La Presidencia de Carlos Pellegrini
La personalidad de Carlos Pellegrini
 
 

El momento político-social


Después de Caseros se inicia la tercera república democrática y liberal, con la sanción de la Constitución y las leyes fundamentales que organizan el Estado. La generación que nació durante la tiranía realizó su tarea institucional coronando su obra con la capitalización de Buenos Aires. Después de la crisis política y económica que finalizó con la presidencia de Avellaneda, otros hombres impulsaron el desarrollo del país con tanto empeño como resultado. La Gran Aldea se transformó en gran capital. Coincide este cambio con una diferente forma de vida, mayores elementos de producción, distinta medida para apreciar la economía, enfocar los negocios, trabajar la tierra, concebir la política y la administración pública, otra' filosofía para encarar las vicisitudes de la existencia. La estabilidad política, la garantía de la propiedad y la riqueza de la tierra atrajeron la inmigración en tal cantidad, que en un solo año entraron al país 300.000 nuevos pobladores. En veinte años los habitantes de la dudad de Buenos Aires se habían triplicado. Más de la mitad eran extranjeros. A este aluvión de iniciativas y trabajo humano, se agrega la llegada de capitales y empresas extranjeras. Los gobiernos de la Nación y las provincias se afanaron por ofrecer mejores oportunidades para crear riquezas.


Construyeron ferrocarriles, líneas de telégrafo, caminos y puentes, fomentaron líneas de navegación y la fundación de Bancos, distribuyeron tierras, estimularon, protegieron y acogieron con simpatía el inmenso aporte extranjero. En un año ciento treinta y cuatro sociedades anónimas se radicaron en el país con más de 500.000.000 de pesos. Los empréstitos oficiales ascendieron a elevadas sumas. Algunos calculaban en £ 1.000 el valor que cada inmigrante incorporaba a la riqueza general, es decir, 1.500 millones de pesos oro por año. Este inesperado como extraordinario fenómeno económico-social en menos de diez años transformó la fisonomía del país, la forma de vivir y la manera de pensar. La tierra valía menos que la mitad de lo que producía y subió su valor en proporciones imprevisibles. La producción creció rápidamente, las exportaciones aumentaron, se iniciaron nuevas industrias; los terratenientes, con el aumento del valor del suelo, dispusieron de grandes fortunas y la abundancia de la moneda creó una especie de psicosis colectiva que se manifestó en una fiebre por los negocios, la especulación y el juego, por el lujo y el despilfarro del dinero, por la avidez por ganarlo y reunir una gran fortuna, como si la riqueza y el goce de los bienes materiales fueran el fin y el ideal de la vida. La Bolsa sustituye a la Universidad. La imitación de lo extranjero a la tradición nacional. Se olvida el pasado para gozar del presente. La sociedad es realmente materialista.


Fue el reinado de la inexperiencia colectiva. El capital extranjero llega al país para obtener beneficios, atraído por la confianza que le inspiraba. Se equivocan por igual extranjeros y argentinos. El error de aquellos expertos explica en cierta forma el error de estos novicios. Todos pierden dinero. Las personas se arruinan, pero el país dispone de nuevos ferrocarriles, puertos, puentes, telégrafos, poblaciones y numerosas mejoras que contribuyeron a una rápida recuperación. Buenos Aires da la espalda al interior para mirar al mar. Todo lo extranjero es mejor, desde la arquitectura importada de Italia, hasta las instituciones imitadas de Gran Bretaña y los hábitos franceses. En lugar de adaptar se imita. La mayoría de las leyes que se sancionan, más que una evolución necesaria que exige el progreso nacional, encierran normas que aún no puede asimilar el país, como había ocurrido con las reformas de 1813 y el modernismo de Rivadavia. Las clases cultas en sus primeros contactos con Europa adquieren un refinamiento más superficial que auténtico. La capital pretende imponerlo a las provincias donde continúa la vida simple y el culto a los antepasados. Aparece este contraste en la política, con el caudillismo y el culto al coraje que perdura, y en la literatura donde domina la crónica y la poesía sentimental. El hombre es el mismo de ayer, pero “sus ojos parecen cerrados para lo que no sea lo desconocido, la fortuna y los placeres”. 1


