Sáenz Peña La revolución por los comicios
La presidencia
 
 

Sáenz Peña presidente


Sáenz Peña fue elegido Presidente cuando aún desempeñaba funciones de embajador en Italia y Suiza. Cuando regresó a su país y visitó España, Portugal y Francia, fue agasajado con los honores de Presidente electo. A las demostraciones de carácter oficial se sumaban la simpatía personal que inspiraba y la justa reputación de internacionalista y hombre de estado. A su paso por Río de Janeiro y Montevideo, en los discursos cambiados con los ministros de Relaciones Exteriores, Barón de Río Branco y Bachini, refirióse a su política de confraternidad americana, disipando las suspicacias y malos entendidos que había suscitado la política agresiva del Ministro Zeballos. Desde Río de Janeiro viajó en el crucero “9 de Julio” y llegó a Buenos Aires evitando la recepción pública, como una medida de precaución aconsejada por el gobierno, en vista de los insistentes rumores de alteración del orden que propalaba el Partido Unión Cívica Radical. 1


Pocos días después, el 12 de octubre de 1910, prestaba juramento como Presidente de la Nación en la Asamblea Legislativa. Recorrió el trayecto entre la Casa de Gobierno y el Congreso, aclamado por el pueblo de Buenos Aires. Leyó el primer mensaje, auspiciado por la manifiesta aprobación de la gran mayoría de legisladores y con la presencia de diplomáticos y representantes extranjeros. En el Salón Blanco de la Casa de Gobierno recibió las insignias del mando, e hizo el elogio de su predecesor. Refirióse a la obra administrativa y de fomento de los territorios nacionales, la calificó como una “construcción duradera”. “Os ha tocado un gobierno de defensa, de renovación y de lucha, tanto más patriótica cuanto más ingrata, porque es penosa función cambiar regímenes que significan influencias y desconocer influencias que significan regímenes”. Juzgaba así con acierto la tarea y las dificultades políticas de su predecesor que le facilitaría a él realizar su reforma electoral. “Habré siempre de mirar (en el gobierno anterior) el punto de partida, arranque y génesis de las mejoras institucionales que me toque realizar. Os lo digo porque me lo exige la verdad, me lo demanda la justicia y me lo impone mi propia independencia.2


El Presidente instaló su residencia en la Casa de Gobierno. Refaccionó, decoró, amuebló su interior, y a su numerosa servidumbre la vistió con libreas a la francesa. Reorganizó la secretaría con un grupo de jóvenes distinguidos. Estableció un estricto ceremonial, iniciando la buena práctica de recibir periódicamente a los diplomáticos, legisladores, gobernadores y amigos. Con motivo de la designación del ex-presidente del Brasil, Campos Salles, como embajador en Buenos Aires, lo agasajó con especiales demostraciones de simpatía y el baile que le ofreció en la Casa de Gobierno fue de los más concurridos y suntuosos que se realizaron en Buenos Aires.


El nuevo ambiente, creado por el Presidente, suscitó insistentes críticas en nombre de la sobriedad republicana, y algún periodista dijo, injustamente, que era un “irreductible hombre de protocolo”.3 Sin embargo, su vida privada continuó siendo sobria y sencilla. No le mordió el áspid de la vanidad y la riqueza. Creía que el Jefe del Estado, aún en una república, debía rodearse de la pompa que requería su cargo.


A los pocos días de asumir el poder fue aclamado nuevamente por el pueblo al concurrir al Hipódromo de Palermo. La mayoría de los gobernadores lo visitó para exponerle sus problemas y él expresó que usaría de todas sus facultades para hacer respetar los derechos del ciudadano, pero que prescindiría de intervenir en los pleitos provinciales.4



El presidente 5


Sáenz Peña asumió la Presidencia de la Nación cuando aún no había cumplido sesenta años. La dignidad de su porte aparecía en la esbeltez de su figura que revelaba más nobleza que gracia. Al decoro de la actitud unía la distinción de los modales. Alguna solemnidad, que nunca llegaba a la afectación, ni al empaque, desaparecía en el trato amistoso, donde la franqueza nunca fue vulgar y muchas veces ocurrencia ingeniosa. Era natural la arrogancia de su andar, erguido y tardo. En “la cabeza poderosa” cubierta de escaso cabello blanco, se destacaban los ojos azulados, leales, suaves e inteligentes. Prominente la nariz, las cejas bien pobladas, el abundante bigote descubría los labios expresivos. Un dejo de sensualismo romántico y deseo de gozar de la vida animaba esta cariátide humana, de facciones sobrias y equilibradas, que inspiraba irresistible simpatía y respeto. Era un conjunto de alta calidad física y espiritual. “Nadie le disputó a Sáenz Peña su puesto de primer caballero de su generación”.6 Alguien que nunca le hubiera visto lo señalaría entre todos, a la manera de Juana de Arco con el rey de Francia: “El es el Presidente”. 7


