uno en sus brazos a los colegiales que acudieron a saludarle, la más perfecta imagen de lo que acontece en una familia cuando inesperadamente vuelve a la casa un padre querido. Maravilloso era el alcance de la memoria de este hombre singular; pues casi no quedó miembro de nuestras familias por el cual no preguntase con solícito interés.


Habiendo dejado de ser estos “Recuerdos del Pasado” obra póstuma, como yo me lo tenía presupuesto, fuerza ha sido separar de ellos muchas fojas que, por relacionadas con la historia, son todavía de inoportuna publicación.


Sin embargo, restituyo ahora las siguientes a su primitivo lugar, porque bien pensado, ni ellas se apartan de mi charla íntima, ni tampoco invaden los dominios de la adusta Clío.


Nunca dejé de acompañar hasta su alojamiento al general querido, siempre que iba a visitarnos: y un día tuvimos, entre otras, la siguiente conversación, pasando el sol a la sombra de los hermosos árboles de las Tullerías. El general, que parecía complacerse en hacerme soltar la tarabilla me dijo:


—Con que también tocó al colegial echar armas al hombro en Mendoza; ¡eh! vaya, mucho que me alegro de tener a mi lado, después de tanto tiempo, a tan amable colega. —General, repuse, me parece que el colega que acaba usted de descubrir, no es de aquellos que más honor pueden hacer al arte de matar a compás y a son de música; porque, si en calidad de simple recluta suplementario y de virgen espada, entré o me entraron al servicio, en la misma calidad lo terminé; así es que ni siquiera se me ha ocurrido hacer lo que tantos otros militares de mi calaña, esto es, ocultar esa virginidad y darme aires de mujer corrida, para mejor optar n premios. Soltó, al oír esto, el viejo veterano, una estrepitosa carcajada, y sin dejarme proseguir me dijo: —¿Qué se decía en Chile de los argentinos cuando usted salió para acá? ¿Se acordaban del ejército de los Andes? —Señor, le contesté: acontecimientos hay que no pueden ser olvidados, y el paso de los Andes es uno de ellos. —Bien está, repuso; pero eso no era precisamente lo que quería averiguar., ¿Me quedan aún en Chile los pocos amigos sinceros que dejé al salir? Porque amigos de nombre, amiguito, prosiguió, poniéndome con cariño la mano en el hombro, rodean con tanta abundancia al que dispone de empleos que poder repartir, cuanta es la escasez de los sinceros. —Con la entrada de Freiré al poder, contesté conmovido, por el aspecto que asumió el semblante del general al terminar su frase, muchos de los amigos íntimos de usted, por serlo también de O'Higgins, han enmudecido, y otros, como Solar, cuya casa frecuentaba usted tanto, han sido arrancados entre gallos y media noche, del seno de sus familias, para hacerles pagar en el destierro el crimen de la amistad que profesaban al héroe de Rancagua. —De manera, repuso San Martín, con viveza, que mi pobre reputación, por igual motivo, ¿no andará de lo mejor parada por allá? —Así es la verdad, contesté, porque... no me atrevo... —Atrévase, usted, querido, dijo entonces animándome, haga usted cuenta que está hablando con un condiscípulo suyo. ¿Por qué... decía usted? —Porque así como O'Higgins, proseguí diciendo con timidez, tiene sus enemigos por allá, a usted tampoco le faltan, pues son contados los hijos de la Patria Vieja que no atribuyan a usted y a don Bernardo la desastrosa muerte de los Carrera, cuya ejecución califican de inútil y de atroz asesinato; ni faltan tampoco malas lenguas que atribuyan a usted poca pureza en la administración de los dineros que Chile ponía en sus manos para que atendiese con ellos a la libertad del Perú.


Echó San Martín, al oír esto, su rostro con violencia entre ambas manos, y tanto rato permaneció en esta nerviosa situación, que así podía significar evocación de dolorosos recuerdos, como el disgusto amargo que siempre causa en corazones bien puestos la humana ingratitud; y ya comenzaba yo a arrepentirme de haber sido tan sobradamente franco al contestarle, cuando enderezándose y aspirando el aire con violencia, y fija la vista, como distraído, en las copas de los árboles, exclamó, a media voz, y como hablando para sí: —¡Gringo badulaque, Almirantito, que cuanto no podía embolsicar lo consideraba robo!...1 Dispénseme usted, querido colegial, continuó, no sé dónde se me había ido la cabeza. ¿Conque todo eso dicen por allá? ¡Eh! razones tendrán para ello, y ahora, dígame usted ¿qué hubieran hecho ustedes en Chile con tres argentinos, que por haber sido, con razón o sin ella, no sólo mal recibidos sino hasta perseguidos por el gobierno chileno, se hubiesen metido, aunque llenos de las más patrióticas intenciones, dos de ellos a revolucionarios y el tercero a sangriento montonero? ¿Qué hubieran hecho ustedes ante el peligro de la pública tranquilidad y ante el aspecto de la sangre chilena derramada por las armas de éste hasta en las puertas del mismo Santiago, si esos tres argentinos hubiesen caído en sus manos? ¿Hubieran necesitado ustedes de los consejos de un O'Higgins o de un pobre San Martín para hacerlos fusilar?... En cuanto a lo de la poca pureza, prosiguió con triste sonrisa, después de echar una sarcástica mirada sobre su ropa y de contemplar, dándolos vuelta, sus gruesos guantes de gamuza, ya lustrosos por el uso: —¡A la vista está!...


¡Pobre amigo! Pésame aún haber pulsado en aquella conversación tan repugnante cuerda; pues de todo podría la maledicencia acusar a San Martín, menos de peculado. Yo conocía la pureza de San Martín en el manejo de los dineros que corrían por su mano; pero ignoraba muchos de sus rasgos de generoso desprendimiento en obsequio del mismo país por cuya libertad lidiaba. Ignoraba que los diez mil pesos, suma enorme entonces, obsequiados al héroe por el cabildo de Santiago para costear su viaje a Buenos Aires después de la batalla de Chacabuco, los había éste cedido para que, con ellos, se echasen los primeros cimientos de nuestra actual Biblioteca Nacional, y entre otras generosidades de aquella hermosa alma, ignoraba también que hasta el fomento de la vacuna costaba a San Martín la tercera parte de los productos de un fundo rústico que poseía en Santiago. ¡Y San Martín era pobre!


Con mi vuelta a Chile a fines del año de 30, terminaron mis relaciones íntimas con este viejo y respetado amigo, cuya conversación me instruía y agradaba al mismo tiempo. Perdíle desde entonces de vista, para tener, veintinueve años después, el sentimiento de encontrar tan sólo patentes y dolorosos rastros suyos, en casa de su yerno Balcarce, situada a algunos kilómetros de París, sobre la margen del turbio Marne. En ella, y a cargo de las preciosas nietas de aquel prócer de nuestra independencia, no sólo se conservaba con religioso cuidado el orden de colocación que había dado a sus modestos muebles en el pequeño cuarto que ocupaba, sino que hasta se veía, sobre el velador que acompañaba su lecho de campaña, un braserillo para fumar, en cuya fría ceniza se ostentaba clavado el resto de un último cigarro. Lucíanse en las paredes de aquel aposento, que toda la familia apellidaba “el cuarto de Padre”, algunas armas y entre ellas aquel sombrero de hule y aquella corva espada con cadenilla en vez de guarda-puño, que sirviera de enseña de gloria a los patriotas de Chacabuco y de Maipú, y que reproduce con rara perfección la estatua ecuestre que engalana la entrada de nuestra ancha y conocida calle del Dieciocho.


Triste es, sin duda, la suerte de los grandes servidores de la humanidad, cuando la relación histórica de sus laudables hechos corre a cargo de miopes plumas que, a semejanza de las pedantes críticas literarias, se atreven, muy orondas, a juzgar lo que ni son capaces de idear ni mucho menos de escribir.


Poco tienen que agradecer los heroicos hechos de San Martín a sus intrusos comentadores, y, para colmo de necedades, veo que en el día cunde el maniático empeño de juntar a Bolívar con San Martín, no para erigir altares a esos venerados padres de la patria americana, sino para sentarlos en el banco de los acusados, para parangonarlos, para deducir del parangón conclusiones sacrílegas, y para establecer entre ellos hasta comparaciones lugareñas, como si la patria de Bolívar fuese otra que la patria de San Martín.


San Martín y Bolívar no son más que las dos sublimes mitades de aquel sagrado todo, único e indivisible, que la mano del siglo diecinueve formó para la redención americana. Colocada cada una de por sí, desempeñó con decisión y gloria en el campo que le cupo en suerte, la tarea que la abnegación y el patriotismo les impusiera. Bolívar no habría hecho más en el sur del continente, que lo que el hijo de Yapeyú hubiera podido hacer en el norte. ¿Qué hubiera sido del uno sin el otro? Esas dos sublimes mitades, pues, nacieron para completarse y nunca para ser con justicia parangonadas.


Pero veo que mis recuerdos me apartan de la ilación que me imponen las fechas; vuelvo, pues, a las consecuencias de la visita de San Martín al colegio de Silvela.


