Cartas confidenciales de Sarmiento a Manuel R. García /1866-1872
Cartas de Sarmiento de 1866
 
 

Nueva York, enero 16 de 1866.



Señor don Manuel García.


Mi estimado amigo: Con más prisa que la que usted me anuncia haber puesto en ojear la vida de Lincoln y antes que el año nuevo se envejezca para deseárselo cumplido, contesto la suya que recibí con gusto ayer. Mientras la España acordaba por allá mostrarse cuerda en América, los chilenos le rendían la Covadonga. ¡Pareja se moría de puro guapo! ¿Querrá tratar la España ahora y el honor castellano? ¡Pobre España!

He gustado mucho de leer, sus observaciones, a propósito de nuestra federación, y las causas que la produjeron. Estamos de acuerdo en el punto final, a saber desarrollemos y regularicemos lo que la historia nos ha impuesto fatalmente, la federación. El estado social de la España ha podido imprimir cierto carácter a sus habitantes, y estos transmitirlos a sus descendientes en las colonias, otras con causas favorecieron la descomposición política y era una de ellas la desagregación de la sociedad obrada por la estancia y las distancias enormes de los centros poblados de tan vasto territorio. No hay gobierno posible, sobre lo ingobernable. Es una rueda que se agita en el aire. Las ideas liberales francesas de resistencia al poder, y la imitación de sus convenciones hicieron el resto. Sería materia que no soporta una carta entrar en detalles, pues me prometo hacerlo luego en un libro. Los saavedristas quisieron esto o aquello, los unitarios más tarde constituyeron en el papel la república. En uno y otro caso el éxito fue el mismo, disolver la sociedad. Es que ambos obraban llevados por un sentimiento del orden más bien que por el conocimiento de los hechos que debían ponerse en orden. Un ejemplo. El Paraguay se separó, proclamándose federal. Pero recuerde usted que el Cabildo de la Asunción nunca hasta entonces había estado sometido al Cabildo de Buenos Aires, que no dejó después de la revolución de ejercer poder. Ahí había pues dos revoluciones, una contra España y otra de unos cabildos que querían imponer a otros sus decisiones. La Junta gubernativa convoca a cosa como diputados de las provincias. Reunidos éstos pretenden formar parte de la junta. Nada más lógico, nada más ruinoso. El mal estaba en que nuestros revolucionarios no se las habían visto más gordas, en materia de gobierno. Habían hecho un directorio, y no les venía la idea de hacerse Congreso, y crear con su aquiescencia una autoridad ejecutiva cualquiera; se les enredó la madeja. Al Congreso de 1818 asisten dos diputados de la Banda Oriental. El Congreso los rechaza porque son de Artigas; y la Banda Oriental se hace independiente. Suma tuti, el partido que componían los hombres ilustrados, franceses de educación, no tenían ideas de gobierno, porque seguían malos modelos y no supo gobernar ni fundar nada.

La federación ha salido del gaucho, del rancho, del aislamiento de la provincia, de la barbarie; pero tenía una base poderosa y duradera, el pueblo, no porque quisiese esta forma de gobierno, sino porque no se interesaba en ninguna. Un caudillo voilá tout. Cada provincia del interior se reconcentró en sí misma, y al fin se fueron creando relaciones por la guerra, por las alianzas de los caudillos, por tratados, etc., por Rosas, en fin, que reincorporó la nación; por nosotros que tuvimos el sentido práctico de aceptar el hecho de la federación, y como buenos abogados y tinterillos dádole formas regulares. Que serie de hechos tan claros y eslabonados. Las ideas absurdas de los patriotas sobre gobierno trajeron el año 20 que es la desaparición de toda autoridad, por la depravación de ideas del pueblo. En 1821 hasta el 25, Buenos Aires da formas regulares al gobierno, con legislatura, ministros, presupuestos, etc. Cuan desordenado es el arbitrario de las provincias todas, todas organizan el gobierno según aquel plan. ¿En seguida quiere Rivadavia hacer una constitución unitaria, con provincias, con legislaturas y gobernadores colectivos? La República Argentina es uno de aquellos enfermos robustos, de cuya salvación nos asombramos, cuando nos cuentan las barbaridades que curanderos y médicos hicieron con él. Uno puede sanar de la enfermedad natural; pero salvar del arsénico que le ha estado dando el médico es un poco más difícil.