Durante las presidencias del general Roca y de Juárez Celman se inicia este cambio en nuestro proceso histórico. Donde puede observarse con más claridad es en la capital. Las costumbres sencillas y el andar pausado de la Gran Aldea, se transforman en el ajetreo de una tarea acelerada y la exhibición impúdica de la opulencia. “El centralismo sensual de la Capital después de 1881 destruyó la austeridad y modestia provinciana.” 2 La abundancia de dinero de que disponía el Estado de Buenos Aires con el producido de los derechos de Aduana, le permitió comenzar la nueva edificación de la ciudad, impulsada por la iniciativa del ingeniero Carlos E. Pellegrini y el arquitecto Prilidiano Pueyrredón. Se arrasó el destartalado Fuerte y surgió la Aduana, el primer gran edificio público y la Casa de Gobierno, el Teatro Colón, la Bolsa, él Viejo Congreso y la iglesia Montserrat. Los signos exteriores revelan un cambio espiritual que se personifica en el in tendente Alvear, el intendente progresista de la nueva ciudad. Urbaniza el barrio de la Recoleta, en donde construye sus viviendas la aristocracia porteña, diezmada por la peste (1870). Abandona las viejas casas de doble patio del tradicional barrio de San Telmo y Catedral para ocupar viviendas de varios pisos, construidas al estilo neoclásico y segundo imperio, que imponen un ritmo diferente a la vida social. La guerra al pasado, que inició Sarmiento, que “aborrecía la arquitectura española”, termina con las viejas casas virreinales. 3 La expresión más elocuente del modernismo es la demolición de la Recova, el único edificio que tenía algún estilo y recordaba al barroco de Carlos III. En seguida la apertura de la Avenida de Mayo, alteró la Pirámide y mutiló el histórico Cabildo, con lo cual se ensañarían los futuros intendentes, al punto de variar sus proporciones y carácter, con rebajas y agregados, quitándole los pocos recuerdos históricos a la Plaza de Mayo, que hoy aparece como el más perfecto mestizaje de las peores corrientes estéticas contemporáneas. Afortunadamente, conserva la ciudad la casa donde vivió el general Mitre, con la cual se puede reconstruir la vida familiar del ilustre patricio y de la generación de la Gran Aldea.


La nueva generación concibió la grandeza del país por el desarrollo económico. Si para el proceso de la producción disponía de abundante y buena tierra, necesitaba incorporar trabajo y capital para crear la riqueza que ambicionaba. Para ello fomentó aceleradamente la inmigración, protegió y garantizó las inversiones del capital extranjero. En el empeño por obtener resultados inmediatos, concentró estos elementos en el litoral, en la tierra más fértil, en la llanura más apropiada para extender las vías férreas, cerca del mar y de los puertos, en la zona más civilizada. El interior sería fomentado en una segunda etapa.


Las críticas que se han hecho a este concepto deben considerar los factores que gravitaron en el país en ese período de crecimiento. ¿Hubiera sido posible llevar trabajadores y capitales al interior, donde la producción requería mayores mejoras y costos que aumentaba la distancia? Las estancias del litoral estaban pobladas con abundante ganado, los pastos eran mejores, los trabajadores más experimentados, los pastores irlandeses y los hacendados escoceses ya habían introducido excelentes sementales, instalado molinos y extendido alambrados, practicando una explotación más racional que aún no se conocía en el interior. El proceso de crecimiento extraordinariamente rápido en menos de veinte años, convirtió al país en uno de los exportadores más importantes de productos agrícolo-ganaderos. Habría tomado un ritmo mucho más lento si el gobierno federal, en lugar de concentrar su acción en las tierras aledañas de los grandes ríos, la hubiera dispersado en las provincias más lejanas y pobres. Sin la población y la riqueza del litoral era imposible llevar el azúcar a Tucumán; el vino a Mendoza y San Juan; las manzanas al Río Negro; los aserraderos a Santiago del Estero; el algodón al Chaco y Catamarca; las aceitunas y la fruta a Entre Ríos, la Rioja y Córdoba; el tabaco a Salta y Corrientes; la yerba, el té y el tung a Misiones; las legumbres al valle de Humahuaca. El consumo de los grandes centros poblados permitió construir y explotar con provecho las extensas líneas ferroviarias. En una tercera etapa vendría el desarrollo industrial y la red caminera, producción y transporte extendidos por todo el país.


La política económica de la nueva generación del 80 se adaptó y prosperó rápidamente. Los hechos lo revelan. Comenzó la civilización de la República cuando los primeros presidentes pusieron en movimiento la gran política pobladora y ferroviaria que dio el poderoso impulso a la nación recientemente organizada.