Los peruanos y los españoles, de cuya alianza contra los chilenos y los argentinos no he podido darme hasta ahora razón, comenzaron a separarnos y aún a hostilizarnos a hurtadillas; pero el mal no hubiera pasado de allí si otro incidente, tan casual como el de la presencia de San Martín en el colegio no hubiese, pocos días después, venido a agravar la situación, aumentando los combustibles, cuya explosión debía hacer cerrar para siempre las puertas de tan notable establecimiento.


El general Morillo, aquel valiente y feroz militar que luchó contra Bolívar en Colombia, héroe para los españoles, monstruo de crueldad y de ignominia para los americanos, vino también a visitar nuestro colegio.


Este sargento, de recia constitución y de desembarazado mirar, en quien las palas de general no alcanzaban a encubrir la burda cáscara de sus feroces instintos, tenia el cuerpo lleno de cicatrices. Mi condiscípulo Torres, colocado por él en el colegio, me decía que era imposible conciliar el sueño durmiendo cerca de el, en los cambios atmosféricos, pues más que simples quejidos, eran bramidos los que, durmiendo, le arrancaba el dolor de sus antiguas heridas. La presencia de este militar en el colegio causó tanto contento a los españoles, y sin saber por qué a los peruanos, —que sin salirle a recibir, se regocijaban con ella—, cuanto disgusto a los chilenos, argentinos y colombianos, entre los cuales hubo uno a quien fue preciso contenerle para que no fuese a insultar a Morillo en la misma sala de recibo.


El resultado de estas dos visitas no podía ser dudoso, y si la revolución de Julio de 1830 no hubiese venido n dar a los encontrados ánimos de los ciento ochenta alumnos del colegio otro giro, sin duda alguna ese año hubiera terminado con escándalo sus, no ha mucho, ordenadas, pacíficas e instructivas tareas, un establecimiento cuya importancia aún conmemoran cuantos le conocieron.


Vicente Pérez Rosales.



Dos años después —1831— el general se trasladó a París donde fijó residencia con su hija, en las afueras de la ciudad. Vivía pobremente y muy quebrantado de salud, cuando encontró al banquero Alejandro Aguado, antiguo camarada suyo en la guerra peninsular. Sarmiento ha narrado el episodio con alguna dosis de fantasía, manteniéndose verídico en lo esencial.



El banquero Aguado


Durante la famosa guerra de la Península, que tan honda brecha abrió al poder, hasta entonces incontrastable de Napoleón, la juventud española, desprovista de otro teatro de acción para desarrollar las dotes del espíritu o la energía del carácter, acudía presurosa a los campamentos improvisados por la exaltación guerrera del pueblo y probaba a cada momento cuánta savia corre aún por las venas de aquella nación cuyo vuelo han contenido instituciones envejecidas. La cordialidad fraternal que une fácilmente a hombres que tienen que partir entre sí iguales peligros y esperanzas, aumentábala el entusiasmo que exaltaba las pasiones generosas, haciéndola más expansiva la genial franqueza del carácter castellano. Entre aquella juventud bulliciosa, ardiente y emprendedora, tan dispuesta a una serenata como a un asalto, tan lista para escalar un balcón como una fortaleza, partían habitación y rancho dos oficiales en la flor de la edad y llegados a los grados militares que son como la puerta que conduce al campo de los sueños de ambición. Era uno el capitán Aguado, llamaban al otro el mayor San Martín.


Las vicisitudes de las campañas separaron los cuerpos en que servían los amigos; terminóse la guerra; el tiempo puso entre ambos su denso velo; transcurrieron los años y no se volvieron a encontrar más en el camino de la vida. Quince años después, empero, hablábase delante de Aguado de los famosos hechos de armas en América del general rebelde San Martín. —Es curioso, decía Aguado, yo he tenido un amigo americano de ese apellido, que militó en España. San Martín oyó nombrar al banquero español Aguado. —¿Aguado?, decía a su vez. He conocido a un Aguado, pero hay tantos Aguados en España!...


San Martín llegó a París en 1824 2 y mientras hacia una mañana su sencillo y rígido tocado, introdúcese en su habitación un extraño que lo mira, lo examina, y exclama, aún dudoso: —¡San Martín! — Aguado... si no me engaño, le responde el huésped y antes de cerciorarse, estaba ya estrechado entre los brazos de su antiguo compañero de rancho, amoríos y francachelas... —¡Y bien!... almorzaremos juntos... —Eso me toca a mí, respondió Aguado, que dejo en un restaurant pedido el almuerzo para ambos.


Dirigiéronse luego de la Rue Nueve Saint-George hacia el Boulevard, y, andando sin sentir y conversando, llegaron, en la plaza Vendome, a la puerta de un soberbio hotel, en cuyas gradas, lacayos con libreas tenían en bandejas de plata la correspondencia para presentarla al amo que llegaba. San Martín se detuvo en el primer tramo, y, mirando con sorpresa a su amigo: —¡Pues que!... le dijo, ¿eres tú el banquero Aguado?... —Hombre, cuando uno no alcanza a ser el libertador de medio mundo, me parece que se le puede perdonar el ser banquero...


Y riendo de la ocurrencia, y echándole Aguado un brazo para compelerlo a subir, llegaron ambos a los salones casi regios, en cuyos muelles cojines aguardaba la señora de la casa.


Desde entonces, San Martín y Aguado, el guerrero desencantado y el banquero opulento, se propusieron vivir y tratarse como en aquella época feliz de la vida en que ningún sinsabor amarga la existencia. Establecióse San Martín en Grand-Bourg, no lejos de París, y a sólo algunas cuadras de distancia del Chateau-Aguado, mediando entre ambas heredades el Sena, sobre el cual echó el favorito de la fortuna un puente colgado de hierro, don hecho a la comuna, servicio al público, comodidad puramente domestica para el, y facilidad ofrecida al trato frecuente de los dos amigos. Por algunos años, los paisanos sencillos del lugar vieron, sobre el Puente Aguado, en las tardes apacibles del otoño, apoyados sobre la baranda y esparciendo sus miradas distraídas por el delicioso panorama adyacente, aquel grupo de dos viejos extranjeros, el uno célebre por aquella celebridad lejana y misteriosa que ha dejado lejos de allí hondas huellas en la historia de muchas naciones, el otro conocido en toda la comarca por el don inestimable con que la había favorecido. Murió Aguado en los brazos de su amigo 3 y dejó encargada a la pureza y rigidez de su conciencia la guarda y distribución de sus cuantiosos bienes.


Domingo F. Sarmiento.



Lo que no dice Sarmiento es que Aguado salvó a San Martín de una difícil situación, según escribió este último a un amigo de América: “Aguado, el más rico propietario de Francia..., sirvió conmigo en el mismo regimiento en España y... le soy deudor de no haber muerto en un hospital, de resultas de una larga enfermedad”. San Martín contaba para vivir con una pensión del gobierno del Perú que se le pagaba tarde y en valores depreciados. También con el alquiler de una casa de su hija, en Buenos Aires. Cualquier imprevisto, causábale serios trastornos en la vida de aislamiento que llevaba.


Por esos días, su hija Mercedes casó, muy Joven, con Mariano Balcarce, agregado a la legación argentina. En 1834, el banquero Aguado, facilitó la compra de la casa de Grand Bourg, a que se refiere Sarmiento, y allí se retiró San Martín en condición más holgada. El matrimonio Balcarce partió para Buenos Aires y estuvo ausente más de dos años, pero volvió después a Francia para habitar la casa de Grand Bourg. En 1838, Mercedes tenía dos hijas pequeñas. Florencio Balcarce, el poeta, hermano de Mariano, que se hallaba ese año en París, describe así, en carta íntima, la vida de la familia:



El Hogar de Grand Bourg mayo de 1838


Tengo el placer de ver la familia un día si y otro no. Iría todas las semanas si los buques de vapor estuvieran del todo establecidos. El general [San Martín] goza a más no poder de esa vida solitaria y tranquila que tanto ambiciona. Un día lo encuentro haciendo las veces de armero y limpiando las pistolas y escopetas que tiene; otro día es carpintero y siempre pasa así sus ratos en ocupaciones que lo distraen de otros pensamientos y lo hacen gozar de buena salud. Mercedes 4 se pasa la vida lidiando con las dos chiquitas que están cada vez más traviesas. Pepa 5, sobre todo, anda por todas partes levantando una pierna para hacer lo que llama volatín; todavía no habla más que algunas palabras sueltas; pero entiende muy bien el español y el francés. Merceditas 6 está en la grande empresa de volver a aprender el a b c que tenia olvidado; pero el general siempre repite la observación de que no la ha visto un segundo quieta.


Florencio Balcarce.



En 1838, San Martín tuvo noticias del bloqueo de Buenos Aires, establecido por el gobierno francés a raíz de un conflicto con el Dictador Rosas. San Martín escribió de inmediato al Dictador: “He visto por los papeles públicos de ésta, el bloqueo que el gobierno francés ha establecido contra nuestro país; ignoro los resultados de esta medida; si son los de la guerra, yo sé lo que mi deber me impone como americano, pero en mis circunstancias, y la de que no se fuese a creer que me supongo un hombre necesario, hacen, por un exceso de delicadeza que usted sabrá valorar, que espere sus órdenes; tres días después de haberlas recibido, me pondré en marcha para servir a la patria honradamente en cualquier clase que se me destine”. Rosas contestó de inmediato en forma encomiástica para el prócer y declinó su ofrecimiento “mucho más —le decía— cuando concibo que, permaneciendo Vd. en Europa, podrá prestar en lo sucesivo a esta República sus buenos servicios en Inglaterra y Francia”. San Martín y Rosas mantuvieron desde entonces correspondencia cordial y por lo menos la política internacional del Dictador, fue siempre apoyada por el héroe argentino.


