Autobiografía
Expedición al Paraguay
 
 
Me hallaba de vocal en la Junta provisoria, cuando en el mes de agosto de 1810, se determinó mandar una expedición al Paraguay, en atención a que se creía que allí había un gran partido por la revolución, que estaba oprimido por el gobernador Velazco y unos cuantos mandones, y como es fácil persuadirse de lo que halaga, se prestó crédito al coronel Espínola, de las milicias de aquella provincia, que al tiempo de la instalación de la predicha junta se hallaba en Buenos Aires. Fue con pliegos, y regresó diciendo que con doscientos hombres era suficiente para proteger el partido de la revolución, sin embargo de que fue perseguido por sus mismos paisanos, y tuvo que escaparse a uña de buen caballo, aun batiéndose, no sé en qué punto, para libertarse.

La Junta puso las miras en mí, para mandarme con la expedición auxiliadora, como representante y general en jefe de ella; admití, porque no se creyese que repugnaba los riesgos, que sólo quería disfrutar de la capital, y también porque entreveía una semilla de división entre los mismos vocales, que yo no podía atajar, y deseaba hallarme en un servicio activo, sin embargo de que mis conocimientos militares eran muy cortos, pues también me había persuadido que el partido de la revolución sería grande, muy en ello de que los americanos al sólo oír libertad, aspirarían a conseguirla.

El pensamiento había quedado suspenso y yo me enfermé a principios de septiembre, apuraron la circunstancias y convaleciente, me hicieron salir, destinando doscientos hombres de la guarnición de Buenos Aires, de los cuerpos de granaderos y pardos, poniendo a mi disposición el regimiento que se creaba de caballería de la patria, con el pie de los blandengues de la frontera, y asimismo la compañía de blandengues de Santa Fe y las milicias del Paraná, con cuatro cañones de a cuatro y respectivas municiones.

Salí para San Nicolás de los Arroyos, en donde se hallaba el expresado cuerpo de caballería de la patria, y sólo encontré en él sesenta hombres, de los que se decían veteranos, y el resto, hasta cien hombres, que se habían sacado de las compañías de milicias de aquellos partidos, eran unos verdaderos reclutas vestidos de soldados. Eran el coronel don Nicolás Olavarría y el sargento mayor don Nicolás Machain.

Dispuse que marchase a Santa Fe para pasar a La Bajada, para donde habían marchado las tropas de Buenos Aires, al mando de don Juan Ramón Balcarce, mientras yo iba a la dicha ciudad para ver la compañía de blandengues, que se componía de cuarenta veteranos y sesenta reclutas.

Luego que pasaron todos al nominado pueblo de La Bajada, me di a reconocer de general en jefe, y nombré de mayor general a don Nicolás Machain, dándole, mientras yo llegaba, mis órdenes e instrucciones.

Así que la tropa y artillería que ya he referido, como dos piezas de a dos, que agregué, de cuatro que tenía el ya referido cuerpo de caballería de la patria, y cuanto pertenecía a éste que se llamaba ejército, se habla transportado a La Bajada, me puse en marcha para ordenarlo y organizarlo todo.

Hallándome allí recibí aviso del gobierno de que me enviaba doscientos patricios, pues, por las noticias que tuvo del Paraguay, creyó que la cosa era más seria de lo que se había pensado, y puso también a mi disposición las milicias que tenía el gobernador de Misiones, Rocamora, en el pueblo de Yapeyú con nueve o diez dragones que le acompañaban.

Mientras llegaban los doscientos patricios que vinieron al mando del teniente coronel don Gregorio Perdriel, aprontaba las milicias del Paraná, las carretas y animales para la conducción de aquélla, y caballada para la artillería y tropa.

Debo hacer aquí los mayores elogios del pueblo de Paraná y toda su jurisdicción; a porfía se empezaban en servir, y aquellos buenos vecinos de la campaña abandonaban con gusto sus casas para ser de la expedición y auxiliar al ejército de cuantos modos les era posible. No se me olvidarán jamás los apellidos Garrigós, Ferré, Verá y Hereñú; ningún obstáculo había que no venciesen por la patria. Ya seríamos felices si tan buenas disposiciones no las hubiese trastornado un gobierno inerme, que no ha sabido premiar la virtud, y ha dejado impune los delitos. Estoy escribiendo, cuando estos mismos, y Hereñu, sé que han batido a Holmberg.

Para asegurar en el partido de la revolución el Arroyo de la China y demás pueblos de la costa occidental del Uruguay, nombré comandante de aquella orilla al doctor don José Díaz VéIez, y lo mandé auxiliado con una compañía de la mejor tropa de caballería de la patria que mandaba el capitán don Diego González Balcarce.

Entretanto, arreglaba las cuatro divisiones que formé del ejército, destinándole a cada una, una pieza de artillería y municiones, dándoles las instrucciones a los jefes para su buena y exacta dirección, e inspirando la disciplina y subordinación a la tropa y particularmente la última calidad de que carecía absolutamente la más disciplinada, que era la de Buenos Aires, pues el jefe de las armas, que era don Cornelio Saavedra no sabía lo que era milicias, y así creyó que el soldado sería mejor dejándole hacer su gusto.

Felizmente no encontré repugnancia, y los oficiales me ayudaron a restablecer el orden de un modo admirable, a tal término que logré que no hubiese la más mínima queja de los vecinos del tránsito, ni pueblos donde hizo alto el ejército, ni alguna de sus divisiones. Confieso que esto me aseguraba un buen éxito, aun en el más terrible contraste.

