José Miguel Carrera 1820-1821
Nueva campaña contra Buenos Aires
 
 
[Nueva campaña contra Buenos Aires. Batalla de la Cañada de la Cruz. Alvear y el Cabildo de Buenos Aires. Se retira el ejército federal. Combate de San Nicolás. Pavón.]

El 14 de junio de 1820, dejamos nuestro campamento y tomamos rumbo a Buenos Aires. Las tropas nuestras sumaban seiscientos hombres; los dragones de López eran cuatrocientos. íbamos mal montados y nos veíamos obligados a marchar a pie y a caballo, alternativamente, porque las cabalgaduras no soportaban muchas fatigas. Después de cinco días de camino llegamos a las inmediaciones de San Nicolás, donde nos hicimos de algunos excelentes caballos.

Soler, que había reconcentrado todas sus fuerzas, resolvió dejarnos acercar a su campamento, íbamos llegando a San Antonio de Areco, cuando un escuadrón de doscientos hombres de caballería, destacado como vanguardia del enemigo para observar nuestras marchas, puso preso a su comandante y se pasó a nuestra división; estos soldados quedaron en San Antonio de Areco y los generales Carrera y López siguieron con una avanzada como de doscientos hombres. En la mañana siguiente, muy temprano, día 28 de junio, avistaron el campamento enemigo en la Cañada de la Cruz. Estaban formadas las tropas en tres divisiones: el ala derecha se componía del regimiento llamado los Colorados y un fuerte destacamento de Blandengues con una pieza de artillería, mandados por el coronel Pagola; el centro estaba formado por todas las fuerzas de línea con cuatro piezas de artillería, al mando del mayor general French; la división de la izquierda se componía de milicias y cívicos mandados por oficiales de línea. A su frente, y de derecha a izquierda, corría un río. Soler, que comandaba el ejército, se mantenía, con su estado mayor y un pequeño cuerpo de reserva, a retaguardia de la división del centro.

Como no esperábamos encontrar al enemigo hasta el día siguiente, se habían destacado unos trescientos chilenos y santafecinos con una comisión muy importante, y no estarían de vuelta, según nuestros cálculos, antes de media noche. El resto de las fuerzas federales se hallaba en San Antonio, a cinco leguas de la Cañada de la Cruz, cuando López y Carrera entraron en contacto con las guerrillas enemigas. Al mismo tiempo se mandaron expresos a los destacamentos distantes y al coronel Benavente, que se hallaba en Areco, pidiéndoles que llegaran con toda la rapidez posible. Benavente hizo montar enseguida la división y a eso de las once o las doce, llegamos al campo de batalla, habiendo galopado durante todo el camino. Mudamos caballos y se tomaron las disposiciones para el ataque. La milicia de Rosario, con un destacamento de chilenos, formó nuestra división de la derecha, mandada por el teniente coronel García; los húsares chilenos ocuparon el centro, bajo las órdenes del coronel Benavente, y los dragones de Santa Fe, comandados por el general López, se opusieron a los colorados, contra el ala derecha del enemigo. El general Alvear, que actuaba como jefe de su compañía de oficiales, rechazó valerosamente todas las guerrillas enemigas. Nuestras fuerzas eran tan insignificantes que se hizo imposible apartar algunas para reserva.