Con la riqueza de la Capital, el Estado aumenta su renta, fortalece los vínculos y la hegemonía con respecto a las provincias, se asegura su autoridad con el moderno ejército de línea y el presidente de la nación ejerce un indiscutible dominio sobre los gobernadores. La unidad del Estado se consolida. Desaparecen los gobiernos paternales de los primeros presidentes y gobernadores, austeros, respetuosos de la opinión pública, que practican los rudimentos del gobierno democrático y enseñan a gobernar en vez de mandar, como el general Mitre, sostenedor del sufragio libre, y Valentín Alsina, tribuno popular; en constante contacto con la opinión pública, caudillos y hombres de Estado, a la vez, despreocupados de sus intereses materiales y dedicados exclusivamente al servicio del país. Transitaban por las calles de la ciudad con sencillez y dignidad, bondadosos y un poco solemnes, con levita y chistera o el popular chambergo, sobrios, orgullosos y románticos, idealistas, honrados y genuinos. Mitre, Sarmiento y Avellaneda, además de hombres de Estado y oradores que agitaban a la opinión, eran hombres de letras, el uno poeta, el otro periodista, el tercero literato, constantes trabajadores dedicados a servir a la nación. Dejaban la más alta magistratura y continuaban actuando desde el Senado o desde su retiro patriarcal. Valorizaron el voto popular después de haberlo conculcado. Vivían modestamente sin incrementar su patrimonio personal, en un país donde los demás se enriquecían. 4 Admitían la oposición y después que Urquiza había declarado, el primero, que no había en las contiendas políticas ni vencedores ni vencidos, repetían, practicaban y respetaban este concepto y la política del acuerdo.


La manera de actuar de la nueva generación era diferente. “Se llegaba al poder para perpetuarse. Tal intento trajo dos procedimientos: el fraude oficial y las intervenciones.” 5 Esta técnica política se empleó constantemente hasta el gobierno de Roque Sáenz Peña. Se dominó la oposición y se incubó la revolución. Sacrificó la libertad electoral y la práctica del gobierno representativo, para mantener el orden y su estabilidad. El orden y la estabilidad eran para la nueva generación de los hombres de Estado la mejor forma de estimular el trabajo y la riqueza. Aun en 1911, un diputado oficialista, sostenía que no era conveniente ni necesario facilitar la organización de un partido opositor; el control y la oposición surgen, decía, de la falta de solidaridad política dentro del propio partido de gobierno. 6 Durante la presidencia de Roca y Juárez Celman se dispersó el partido opositor y con ellos se relajó el partido gobernante. “El poder no necesitaba para sostenerse y perpetuarse ni el esfuerzo de sus partidarios: le bastaba con sus empleados y los que aspiraban a serlo y en última instancia con el ejército; esto fue lo que siempre se llamó el oficialismo, o sea la absorción de la función publica por la burocracia.” 7 Surgen los gobiernos electores. El presidente de la nación es el jefe del partido y el principal caudillo electoral. Impone su sucesor. La Liga de gobernadores, la máquina electoral, las intervenciones, el “unicato”, la política de las “paralelas”, de la “conciliación” y del “acuerdo”, son diferentes maneras de lograr un mismo propósito. El presidente Mitre daba un ejemplo de civismo cuando escribió sus importantes cartas políticas en 1867 y en 1885, donde objeta con franqueza públicamente las candidaturas. Sin denigrar al adversario, informa y plantea ante la opinión el problema político. 8 Emplea una correcta forma democrática para que el pueblo participe, con sus representantes, en la solución de las dificultades institucionales. La nueva generación elige presidentes y legisladores, la mayoría profesionales de la faena política. Son sobre todo hombres políticos. No les atrae otra actividad y su cultura es más limitada. Pragmáticos, positivistas, amantes del progreso material. Para ellos la medida del progreso la marca la estadística del comercio exterior, la fortuna pública y privada. Abandonaron el idealismo romántico para poner en práctica “una concepción realista de la grandeza” con el programa de Paz y Administración. 9 El profesionalismo político domina los partidos y constituye una clase social, capaz y brillante en su comienzo, pero que cada día se va distanciando de los núcleos sociales que debe servir. Pierde el contacto con la realidad del país, obsesionada por triunfar en los comicios y mantenerse en el gobierno, preocupada por satisfacer a los caudillos más que a la opinión pública. El adelanto se mide materialmente, descuidándose la enseñanza y la cultura que crean los reales valores humanos. La influencia de la Iglesia decae rápidamente, un acentuado laicismo caracteriza la reforma institucional, que triunfa en los debates del Congreso y en las costumbres. Estos antecedentes preparan la aparición del partido socialista. Predominan los dioses de Cartago sobre las divinidades de Roma.


Un nuevo tipo de dirigente, una diferente manera de hacer política, un culto al progreso material, una ambición desmedida por la riqueza, un ritmo acelerado para cambiar instituciones y costumbres, construir obras públicas, recibir inmigrantes que rebalsan el poder de asimilación del país y sus elementos de trabajo, produjeron la crisis política y financiera que provocó la revolución de 1890, la lucha sangrienta en las calles de Buenos Aires y finalmente la renuncia del presidente Juárez Celman. Es la primera vez que en la Argentina, a los veinte años de sancionada la Constitución, un presidente no termina su mandato constitucional y se abre la mala práctica de los golpes de estado. Esto revela la impaciencia de los grupos sociales por tomar el poder, la debilidad de algunos gobernantes para satisfacer las pasiones de la opinión pública, el mal uso que hacen las fuerzas armadas por defender las instituciones políticas que están obligadas a custodiar, sobre todo la inmadurez de la clase dirigente para practicar las instituciones democráticas. Los hombres de Estado y altos funcionarios, por su cultura y capacidad, son inferiores al grado de adelanto que requiere el país, al punto que permite afirmar que los gobernados son superiores a los gobernantes.