En 1842, el banquero Aguado falleció repentinamente en Asturias y su testamento reveló que el general San Martín era nombrado albacea de la sucesión y tutor de los hijos del fallecido. Le correspondió también un legado. En su casa de Grang Bourg, recibía el general San Martín a los argentinos e hispano-americanos que querían llegar hasta él. En 1843, Juan Bautista Alberdi, le encontró en París y después concurrió a su casa de Grand Bourg:



El general San Martín


París, 14 de Septiembre de 1843.


EL primero de septiembre, a eso de las 11 de la mañana, estaba yo en casa de mi amigo el señor D. Manuel J. de Guerrico, con quien debíamos asistir al entierro de una hija del señor Ochoa (poeta español) en el cementerio de Montmartre. Yo me ocupaba, en tanto que esperábamos la hora de la partida, de la lectura de una traducción de Lamartine, cuando Guerrico se levantó exclamando: —El general San Martín.


Me paré lleno de agradable sorpresa, a ver la gran celebridad americana que tanto ansiaba conocer. Mis ojos clavados en la puerta por donde debía entrar, esperaban con impaciencia el momento de su aparición. Entró por fin, con su sombrero en la mano, con la modestia y apocamiento de un hombre común. ¡Qué diferente le halle del tipo que yo me habla formado, oyendo las descripciones hiperbólicas que me hablan hecho de el sus admiradores en América! Por ejemplo: Yo le esperaba más alto, y no es sino un poco más alto que los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado; y no es más que un hombre de color moreno, de los temperamentos biliosos. Yo le suponía grueso, y sin embargo de que lo está más que cuando hacía la guerra en América, me ha parecido más bien delgado; yo creía que su aspecto y porte debían tener algo de grave y solemne; pero lo hallé vivo y fácil en sus ademanes, y su marcha, aunque grave, desnuda de todo viso de afectación. Me llamó la atención su metal de voz, notablemente gruesa y varonil. Habla sin la menor afectación, con toda la llaneza de un hombre común. Al ver el modo cómo se considera él mismo, se diría que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo, porque parece que él es el primero en creerlo así. Yo había oído que su salud padecía mucho, pero quede sorprendido al verle más Joven y más ágil que todos cuantos generales he conocido de la guerra de nuestra independencia, sin excluir al general Alvear, el más joven de todos. El general San Martín padece en su salud cuando está en inacción y se cura con sólo ponerse en movimiento. De aquí puede inferirse, la fiebre de acción de que este hombre extraordinario debió estar poseído en los años de su tempestuosa juventud. Su bonita y bien proporcionada cabeza, que no es grande, conserva todos sus cabellos, blancos hoy casi totalmente; no usa patilla ni bigote a pesar de que hoy los llevan por moda hasta los más pacíficos ancianos. Su frente, que no anuncia un gran pensador, promete sin embargo una inteligencia clara y despejada; un espíritu deliberado y audaz. Sus grandes cejas negras suben hacia el medio de la frente, cada vez que se abren sus ojos llenos aun del fuego de la Juventud. La nariz es larga y aguileña; la boca, pequeña y ricamente dentada, es graciosa cuando sonríe; la barba es aguda.


Estaba vestido con sencillez y propiedad: corbata negra atada con negligencia, chaleco de seda negro, levita del mismo color, pantalón mezcla celeste, zapatos grandes. Cuando se paró para despedirse, acepté y cerré con mis dos manos la derecha del grande hombre que había hecho vibrar la espada libertadora de Chile y el Perú. En ese momento se despedía para uno de los viajes que hace en el interior de la Francia en la estación del verano.


No obstante su larga residencia en España, su acento es el mismo de nuestros hombres de América, coetáneos suyos. En su casa habla alternativamente el español y el francés, y muchas veces mezcla palabras de los dos idiomas, lo que le hace decir con mucha gracia, que llegará un día en que se verá privado de uno y otro, o tendrá que hablar un patois de su propia invención. Rara vez o nunca habla de política. Jamás trae a la conversación, con personas indiferentes, sus campanas de Sud América; sin embargo, en general le gusta hablar de empresas militares.


Yo había sido invitado por su excelente hijo político el señor Don Mariano Balcarce a pasar un día en su casa de campo en Grand Bourg, como seis leguas y media de París. Este paseo debía ser para mi tanto más ameno cuanto que debía hacerlo por el camino de hierro, en que nunca había andado. A las once del día señalado, nos trasladamos con mi amigo el señor Guerrico al establecimiento de carruajes de vapor de la línea de Orleans, detrás del Jardín de Plantas. El convoy, que debía partir pocos momentos después, se componía de 25 a 30 carruajes de tres categorías. Acomodadas las 800 a 1000 personas que hacían el viaje, se oyó un silbido que era la señal preventiva del momento de partir. Un silencio profundo le sucedió, y el formidable convoy se puso en movimiento apenas se hizo oír el eco de la campana que es la señal de partida. En los primeros instantes, la velocidad no es mayor que la de los carros ordinarios, pero la extraordinaria rapidez, que ha dado a este sistema de locomoción la celebridad de que goza, no tarda en aparecer. El movimiento entonces es insensible, a tal punto, que uno puede conducirse en el coche como si se hallase en su propia habitación. Los árboles y edificios que se encuentran en el borde del camino, parecen pasar por delante de la ventana del carruaje con la prontitud del relámpago, formando un soplo parecido al de la bala. A eso de la una de la tarde, se detuvo el convoy en Ris; de allí a la casa del general San Martín hay una media hora, que anduvimos en un carruaje enviado en busca nuestra por el señor Balcarce. La casa del general San Martín está circundada de calles estériles y tristes que forman los muros de las heredades vecinas. Se compone de un área de terreno igual, con poca diferencia, a una cuadra cuadrada nuestra. El edificio es de un solo cuerpo y dos pisos altos. Sus paredes blanqueadas con esmero, contrastan con el negro de la pizarra que cubre el techo, de forma irregular. Una hermosa acacia blanca da su sombra al alegre patio de la habitación. El terreno que forma el resto de la posesión, está cultivado con esmero y gusto exquisito; no hay un punto en que no se alce una planta estimable o un árbol frutal. Dalias de mil colores, con una profusión extraordinaria, llenan de alegría aquel recinto delicioso. Todo en el interior de la casa respira orden, conveniencia y buen tono. La digna hija del general San Martín, la señora Balcarce, cuya fisonomía recuerda con mucha vivacidad a la del padre, es la que ha sabido dar a la distribución domestica de aquella casa, el buen tono que distingue su esmerada educación. El general ocupa las habitaciones altas que miran al norte. He visitado su gabinete lleno de la sencillez y método de un filósofo. Allí, en un ángulo de la habitación, descansaba impasible, colgada al muro, la gloriosa espada que cambió un día la faz de la América Occidental. Tuve el placer de tocarla y verla a mi gusto; es excesivamente curva, algo corta, el puño sin guarnición; en una palabra, de la forma denominada vulgarmente moruna. Está admirablemente conservada; sus grandes virolas son amarillas, labradas, y la vaina que la sostiene es de un cuero negro graneado semejante al del jabalí. La hoja es blanca enteramente, sin pavón ni ornamento alguno. A su lado estaban también las pistolas grandes, inglesas, con que nuestro guerrero hizo la campaña del Pacifico.


Vista la espada, se venía naturalmente el deseo de conocer el trofeo con ella conquistado. Tuve, pues, el gusto de examinar muy despacio, el famoso estandarte de Pizarro, que el Cabildo de Lima regaló al general San Martín, en remuneración de sus brillantes hechos. Abierto completamente sobre el piso del salón, le vi en todas sus partes y dimensiones. Es como de nueve cuartas nuestras de largo; y su ancho como de siete cuartas. El fleco de seda y oro ha desaparecido casi totalmente. Se puede decir que del estandarte primitivo se conservan apenas algunos fragmentos adheridos con esmero a un fondo de seda amarillo. El pedazo más grande es el del centro, especie de chapón, donde sin duda estaba el escudo de armas de España, y en que hoy no se ve un tejido azul confuso y sin idea ni pensamiento inteligible. Sobre el fondo amarillo o caña del actual estandarte, se ven diferentes letreros, hechos con tinta negra, en que se manifiestan las diferentes ocasiones en que ha sido sacado a las procesiones solemnes por los alférez reales que allí mismo se mencionan.


¿Quién, sino el general San Martín, debía poseer este brillante gaje de una denominación que había abatido con su espada? Se puede decir con verdad que el general San Martín es el vencedor de Pizarro: ¿a quién, pues, mejor que al vencedor, tocaba la bandera del vencido? La envolvió a su espada y se retiró a la vida oscura, dejando a su gran colega de Colombia la gloria de concluir la obra que el había casi llevado hasta su fin. Los documentos que a continuación de esta carta se publican por primera vez en español, prueban de una manera evidente que el general San Martín hubiera podido llevar a cabo la destrucción del poder militar de los españoles en América, y que aun lo solicitó también con un interés, y una modestia inaudita en un hombre de su mérito. Pero, sin duda, esta obra era ya incumbencia de Bolívar; y éste, demasiado celoso de su gloria personal, no quiso cederla a nadie. El general San Martín, como se ve, pues, no dejó inacabado un trabajo que hubiera estado en su mano concluir.