Su palabra era pausada, la voz grave y varonil, el período de la frase alargado y denso, el argumento afirmativo y claro. No era un orador como Alsina o Pellegrini que arrebataban a las multitudes, ni pretendía conseguirlo. Se le escuchaba con placer y su palabra tenía el valor de la sinceridad y el calor del patriotismo. Cuando joven, ponía en ella una onza de lirismo que hacía recordar a Castelar. En su madurez, se hallaba más próximo a la sobriedad de los parlamentarios británicos. Empleaba a veces adjetivos y figuras ampulosas que exhibían, más que una cultura clásica, lecturas e influencias de autores contemporáneos. No le atraía con preferencia la literatura, el arte o la filosofía. Aun en las cartas íntimas, el estilo carecía de agilidad y gracia, pero nunca fue pueril ni trivial. Más hábil en el manejo de las ideas que de la pluma sus composiciones son demostraciones jurídicas, ensayos sociales, mensajes, análisis de problemas de gobierno. En sus últimos escritos, el Presidente olvidó el barroquismo de la mocedad, simplificó y ajustó la frase y produjo documentos de un estilo oficial sobrio, elocuente y elevado.


Hijo y nieto de familias federales, de jueces rectos y jurisconsultos ilustrados, graduóse de doctor en leyes en la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Sus compañeros, más que su ilustración, apreciaban el criterio y la medida, “el sentido seguro y rápido” para hallar la solución adecuada a los más intrincados problemas. El conocimiento del derecho y las ciencias políticas lo preservaron del “dilettantismo” y la superficialidad que han esterilizado a tantas inteligencias argentinas. La comprensión y la lógica predominan sobre las tendencias imaginativas, y el positivismo balancea su temperamento idealista y romántico. Posee ese fondo de equilibrio y sensatez, ese freno de discreción que contiene los desbordamientos y pasiones íntimas, una prudencia digna de un filósofo y una fuerza de alma invencible.


Estudiamos la personalidad de Sáenz Peña en cuanto se vincula con la vida pública. No correspondería en este ensayo señalar otros aspectos de su inteligencia y su carácter, ni tendría objeto analizar cuál era su concepto del alma y de Dios, ni tampoco si el sentimiento de la belleza prevalecía sobre la moral y la política. Podría aventurarme a afirmar que no tenía vicios, ni alguno de los defectos que, generalmente, se observan en los hombres públicos argentinos y por negaciones llegar a trazar un perfil aproximado de sus íntimos resortes. No era hablador, ni pedante, ni envidioso e ignorante, tampoco era desleal y vengativo, ni afirmativo, burlón y falso, menos aún grosero y codicioso, ni acomodaticio con las faltas ajenas, ni transigente con la inconducta. Le desagradaba ser descortés, tanto como sufrir una descortesía. Si alguna vez un impulso lo llevaba a cometer una injusticia siempre hallaba la oportunidad para repararla. Es digna de alabanza su moderación. No ambiciona el lujo, ni la fortuna. Es frugal y discreto en las manifestaciones de su vida, un ejemplo de sobriedad republicana.


Podría decirse de él aquello que Gladstone decía de Macaulay: “Su vida es como un gran libro; todas las hojas son de un mismo tamaño, del mismo tipo, del mismo papel”; tan uniforme es la línea ascendente de su carrera, tan consecuente con sus ideas y convicciones, con sus hábitos y el ambiente social que le rodea, a tal punto que los asuntos que trataba y conceptos que sostenía, eran el reflejo de su propia imagen y, como Macaulay, el más acabado exponente del caballero de su tiempo, sin flaquezas ni abolladuras, eminentemente objetivo desde su fortaleza liberal.