Hemos llegado al fin a la federación. ¿Somos capaces de ser federales? Antes de responderle, le haré una pregunta que le dejará parado. ¿Es que nosotros somos algo? Pero gauchos mezcla de indio y de español barbarizado como lo son los cuatro quintos de la población; provincias sembradas aquí y allí al acaso, ignorantes, no son cosa constituíble. ¡Entonces el despotismo, el gobierno fuerte! Si ensáyolo, como Rosas, dándole de barato la suma del poder público, como se le dan nueve tantos en diez a un chambón, y póngale un partido culto aliado, generales de la independencia, y a lo lejos, o en Montevideo una prensa, un mosquito, un Sarmiento por ejemplo que le esté cantando al oído, en todos los tonos, diez años, tirano, salvaje e ignorante, etc., etc. ¿Sabe lo que vamos a constituir y merece el trabajo de hacerlo? ¿Un vasto y rico pedazo de la tierra, con ríos como el Plata, con llanuras como la Pampa, con montañas como los Andes? ¿Sabe lo que es la federación? La única forma humana de gobierno, el remedio a los defectos de la república romana, el resultado final de la lucha en que la Inglaterra aseguró las libertades que traía en germen la edad media, perdieron los hugonotes en Francia y los comuneros en España, y no supieron recuperar los revolucionarios del 89 que volvieron a perder la batalla por su propia culpa. Nosotros hemos llegado a la meta, y por lo que a mí respecta, yo trataré de que los unitarios no nos vuelvan a hacer tomar el mar, después que ya estamos en el puerto. ¿Larguemos el ancla, por el contrario? ¿Es que hay una república unitaria? ¿Dónde la ha visto usted? ¿En Francia? Dos veces se ha desmoronado el edificio sin base. Tendría usted para hallarle modelo que remontar hasta Venecia que era la continuación de Roma; pero los napoleones le saldrán al atajo, y le dirán es imperio Roma, y no patriciado. Persiguen una quimera. El gobierno es un hecho histórico. Nadie ha inventado gobiernos sino Sieyes y Robespierre. Los Estados Unidos son un largo hecho histórico que principia en Guillermo el conquistador; pero una vez que este hecho toma sus formas definitivas, es como la locomotiva del vapor, que todas las naciones tienen que adoptarla en sus últimos perfeccionamientos porque esa es su forma experimentada, eficaz y segura.

Aún no me ha llegado un libro que he pedido de Quinet. en que parece que los franceses empiezan a caer del burro como decimos, y reconocer sus errores pasados, en cuanto a convención, Junta de salud pública, destrucción del poder y prerrogativa real, y todo ese cúmulo de errores que de la anarquía los ha llevado derecho al despotismo, creyendo de la mejor buena fe que estaban dando libertad al mundo. Pondréle un caso. Recuerda usted la famosa frase de Sieyes. ¿Qué es el pueblo? (tercer estado). Nada. ¿Qué debe ser? Todo. La frase era feliz. No tenía más inconveniente sino que ella guillotinaba a la nobleza y al clero, desde el día que se lanzó a correr aquella horrible palabra. Y Sieyes era un pobre clérigo, sin antecedentes. ¿No están todavía los franceses gritando contra los federalistas girondinos? ¡Pues ahí es nada! Si los federalistas triunfan entonces, salvan la Francia, dándole, al pueblo, en cada parte del territorio fuerza de resistencia y base de libertad; en lugar de reconcentrar en París toda fuerza sin contrapeso, para que el primer pasante le apreté el pescuezo a París, y adiós libertad. A la Inglaterra y al mundo la salvaron los castillos de los nobles, desde donde puede hacerse resistencia al arbitrario de uno. Los lores eran mil cabezas de familias libres; y bastan mil hombres que puedan mantenerse libres, para someter a los déspotas. Disolviendo y rescatando las antiguas provincias, la Revolución francesa, destruyó toda base posible de un gobierno moderado, por el pueblo. Hasta nosotros nos hemos salvado por el mismo expediente. Cuando Rosas se alzó con el poder, una liga de San Juan, Córdoba y San Luis se propuso resistir y fue aplastada. Siguióle la liga del norte La Rioja, Tucumán, Salta y Catamarca, que sucumbió, Corrientes salió a la parada. Tuvímonos fuertes en Montevideo diez años. Arrebatámosle a Urquiza; eliminamos a éste: resistimos en Buenos Aires, y acabamos por organizar el gobierno.