Como parece estar decidido de un modo providencial que nuestros hombres célebres del Río de la Plata, hayan de señalarse por alguna originalidad o aberración de carácter, también nuestro Titán de los Andes ha debido tener la suya. Si pudiéramos considerarlo hombre capaz de artificio o disimulo en las cosas que importan a su gloria, seria cosa de decir que él había abracado intencionalmente esta singularidad: porque, en efecto, la última enseña que hay que agregar a un pecho sembrado de escudos de honor, capaz de deslumbrarlos a todos, es la modestia. He aquí la manía, por decirlo así, del general San Martín; y digo la manía, porque lleva esta calidad más allá de lo que conviene a un hombre de su mérito. Por otra parte, bueno es que de este modo vengan a hallarse compensadas las buenas y malas cosas en nuestra historia americana. Mientras tenemos hombres que no están contentos sino cuando se les ofusca con el incienso del aplauso por lo bueno que no han hecho, tenemos otros que verían arder los anales de su gloria individual sin tomarse el comedimiento de apagar el fuego destructor.


No hay ejemplo (que nosotros sepamos) de que el general San Martín haya facilitado datos ni notas para servir a redacciones que hubieran podido serle muy honrosas; y difícilmente tendremos hombre público que haya sido solicitado más que él para darlas. La adjunta carta al general Bolívar, que parecía formar una excepción de esta práctica constante, fue cedida al señor Lafond, editor de ella, por él secretario del Libertador de Colombia 7. Se me ha dicho que cuando la aparición de la Memoria sobre el general Arenales, publicada por su hijo, un hombre público de nuestro país, escribió al general San Martín, solicitando de él algunos datos y su consentimiento para refutar al coronel Arenales, en algunos puntos en que no se apreciaba con bastante latitud los hechos esclarecidos del Libertador de Lima. El general San Martín rehusó los datos y hasta el permiso de refutar a nadie en provecho de su celebridad.


El actual Rey de Francia, que es conocedor de la historia americana, habiendo hecho reminiscencia del general San Martín en presencia de un agente público de América, con quien hablaba a la sazón, supo que se hallaba en París desde largo tiempo. Y como el Rey aceptase la oferta que le fue hecha inmediatamente de presentar ante S. M. al General americano, no tardó éste en ser solicitado con el fin referido; pero el modesto general, que nada tiene que hacer con los reyes, y que no gusta de hacer la corte, ni de que se la hagan a él; que no aspira ni ambiciona a distinciones humanas, pues que está en Europa, se puede decir, huyendo de los homenajes de catorce repúblicas, libres en gran parte por su espada, que si no tiene corona regia, la lleva de frondosos laureles, en nada menos pensó que en aceptar el honor de ser recibido por S. M., y no seré yo el que diga que hubiese hecho mal en esto.


Antes que el señor Marqués Aguado verificase en España el paseo que le acarreó su fin, hizo las más vehementes instancias a su antiguo amigo el general San Martín para que le acompañase al otro lado del Pirineo. El general se resistió observándole que su calidad de general argentino le estorbaba entrar en un país con el cual el suyo había estado en guerra, sin que hasta hoy tratado alguno de paz hubiese puesto fin al entredicho que había sucedido a las hostilidades; y que en calidad de simple ciudadano le era absolutamente Imposible aparecer en España, por vivos que fuesen los deseos que tenía de acompañarle. El señor Aguado, no considerando invencible este obstáculo, hizo la tentativa de hacer venir de la Corte de Madrid el allanamiento de la dificultad. Pero fue en vano, porque el gobierno español, al paso que manifestó su absoluta deferencia por la entrada del general San Martín como hombre privado, se opuso a que lo verificase en su rango de general argentino. El Libertador de Chile y el Perú, que se dejaría tener por hombre oscuro en todos los pueblos de la tierra, se guardó bien de presentarse ante sus viejos rivales, de otro modo que con su casaca de Maipo y Callao; se abstuvo, pues, de acompañar a su antiguo camarada. El señor de Aguado marchó sin su amigo y fue la última vez que le vio en la vida. Nombrado testamentario y tutor de los hijos del rico banquero de París, ha tenido que dejar hasta cierto punto las habitudes de la vida inactiva que eran tan funestas a su salud. La confianza de la administración de una de las mas notables fortunas de Francia, hecha a nuestro ilustre soldado, por un hombre que le conocía desde la juventud, hace tanto honor a las prendas de su carácter privado, como sus hechos de armas ilustran su vida pública. El general San Martín habla a menudo de la América en sus conversaciones íntimas con el más animado placer; hombres, sucesos, escenas públicas y personales, todo lo recuerda con admirable exactitud. Dudo, sin embargo, que alguna vez se resuelva a cambiar los placeres estériles del suelo extranjero por los peligrosos e inquietos goces de su borrascoso país. Por otra parte, ¿será posible que sus adioses de 1829, hayan de ser los últimos que deba dirigir a la América, el país de su cuna y de sus grandes hazañas?


Juan B. Alberdi.



En 1844, el visitante es otra personalidad argentina: Florencio Varela. El general tiene casa en París y conserva su propiedad de Grand Bourg. He aquí cómo relata Varela sus impresiones:



Una visita a San Martín


(Diario de un viaje a Europa)


Febrero 29 de 1844


Hoy he visitado en su casa al general San Martín, primer guerrero de nuestro país, a quien se debe la mayor parte de nuestras glorias nacionales y la mejor escuela militar que hemos tenido. Está viejo, pero fuerte, y su espíritu completamente despejado. Tiene ahora 65 años. Pase un rato muy agradable con el y su familia; habla constantemente de nuestro país, lamentando la suerte de Buenos Aires y maldiciendo la tiranía de Rosas.


Abril 7 de 1844. Día Domingo.


Temprano fui con mi amigo don Manuel Guerrico, a tomar el camino de fierro que conduce a Orleans, para ir a la casa de campo del general San Martín, en un paraje llamado Grand Bourg, como a seis leguas de París. El general es sumamente aficionado al campo, y desde que pasa la estación del frío, se retira a aquella casa de campo, propiedad suya, donde se entrega al cultivo de plantas y árboles frutales en que tiene grande afición. Con él va su familia toda.


Hace dos días que le anuncie que hoy iría a despedirme de ellos y aceptó la propuesta de pasar el día en su compañía. El Joven Balcarce, yerno del general, nos esperaba en la estación del camino y antes de ir a su casa, me llevó a visitar un establecimiento de jardinería en un punto llamado Tromant, del cual han salido las plantas que conmigo llevo, escogidas y acomodadas bajo la dirección del mismo Balcarce, muy inteligente en eso. Es la primera vez que veo jardinero en la escala del establecimiento de Tromant, como también el arte y la inteligencia con que se cuidan y se mejoran las plantas, y aun se producen muchas variaciones y especies. En uno de los invernáculos de esta casa, he visto una colección de camelias en que hay mas de trescientas variedades de esa planta, según nos dijo su director, variedades que consisten, no sólo en el color de la flor, sino en su tamaño, su hechura, su constitución más o menos doble, y en otras circunstancias que escapan al examen del que, como yo, es vulgar en la materia.


Este bello establecimiento tuvo por casa la rica colección de plantas de la Emperatriz Josefina, que esta mujer desventurada regaló a su secretario particular, cuando los sueños políticos de su marido la arrojaron a un tiempo del lecho conyugal y de los palacios imperiales.


Muy agradable día pase en la casa del general San Martín, y esta última visita al veterano de nuestra independencia, a quien tal vez no volveré a ver, ha tenido para mí muchos motivos de vivísimo interés.


Desde luego he visto, con indecible gusto, el famoso estandarte que Francisco Pizarro trajo a la conquista del Perú, el más antiguo y mas interesante monumento de aquella época de regeneración y de sangre, de exterminio y de progreso para la América. No se de dónde he sacado, pero tengo por un hedió que ese estandarte fue hecho por las manos de dona Juana la Loca, hija desventurada de la altísima matrona que diestró el trono de Castilla, y madre del nuevo Cesar Carlos V. El general San Martín halló ese estandarte en Lima, cuando la ocupó en 1821 y le llevó consigo al salir del Perú, acompañado con un documento que le dio el Cabildo de aquella capital, certificando la autenticidad del estandarte, que, por otra parte, no necesita que nadie lo certifique, pues habla bien claramente por si.


El estandarte es de forma cuadrilonga; tiene de largo cuatro varas y un tercio. Es de un género de seda parecido al raso, color pajizo, como el que llamamos color de ante, aunque sospecho que debió ser amarillo, y que el tiempo y el uso lo han alterado. Esta lleno de remiendos de raso amarillo, mucho más nuevos que la tela original, puestos antes que Lima fuese tomada. En el centro tiene un escudo, de la hechura figurada en el margen cuyo contorno es colorado y el centro azul turquí.