La crisis política, económica y financiera que tuvo que afrontar Pellegrini, no fue el resultado de errores personales. En el Congreso se hallaban los hombres más capaces del país y el presidente llamó a colaborar a personalidades de indiscutible preparación, las que señalaba la opinión pública, como Rufino Várela y Wenceslao Paunero. Todos coincidían en anotar los síntomas y las causas de la crisis, pero nadie hallaba los remedios capaces para conjurarla. “No hubo en el país una mentalidad superior que tuviera una idea salvadora. Fue una situación de ambiente nacional y mundial.” El proceso continuó el curso natural de su evolución. El país se paralizó, terminó la especulación, cercenaron el crédito, se liquidaron los malos negocios, el gobierno y los particulares disminuyeron sus gastos, cesó el delirio de grandezas, hasta que el trabajo reproductivo volvió a crear la confianza y labrar la riqueza del país. “El mal se curó por su propio agotamiento en el tiempo, sin que nadie descubriera el reactivo para extirparlo.” 10


En este momento político le tocó a Pellegrini ejercer la presidencia de la nación. A los factores sociales sobre los cuales el hombre de Estado solo puede actuar en limitada medida, se agregaba la lucha de las facciones tan difíciles de encauzar, cuando la exaltación política inspira a sus dirigentes y muchas veces se olvidan los intereses nacionales.



Sus antecedentes


Como consecuencia de la revolución de julio de 1890, renunció el presidente de la nación Miguel Juárez Celman (6-VIII-1890). 11 Fue sustituido, de acuerdo con la Constitución Nacional, por el vicepresidente Carlos Pellegrini, que prestó juramento ante el Congreso nacional y se hizo cargo del gobierno (7-VIII-1890), Tenía cuarenta y cuatro años y había participado durante veinte en la política activa, como diputado y ministro nacional, donde logró experiencia, acreditó capacidad, demostró carácter y contribuyó a la solución de los principales asuntos institucionales del país. En todas las circunstancias reveló condiciones y aptitudes de hombre de Estado.


Cursaba la Facultad de Derecho y no había cumplido dieciocho años, cuando marchó (1867) como alférez de artillería a la guerra del Paraguay. Desde un viejo mangrullo observó una mañana de octubre el primer avance de la caballería enemiga. Al término de la sangrienta batalla presenció la entrevista entre el general Paunero, cuya barba blanca se había teñido de rojo por una herida, y el general Mitre: “Mi general —le dijo—, lo saludo doble y honrosamente patrio”. 12 De regreso en Buenos Aires recibióse de abogado (1869) y desempeñó la Subsecretaría de Hacienda en el ministerio del constituyente Benjamín Gorostiaga. Tres años antes que terminara sus funciones el presidente Domingo F. Sarmiento, en Buenos Aires, por hallar su sucesor se trababan en lucha los autonomistas y los nacionalistas. Pellegrini se afilió al Partido Autonomista, cuyo jefe, Adolfo Alsina, ya era el caudillo de la juventud porteña. Candidato a diputado provincial en las elecciones de 1870 y 1871, es vencido por los nacionalistas de Mitre. El triunfo posterior de Alsina, con su correligionario Mariano Acosta, elegido gobernador de la provincia de Buenos Aires, llevó a Pellegrini a la legislatura (31-III-1873). Era el más joven de los diputados provinciales (26 años). Su primer discurso versó sobre la conversión del papel moneda y participó en numerosos debates sobre cuestiones monetarias y económicas.


Este joven político, que en su tesis universitaria, sobre Derecho electoral, sostenía que había que “velar por la verdad del sufragio popular”, 13 actuó como candidato autonomista en los sangrientos comicios de 1874, donde no hubo libertad y solo podía votar una minoría de ciudadanos adictos al gobierno. La lucha del comité 'autonomista' de Alsina y Alem, con el club 'nacional' de Mitre y Eduardo Costa, fue agresiva y apasionada. El fraude, la venalidad y la violencia se exhibieron en los comicios, donde el gobierno, presidido por Sarmiento y el ministro del Interior Félix Frías, aceptó el triunfo “más escandaloso y sangriento” que registra la historia electoral, del alsinismo oficialista sobre la oposición. Participó en la votación de la Cámara que anuló los votos liberales nacionalistas de Mitre en la provincia de Buenos Aires, convirtiendo la victoria liberal en triunfo autonomista. “Hemos hecho una gran barbaridad”, exclamó el joven legislador. 14 Este fraude electoral fue el antecedente de la revolución de 1874. Como la revolución de 1852, produjo las más graves consecuencias en la vida institucional de la nación. La revolución fue vencida, pero la tensión política continuó con la abstención y conspiración de los liberales nacionalistas. Alsina, gobernador de Buenos Aires, se enfrentó con Mitre para disputarle la sucesión presidencial, y al no obtener su concurso renunció a su candidatura y apoyó a Avellaneda. Carlos Pellegrini defendió la candidatura presidencial de Avellaneda, con pasión juvenil.