Dieron principio a salir a últimos de octubre, con veinticuatro horas de intermedio hacia Curuzú Cuatiá, pueblo casi en el centro de lo que se llama Entre Ríos. Los motivos por que tomé aquel camino los expresaré después, y dejaremos marchando al ejército para hablar del Arroyo de la China.

Tuve noticias positivas de una expedición marítima que mandaba allí Montevideo y le indiqué al gobierno que se podría atacar; me mandó que siguiese mi marcha, sin reflexionar ni hacerse cargo de que quedaban aquellas fuerzas a mi espalda, y las que si hubiesen estado en otras manos, me hubieran perjudicado mucho. Siempre nuestro gobierno, en materia de milicia no ha dado una en el clavo; tal vez es autor de todas nuestras desgraciadas jornadas y de que nos hallemos hoy 17 de marzo de 1814 en situación tan crítica.

Aquellas fuerzas de Montevideo se pudieron tomar todas; venían en ellas muchos oficiales que aspiraban reunírsenos, como después lo ejecutaron y si don José Díaz Vélez en lugar de huir precipitadamente, oye los consejos del capitán Balcarce y hace alguna resistencia, sin necesidad de otro recurso queda la mayor parte de la fuerza que traía el enemigo con nosotros y se ve precisado a retirarse el jefe de la expedición de Montevideo, Michelena, desengañado de la inutilidad de sus esfuerzos, y quién sabe si se hubiera dejado tomar, pues le unían lazos a Buenos Aires de que no podía desentenderse.

Mientras sucedía esto iba yo en marcha recorriendo las divisiones del ejército para observar si se guardaban mis órdenes y si todo seguía del mismo modo que me había propuesto y así, un día estaba en la 4º división y otro día en la 2º y 1º de modo que los jefes ignoraban cuándo estaría con ellos y su cuidado era extremo, y así es que en sólo el camino, logré establecer la subordinación de un modo encantador y sin que fuera precisos mayores castigos.

En Alcaraz tuve la noticia del desembarco de los de Montevideo en el Arroyo de la China, y di la orden para que Balcarce se me viniese a reunir; entonces, me parece, insistí al gobierno para ir a atacarlos, y recibí su contestación en Curuzú Cuatiá, de que siguiese mi marcha como he dicho.

Había principiado la deserción, particularmente en los de caballería de la patria, y habiendo yo mismo encontrado dos, los hice prender con mi escolta, y conducirlos hasta el punto de Curuzú Cuatiá, donde luego que se reunió el ejército los mandé pasar por las armas con todas las formalidades de estilo y fue bastante para que ninguno se desertase.

Hice alto en dicho pueblo, por el arroyo de las Carretas, para proporcionarme cuanto era necesario para seguir la marcha.

Nombré allí, de cuartel maestre general, al coronel Rocamora y le mandé que viniese con la gente que tenía, por aquel camino hasta reunírseme, pues, como ya he dicho, se hallaba en Yapeyú.

Pude haberle mandado que fuese por los pueblos de Misiones a Candelaria, pueblo sobre la costa Sur del Paraná, con lo que habría ahorrado muchas leguas de marcha, pero como el objeto de mi venida a Curuzú Cuatiá había sido por ser el mejor camino de carretas como para alucinar a los paraguayos, de modo que no supieran por qué punto intentaba pasar el Paraná, barrera formidable, le di la orden predicha.

En los ratos que con bastante apuro me dejaban mis atenciones militares para el apresto de todo, disciplina del ejército, sus subsistencias y demás, que todo cargaba sobre mí, hice delinear el nuevo pueblo de Nuestra Señora del Pilar de Curuzú Cuatiá; expedí un reglamento para la jurisdicción y aspiré a la reunión de población, porque no podía ver sin dolor, que las gentes de la campaña viviesen tan distantes unas de otras lo más de su vida, o tal vez, en toda ella, estuviesen sin oír la voz de su pastor eclesiástico, fuera del ojo del juez, y sin un recurso para lograr alguna educación.

Para poderme contraer algo más a la parte militar, que como siempre me ha sido preciso descuidarla, por recaer entre nosotros todas las atenciones en el general, nombré de intendente del ejército a don José Alberto de Echevarría, de quien tendré ocasión de hablar en lo sucesivo.

Desde dicho punto di orden al teniente gobernador de Corrientes, que lo era don Elías Galván, que pusiese fuerzas de milicias en el paso del Rey, con el ánimo de que los paraguayos se persuadieran que iba a vencer el Paraná por allí, y para mayor abundamiento, ordené que se dispusieran unas grandes canoas para que lo creyesen mejor, y si podían escapar, subiesen hasta Candelaria.

Ello es que al predicho paso se dirigieron con preferencia sus miras de defensa, sin embargo que no desatendían los otros, pues allí pusieron hasta fuerzas marítimas al mando de un canalla europeo, que con dificultad se dará más soez, pues parece que la hez se había ido a refugiar en aquella desgraciada provincia.

Salí de Curuzú Cuatiá con todas las divisiones reunidas, dirigiéndome al río de Corrientes, al paso que se llama Caaguazú, por campos que parecía no hubiese pisado la planta del hombre, faltos de agua y de todo recurso y sin otra subsistencia que el ganado que llevábamos; las caballadas eran del Paraná y su jurisdicción, que nos habían dado por la patria y las conducía don Francisco Aldao gratuitamente.

Llegamos al río Corrientes al paso ya referido y sólo encontramos muy malas canoas que nos habían de servir de balsas para pasar la tropa, artillería y municiones; felizmente la mayor parte de la gente sabía nadar y hacer uso de lo que llamamos pelota, y aún así tuvimos dos ahogados y algunas municiones perdidas por la falta de balsa. Tardamos tres días en este paso. No obstante la mayor actividad y diligencia y el gran trabajo de los nadadores que pasaron la mayor parte de las carretas dando vuelcos. El río tendría una cuadra de ancho y lo más de él a nado.