Parece que hubo algo bordado en el centro, pero hoy sólo se distinguen algunos labores toscos e irregulares, hechos de un cordoncillo de seda que debía ser rojo cosido a la tela, como los bordados de trencilla que hacen nuestras damas.


Los españoles, que desde el principio de la conquista, mostraron no comprender la importancia de conservar los monumentos de la época, que condenaron a vandálica destrucción los de los aborígenes y descuidaron y perdieron los propios, parece que conservaron ese mismo espíritu hasta los últimos días de su dominación en América; y el estandarte de Pizarro, símbolo de las glorias españolas, fue singularmente desfigurado, insultado también por los que debieron haberlo custodiado con veneración.


Era costumbre en Lima, pascar el afamado estandarte por las calles de la ciudad en ciertas solemnidades, y entre otras en la elección anual del Cabildo. No sé si antes del principio de este siglo, se conservaba el recuerdo de la persona que sacaba el estandarte; pero después de 1805, adoptaron el más torpe modo de conservarle: el de pegar un parche de raso, con un letrero impreso, recordando el acontecimiento, lo que se repitió con varias interrupciones hasta 1820, de modo que la venerable tela está toda emplastada de diez parches con las inscripciones siguientes:


Año de 1803


“Sacó este estandarte real el Teniente Coronel D. Andrés de Salazar y Muñatorres, Alcalde ordinario de primer voto.”


Año de 1804


“Sacó este estandarte real el Alguacil Mayor de esta ciudad D. José Antonio de Ugarte.”


“Sacó este estandarte real D. Tomás Vallejo y Sumara, Regidor y Alcalde Provincial de la Santa Hermandad de esta ciudad, en el año 1805”.


“Sacó este estandarte real el Señor don Gaspar de Zeballos y Calder, Marques de Casa Calder, Alcalde Ordinario de 1er. voto, en el año 1807”.


“En el presente año de 1815, sacó el estandarte real el Señor D. José Antonio de Erres, Teniente Coronel del Regimiento de Dragones de esta capital, Alcalde Ordinario de primer voto, con acuerdo del Exmo, Cabildo y ausencia del Señor Alférez Real.”


“Sacó este estandarte real el Señor D. Francisco Moreira y Matute, Teniente Coronel de Caballería, Contador Mayor del Tribunal y Audiencia Real de cuentas de este Reino y Alcalde ordinario de esta ciudad, año de 1816”.


“Sacó este estandarte en el presente ano de 1817 el Señor D. Isidoro de Costázar y Abarca, conde de San Isidro y Capitán de Fragata de la Real Armada, retirado, siendo alcalde de 1er. voto.”


“Sacó este estandarte real en el presente ano de 1818, el señor D. Manuel de la Puente y Querejazú, del Orden de Santiago, Marques de Villa Fuerte y Teniente Coronel de Dragones de Caballería, siendo Alcalde Ordinario”.


“En el presente año de 1819 sacó este Estandarte Real, el Señor D. José Manuel Blanco de Azcona, del orden de Alcántara, teniente coronel de milicias, Regidor de este Exmo. Cabildo y Alcalde Ordinario de primer voto”.


“Sacó este estandarte real en el año de 1820, el Señor D. José Tomás de la Casa y Piedra García, capitán de granaderos del Regimiento de Infantería de línea de voluntarios distinguidos de la Concordia Española del Perú, tesorero de las rentas decimales del arzobispado, siendo Alcalde ordinario de esta Capital”.


Ya en el siguiente año de 1821, no había Alférez Real que sacara el estandarte: la capital de los Reyes estaba en poder de las armas libertadoras. Pero ¿a que conducían aquellos parches ridículos cosidos en el estandarte de la conquista? ¿No son ellos una prueba más del vergonzoso abrazo de los dominadores de la América? Se que Chile ha hecho algunas tentativas para obtener del Jefe del Ejercito de los Andes que ceda el estandarte a aquella República; pero no tengo recelo de que el se desprenda jamás de esa joya, sino es en favor de su patria, con cuyos recursos se hizo la memorable campaña. El general cuida con esmero el estandarte. Como estaba deshaciéndose en pedazos, hace algunos años que le hizo poner por el revés un forro blanco contra el cual están cosidos los pedazos que se desprendían de la tela original. He dado algunos pasos para obtener un dibujo exacto de ese precioso documento y espero conseguirlo.


Desde que llegue a París, supe que el general San Martín huye cuanto puede de hablar de los sucesos de Buenos Aires y aun de su propia carrera pública. Sin embargo, la primera vez que le visite, primera que el me había visto, me habló con vehemencia contra el sistema de Rosas: dijo en el tono del convencimiento y del pesar, que de toda la parte que el conoce de la América, Buenos Aires es el pueblo mas ilustrado y mas dispuesto a la civilización y que, sin embargo, por motivos que dice no comprender, ese pueblo ha sido siempre presa de salvajes y de caudillos bárbaros. Después, siempre que nos hemos visto, menos cuando ha estado presente Sarratea, ha hablado el general en el mismo sentido, Pero nunca se ha abierto conmigo como hoy.


Hemos pasado algunas horas conversando sobre su vida pública, especialmente sobre sus campañas de Chile y el Perú: he oído su juicio respecto de varios de los jefes y oficiales que con el sirvieron, y sabido algunas anécdotas curiosas. Hablando del desgraciado general Lavalle, me dijo: —“Lavalle era un oficial notable por su moral, por su conducta excelente para mandar un escuadrón, valiente como el que más, pero sin cabeza y completamente incapaz para dirigir cosa alguna”.


Los últimos años de la carrera pública de aquel jefe, han mostrado la exactitud de este juicio de su antiguo general.


Entre las anécdotas que me refirió, recuerdo lo siguiente: Inmediatamente después de la memorable batalla de Maipo, que decidió de la suerte de Chile, el general recibió un chasque del Director Supremo Pueyrredón, con oficios en que éste ordenaba que exigiera del vecindario y comercio de Chile una contribución de millón y medio de duros, para indemnización de los gastos de la campaña. Sin comunicar a persona alguna el contenido de esos despachos, contestó al Directorio manifestando lo impolítico de semejante medida, que desmentiría todas las promesas del Ejército, haciéndole aparecer como conquistador en vez de Libertador de Chile, y que indispondría al país, empobrecido ya por las exacciones de los españoles, contra los que, con nombre de amigos, los expoliaban como aquéllos.


El Directorio pareció convencerse, y el general a nadie habló de lo ocurrido hasta muy pocos días antes de embarcarse para la expedición al Perú, en que refirió aquella correspondencia al general O’Higgins. Supremo Director de Chile, quien, por supuesto, miró como atentatorio e impolítico el pensamiento de Pueyrredón y como muy acertada la respuesta del general. Pero tomada Lima por éste, en 1821, lo primero que ese mismo Director O’Higgins escribió al Jefe Libertador, fue para recomendarle que sacase de Lima, la ciudad recién ocupada, una contribución de tres millones, me parece. —“Vea usted —me decía el general— vea qué consecuencia y qué principios”.


Sin que yo se lo preguntase, y recordando una carta que le escribí desde el Janeiro, en que le comunicaba mi deseo de tener documentos y datos auténticos para escribir las campañas de Chile y del Perú, el general me habló de los motivos que le decidieron a no obedecer la orden que el Directorio, o como él dice la Logia de Buenos Aires, le envió para que viniese con el ejército a someter a Santa Fe y demás provincias que hacían la guerra a la autoridad nacional en 1819. —“Yo había visto, —me decía el general— que los mejores jefes, como las mejores tropas, se habían desmoralizado y perdido en la guerra de desorden que era necesario hacer; y sobre todo en el desquicio general en que las cosas se hallaban. Belgrano mismo no había podido evitar la sublevación de todo su ejercito, y era para mi evidente que, bajando yo con las divisiones del mío, muy pronto habría corrido la misma suerte; al paso que el prestigio de mi nombre, que invocaba el Directorio, si algo servía contra la guerra contra los españoles, ningún efecto había tenido en las discusiones civiles. Ya estaba, además, proyectada la expedición al Perú; y aún empezados a hacer algunos preparativos; bajar a Buenos Aires con el ejercito, era renunciar a la campaña del Perú, dejar a Chile expuesto a nuevas tentativas de los realistas que tenían en el Perú 27.000 hombres, perder las divisiones que bajasen, y sin probabilidad de ser útil a la causa por que se me llamaba”.


Tales fueron, más o menos, las explicaciones del general, que concluyeron con decirme: —“Se que la Logia nunca me perdonó mi conducta; pero aún ahora tengo la conciencia de que obre en el interés de la revolución de la América, y de que, si hubiese ido a Buenos Aires, la campaña del Perú no habría tenido lugar, ni la guerra de la independencia hubiera terminado tan pronto”.


El general San Martín vive con su hija única, casada con don Mariano Balcarce y madre de dos preciosas niñitas; toda esa familia ama y venera al viejo campeón de la independencia, y aquella casa es un modelo de felicidad y de moral domestica. El general, que a más de tener 65 años, padece con frecuencia violentos ataques nerviosos, suele tener arranques de mal humor, en que aborrece toda sociedad, aun la de los suyos; pero la prudencia y el amor de sus hijos, como el los llama, hacen que esas nubes jamás produzcan una tormenta.