¿Esta personalidad singular qué contenido espiritual tenía?


Sus escritos y discursos no son el resultado de una adaptación o transposición de autores preferidos o de obras doctrinarias. En mayor medida son el producto de la observación personal, el trabajo de la propia meditación, el anhelo de nobles propósitos, que a veces lo llevaron a olvidar las mezquinas luchas humanas y las inexorables fuerzas de la vida social. No le agradaba ocuparse simultáneamente de varios asuntos. Sólo uno le absorbía. No le atraía tratar a la vez diversos temas, como a Sarmiento, ni tenia, como Mitre, otras aficiones que no fueran los asuntos de gobierno. Llegaba a la fórmula definitiva después de un tardío trabajo de elaboración. Corregía, rehacía, agregaba, pulía y siempre deseaba mejorar su fórmula primitiva y la claridad de su discurso. Era un meditativo que le atraía, igualmente, la generalización de los principios, la fórmula de una doctrina.


Cuando estudiaba un problema lo dominaba íntegramente y lo abarcaba en todas sus dimensiones. De un largo proceso histórico, de un complejo choque de intereses, del análisis de una situación, de un conjunto de factores contradictorios, de un programa de gobierno, extrae lo esencial, lo simplifica, condensa y vulgariza en un aforismo, una sentencia, una afirmación que se graba en el oído y lo repite el hombre culto como el más modesto ciudadano.


En sus discursos y escritos fue siempre claro y preciso. Nunca dejaban duda sus afirmaciones, ni su conducta. La claridad era suprema ley de su pensamiento y de sus actos. Nada más agradable que la ilusión de la claridad que nos quita el martirio de la duda y nos infunde energías para actuar; la claridad que enriquece nuestro espíritu, sin esfuerzo, y nos permite comprender a priori sin las tribulaciones ulteriores del raciocinio.


Sáenz Peña era un observador y un meditativo, como se ha dicho. Tenía la facultad de dejarse instruir por los hechos que, según Paúl Valery, es el verdadero valor de la inteligencia.


¿Cuál es la característica principal de Sáenz Peña? Aplicando su método, diría Taine: era un hombre de gobierno. Desde joven hasta su muerte nunca dejó de serlo. No fue caudillo de multitudes, pero el pueblo comprendió y asimiló algunas de sus ideas porque las expresaba con precisión, oportunidad y honrado argumento. Sabía condensar el pensamiento en una frase, como en el último verso de un soneto. Cuando produjo en el congreso sudamericano de Montevideo el sesudo informe sobre legislación penal y el derecho de asilo, y poco después, en el congreso panamericano de Washington, cuando impuso ante los voraces estadistas del norte que sostenían “América para los norteamericanos”, la ya clásica doctrina “América para la humanidad”, Sáenz; Peña se destaca entre los más prestigiosos internacionalistas americanos con singular relieve antes de los cuarenta años.


Llegó al gobierno después de haber sido diplomático, y fue excelente diplomático porque era hombre de gobierno. Conocía el derecho internacional y poseía las mejores condiciones para conducir una negociación. Tenía arraigadas simpatías por algunos países, pero jamás sus sentimientos personales influyeron en su criterio al asumir la responsabilidad de dirigir las relaciones exteriores de la Nación. Cuando se hizo cargo de la presidencia, si podían discutirse sus aptitudes para la conducción del gobierno, nadie ponía en duda sus calidades de diplomático. Era sin duda el diplomático con más experiencia y capacidad que disponía el país.


El hombre de Estado se completa y se define durante toda su vida, en la legislatura provincial, como en el Congreso Nacional, en la controversia política de los partidos y el periodismo, en el Instituto Internacional de Agricultura de Roma y las funciones de Embajador. Surge con sus mejores calidades en el discurso de la Conferencia de La Haya, destacándose entre los más hábiles diplomáticos contemporáneos. Con la madurez consiguiente y el dominio de sus facultades, recogiendo las enseñanzas de una constante observación y experiencia, bien sedimentada por tranquila reflexión, se revela el prestigio del hombre de gobierno al asumir la presidencia de la Nación, con discursos y mensajes, exhortaciones, actitudes y conducta que ponen en movimiento una de las evoluciones políticas más intensas que ha vivido la República.