Por la primera vez se me presentaron algunos vecinos de Corrientes y entre ellos el muy benemérito don Angel Fernández y Blanco a quien la patria debe grandes servicios y un viejo honradísimo, don Eugenio Núñez Serrano, que se tomó la molestia de acompañarme en toda la expedición, sufriendo todos los trabajos de ella sin otro interés que el de la causa de la patria.

El teniente gobernador me describió haciéndome mil ofertas de ganados y caballos; aquéllos me alcanzaron en número de ochocientas cabezas que, era preciso dar dos por una, pues estaban en esqueleto; los caballos nunca vinieron, y sin embargo escribió que nos había franqueado hasta cuatro mil. A tal término llegó la escasez de caballos para el ejército en aquella jurisdicción que a pocas jornadas de Caaguazú nos fue preciso echar mano de las caballadas de reserva para la tropa y para arrastrar la artillería.

Toca en este lugar, que haga memoria del digno europeo don Isidro Fernández Martínez, que me auxilió mucho y se manifestó como uno de los mejores patriotas, acompañándonos hasta un pueblecito nombrado Inguatecorá sufriendo las lluvias y penalidades de unos caminos poco menos que despoblados.

Seguí siempre la línea recta, a salir a frente de San Gerónimo, atravesando, según el plan que llevaba, la famosa laguna Iberá que nunca vi, observé sí, unos ciénagos inmensos al costado derecho del camino, que serían parte de ella. Pasamos los Ibicuy, Miní y Guazú, que son desagües de ella, o comunicaciones con el Paraná y después de marchas las más penosas, por países habitados de fieras y sabandijas de cuanta especie es capaz de perjudicar al hombre, llegamos a dicho punto de San Gerónimo sufriendo inmensos aguaceros, sin tener una sola tienda de campaña ni aun para guardar las armas.

Allí empezaron con más fuerza las aguas y nuestros sufrimientos y nos encaminábamos al paso de Ibaricary, habiendo yo formado la idea de atravesar a la isla célebre, nombrada Apipé, para de allí pasar a San Cosme, según los informes que me habían dado los baqueanos. No encontré más que una canoa y me propuse hacer botes de cuero para vencer la dificultad, en la estancia de Santa María de la Candelaria, y yo dije entonces Santa María la Mayor, por haber visto así el título en el altar Mayor.

Desde este punto, que me pareció oportuno, dirigí mis oficios al gobernador Velazco, al Cabildo y al obispo, invitándoles a una conciliación para evitar la efusión de sangre. Don Ignacio Warnes, mi secretario, se comidió a llevar los pliegos, por el conocimiento y atenciones que había debido a su causa, el expresado gobernador Velazco. Al mismo tiempo dirigí oficios, incluyendo copias de los expresados pliegos, a los comandantes de las costas, pidiéndoles cesasen toda hostilidad, hasta la contestación del tal gobernador.

Me horrorizo al contemplar la conducta engañosa que se observó con Warnes, las tropelías que se cometieron con él, las prisiones que le pusieron, la muerte que a cada paso le ofrecían, el robo de su equipaje por los mismos oficiales. Yo vi su sable y cinturón en don Fulgencio Yegros, hoy cónsul de aquella república, después de la acción de Tacuarí. Entre los cafrés no se ha cometido tal atentado con un parlamentario; sólo puede disculparlo la ignorancia y la barbarie en que vivían aquellos provincianos, y las ideas que les habían hecho concebir los europeos en contra de nosotros.

Confieso que no quisiera traer a la memoria unos hechos que degradan al hombre americano. Pero, ¿qué habían de hacer esos descendientes de los bárbaros españoles conquistadores?

Todo fue estudiado y tanto más criminoso; ofreciéndole a Warnes la mejor acogida inmediatamente que desembarcó, fue amarrado y conducido así por las lagunas y pantanos hasta ñeembucú; allí grillos, y con ellos cepos, dicterios, insultos y cuanto mal se le podía hacer. Basta para conocer el estado moral de los paraguayos, en diciembre de 1810 y lo que la España había trabajado en trescientos años, para su ilustración. Seguiré la narración que me he propuesto.

Mientras estaba en los trabajos de los botes de cuero, tuve noticias de que en Caraguatá había unos europeos construyendo un barco, y que se había salvado el bote del fuego con que los paraguayos devoraron cuanto buque pequeño y canoas había hacia aquella parte de la costa Sur del Paraná, con el intento de quitarnos todo auxilio.

Con este motivo me dirigí allí; mandé fuerzas a la Candelaria y ordené al mayor general que viese por sí mismo el ancho del río en aquella parte y me diese cuenta, pues no me fiaba del plano que llevaba, y veía muchas dificultades en este paso del Caraguatá, por su demasiada anchura.

El que construía el barco era un don José, gallego de nación pero de muy buenas luces, adicto a nuestra causa, o al menos lo parecía; ello es que trabajó mucho para alistar el bote y ponerle una corredera, en que se colocó un cañón de a dos, giratorio, con su respectiva cureña, que también se formó; me acompañó a la Candelaria y anduvo en toda la expedición conmigo hasta que ya no fue necesario.

Volvió el mayor general y me dio las noticias que yo deseaba y entonces habiendo logrado, saber de algunas canoas que se habían podido salvar, las hice venir a Caraguatá y formé una escuadrilla cuya capitana era el bote, y la hice subir hacia Candelaria, al mando del expresado mayor general, con gente armada de toda confianza, pues debía pasar por frente de Itapúa, donde tenían los paraguayos toda o la mayor parte de la fuerza que debía impedirnos el paso hacía aquella parte, y en el depósito de las canoas.