él tiene delirio con las nietitas, cuya única maestra es la madre, joven perfectamente educada y capaz, que sueña con Buenos Aires y se esfuerza en que sus hijitas no olviden el nombre de esa patria ni la lengua nacional. Ella les enseña las primeras letras, ingles, dibujo, música, y demás cosas propias del sexo. Hoy, durante la comida, el general me habló mucho de Buenos Aires. A los postres, el Joven Balcarce le dijo:


—“Padre, si usted quiere beberemos por la satisfacción de tener con nosotros al Señor Varela y por su próspero regreso a su familia”. Como el general, a cuya derecha me hallaba, me dijera algún cumplimiento al tiempo de beber, yo le dije que moriría mas contento después de haber conocido al hombre a quien más triunfos debe nuestra Patria. El general, después de beber, dijo, materialmente llorando:


—“¡Bárbaros! ¡No saciarse en quince años de perseguir a los hombres de bien!”


Florencio Varela.



El general contaba en 1845, sesenta y siete años. Faltábale la vista y envejecía notablemente. Así lo observaron quienes llegaban a él después de haber permanecido alejados por algunos años. Su amigo el general peruano Juan Manuel Iturregui lo visitó en 1846.



1846


Habiendo trasladado el general San Martín su residencia de Bruselas a París, tuve la satisfacción de volver a verle en los repetidos viajes que hice a esa ciudad; tuve también la de ser uno de los testigos del contrato matrimonial de su muy virtuosa e interesante única hija, con un hijo del general Balcarce, [general] memorable por sus servicios y por su desgraciada e injusta muerte en Buenos Aires; y en 1832, con motivo de haber aparecido el cólera-morbus en París, emigre junto con el general San Martín al pueblo de Montmorency, donde permanecimos hasta la terminación de esa terrible epidemia. Estos pormenores no son manifiestamente, por sí mismos, de ninguna importancia para la historia, pero me encargo de ellos por cuanto prueban que traté con mucha frecuencia y muy de cerca al general San Martín, por cerca de diez años, y estuve consiguientemente en capacidad de conocer si su fortuna correspondía a las grandes sumas de dinero que calumniosamente han dicho algunos enemigos suyos que había sacado del Perú, y por cuanto es de mi deber testificar que en todo ese largo transcurso de años, jamás supe ni advertí nada que pudiese dar idea de que ese general fuese rico, notando, por el contrario, que vivía invariablemente con toda la modestia y severa economía que corresponde al estado de pobreza.


En 1846, volví a París, y habiendo preguntado por dicho general, supe que se hallaba ausente; mas, poco tiempo después regresó y tuvo la bondad de hacerme una visita. En los doce años que habíamos dejado de vernos, se había extenuado y acabado de una manera extraordinaria, tanto que, dudando que yo pudiese conocerlo y para descubrir si sería así en efecto, se me presento silenciosamente esperando que yo le hablase antes de saludarme. Sus circunstancias pecuniarias habían mejorado por entonces considerablemente, y vivía en consecuencia con algunas más comodidades, resultando exclusivamente este cambio del valioso legado que le había dejado su antiguo compañero de armas el famoso banquero de París, señor Aguado. Esta es la última vez que tuve la satisfacción de ver al muy ilustrado, desprendido y heroico general San Martín.


El estado de su salud me hizo temer entonces que el término de su vida no podía ser lejano, y, en efecto, poco después de mi regreso al Perú, tuve el sentimiento de saber su fallecimiento.


Juan Manuel Iturregui.



Ese mismo año, 1846, septiembre, estuvo con el general su compatriota Domingo F. Sarmiento, joven aún y lejos de la fama que adquirió después; pero ya escritor destacado —autor de “Facundo”— y que había sido objeto de algunas distinciones en los círculos intelectuales de Francia.



La vejez del prócer


A una legua de Mainville, no lejos de la margen del Sena, vive olvidado don José de San Martín, el primero y el más noble de los emigrados que han abandonado su patria, su porvenir, huyendo de la ovación que los pueblos americanos reservan para todos los que les sirven. Nuestro don Gregorio Gómez, el general Las Heras, y otros restos del mundo antiguo, me habían recomendado con amor, con interés, y el general Blanco díchole tan buenas cosas de mí, que me recibió el buen viejo sin aquella reserva que pone de ordinario para con los americanos en sus palabras cuando se trata de la América. Hay en el corazón de este hombre una llaga profunda que oculta a las miradas extrañas, pero que no se escapa a la de los que se la escudriñan. ¡Tanta gloria y tanto olvido! ¡Tan grandes hechos y silencio tan profundo! Ha esperado sin murmurar cerca de treinta años la Justicia de aquella posteridad a quien apelaba en sus últimos momentos de vida pública, y tiene setenta y cinco hoy 8; las dolencias de la vejez y el legado de las campañas militares, le empujan hacia la tumba y ¡espera todavía!


He pasado con él momentos sublimes que quedarán para siempre grabados en mi espíritu. Solos un día entero, tocándole con maña ciertas cuerdas, reminiscencias suscitadas a la ventura, un retrato de Bolívar que veía por acaso. Entonces, animándose la conversación, lo he visto transfigurarse, y desaparecer a mi vista el campagnard de Grand Bourg y presentárseme el general joven, que asoma sobre las cúspides de los Andes paseando sus miradas inquisitivas sobre el nuevo horizonte abierto a su gloria. Sus ojos pequeños y nublados ya por la vejez, se han abierto un momento, y, mostrádome aquellos ojos dominantes, luminosos, de que hablan todos los que le conocieron; su espalda encorvada por los años se había enderezado, avanzando el pecho, rígido como el de los soldados de línea de aquel tiempo; su cabeza se había echado hacia atrás, sus hombros bajándose por la dilatación del cuello, y sus movimientos rápidos, decisivos, semejaban al del brioso corcel que sacude su ensortijada crin, tasca el freno y estropea la tierra. Entonces la reducida habitación en que estábamos se había dilatado, convirtiéndose en país, en nación; los españoles estaban allá, el cuartel general aquí, tal ciudad acullá; tal hacienda, testigo de una escena, mostraba sus galpones, sus caseríos y arboledas en derredor de nosotros...


¡Ilusión! Un momento después, toda aquella fantasmagoría había desaparecido; San Martín era hombre y viejo, con debilidades terrenales, con enfermedades de espíritu adquiridas en la vejez; habíamos vuelto a la época presente y nombrado a Rosas y su sistema. Aquella inteligencia, tan clara en otro tiempo, declina ahora; aquellos ojos tan penetrantes, que de una mirada forjaban una página de la historia, estaban ahora turbios, y allá en la lejana tierra veían fantasmas de extranjeros, y todas sus ideas se confundían: los españoles y las potencias europeas, la patria, aquella patria antigua, y Rosas, la independencia y la restauración de la colonia; y así fascinado, la estatua de piedra del antiguo héroe de la independencia, parecía enderezarse sobre su sarcófago para defender la América amenazada.


Domingo F. Sarmiento.



La Revolución de 1848 que inauguró en Francia la Segunda República, trajo consigo serios desórdenes que decidieron al general San Martín a retirarse de París y vender su casa de Grand Bourg. Se instaló en Boulogne-sur-Mer, alquilando un piso en la casa de M. Gerard, abogado y bibliotecario de la ciudad. Allí vivió todavía cerca de dos años. Estaba casi ciego y aumentaban sus achaques, aunque mantenía toda su lucidez mental. En 1850 fue llevado a Enghien, cerca de París, donde hizo su última cura de baños. Vuelto a Boulogne, decayó gravemente. En una de sus crisis, dijo a su hija en francés: — C'est l’orage qui mêne au port... Félix Frías, que entonces se hallaba en París, salió para Boulogne al conocer la gravedad del ilustre enfermo. Cuando llegó, el 17 de agosto de 1850, San Martín había muerto. Frías escribió poco después esta crónica:



Muerte del General San Martín


París, agosto 29 de 1850.


Cumplo hoy con el doloroso deber de comunicar al Mercurio la más triste noticia que pueda trasmitirse a las repúblicas de la América del Sud, la muerte del general don José de San Martín. En la noche del 17 salí para el puerto de Boulogne, acompañado por un compatriota, con el objeto de visitar al ilustre enfermo, cuya salud se hallaba en estado alarmante, como anuncié a usted el mes pasado. En la mañana del siguiente día, supimos la noticia de su muerte, acaecida el mismo día de nuestra partida.


Don Mariano Balcarce, esposo de la noble hija del general, nos refirió, con el corazón destrozado por el dolor y bañados los ojos en lágrimas, sus últimos momentos.


El 17, el general se levantó sereno y con las fuerzas suficientes para pasar a la habitación de su hija, donde pidió que le leyeran los diarios, que el estado de su vista no le permitía desde mucho tiempo leer por sí mismo. Hizo poner rapé en su caja para convidar al médico que debía venir más tarde, y tomó algún alimento. Nada anunciaba en su semblante ni en sus palabras el próximo fin de su existencia.


El médico le había aconsejado que trajera a su lado una hermana de caridad, a fin de ahorrar a su hija las fatigas ya tan prolongadas de sus cuidados, y a fin de que el mismo enfermo tuviera mas libertad para pedir cuanto pudiera necesitar, lo que a veces no hacía por no molestar a su hija. Esta señora no quería ceder a nadie el privilegio, tan grato para su amor filial y de que disfrutó hasta el último instante, de asistir a su padre en su penosa enfermedad.