De las cuatro grandes actividades de la inteligencia humana, el gobierno, las armas, la ciencia y el arte, Sáenz Peña escogió la primera. Era la más adecuada a su modalidad espiritual y carácter, la más difícil, según algunos, porque se vincula con el manejo de los hombres y las multitudes, donde el éxito no depende del propio esfuerzo, sino de las pasiones e intereses de los demás y donde la autoridad no debe confundirse con el mando.


El hombre de gobierno requiere una buena proporción de diferentes elementos y, en primer término, el conocimiento del derecho y la ecuanimidad suficiente para ejercer la justicia que la función pública le exige, para distribuir equitativamente sus beneficios, sin preferencias personales, ni atentar contra los bienes y la vida de los hombres.


Pero no basta en el hombre de gobierno la preparación jurídica, si, además, no posee el carácter suficiente para imponer sus ideas y mantener una línea de conducta. Sáenz, Peña lo tenía. Para halagar no desciende al engaño, ni busca la popularidad en la demagogia. Le basta la lealtad e hidalguía para atraer amigos, y sus obras para gozar del respeto y la simpatía públicas.


Sabía que las construcciones movedizas e inseguras son las que se edifican sobre el corazón del vulgo. Si a veces evitaba la familiaridad, y el diálogo con sus adversarios no era por un sentimiento de orgullo o arrogancia, sino porque poseía la seguridad, en la rectitud de su conducta y la dignidad de las funciones que ejercía. No lo atormentaba el áspid insaciable de la vanidad.


El hombre de gobierno no debe vacilar. Sáenz Peña, resuelta la actitud, se lanzaba sin reservas al combate. Así ocurrió en Washington, donde adoptó posiciones definitivas frente al Secretario de Estado, Mr. Blaines. Y así lo vimos en la presidencia, encarando la resistencia del Congreso y gobernadores, para acometer la reforma política. En esta tarea singular, durante el primer año de gobierno, secundado por el Ministro del Interior, puso una energía, una convicción, una seguridad, una actividad extraordinaria, empleando los más diversos recursos, sin descansar un instante, hasta que la empresa estuvo en marcha. Demostró en ella otra calidad del hombre de gobierno: la paciencia. La paciencia que deseaba Pitt para dominar los obstáculos, para convencer, a los amigos, para reducir a los adversarios, para comprender los intereses y las variantes de la política; la paciencia para responder a los necios, aguantar a los pedantes, atender las impertinencias y ablandar a los egoístas; la paciencia, en fin, para poner en marcha una tarea que depende de la versátil y desconfiada opinión pública. “Feliz conjunto de facultades intelectuales y morales que se equilibran mutuamente”, fueron las de Sáenz Peña, demostradas reiteradamente como legislador y soldado, como político y diplomático, como periodista y arbitro internacional, donde conquistara prestigio y autoridad dentro y. fuera del país.8


Respetó el estatuto constitucional y la ley. Con las armas defendió al gobierno nacional en la revolución de 1874 y robusteció la Constitución cuando llegó a la presidencia de la Nación.


Como Churchill en su juventud, se sintió atraído por la carrera de las armas. Como él, se batió en los campos, de batalla y conservó una especial simpatía por la milicia. Fue jefe del Regimiento de Voluntarios de Guardias Nacionales y como general peruano, participó en la guerra del Pacífico.


Inflexible en sus convicciones políticas, fue contrario a la reconciliación del presidente Avellaneda con los mitristas que habían sido vencidos en la revolución; jamás transigió con la política del general Roca, ni aún en el período que colaboraba su íntimo amigo Pellegrini.


Hacía, un distingo entre sus amistades y la conducta del funcionario. Conservaba los amigos de la adolescencia: Adolfo Alsina y Aristóbulo del Valle, Vicente Casares, Miguel Cané, Enrique Moreno y Carlos Pellegrini.


Hombre de club, en su mocedad, aficionado a la tertulia y a veces al juego de cartas, estas inclinaciones no lo distrajeron cuando desempeñó funciones públicas, ni el círculo de sus relaciones influyó en sus actos de gobierno. La lealtad para los amigos no lo hizo esclavo de sus afectos. Dominó los propios sentimientos cuando se desvinculó de la Unión Nacional, que había sostenido su candidatura y ofreció embajadas a los adversarios. No podía complacerle el triunfo de la Unión Cívica Radical y de su jefe, con quien no lo vinculan sus procedimientos políticos, ni parecidos gustos, ni su círculo social. Al actuar de aquella manera adoptaba una disciplina que se había impuesto en el gobierno. Con una impasibilidad aparente, asistió al encumbramiento de su adversario Roca, y con arrogancia romántica ofreció la vida junto al general Bolognesi en el Morro peruano.