Casi a un mismo tiempo llegamos a Candelaria unos y otros, el 15 de diciembre, después de haber sufrido inmensos trabajos, por las aguas y escaseces, y particularmente los que subieron por agua, por tener que trabajar contra la corriente y no hallar ni arbitrio para hacer su comida, por la continuada lluvia.

Allí empezamos una nueva faena para formar las balsas y botes de cuero, a la vista del enemigo, y apresurándolo lo más posible para no dar lugar a que subieran las fuerzas marítimas, que tenían los paraguayos en el paso del Rey.

Entre las balsas que se dispusieron, se hizo una para colocar un cañón de a cuatro, con qué batir los enemigos que estaban en el Campichuelo, que es un descampado que está casi frente a este pueblo en la costa Norte del Paraná; las demás eran capaces de llevar sesenta hombres cada una, y teníamos alguna que otra canoa suelta, y un bote de cuero.

Como no viniese la contestación del gobernador y hubiese hecho hostilidades una partida paraguaya, que atravesó el Paraguay y fue a la estancia de Santa María, ya referida, le avisé el 18 al comandante de aquella fuerza, que había cesado el armisticio, por su falta, y que lo iba a atacar.

El Paraná en Candelaria, tiene novecientas varas de ancho, pero tiene un caudal grande de aguas y es casi preciso andar muy cerca de legua por ambas costas, para ir a desembocar en el expresado Campichuelo. Frente al puerto donde teníamos las balsas había una guardia avanzada, que así la veíamos como ellos a nosotros.

Ni nuestras fuerzas ni nuestras disposiciones eran de conquistar, sino de auxiliar la revolución, y al mismo tiempo tratar de inducir a que la siguieran aquéllos que vivían en cadenas, y que ni aun idea tenían de libertad; con este motivo, me ocurrió en la tarde del 17, ya estando el sol para ponerse, que cesase todo ruido, y se dijese en alta voz a la guardia paraguaya que se separase de allí, que iba a probar un cañón.

Con el silencio y por medio del agua, corrió la voz las novecientas o más varas, así como la suya de contestación, diciéndonos: Ya vamos. En efecto se separaron y mandé tirar a bala con una pieza de a dos, por elevación, a ver si así creían que nuestro objeto no era el de hacerles mal, pero tanto habían cerrado la comunicación que no había cómo saber de ellos, ni cómo introducirles algunos papeles y noticias.

Formé el ejército en la tarde del 18 y después de haberle hablado y exhortándole al desempeño de sus deberes lo conduje en columna hasta el puerto, de modo que lo viese el enemigo. Allí hice embarcar algunas compañías en balsas, para probar la gente que admitían y no exponernos a un contraste. Señalé a cada una la que le correspondía y luego que anocheció, de modo que ya no se pudiese ver de la costa opuesta, mandé la tropa a sus cuarteles, dejando en la idea de los paraguayos que ya estaríamos en marcha, con ánimo de ejecutarla a las dos de la mañana, con la luna, para estar al romper el día sobre ellos.

Como a las diez de la noche, se me presentó el baqueano Antonio Martínez, que me servía a la mano, proponiéndome ir con unos diez hombres a sorprender a la guardia. Adopté el pensamiento e hice que se le diesen diez hombres voluntarios de los granaderos; al instante se presentaron diez bravos, entre los cuales los sargentos Rosario y Evaristo, ambos dignos de las mayores consideraciones.

A la hora estuvieron todos embarcados en dos canoas paraguayas, y fueron a su empresa, que desempeñaron con el mayor acierto, logrando sorprender a la guardia e imponer terror al enemigo, que ya se creyó estaba la gente en su costa, por la disposición de la tarde anterior.

Debo advertir aquí, que sin embargo de que en mi parte hacía los mayores elogios de Antonio Martínez, después de muy detenido examen, supe que su comportamiento no había sido el mejor y que la sorpresa y consecuencias se debieron a los predichos sargentos. De estas equivocaciones padece muchas un general, como más de una vez tendré que confesar otras, en esta misma narración; parece que todos se empeñan en ocultarle la verdad, y así, a las veces, se ve el mérito abatido, contra la misma voluntad del jefe, a quien luego se gradúa de injusto, procediendo con la mejor intención.

Luego que me trajeron algunos prisioneros, y que ya se acercaban las dos de la mañana, hice poner la sobre las armas, mandé que bajase al puerto, y empezó el embarco, de modo que cuando atravesaban el Paraná, puestos los soldados en pie, en uno y otro costado de las balsas, formados en batalla, los oficiales en el centro, empezaba a rayar el día que en confuso se podían ver desde el Campichuelo.

Después de atravesar el río que era lo más penoso, así por la subida que había que hacer como por el caudal de corriente y que era preciso vencer para entrar al remanso de la otra costa, bajaban y desembarcaban dentro de un bosque espeso, que habían abandonado los paraguayos con la sorpresa y creían lleno de gente, por la óptica de la tarde anterior, y por los tiros contra la guardia avanzada, de la que los que huyeron fueron a decirles que había ya mucha gente en tierra.

Al salir el sol, mandé al mayor general en el bote y fue con su ayudante y otros oficiales, a que reuniese la gente y presentase la acción; al mismo tiempo salió mi ayudante don Manuel Artigas, capitán del regimiento de América con cinco soldados, en el bote de cuero, y el subteniente de patricios don Gerónimo Elguera, con dos soldados de su compañía, en una canoíta paraguaya, por no haber cabido en las balsas. El bote de cuero emprendió la marcha y la corriente lo arrastró hasta el remanso de nuestro puerto; insistió el bravo Artigas y fue a desembarcar en el mismo lugar que Elguera, es decir, casi a la salida del bosque por el Campichuelo.