El señor Balcarce salió en la mañana del mismo día a hacer esa diligencia, acompañado por Don Javier Rosales, a quien comunicó las esperanzas que abrigaba en el restablecimiento del general y su proyecto de hacerle viajar; tan lejos estaba de prever la desgracia que le amenazaba y tanta confianza le inspiraba el estado, en ese día y los anteriores, de su padre.


El señor Rosales procuró disipar esas ilusiones que podían hacer más sensible el golpe que el consideraba inmediato, y sus tristes predicciones no tardaron, por desgracia, en realizarse.


Después de las dos de la tarde, el general San Martín se sintió atacado por sus agudos dolores nerviosos al estómago. El doctor Jardón, su medico, y sus hijos estaban a su lado. El primero no se alarmó y dijo que aquel ataque pasaría como los precedentes. En efecto, los dolores calmaron, pero, repentinamente el general, que había pasado al lecho de su hija, hizo un movimiento convulsivo, indicando al señor Balcarce con palabras entrecortadas que la alejara, y expiró casi sin agonía. Es más fácil comprender que explicar la aflicción de sus hijos en presencia de esa muerte tan súbita e inesperada.


Algunos días antes, el general se sintió atormentado en la noche por sus dolores, tomó una dosis de opio mayor que la proscripta para calmarlos, y en la mañana siguiente amaneció moribundo. Las aplicaciones de sinapismo lograron reanimarlo, pero vino luego una reacción con fiebre violenta, que entiendo ha influido en su muerte imprevista, a pesar de las engañosas apariencias de mejoría que se notaron en los cuatro últimos días.


En la mañana del 18 tuve la dolorosa satisfacción de contemplar los restos inanimados de este hombre, cuya vida está escrita en páginas tan brillantes de la historia americana. Su rostro conservaba los rasgos pronunciados de su carácter severo y respetable. Un crucifijo estaba colocado sobre su pecho, otro en una mesa entre dos velas que ardían al lado del lecho de muerte. Dos hermanas de caridad rezaban por el descanso del alma que abrigó aquel cadáver.


Baje enseguida a una pieza inferior, dominado por los sentimientos religiosos que se levantan en el corazón del hombre más incrédulo al aspecto de la muerte. Un reloj de cuadro negro, colgado en la pared, marcaba las horas con un sonido lúgubre, como el de las campanas de la agonía, y este reloj se paró aquella noche en las tres, hora en que había expirado el general San Martín. ¡Singular coincidencia! El reloj de bolsillo del misino general, se detuvo también en aquella última hora de su existencia.


Al día siguiente 19, al tiempo de colocar en el féretro los restos mortales del ilustre difunto, la caja de la guardia nacional resonaba casualmente enfrente de la casa mortuoria; como si fuera homenaje militar tributado al guerrero que hizo resonar por la vez primera en las altas cimas de los Andes los clarines y tambores marciales que acompañaron en Chile, el Perú y el Ecuador, al estandarte victorioso de la independencia americana.


El 20, a las seis de la mañana, el carro fúnebre recibió el féretro, y fue acompañado en su tránsito silencioso por un modesto cortejo. Cuatro faroles cubiertos de crespón negro adornaban encendidos los ángulos superiores del carro. Seis hombres vestidos con capotes del mismo color marchaban de ambos lados. Detrás iban el señor Balcarce, llevando a su derecha al señor Darthez, antiguo amigo del general, y a la izquierda al señor Rosales, Encargado de Negocios de Chile. Marchaban en seguida don José Guerrico, un joven de Buenos Aires hijo de su hermano don Manuel, el doctor Gerard y el señor Seguier, vecinos ambos de Boulogne. El acompañamiento era humilde y propio de la alta modestia, tan digna compañera de las cualidades morales y de los títulos gloriosos de aquel hombre eminente.


El carro fúnebre se detuvo en la iglesia de San Nicolás. Allí rezaron algunos sacerdotes las oraciones religiosas en favor del alma del difunto. En aquel momento note en una de las naves del templo la tumba dedicada a la memoria del almirante Bruix, padre de dos bizarros oficiales que murieron en América, sirviendo la causa de su independencia a las órdenes del mismo jefe que hoy venía a confundir sus restos con los del celebre almirante.


Sobre la piedra de esa tumba, se leen estas palabras que pudieran bien grabarse en la del vencedor de Maipo, con la diferencia de que la patria del general San Martín es grande como el vasto teatro de sus hazañas:


“Tan buen padre como gran general Su familia y su patria le lloran”


Después de esa ceremonia, el convoy fúnebre continuó hasta la catedral, vasto edificio que se construye en la parte de la ciudad, llamada “alta”. En una de las bóvedas de la capilla, acabada ya, fue depositado el cadáver que acompañábamos. Allí descansara hasta que sea conducido más tarde a Buenos Aires, donde según sus últimos deseos, deben reposar los restos del general San Martín. Fiel siempre a sus hábitos modestos, había él mismo manifestado la voluntad de que su entierro se hiciera sin pompa ni ostentación alguna, y así se ha hecho.


Ahí está ya, en el puerto a que todos arribamos, el hombre que fue en la América meridional un gran capitán, y que supo imitar el magnánimo desprendimiento de Washington, cediendo a su rival el teatro en que hubiera podido cubrirse aún de más gloria, y alejándose espontáneamente de los pueblos a que había dado independencia, para que se comprendiera que su única ambición era la de anularse, después de haber contribuido poderosamente a la emancipación de medio mundo.


Veintiocho años ha pasado en su voluntaria proscripción, sin que jamás haya salido de sus labios una sola palabra de queja, a pesar de que la calumnia y la ingratitud hicieron llegar más de una vez al apartado lugar de su retiro los destemplados clamores que jamás conturbaron la paz de su alma. Ese es el puerto, sí; el mismo general, en uno de los momentos en que le afligían sus crudos dolores, decía a su hija, tan digna por su virtud de ser la heredera de su gloria, en el idioma del pueblo que habitaba: C’ est l’ orage qui mene au port. ¡La tormenta que conduce al puerto! ¡Bellas palabras y llenas de verdad! ¡Cuál otro que la muerte es el puerto en que descansan, después de las fatigas de la vida, los hombres como el general San Martín! No le bastó después de sus esplendidos triunfos, decir a los pueblos que había emancipado: —“Ved que soy un hombre honrado”— y ha sido preciso que llegara lleno de anos y de abnegación al borde de su tumba, para que la justicia empezara para el. El fallo de esa justicia humana no es completo, por desgracia, sino después que los hombres ven cadáver al que fue en vida libertador, después que el héroe ha entrado a ese puerto del que no se regresa a la tierra.


Si el general San Martín no se quejaba de la ingratitud, tenía memoria para los beneficios, si es que pueden llamarse así las justas recompensas acordadas por los gobiernos de Chile y del Perú a sus grandes servicios. En cuanto a la conducta, respecto de él, del actual y de los anteriores gobiernos de su propio país, imitaré, en presencia de esa augusta tumba, el noble silencio del patriota generoso y puro que ella encierra.


La catedral, cuyas bóvedas subterráneas contienen los restos del general San Martín, remonta su alta cúpula no lejos de la columna erigida a Napoleón en el célebre campo de Boulogne, donde concibió el atrevido proyecto de invadir la Gran Bretaña. Allí mismo fue donde el genio militar del siglo distribuyó solemnemente las cruces de honor a los valientes soldados de su ejército.


El general San Martín no sólo concibió sino realizó la empresa no menos audaz, considerada la diferencia de los medios, del paso de los Andes, con un ejército que tenía que hacer esa conquista sobre la naturaleza antes de conquistar para la independencia a dos Estados americanos. Y sin embargo, un solo monumento no se eleva en todo el vasto territorio que recorrió aquel guerrero con sus tropas victoriosas desde San Lorenzo hasta Pichincha. ¡Ingratitud de los pueblos, comparable sólo con el desprendimiento del héroe!


Hacía algún tiempo que el general consideraba próxima su muerte; y esta triste persuasión abatía su ánimo, ordinariamente melancólico y amigo del silencio y del aislamiento. El día 6 escribió en su cartera algunas palabras afectuosas de despedida para sus hijos. Su razón, sin embargo, se ha mantenido entera hasta el último momento; y puede decirse que su alma enérgica se ha lanzado de la tierra cuando le faltó cuerpo que habitar.


En algunas conversaciones que tuve con el en Enghien, lugar vecino a París, cuyas aguas le habían recetado los médicos, pude notar, un mes antes de su muerte, que su inteligencia superior no había declinado. Vi en ella el sello del buen sentido que es para mí el signo inequívoco de una cabeza bien organizada. Hablaba con entusiasmo de la prodigiosa naturaleza de Tucumán y de las otras provincias argentinas; y como Rivadavia en sus últimos días, abrigaba fe viva en el porvenir de aquellos países. Recordaba siempre con gratitud el noble carácter y el apoyo que encontró para su gran campaña de Chile en los habitantes de las provincias de Cuyo; y su memoria conservaba frescos y animados recuerdos de los hombres y los sucesos de su época brillante.