Según los caracteres y el estilo de Sáenz Peña, se descubre el trabajo de su inteligencia en la doble operación de asimilar ideas y de reaccionar frente al ambiente en el cual se desenvuelve. En la juventud ha formado su bagaje intelectual con las mejores disciplinas jurídicas, que completa y afirma en la madurez. Asimilados los principios democráticos de los escritores franceses y la experiencia de las instituciones británicas del siglo XIX, los mantiene incólumes a través del tiempo, sin que cambie su postura primitiva. Es la figura clásica del hombre de estado liberal, celoso de la soberanía e independencia, de los estados, como de los derechos individuales, de la igualdad y libertad de las naciones y de los hombres, creyente en el principio de justicia, como el eje indispensable para la convivencia social. Era lógico que durante toda su vida combatiera a los gobiernos autoritarios y a los personalismos, así como la intervención de las naciones extranjeras en los asuntos nacionales. Sostenía que el respeto a. la ley debía ser la sustentación de la democracia; el voto libre y el acatamiento a las decisiones de la mayoría, la norma para elegir al gobierno.


Sus ideas son claras y definitivas. Las asimiló durante cuarenta años sin alteración alguna, y con pareja convicción las sostuvo desde la mocedad, en las contiendas políticas internas, como en su madurez; en las conferencias internacionales y la presidencia. La observación del ambiente donde debía aplicarlas sólo determinó un proceso de acomodación a su rígida construcción intelectual. No necesitó variar la receta para tratar el mal que aquejaba al país; sólo requirió un cambio en la medida. Hizo el diagnóstico y levantó la política maltrecha, pero no tuvo tiempo de observar cuál sería él, comportamiento de los partidos después de la convalescencia, ni la reacción al drástico medicamento. Defendió como “Cincinato sabio y Catón prudente todas las libertades y todos los derechos”.


Su principal tarea en el gobierno fue la política internacional y la reforma electoral, más trascendental esta que aquélla. Murió repitiendo al país: “Quiera, votar”. Y sobre esta frase el país ha levantado su estatua.


Después de examinar su obra, de medir el esfuerzo que realizó, de fijar la posición que ocupó en la historia del país, puede afirmarse, a. la manera clásica, que con él ni los hombres ni, los dioses fueron crueles.



El ministerio


¿Quiénes fueron sus ministros y qué representaban?


El ministro del Interior era el Dr. Indalecio Gómez (salteño, 60 años), alumno de Fray Mamerto Esquiú en el seminario de Sucre; se graduó de abogado en la Universidad de Charcas y de Buenos Aires. Profesor y abogado, fue intendente y legislador de su provincia, posteriormente, diputado nacional. Católico y conservador, expresión de la buena tradición provinciana, mejorada por lecturas clásicas y viajes por Europa, la observación de los problemas sociales y políticos, el trato con las personalidades destacadas del mundo occidental. En su juventud practicó el comercio e intervino activamente en las luchas políticas oponiéndose al personalismo del general Roca. Ministro Plenipotenciario en Alemania, desempeñó su misión con brillo y dignidad. Sus funciones lo, alejaron del ajetreo político, desvinculándolo de los grupos partidarios. Ello le permitió apreciar con ecuanimidad los problemas y los hombres. Temperamento apasionado y viril, la experiencia y el roce con la vida europea habían afinado su espíritu, madurado su carácter y moderado sus impulsos. Debía encarar los problemas de gobierno y sus relaciones políticas con altura, claridad y eficacia. Llegaba a su despacho en la plenitud de su talento. Al punto mostraría en la Cámara sus indiscutibles facultades parlamentarias, su dominio de la palabra en el debate, capaz; de arrollar a su contendor con la solidez; del argumento y al mismo tiempo atraerlo con la gracia de su espíritu. Distante y cordial, severo y humano, tenía la cortesía de Bernardo de Irigoyen y el valor cívico de Nicolás Avellaneda. Era el último representante de una línea de hombres públicos, que había producido el país en la mejor época de su crecimiento: ciudadanos dignísimos, republicanos austeros, gobernantes eficientes. 9


El Dr. Ernesto Bosch (porteño, 47 años) ex-ministro en Francia, desempeñó la cartera de Relaciones Exteriores. Abogado y diplomático de carrera, fue también Director de Correos y Telégrafos. Vinculado al diario “La Nación”, era un exponente genuino de la clase conservadora. Mesurado, ecuánime y ponderado, interpretaría lealmente la política internacional del Presidente.