La política de la “conciliación” que propugnaba el presidente Avellaneda, 15 logró que los dos caudillos antagónicos. Mitre y Alsina, se reconciliaran públicamente. En las elecciones mixtas de 1878 fue Pellegrini reelegido diputado nacional. Se olvidó la breve tregua y la lucha se enciende a medida que se acerca la fecha para designar al sucesor de Avellaneda. Carlos Tejedor, gobernador de la provincia de Buenos Aires, pretende recoger la herencia política de Alsina, y el partido autonomista lo proclama candidato a la presidencia de la nación. La muerte de Alsina, que hubiera sido el candidato de unión, crea la desorientación dentro del partido autonomista que se divide en dos tendencias: una que encarna el localismo de Tejedor; la otra se vincula con las provincias para constituir un partido nacional.


Carlos Pellegrini habla defendido la doctrina federal, oponiéndose al abuso de las intervenciones nacionales. En esta gran contienda entre porteños y provincianos, entre el espíritu localista y el concepto nacionalista, Carlos Pellegrini no vaciló; apoyó la cruzada nacional que condujo el joven general Julio A. Roca, a quien apoyaba el interior del país, abandonando al iracundo Tejedor, que enardecía al localismo porteño. Además de partidario fue consejero de Roca, alguno de cuyos importantes documentos que produjo en aquella turbulenta y confusa lucha política, fueron inspirados por Pellegrini. Desde entonces data su amistad. Su vinculación con el general Roca influyó para librarlo del autonomismo estrecho de Tejedor y apreciar los valores de los hombres del interior.


La unión y complicidad de estas dos personalidades, el astuto provinciano y el arrogante porteño, gravitó durante más de veinte años en la política nacional, al punto que ningún asunto institucional, económico o político se resuelve sin el concurso de Roca y Pellegrini. Aludía a Pellegrini y sus amigos, el general Roca, cuando escribía: “Me encuentro (en la Capital) con un gran partido... provinciano, crudo y neto, sucediendo y recogiendo el disperso partido de Alsina”. 16


Los sucesos de 1880 y la sublevación del gobernador Tejedor lo encuentran a Pellegrini desempeñando el ministerio de la Guerra de Avellaneda, en el gabinete nacionalista (9-X-1879), apoyando decididamente al presidente para asegurar el triunfo del general. 17 Fue factor principal para vigorizar el gobierno de Avellaneda que había trasladado la Capital a Belgrano 18 y contribuyó al triunfo militar sobre el levantisco gobernador, que finalmente vencido, permitió solucionar el problema nacional de designar a Buenos Aires capital de la República. 19 “Las sociedades se fundan con el respeto a la ley”, había sostenido Pellegrini, pero también había afirmado, como Churchill durante la gran guerra, que la vida y seguridad del Estado era primordial a toda ley y derecho. Pellegrini, en los días del 80, para asegurar la autoridad nacional, no vaciló en emplear la violencia para lograr este propósito.


Pellegrini, elegido senador por la provincia de Buenos Aires (1881), colaboró con el presidente Roca y contribuyó, durante aquella proficua administración, a impulsar el progreso económico de la nación. Todo crece, se extiende y progresa, apoyado por el Partido Nacional, que agrupa los más importantes sectores del país, “la única fuerza popular organizada y disciplinada en toda la República”. El gobierno mantiene el contralor de los comicios. Ello no impide que lleguen a los cargos electivos los hombres representativos de la cultura y el trabajo nacional. Pellegrini sirve esa política con su convicción pragmática y sincero patriotismo.