No estaba aún la gente reunida, y sólo había unos pocos con el mayor general y sus ayudantes; entonces el valiente Artigas se empeñaba en ir a atacar a los paraguayos; tuvo sus palabras con el mayor general, y al fin, llevado de su denuedo, seguido de don Manuel Espínola, el menor, de quien hablaré en su lugar, de Elguera, y de los siete hombres que habían ido en el bote de cuero y canoíta paraguaya, avanzó hasta sobre los cañones de los paraguayos, que después de habernos hecho siete tiros, sin causarnos el más leve daño, corrieron vergonzosamente, y abandonaron la artillería y una bandera con algunas municiones.

La tropa salió, se apoderó del campo, y sucesivamente mandé la artillería y cosas más precisas, para perseguir al enemigo y afianzar el paso del resto del ejército, y demás objetos y víveres, que era preciso llevar para mantenerse en unos países enteramente desproveídos, que sólo cultivaban para su triste consumo. Debo advertir que nuestros víveres se reducían a ganado en pie, y que toda nuestra comida era asado sin sal, ni pan ni otro comestible.

No habíamos pisado más pueblo desde La Bajada, que Curuzú Cuatiá, que tiene veinte o treinta ranchos, Yaguareté-Corá que tiene doce, y Candelaria, que tiene el colegio bien arruinado, los edificios de la plaza cayéndose, y algunos escombros que manifestaban lo que había sido.

También fui engañado en el parte, con referencia al mayor general y sus ayudantes, como el resto de oficiales, que nada hicieron, los unos porque se quedaron dentro del bosque, y los otros porque se extraviaron, pues no tenían baqueanos que darles, ni había quien me diese conocimiento del terreno, y sólo me dirigía por lo que veía con mi anteojo.

Por lo que hace a la acción, toda la gloria responde a los oficiales ya nombrados, y siento no tener los nombres de los siete soldados para apuntarlos, pero en medio de esto son dignos de elogio por sólo el atrevido paso del Paraná en el modo que lo hicieron así oficiales como soldados y espero que algún día llegará el que se cante esta acción heroica de un modo digno de eternizarla, y que se miró como cosa de poco más o menos, porque mis enemigos empezaban a pulular y miraban con odio a los beneméritos que me acompañaban y los débiles gobernantes que los necesitaban para sus intrigas trataban de adularlos.

Cerca de mediodía, tuve aviso de que habían abandonado el pueblo de Itapúa e inmediatamente di la orden al mayor general para que marchase hasta allí sin la menor demora, con la tropa y piezas de a dos. Se verificó haciendo todas las cuatro leguas de camino a pie con un millón de trabajos atravesando pantanos y sufriendo tormentas de agua.

Di mis disposiciones para el paso de caballadas, boyadas, ganado y carretas, dejando una compañía de caballería de la patria en Candelaria, para esta atención y custodia de las municiones; asimismo dispuse la conducción de la artillería de a cuatro y al día siguiente veinte, marché por agua a Itapúa, donde encontramos más de sesenta canoas, un cajoncito, algunas armas y municiones.

Todo mi anhelo era perseguir a los paraguayos, aprovechándome de aquel primer terror, pero no había cómo vencer la dificultad de la falta de caballos, así es que fue preciso estar allí seis días, mientras se hacían balsas para que la tropa fuese por agua a Tacuarí, que hay siete leguas, para donde había salido el mayor general con una división de caballería para apoderarse del paso.

En efecto, todos marchamos el 25 y en aquella tarde nos juntamos. Al día siguiente mandé al mayor general que saliese con su división para que se hiciera de caballos y me mandase los que pudieran juntarse; entre tanto, esperábamos las carretas y yo dispuse el modo de llevar el bote en ruedas, por cuanto las aguas eran copiosas; había muchos arroyos que yo conceptuaba a nado.

Le ordené que se persiguiese a los paraguayos cuanto fuese posible y así se efectuó hasta el Tebicuary donde corrió a más de cuatrocientos hombres con sólo cincuenta don Ramón Espínola y mi ayudante don Correa, teniente de granaderos, joven de valor y de las mejores condiciones.

El mayor general hizo alto conforme a mis órdenes en Santa Rosa. Todo esto sucedió yendo yo en marcha con el resto de la tropa las cuatro de a cuatro y seis carretas que había separado con las municiones y el gran bote o lanchón tirado por ocho yuntas de bueyes, disponiendo que las demás, donde venía el hospital y otros útiles no siguieran.

En la marcha recibí la noticia del arribo del cuartel maestre al paso de Itapúa con las milicias que traía, de que se le había desertado mucho, por cuanto los indios no pueden andar sin su mujer y mis órdenes eran muy severas para perseguir bajo penas a más de ser un estorbo, aun las casadas en el ejército o tropa cualquiera que marcha y el de las subsistencias y uno y otro en aquellos países era de la mayor consideración.

Le ordené que pasase cuanto antes el Paraná y que siguiese hasta encontrarnos; hubo bastante demora en el paso y no se conocía aquella actividad que yo deseaba. Se padeció alguna pérdida de armas, pero al fin llegó a Itapúa con dos piezas de a cuatro, cónicas y dos de a dos al mando de un valiente sargento de artillería, catalán de nación, de quien tendré que decir algo a su tiempo.