El Ingeniero Ezequiel Ramos Mexía (porteño, 57 años) continuó en el Ministerio de Obras Públicas. Diputado a la Legislatura y al Congreso Nacional, desempeñó la cartera de Agricultura durante la presidencia de Figueroa Alcorta. Se propuso valorizar las tierras fiscales, con obras públicas antes de transferirlas al dominio privado. Pertenecía al grupo autonomista de Pellegrini, aunque mantenía excelentes relaciones con el general Roca, de quien fue Ministro de Agricultura. Era eficiente y activo, impetuoso para sostener sus ideas. Partidario de traer al país capitales extranjeros, estimuló la construcción de ferrocarriles, incorporando su, régimen a la jurisdicción nacional. Descendiente de una vieja familia de terratenientes, y él mismo estanciero, dueño de estancias en el sur de la provincia de Buenos Aires, donde sus antepasados las poblaron en tierras de indios.


El Dr. Eleodoro Lobos (puntano, 58 años) ocupó la cartera de Agricultura. Abogado, Diputado Nacional, ex-ministro de Hacienda y Director del diario “La Prensa”, aportaba al ministerio una capacidad de trabajo indudable, experiencia en la administración pública y una cultura universitaria acreditada en la cátedra y el libro. Su modestia equiparábase a su vasto saber y su valor era más personal que político.


La cartera de Hacienda fue desempeñada por el Dr. José María Rosa (Buenos Aires), Ministro del general Roca, abogado, juez; y profesor universitario. Reputado financista de la escuela clásica, escrupuloso cajero que cuidaría el equilibrio del presupuesto y el valor de la moneda, exponente, del grupo de maestros de las finanzas, como Romero, Berduc y Tornquist, empeñado más en conservar que en innovar.


El general Gregorio Vélez (salteño) desempeñó el Ministerio de la Guerra, el Contralmirante Juan Pablo Sáenz; Valiente (porteño) el Ministerio de Marina y Juan M. Garro (cordobés) el Ministerio de Instrucción Pública. Joaquín S. de Anchorena fue el Intendente de la Capital. A su actividad e iniciativa debióse el mejoramiento de los servicios municipales y la construcción de las grandes avenidas que transformaron la estética y el tránsito, de la ciudad.


El ministerio fue bien acogido por la prensa. Eran personalidades de conocida actuación y capacidad probadas en su labor pública. De tendencia conservadora y liberal, no comprometería el capital que había acumulado el país, ni buscaría riesgos con iniciativas originales. Equidistante de los intereses partidarios su característica dominante era la honorabilidad. 10


En su primer mensaje al Congreso el Presidente ratificó su programa de candidato. Surgido de un régimen político, que consideraba necesario modificar, sostuvo la legitimidad de su autoridad por el asentimiento de la mayoría de sus conciudadanos. “Acatemos la decisión de las urnas e imperfectas como son sea, nuestro empeño de mejorar, en lugar de su descrédito por la protesta de la abstención”.


“Que la mayoría no abuse de su victoria”. Si bien las mayorías deben gobernar, las minorías deben estar representadas y ampliamente garantizadas, ser escuchadas y colaborar con el gobierno, como decía Avellaneda. “Necesitamos crear y mover el sufragante”.


El Presidente refirióse a la situación política con claridad y valentía. Propició la reforma electoral. El mismo analizó el valor de su propia investidura y la legitimidad de su título, para afirmar que en la Capital nunca hubo mayor afluencia de votantes y en las provincias habían votado por él aún las agrupaciones opositoras. Ello le daba la convicción de ser “asentido por la voluntad de la mayoría de los ciudadanos”. Su afirmación era exacta. Desde que se hizo cargo de la presidencia, el partido Unión Cívica Radical dejó de conspirar y la opinión pública creyó en la palabra del Presidente. 11