Si en materia electoral su criterio es elástico y circunstancial, cuando se refiere a la disciplina del ejército, como ministro de la Guerra (1885), es de una firmeza absoluta. Un ejército politizado, propicio a las conspiraciones y revueltas, que había sostenido recientemente dos revoluciones que estuvieron a punto de derrocar al gobierno de la nación, y se hallaba trabajado constantemente por los agentes de la oposición, Pellegrini lo convirtió en un ejército al servicio del gobierno y del orden. Creó un organismo que respetó y obedeció a las autoridades constituidas. 20 Mantener la estabilidad del gobierno y la paz, juntamente con su desenvolvimiento económico, fueron los conceptos fundamentales de su doctrina política. 21


Carlos Pellegrini apoyó la elección de Miguel Juárez Celman, el candidato indiscutido del partido nacional, continuador de la política liberal iniciada por Avellaneda y Roca, sustentado por la mayoría de los gobernadores del interior y propiciado por el presidente Roca. Formó parte de la redacción del diario Sud América, centro de la propaganda proselitista. 22


Pellegrini permaneció desempeñando el ministerio de la Guerra hasta el día de la elección. Con ello se aseguraba el orden en los comicios. Por esta causa no participó en la campaña electoral, ni pronunció como candidato ningún discurso. Su elección como vicepresidente respondía al acuerdo entre los hombres influyentes del poderoso Partido Nacional y el presidente. No asistió a las asambleas populares solicitando su voto, y, como Sarmiento, fue elegido sin hacer campaña proselitista, ni presentarse ante sus electores, conducta que sorprende en un hombre político como Pellegrini. Su elección se produjo en la forma habitual de aquella época, por la voluntad de los gobernantes, cuando el partido oficial tenía la seguridad del triunfo. 23 Ni el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Dardo Rocha, el más encarnizado rival de Juárez Celman; ni los rebeldes y reformadores; ni los radicales de Del Valle y Alem que apoyaban a Bernardo de Irigoyen; ni los nacionalistas y católicos con José M. Estrada que propiciaron a Benjamín Gorostiaga; ni Manuel Ocampo, sostenido por el general Mitre y los Partidos Unidos, consiguieron vencer al Partido Nacional. 24 El nuevo presidente “obtuvo sin sangre ni violencia, un tributo tan general y enorme de adulación y rendimiento”. 25


La vicepresidencia de Pellegrini aceptada en “condiciones casi subrepticias” 26 fue para él un período de descanso. Juárez Celman continuó con la política de su antecesor y el país aceleró la marcha de su expansión económica a un ritmo que llamó la atención de las naciones europeas. Pellegrini mantuvo su solidaridad política con el presidente a pesar de ser tan distinto su temperamento y su carácter. 27 Su distanciamiento se produjo cuando el presidente Juárez Celman proclamó el 'unicato' y concentró en su persona la autoridad presidencial y la presidencia del partido; cuando actuó en Mendoza sin consultarlo; cuando aparecieron las candidaturas para la futura presidencia y se formó dentro del Partido Nacional, un núcleo de jóvenes (modernistas) apoyados por algunos gobernadores que no escuchaban sus sugestiones. Ello no impidió que en los momentos críticos de la revolución de julio de 1890, el vicepresidente Carlos Pellegrini, fuera el sostenedor de la autoridad nacional y participara con decisión y valor en la lucha militar que terminó con la rendición de los rebeldes. 28 Cuando el presidente Juárez Celman se embarcó en Retiro rumbo a Campana, Pellegrini, montando un caballo bayo criollo, aperado como los de los vascos lecheros, y arrostrando el fuego de los cantones revolucionarios, se dirigió a la plaza Libertad para inspeccionar el comando del general Levalle. Instaló su despacho en casa de José Luis Amadeo y dirigió sin más credenciales que su autoridad personal, el ataque final al Parque. Es posible que ya tuviera la certeza de la derrota de los revolucionarios, que implicaría la renuncia del presidente Y su ascensión al gobierno de la nación. 29


Con estos antecedentes políticos, Carlos Pellegrini ocupó la presidencia.



La familia. El carácter


¿Quiénes fueron los padres del presidente Pellegrini, los elementos que formaron su carácter y las fuerzas que impulsaron su acción?


Su padre, Carlos Enrique, savoyardo de Chambery, era hijo del arquitecto italiano Bernardo Bartolomé, revolucionario piamontés emigrado, y de Margarita Berthet, de nacionalidad francesa. Era un profesional distinguido, inteligente y culto. Contrajo enlace con María Bevans Bright, en Buenos Aires, adonde había venido contratado por el presidente Rivadavia. Ella era cuáquera convertida al catolicismo, hija del ingeniero Santiago Bevans, también contratado por Rivadavia, y de Priscila Brigth, hermana del político inglés John Brigth, orador discreto que actuó en la Cámara con Gladstone y Disraeli. 30


La familia de Carlos Pellegrini pertenecía a círculos sociales donde se cultivaban los valores intelectuales. Había heredado una mentalidad y gustos europeos. La sangre sajona de la madre puso en su cuna el sentido realista y práctico, la sustancia en el discurso, la decisión y la persistencia en la acción y una onza de espontáneo humorismo. 31 La ascendencia latina del padre aportó la imaginación, la elocuencia, la ambición por las grandes empresas. El medio americano desarrolló, en un ambiente propicio, esos dones misteriosos que ofrece la herencia, y le agregó el culto al coraje, la pasión por la política y la conversación, la generosidad para el vencido, cierta despreocupación por los bienes materiales y un vivo deseo de gozar de la vida y alcanzar el poder.