Si me dejo ir, le escribo en lugar de carta el libro más desordenado, más confuso y más absurdo. Espere a que lo haga con reposo. A veces creo que he encontrado una verdad nueva; y tiemblo de que me haga pedazos la crítica savante. Pero me tranquiliza mi propia oscuridad, y la idea de que escribo solo para mi país, no para proponerle cambios, reformas, revoluciones, en virtud de tal teoría sino simplemente para revelarle lo que ignoraba M. de Pourçegnac y es que sin saberlo ha hecho prosa y excelente prosa en darse, sin quererlo, la constitución final, para fundar el gobierno en sus bases naturales y con los contrapesos que se han descubierto también por casualidad, cual es el sistema federal, que permite a una nación extenderse sobre un gran territorio, sin necesidad de dar al gobierno tendones de acero para mover tan poderosa máquina aquí, tan descuadernada armazón en nuestro país. Si lograra mostrarles a nuestros federales del día anterior y del siguiente que esa constitución que creen hija de vicisitudes singulares y anormales es el trabajo regular y metódico de una sociedad abandonada a sí misma, y que siguiendo desenvolvimientos lógicos, naturales y necesarios llega en medio siglo, a lo que los norteamericanos llegaron en siete, ¿no habría hecho una buena obra?

La verdad es que no obstante mi suficiencia, cada vez estoy seguro de que no soy capaz de obra tan grande. Me falta instrucción y método. En cambio le anunciaré que tengo impresas 244 páginas de un buen libro sobre educación popular. Si los franceses no fueran los más crueles enemigos de la democracia, en ese libro encontrarían remedio al incurable mal de la Francia, la ignorancia y destitución del pueblo; incurable, porque el médico, cree que el enfermo está sano. ¿Qué libertad sin escuelas? Ni hoy, ni en un siglo la tendrán. ¡El gobierno no quiere educar al pueblo! Aquí nunca se ha ocupado el gobierno de eso, son los vecinos, los ciudadanos, con su plata, su trabajo, y su consagración personal, que mantienen y difunden la educación. Massachusets se impone tres millones de pesos anuales, por un millón de habitantes, para las escuelas. ¡El Estado contribuye con 4000 pesos! Rédito de un cierto capital, usted leerá mi libro, por amor mío, y no por el asunto, porque usted es un aristócrata francés. Muéstreselo a M. Laboulaye que acaso lea algunas páginas, buscando recuerdos de su patria ideal. Entre tanto quedo de usted, a nombre de la biblioteca de San Juan, su agradecido amigo.


B. F. Sarmiento.


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Nueva York, diciembre 12 de 1866.




Señor don Manuel García.


Mi estimado amigo: ha tenido usted la fineza de hacérseme presente en la hora más pesada de mi vida, y se lo agradezco en el alma. Era mi único hijo y puede concederse a esta circunstancia la predilección exagerada del padre; pero era además una naturaleza privilegiada y lo que es más, un ensayo feliz de educación, y el maestro sufre como el padre, con el pesar de que su obra se haya destruido antes de ser plenamente apreciada.

El pueblo en Buenos Aires ha tenido la intuición de lo que perdía, y debilita con sus manifestaciones esta bella expresión del poeta inglés que leo para efusión a mi pena.


Thy leaf has perised in the green

And, while we wreath beneath the sun

The world which credit what is done

Is cold to all that might have been.


Leía estos días en un periódico aquí una carta de M. Laboulaye en que parece mostrarse complacido de ver reproducidas en Buenos Aires sus obras. Dígale que su traductor ha muerto interpretándolas en su espíritu y objeto. ¡Pobrecito! El cándido heroísmo del patriota, le hizo grata la muerte, resistiéndose a que lo sacasen del campo. ¡En fin, cómo ha de ser!

Présteme el servicio de encaminar la adjunta, en que encargo a Cúneo, que supongo en Florencia, un pequeño túmulo, para dedicar a su memoria.

Mil recuerdos a mis amigos allí, y a su familia.

Quedo su afectísimo amigo.


D. F. Sarmiento.


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