Luego que salí de Tacuarí y entré en una población, empecé a observar que las casas estaban abandonadas y que apenas se me habían presentado dos vecinos en aquellos lugares; ya empecé a tener cuidados, pero llevado del ardor y al mismo tiempo creído del terror de los que habían huido del Campichuelo, de Itapúa y de Tebicuary, seguí mi marcha a Santa Rosa; allí me reuní con el mayor general y seguí a pasar el expresado río Tebicuary límite de las Misiones con la provincia del Paraguay, también con la idea de encontrar algunos del partido que tanto se los había decantado que existían.

Se pasó el Tebicuary, y nuevas casas abandonadas y nadie aparecía. Entonces ya no me apresuré a que las carretas siguiesen su marcha, ni tampoco el coronel Rocamora, porque veía que marchaba por un país del todo enemigo, y que era preciso conservar un camino militar, por si me sucedía alguna desgracia asegurar la retirada.

Seguí la marcha y sólo vi en Triquió a la mujer de don José Espínola que era mi ayudante y otra familia que tenía parentesco con el mismo; pero ningún hombre; pasé a otro pueblo donde hallé al cura De... que decían era hombre ilustrado que intentó hasta sacarme las espuelas lo que le reprendí; mas conocí el estado de degradación en que se hallaban aun los sujetos que se tenían en concepto de literatos. Nada me dijo del interior; guardó la mayor reserva, tal vez se complacería al ver nuestro corto número con la idea de que seríamos batidos.

Todavía no me arredré de la empresa, la gente que llevaba revestía un espíritu digno de los héroes y al mismo tiempo me decía a mí mismo: "Puede ser que nos encontremos con los de nuestro partido y que acaso viéndonos se nos reúnan, no efectuándolo antes por la opresión en que están." Pasé adelante con un millón de trabajos, lluvias inmensas, arroyos todos a nado y sin más auxilio que los que llevábamos y algunos caballos y ganados que se sacaban de los lugares en que los tenían ocultos, para lo que presta muy buena proporción aquella provincia, por los bosques y montañas cubiertos de ellos, particularmente hacia la parte del camino que llevábamos.

Atravesamos al arroyo. La partida exploradora del ejército al mando de mi ayudante Artigas descubrió una partida de paraguayos que luego que vieron a aquélla corrieron con la mayor precipitación. Esto me engolosinó más y marché hasta el arroyo de Ibáñez que encontré a nado. Al instante pasó el mismo Artigas y otros y vinieron a darme parte de que se veía mucha gente hacia la parte del Paraguay, que distaría de allí, como una legua de las nuestras.

Inmediatamente hice echar el bote al agua y pasé a verlo por mí mismo y como encontrara un montecito a distancia de dos millas cubierto de bosques, única altura que allí se presentara en un llano espacioso que media hacia el Paraguay, me fui a él eché el anteojo y vi en efecto, un gran número de gente que estaba formada en varias líneas a la espalda de un arroyo que se manifestaba por el bosque de sus orillas.

Ya entonces me persuadí que aquél sería el punto de reunión y defensa que habían adoptado y me pareció que sería muy perjudicial retirarme, pues decaería el espíritu de la gente y todo se perdería; igualmente creía que había allí de nuestro partido y medité sorprenderlos, haciendo pasar de noche, con el mayor general doscientos hombres y dos piezas de artillería para ir a atacarlos y obligarlos a huir, quedando yo con el resto a cubrir la retirada a la parte del arroyo.

No se ejecutó la sorpresa y se vino al montecillo ya referido adonde pasé con la tropa, resto de artillería y carretas luego que amaneció y me situé. Esto sucedía el 16 de enero de 1811. Mandé varias veces aquel día al mayor general con los hombres a caballo y una pieza volante de a dos para observar los movimientos que hacían; cuando más se formaba el desorden a caballo y no se movían; el resto estaba quieto. Por la noche fue Artigas hasta sus trincheras y sin más que haberles tirado un tiro, rompieron el fuego de fusilería y artillería con rudeza y en tanto número que Artigas estaba en el campamento y ellos seguían desperdiciando municiones sin objeto.

Otro tanto se hizo el día 17 y noche; siempre observaba el mismo desorden en sus formaciones y en su fuego no me causaron el más leve perjuicio. Esto me hizo resolver el atacarlos y di la orden el 18 que nadie se moviera del campamento ni hiciera la más leve demostración pero no faltó uno de los soldados que burlando la vigilancia de las guardias se fuese a merodear una chacra; los paraguayos cargaron sobre él cuyo movimiento vimos en un número crecidísimo. Entonces mandé que saliese el capitán Balcarce con 100 hombres y una pieza de a dos, contra aquella multitud; al instante que lo vieron fugaron para el campamento; mandé que se retirara y quedó todo en silencio.

Para probar si había algunos partidarios nuestros en la noche del 17 se les echaron varias proclamas y gacetas y aún una de aquéllas se fijó en un palo que estaba a inmediaciones de su línea; supimos después que todas las habían tomado, pero que inmediatamente Velazco puso pena de la vida a los que las tuviesen y no las entregasen. Ello es que ninguno se paso a nosotros y no teníamos más conocimiento de su posición y fuerzas que el que nos presentaba nuestra vista.

En la tarde del 18 junté a los capitanes con el mayor general y les manifesté la necesidad en que estábamos de atacar, sin embargo del gran número que se presentaban de paraguayos, que después supe llegaban a 12.000, y sólo tener nosotros 460 soldados, así por aprovechar el espíritu que manifestaba nuestra gente, como por probar fortuna y no exponernos a que en una retirada como con unas tropas bisoñas como las nuestras, decayesen de ánimo y aquella multitud nos persiguiese y derrotase; les hice ver que en general aquellas gentes nunca habían visto la guerra, era de esperar que se amedrentasen y aun cuando no ganásemos al menos podríamos hacer una retirada después de haber probado nuestras fuerzas sin que nos molestasen.