Fue un joven precoz y travieso, que hablaba correctamente el francés y el inglés. Educado en los mejores institutos, perfeccionó el español, que cuando niño no pronunciaba con corrección. En la mocedad adquirió una fácil elocución y el acento del idioma nacional.


Era enérgico, sensible y apasionado; hablaba sin eufemismos, con elocuente realismo, a veces con crudeza, siempre con espontánea franqueza. Sus ideas y sus actos se producían por reacción, por impresiones, por instinto, más que por la reflexión y el estudio.


Algunos contemporáneos lo calificaron de impetuoso y llegaron a tildarlo de atolondrado. Es posible que lo fuera, pero su inteligencia, su carácter, su excelente sentido práctico y conocimiento del país lo convirtieron en el hombre de Estado que en ese momento necesitaba la República.


No era un erudito, ni cultivaba los clásicos; sus escasas lecturas eran suficientes para formar su criterio e impulsar su acción en una democracia arrebatada y tumultuosa. 32


Poco le atraía la literatura. Su prosa era espontánea y clara, sin figuras retóricas, ni pretensiones literarias. Escribía muchas cartas, constantemente; amenas, sustanciosas, con ingenio y picardía. Sin pudor descubría en ellas su pensamiento íntimo. Con la epístola continuaba la conversación reciente. No podía vivir concentrado en sí mismo. Sentía la necesidad de comunicarse, aun a distancia, con los amigos. Escribía sin fatiga, como Mansilla, según las impresiones del momento. Anotaba las grandes líneas, los rasgos dominantes, los personajes principales, los dilatados paisajes, sin detenerse en los matices y el detalle. En dos renglones describía la ciudad de Corinto y el golfo de Salamina, y en cinco páginas a Grecia. En Atenas solo le impresiona su pequeñez y suciedad. ¡Sobre la cumbre de un “pequeño cerro abrupto” descubre la Acrópolis! Sus observaciones sobre las ciudades de Europa son superficiales al punto de hallar Roma parecida a Buenos Aires. 33 Cuando ensayó escribir una nota literaria, como sus recuerdos del Paraguay, su emoción se convierte en sensiblería. Su discurso en el Senado (24-X-1903), la carta a La Nación (3-XI-1905) y diversos juicios que emite en la correspondencia con sus amigos sobre museos y obras de arte, permiten apreciar la escasa cultura estética de Pellegrini, su erróneo concepto sobre el arte argentino y los elementos que se requieren para producir al artista. Juzga con ligereza y se exterioriza por afirmaciones. He aquí un ejemplo: “El pensador y el beso” (de Rodin) son “las obras más geniales y fuertes de la escultura moderna” quien también ha modelado “creaciones absurdas o monstruosas”. Irurtía tiene “audacias de concepción y ejecución que dejarán pensativo a más de un admirador”. 34


Pellegrini es superior a sus contemporáneos en su elocuencia. Poseía el arte de conmover y persuadir. Fue el orador político por excelencia, con menos ingenio que Bernardo de Irigoyen y más valor que Goyena. No empleaba los recursos literarios de Avellaneda, ni el misticismo de Frías, ni el academicismo de Quintana. Huía de la grandilocuencia de Cicerón y de la mesura francesa. Era una elocuencia viril, directa, impetuosa y arrolladora que recordaba a Temistocles cuando denunciaba los peligros que amenazaban al país. Impresionaba por la honestidad y sencillez de su discurso, por la valentía de sus afirmaciones, por la forma de entrar en el combate en donde jamás retrocedía y mantenía sin rendirse su espada flamígera y combatiente de tremendo filo. Este político combativo y fuerte que era Pellegrini, hallaba para conmover al auditorio recursos simples y expresivos, como aquel día que llegó a la Facultad de Derecho de Buenos Aires, fatigado después de haber leído el mensaje presidencial en el Congreso, y comenzó su peroración a los alumnos: “He subido y bajado las cuestas de la montaña”... O la despedida a su amigo Ignacio Pirovano cuando exclamó entristecido: “¡Sobre su tumba, todo, hasta el egoísmo llora!” Pellegrini, como Churchill, era capaz de derramar lágrimas por la amistad y el dolor. Pensaba con sustantivos; rara vez empleaba imágenes. No huía de los lugares comunes, cuando representaban adecuadamente su pensamiento. Con más sustancia que sus contemporáneos Leandro N. Alem, y menos ampuloso que Adolfo Alsina, impresionaba al auditorio culto y a la asamblea popular por su actitud física, la claridad de los conceptos y la sinceridad de su discurso, por “la facultad de percibir y plantear prácticamente el problema del día con la visión fulgurante de la solución posible y casi siempre acertada. 35 Imponía en la tribuna y sugestionaba al Parlamento por la fuerza de su argumento, capaz también de desafiar a una multitud hostil con su arrojo de guerrero civil. Sin las contradicciones y vanidades de Sarmiento, era menos egoísta que Roca, más equilibrado que Del Valle, y menos trascendental que Mitre. Representaba un tipo de político diferente a sus contemporáneos; que más se aproximaba a los parlamentarios anglosajones que a los latinos. Su figura revelaba su vida interior. Su estatura elevada exteriorizaba vigor físico, como sus largos brazos y fuertes manos, el andar decidido y desenvuelto, la altiva manera de llevar la cabeza, enérgica su mirada, el gesto contraído de su boca y el profuso bigote italiano. En sus discursos políticos era más discreto que en sus conversaciones y correspondencia privada, incapaz de ocultar su pensamiento, siempre pronto a tomar responsabilidades. Huía del exhibicionismo. Tenía el sentido de la medida. 36