Nada simpático por el movimiento revolucionario en que ha entrado la Francia después de febrero, apreciaba a mis ojos con suma exactitud los defectos del carácter francés, al mismo tiempo que las calidades que lo recomiendan, y las causas de los males que hoy afligen a esta nación.


Comprendía en sus últimos días, como comprendió muy temprano y antes que el mismo Monteagudo, que la libertad requiere condiciones muy serias en los pueblos para arraigarse, y que el entusiasmo febril e irreflexivo no es su mejor garantía. La inteligencia que supo hermanar la gloria con la más bella de las virtudes, el desinterés, era bien competente para juzgar con acierto las cuestiones sociales. Su lenguaje era de un tono firme y militar, por decirlo así, cual el de un hombre de convicciones meditadas.


Permítame usted, antes de concluir, recomendar a la gratitud de los buenos americanos el celo que algunos estimables caballeros han dispensado a la familia del héroe que liemos perdido, en los amargos días de su desgracia. El señor Don Javier Rosales, Encargado de Negocios de Chile, ligado al general San Martín y a sus hijos por el doble vínculo de la amistad y de su posición, ha representado dignamente a un gobierno y a un pueblo que deben conservar recuerdos de respetuosa simpatía por el vencedor de Maipo.


Pero si se conciben esas finas atenciones de la amistad en un hijo de aquella república, son sin duda más laudables aún, en un ciudadano francés. El doctor Gerard, dueño de la casa que habitaba el general San Martín, y cuyo piso inferior ocupaba el mismo con su familia, ha desplegado una solicitud tan recomendable, que parecía inspirada por la pérdida de un glorioso compatriota suyo. Verdad es que para un corazón francés, la gloria bien adquirida no es un título de un país, sino de la humanidad entera. Este caballero, después de haber practicado con el señor Rosales todas las tristes diligencias necesarias para conducir y depositar a un cadáver en su última morada, recorrió inmediatamente los libros de la biblioteca de Boulogne, de que es director, y ha publicado un hermoso articulo necrológico en “El Imparcial”, de Boulogne, del 23 de este mes, en el que sorprende que un extranjero haya podido Juzgar con tanta fidelidad al guerrero y los notables sucesos en que tuvo parte tan señalada.


Espero que se me perdonará la indiscreción de copiar aquí algunos renglones de una carta dirigida por el doctor Gerard al señor Balcarce: “Y ahora, señor, no me queda otra cosa que deciros, sino manifestaros de nuevo, con el corazón consternado, la viva aflicción que mi esposa y yo hemos experimentado y experimentaremos largo tiempo por la pérdida tan dolorosa que acabáis de hacer. Nos envanecía la posesión de un hombre de esa edad y un carácter tan grande bajo este techo que nos abriga. Esta casa estaba santificada a nuestros ojos, su perdida deja en ella un vacío que se reproduce en nuestras almas, y que no se llenará pronto”.


El piadoso celo del doctor Gerard ha sido igualado por el de un respetable sacerdote, el abate Haffreingue, que cedió una de las capillas subterráneas de la catedral para los restos del general San Martín, y ha prodigado a su enlutada familia las benévolas atenciones de un ministro del Evangelio. A los esfuerzos infatigables de ese prelado tan ilustrado como virtuoso se debe la continuación de aquel edificio monumental.


Usted concibe la grata impresión que han debido despertar en los deudos y amigos del difunto general estos actos de delicada urbanidad que honran la tumba abierta en el sucio extranjero para recibir a un eminente ciudadano de nuestra América.


Por lo demás, la presencia entre los pocos amigos que llegaron hasta esa tumba, de un honorable anciano español, un distinguido escritor francés, un representante de Chile y un niño de la República Argentina, provoca reflexiones que es inútil expresar a usted.


La América sentirá sin duda esta pérdida como debe ser sentida.


Ella será fiel a la gloriosa tradición de su origen, que es tal vez lo único que podamos contemplar con satisfacción y sin rubor. El general San Martín es venerable a mis ojos, no sólo porque fue un glorioso guerrero y porque sus victorias inauguraron con las de Bolívar la era moderna de la América antes española; es sobre todo venerable porque a sus hechos heroicos mereció asociar el titulo de grande hombre de bien. Este elogio tributado por el ilustre hombre de Estado de la Inglaterra, muerto no ha mucho, al rey Luís Felipe, que acaba de morir también, será la corona más bella que pueda la posteridad colocar sobre la frente de las estatuas que se erigirán un día a la memoria del general San Martín.


Félix Frías.



En el articulo precedente, Frías hace referencia a una pequeña biografía de San Martín, escrita por M. Alfred Gerard para El Imparcial de Boulogne. Fue publicada también en un folleto que se titula: Le general don José de San Martín. Extrait du journal L’Impartial de Boulogne-sur-Mer du 22 aout 1850. Nécrologie. De ese raro folleto, entresacamos y traducimos la siguiente silueta:



Monsieur de San Martín


EL Sr. de San Martín era un lindo anciano de elevada estatura, que ni la edad, ni la fatiga, ni los dolores físicos habían podido doblegar. Sus rasgos fisonómicos eran muy expresivos y simpáticos, su mirada viva y penetrante, sus modales llenos de afabilidad. Poseía muy amplia instrucción; sabía y hablaba con igual facilidad el francés, el inglés y el italiano y había leído cuanto puede leerse. Su conversación, fácil y jovial, era una de las más atractivas que he escuchado. Su bondad no tenia limites. Experimentaba por el obrero una verdadera simpatía, pero deseaba verlo laborioso y sobrio, y nadie como el habrá hecho menos concesiones a esa despreciable popularidad que se obtiene adulando los vicios del pueblo. Decía a todos, y por encima de todo, la verdad.


Su experiencia de las cosas y de los hombres daba a sus juicios una autoridad muy grande y le había enseñado la tolerancia.


Partidario exaltado de la independencia de las naciones, no adoptaba una posición sistemática sobre las formas de gobierno propiamente dichas. Recomendaba sin cesar el respeto de las tradiciones y de las costumbres y consideraba muy culpables las impaciencias de los reformadores que con el pretexto de corregir abusos, trastornan en un día el estado político y religioso de sus países, “Todo progreso —decía— es hijo del tiempo”.


Alfred Gerard.



Chile fue el primer país de América donde surgió la idea de levantar una estatua al general San Martín. Al inaugurarse el monumento, (5 de abril de 1863) el ministro chileno Antonio Tocornal, dijo, entre otras, las siguientes palabras:



San Martín y Chile


Su mayor gusto era recibir con una benevolencia paternal a todos los americanos que iban a Europa, para tener oportunidad de indagar las noticias más minuciosas acerca de las situaciones de la América.


Yo, señores, tuve el honor de ser personalmente testigo del interés con que aquel venerable veterano de la independencia se informaba de cuanto nos concernía, y de su vehemente anhelo por el pronto y rápido adelantamiento de países que le eran verdaderamente queridos.


Por fortuna, a la época en que yo le vi, Chile había ya reparado dignamente el olvido de algunos años. La conmoción profunda con que el noble anciano me habló de esta reparación, me hizo comprender lo mucho que ese olvido le había hecho sufrir. —“Durante los primeros años de mi residencia en Europa, me dijo, recibí de mi patria y del Perú algunos testimonios de aprecio; pero Chile parecía haberme completamente olvidado. Sentía morirme con este amargo pesar, porque yo había servido a vuestro país con el mayor desinterés, había peleado por su independencia, le había dado la libertad, y en seguida me había alejado de su suelo sin haberle causado el menor mal, sin haberle inferido ningún agravio. Conocía en mi conciencia que tenía derecho a su agradecimiento. El día que me dieron la noticia de que el Congreso Nacional había declarado, por una ley, que Chile me era deudor de algo, ordenando que se me considerara por toda, la vida en servicio activo y se me pagara en Europa mi sueldo de general, fue uno de los más felices de mi existencia. Aquello importaba para mí un reconocimiento de mis servicios, una prenda de reconciliación con un pueblo al cual he amado mucho”.


La satisfacción de nuestro libertador habría sido ciertamente mayor, si hubiera podido saber que la gratitud de los chilenos, aunque tardía al principio, había de ir creciendo con los años, como lo manifiesta esta ceremonia, como lo muestra este monumento. Habría sido entonces lisonjero para mí, haber podido contestar a las justas y sentidas quejas del noble anciano: “Chile será, señor, la primera de las tres repúblicas que mande fundir en vuestro honor una estatua de bronce”.


Permitidme, señores, que en esta ocasión solemne, haga todavía mención de otra incidencia de mis conversaciones con el ilustre general, por que considero que el recuerdo de ella es oportuno. San Martín se complacía en hablar de sus compañeros de armas cuyos méritos ensalzaba como correspondía, y a quienes no se cansaba de recomendar al respeto y al afecto de los americanos; pero había uno cuyo nombre pronunciaban más frecuentemente sus labios: don Bernardo O’Higgins, que a la sazón había ya muerto en una tierra que no era Chile. San Martín refería larga y animadamente las proezas de su camarada, a quien admiraba, y no cesaba de repetir cuánto le debíamos.


Cumplo señores, con las recomendaciones del general San Martín, haciéndoos presente que tenemos que pagar una deuda sagrada a la memoria del denodado caudillo que, después de haberse cubierto de gloria en tantos combates, firmó la declaración de la independencia de esta República.


Antonio Tocornal.