Todos convinieron en el pensamiento y en consecuencia mandé que se formase la tropa, se pasase revista de armas y luego la hablé imponiéndole que al día siguiente iba a hacer un mes de su glorioso paso del Paraná, que era preciso disponerse para dar otro día igual a la patria y que esperaba se portasen como verdaderos hijos de ella, haciendo esfuerzos de valor; que tuviesen mucha unión, que no se separaran y jurasen conseguir la victoria y que la obtendrían. Todos quedaron contentísimos y anhelosos de recibir la orden para marchar al enemigo.

Aquella noche dispuse las divisiones en el modo y la forma que se había de marchar y le di las órdenes correspondientes al mayor general a las ...; de la mañana me levanté, y en persona fui y recorrí el campamento, mandando que se levantase y formase la tropa así de infantería como de caballería, y que dos piezas de a dos y dos de a cuatro sa preparasen a marchar con sus respectivas dotaciones.

Las hice poner en marcha a las tres de la mañana, quedando yo en el montecito con dos piezas de a cuatro con sus respectivas dotaciones sesenta hombres de caballería de la patria, dieciocho de mi escolta y los peones de las carretas, de los caballos y del ganado, que no tenían más armas que un palo en la mano para figurar a la distancia. Como a las 4 de la mañana, la partida exploradora del ejército rompió el fuego sobre los enemigos que contestaron con el mayor tesón; siguió la primera división de artillería y antes de salir el sol ya había corrido el general Velazco nueve leguas y su mayor general Cuesta había fugado y toda su infantería abandonado el puesto y refugiándose a los montes y nuestra gente se había apoderado de la batería principal y estaba cantando la marcha de la patria.

Había situado Velazco su cuartel general en la capilla de Paraguary y en el arroyo que corre a alguna distancia de ella se había fortificado, guarneciéndose los paraguayos de los bosques, de cuyas cejas no salían. Tenía dieciséis piezas de artillería más de ochocientos fusiles, el resto de la gente con lanzas, espadas y otras armas, su caballería era de considerable número y formaba en las alas derechas e izquierdas haciendo un martillo la de ésta por la ceja del monte que cubría casi la mitad del camino que había hecho nuestra tropa.

Al fugar la infantería enemiga mandó el mayor general Machain que siguiera la infantería y caballería en su alcance; fueron y se apoderaron de todos los carros de municiones de boca y guerra, pasaron a la capilla de Paraguary y se entretuvieron en el saco de cuanto allí había, descuidando su principal atención, todo en desorden y como victoriosos, entregados al placer y aprovechándose de cuanto veían.

Entre tanto Machain supo que se habían disminuído las municiones de artillería y de parte de los soldados de la primera división, porque la segunda apenas había hecho un tiro, y las cartucheras llenas. Mándame el parte e inmediatamente remito municiones y otra pieza de a cuatro custodiados de los sesenta hombres referidos con que me había quedado y los dieciocho de mi escolta dejando solamente una pieza de a cuatro conmigo y los peones que antes he dicho.

Seguía la carretilla con las municiones y formada la tropa que la escoltaba en ala en medio del campamento nuestro y el que había sido enemigo; la vista de aquellos hombres despierta en un cobarde la idea de que no eran nuestros y dice: ¡Que nos cortan! Esto sólo bastó para que sin mayor examen el mayor general tocase a retirada, no se acordase de la gente que había mandado avanzar y se pusiese en marcha hacia nuestro campamento abandonando cuanto se había ganado.

Entonces los paraguayos, que habían quedado por los costados derecho e izquierdo con una pieza de artillería, vinieron a ocupar su posición, cortaron a los que se hallaban de la parte de la capilla y hacían fuego de artillería a su salvo sobre los que se retiraban. En esta retirada se portó nuestra gente con todo valor y haciéndola en todo orden; me fui a ellos, y les dije que era preciso volver a libertar a los hermanos que se habían quedado cortados, y le ordené a Machain que volviese a atacar, pues aquellos se conocían que hacían resistencia en algún punto, como en efecto así fue.

Dejándolos en marcha, retrocedí a mi puesto, donde estaba la riqueza del ejército, a saber: las municiones, y al que ya habían querido ir los paraguayos, a quienes se les oyó decir: "Vamos al campamento de los porteños"; con cuyo motivo se destacó don José Espínola con el sargento de mi escolta y otros cuatro más, y haciéndoles fuego de caballo a los obligaron a no hacer el movimiento; esto mismo me hacía creer que a pocos esfuerzos recuperaríamos nuestra gente, pero sea que hubo cobardía de nuestra parte o sea que el mayor general no se animó, ello es que no cumplió mi orden, y regresó nuestra tropa al campamento sin haber hecho nada de provecho, y no había un solo oficial con espíritu, según después diré, porque aquí me toca hacer mención del valiente don Ramón Espínola.

Este oficial llevado de su deseo de tomar a Velazco, pasó hasta la capilla e hizo las mayores diligencias, y hallándose cortado emprendió retirarse por entre los paraguayos, para venirse a nosotros, lo atacaron entre varios, se defendió con el mayor renuedo, pero al fin fue víctima y su cabeza fue presentada a Velazco, luego que volvió y enseñada a otros prisioneros, llevándose en triunfo entre aquellos bárbaros que no conocían y mataban al que peleaba por ellos.

La patria perdió un excelente hijo, su valor era a prueba y sus disposiciones naturales prometían ser un buen militar.