Era el tipo de caudillo porteño del 80; el hombre de Estado pragmático y realista, sensible a las necesidades del país. Pensaba con hechos. Su inteligencia trabajaba en función de soluciones prácticas.


Le dominaba la pasión por la política. Su talla como hombre de Estado, era semejante a Sáenz Peña; éste más reflexivo y ecuánime, Pellegrini más apasionado, activo y eficiente, absorbido por la función pública y los asuntos de gobierno, durante más de cincuenta años. Como gobernante u opositor su actitud es semejante a los políticos ingleses de la época victoriana, atraídos por el progreso y la riqueza, por el poderío del país, más que por el mejoramiento del sufragio, la mejora de la clase obrera y la cultura social. 37 Sostenía que el progreso institucional debía ser el producto de una pacífica evolución de las ideas, respetando las autoridades constituidas y el precepto legal.


En épocas de crisis aparece en Pellegrini el otro personaje, el del resurgimiento italiano, que recuerda a su abuelo, cuando la pasión por la noble causa lo entrega íntegramente a la lucha y no vacila en olvidar el respeto por el derecho y la ley, para emplear hasta la violencia, si es necesaria, para hacer triunfar su bandera (1880).


No sabía descansar. Constantemente ocupado por los asuntos de Estado, por su profesión de abogado, por su afición periodística. No tenía tiempo para meditar y dedicarse a exigentes lecturas. Viajó varias veces por Europa, visitó Estados Unidos, conoció hombres de Estado en ambos continentes, ciudades y museos, todo rápidamente. Mantuvo nutrida correspondencia con su familia y amigos, anotando observaciones y juicios sobre los más diversos temas, sin que jamás le asaltara la duda, ni el temor de errar en sus afirmaciones. Cuando no está ocupado en sus tareas tampoco se queda en su casa. “Vivo a la inglesa.” “Vivo en el club”, donde juega al dominó y al besigue. 38 Esta necesidad de moverse, de andar, de no estar jamás solo, se observa en todos los momentos de su vida.


Cuando veranea en Mar del Plata, organiza cabalgatas en Ascochinga y, visita las estancias o viaja al extranjero, siempre está rodeado de amigos. Esta actividad múltiple y su tendencia deportiva lo llevan a fundar el Jockey Club (15-VI-1882) que pronto se convierte en una de las instituciones de mayor prestigio del país. 39


Con todas las luces y sombras, excesos y aciertos, Pellegrini es una de las personalidades más atrayentes del escenario político argentino de la tercera República. Su gravitación personal actuó en forma decisiva en cuatro oportunidades para asegurar las instituciones y la autoridad de la nación. Apoyó a los presidentes Avellaneda y Roca en 1880, para resolver la cuestión Capital y dominar la insurrección de la provincia de Buenos Aires.


Contribuyó a sostener la presidencia de Juárez Celman y derrotar la revolución de la Unión Cívica que pretendía tomar el gobierno. 40 Adversario del presidente Roca, apoyó la política de paz con Chile, cuando pudo con su voto y su influencia en el Senado rechazar los pactos que le sometía el ministro Joaquín V. González.


Después de la crisis política y económica de 1890, mejoró la administración y las finanzas, fundó la Caja de Conversión y el Banco de la Nación que estabilizaron el valor de la moneda y sanearon la situación bancaria. Al término de su vida sostuvo la urgencia de la reforma electoral, la libertad y extensión del sufragio y la protección a las industrias; dio un nuevo programa al partido autonomista nacional, dividido por las facciones, y prometió ajustar las instituciones políticas a la medida de la cultura y progreso de la República.