Retirada la tropa al campamento, mandé que comiesen y descansasen. Confieso en verdad, que estaba resuelto a un nuevo ataque, porque miraba con el mayor desprecio aquellos grupos de gente que no se habían atrevido a salir de sus puestos, ni aun habiendo conseguido que los abandonase nuestra gente. En esto, el comandante de la artillería, un tal Elorga a quien había dejado a mi vista por esto mismo, y no quise mandar a la acción, empezó a decir a los oficiales que una columna de paraguayos había tomado por nuestro costado izquierdo, y que sin duda nos venía a cortar.

Me vinieron con el parte y lo llamé; en su semblante vi el terror y no menos observé que lo había infundido en todos los oficiales, empezando por el mayor general; entonces junté a éste y a aquéllos para que me dijesen su parecer; todos me dijeron que la gente estaba muy acobardada y que era preciso retirarnos. Sólo el capitán de arribeños, un tal Campo, me significó que su gente haría lo que le mandase; conocido ya el estado de los oficiales más que de la tropa por un dicho que luego salió falso y que había sido efecto del miedo del tal Elorga, determiné retirarme y dispuse que todo se alistase.

Formada ya la tropa, le hablé con toda la energía correspondiente y les impuse pena de la vida al que se separase de la columna veinte pasos.

A las tres y media de la tarde salí con las carretas, el bote y las piezas de artillería, ganados y caballadas, que se habían tomado del campo enemigo y diez únicos prisioneros que se trajeron al campamento; el movimiento lo hice a la vista del enemigo y nadie se atrevió a seguirme; a las oraciones, paramos a dos leguas de distancia del lugar de la acción y tomadas todas las precauciones mandé que la gente descansase.

Se ejecutó así y después de haber salido la luna nos pusimos en marcha hacia el pueblo de ..., donde hice alto día y medio; su posición era ventajosa y nada temía de los enemigos que no habían aparecido; aquí empecé a tener sinsabores de tamaño, con las noticias que se me comunicaban, de las conversaciones de oficiales que me fue imposible averiguar el autor de ellas, para hacer un castigo ejemplar; cada vez observaba la tropa más acobardada y fue preciso seguir la marcha.

Las lluvias eran continuas; no había arroyo que no encontrásemos a nado; mucho me sirvió el bote que llevaba en ruedas, a no ser esto me habría sido imposible caminar sin abandonar la mayor parte de la carga; pero todas las dificultades se vencieron y llegamos al río Tebicuary donde me esperaba el resto de las carretas y como cuatrocientos hombres entre las milicias de Yapeyú y algunas compañías del regimiento de caballería de la patria.

Se dio principio a pasar el indicado río en unas cuantas canoas que se pudieron juntar y el bote, y nos duró esta maniobra tres días al fin de los cuales empezaron los paraguayos a presentarse, pero no se atrevían a venir a las manos con nuestras partidas y ello es que no nos impidieron pasar cuanto teníamos ni los ganados y caballos que les traíamos y se contentaron cuando ya habíamos todos atravesado el río, con venir a la playa y disparar tiros al aire y sin objeto.

Todavía estuvimos dos días más, descansando en la banda Sur del denominado Tebicuary, en el paso de Doña Lorenza, sin que nadie se atreviese a incomodarnos y luego seguimos hasta el pueblo de Santa Rosa, donde se refaccionaron algunas municiones y algunas ruedas del tren y refrescó la gente en tres días que estuvimos allí.

En este punto recibí un correo de Buenos Aires en que me apuraba el gobierno para que concluyese con la expedición por la llegada de Elío a Montevideo con varias reflexiones y el título de brigadier que me había concedido; esto me puso en la mayor consternación, así porque nunca pensé trabajar por interés ni distinciones, como porque preví la multitud de enemigos que debía acarrearme así es que contesté a mis amigos que lo sentía más que si me hubiesen dado una puñalada.

Pensaba yo conservar el territorio de Misiones mientras volvía la resolución del gobierno sobre el parte que le había comunicado de la acción de Paraguay, pero las consideraciones que me presentó el oficio ya referido del gobierno acerca de Elío

Me obligaron a seguir mi retirada con designio de tomar un punto ventajoso para no perder el paso del Paraná por si acaso el gobierno me mandaba auxilios para seguir la empresa.

Las aguas siguieron con tesón y encontramos el Aguapey a nado y ya desde Santa Rosa salí con cuarenta carretas, las seis piezas de artillería un carro de municiones, tres mil cabezas de ganado que hablamos tomado, caballos más de mil quinientos, y boyada de repuesto y con todo este tráfago logré pasar el expresado río en término de ocho horas, sin la menor desgracia.

Los enemigos habían empezado a aparecer al frente y por mi flanco izquierdo a tal término que me fue preciso mandar una fuerza de cien hombres con dos piezas de artillería a situarse a su frente y aun un correo fue escoltado hasta el Tacuarí, donde había una avanzada de las fuerzas que tenía el cuartel maestre general en Itapúa, a donde, después de la acción de Paraguary le había mandado que se situase, de regreso del mencionado Tacuarí hasta cuyo punto había llegado únicamente.

Continuamos la marcha hasta el ya referido Tacuarí, y resolví hacer alto a la orilla de éste, acampándome en el paso principal para esperar allí los auxilios que esperaba me enviaría el gobierno y para conservar el paso del Paraná y mis comunicaciones con Buenos Aires; destiné una fuerza de cien hombres al mando del capitán Perdriel, para que fuera a apoderarse del pueblo de Candelaria, pues ya andaban cuatro buques armados en el Paraná, que podían interceptarme la correspondencia así como ya me habían privado de los ganados que me venían de Corrientes.

Pasó Perdriel el Paraná.