El general Carrera mandaba el total de las tropas y no tenía un puesto fijo en el campo de batalla. 1 Cuando todo estuvo listo, la acción comenzó con una carga de López, sobre los colorados del ala derecha enemiga. García, en la derecha de nuestra línea, atacó también la izquierda enemiga. Durante algún tiempo, no se echó de ver ninguna ventaja, ni de una ni de otra parte. Los dragones de Santa Fe fueron al fin rechazados por los colorados y se retiraron huyendo por espacio de trescientas yardas. Los porteños creyeron con esto que la batalla estaba ganada y gritaron victoria; su división central, mandada por French, avanzó para cargar sobre nuestro regimiento. French y Benavente, —que eran amigos personales—, se saludaron antes de empezar el combate, al frente de sus respectivas divisiones. Según atacaban, los porteños hacían también un nutrido fuego sobre nosotros, pero los chilenos no hicieron uso de sus armas de fuego, sino que, espada en mano, se movieron con tal presteza y coraje, que los porteños no tuvieron tiempo de afirmar sus carabinas ni desenvainar sus espadas antes de que llegáramos a sus líneas. Estas no tardaron en romperse y los soldados huyeron en desorden. En la izquierda de la línea enemiga, cuando vieron destruido el centro, —y del centro dependían todas las esperanzas—, huyeron también, y los colorados de la derecha, que habían ganado muchas ventajas sobre López, viéronse obligados a escapar, antes de ser sorprendidos por la retaguardia.

La derrota fue completa y los fugitivos se vieron perseguidos a distancia de seis leguas más o menos. Los santafecinos no daban cuartel; los chilenos tomaron doscientos cincuenta prisioneros, sin incluir al mayor general French, Ayudante Mayor Montes la Rea y otros catorce oficiales de alta graduación, capitanes y subalternos, con cinco piezas de artillería y dos banderas. 2

Las pérdidas de los porteños, entre muertos, heridos y prisioneros sumaban alrededor de setecientos ochenta hombres. Los heridos fueron recogidos en carretas esa misma noche, sobre el campo de batalla, y enviados a un hospital que se había preparado en Lujan.

Durante nuestra marcha a Lujan, capituló la infantería ligera de Vidal, que no había tenido tiempo de llegar al campo de batalla en el día anterior. Eran como quinientos hombres que les fueron cedidos a Alvear, como se le entregaron también los prisioneros tomados en el campo de batalla. Todos estos soldados prestaron juramento de fidelidad a Alvear, quien a la vez convocó a los alcaldes de las diversas ciudades y distritos a una reunión en Lujan, donde todos le proclamaron Capitán General de la Provincia de Buenos Aires.

Este descalabro de Soler, arrojó sombras sobre sus pasados prestigios. No pudiendo apartar la idea del oprobio que caería sobre su nombre en razón de haber sido derrotado por una fuerza que no llegaba a la quinta parte de la suya, Soler huyó a Montevideo y de ahí a los Estados Unidos. Entretanto, el coronel Pagola llegaba a Buenos Aires y asumía por sí mismo el cargo de Capitán general de la provincia, del que fue depuesto dos días después por el coronel Dorrego.

Nosotros seguimos marchando a Buenos Aires y en el Puente de Márquez encontramos a los diputados de la ciudad, quienes adelantaban su asentimiento para todas las condiciones que Carrera quisiera acordar. Esta disposición tan humilde, se malogró para nosotros por la imprudencia de Alvear, que así como era querido por los soldados, era aborrecido por los pobladores de la ciudad. Alvear, en vez de hacer lo posible por inspirar confianza a la ciudad, dijo a los diputados, en ausencia de Carrera: “Ustedes me voltearon del gobierno, pero no lo harán dos veces. Al menor amago contra mí, voy a colgar a medio Buenos Aires”.3

Esta arenga del nuevo gobernador produjo una impresión de asombro entre los diputados y el pueblo, y pensaron que si las ideas de Alvear eran tan benévolas antes de disponer del gobierno efectivo, sus hechos iban a sobrepasarlas, una vez investido de autoridad. Los diputados volvieron a Buenos Aires, y cuando la gente de la ciudad supo que Alvear había sido proclamado gobernador y se informó, por los diputados, de las palabras que había pronunciado, acudieron todos a tomar las armas para impedir su entrada.

La protección que Carrera dispensaba a Alvear, la unión que mantenía con él, la marcha emprendida sobre Buenos Aires, eran muy contrarias a la opinión de sus oficiales y el mismo Carrera debía haber advertido que tal unión perjudicaba sus propios intereses y los de sus acompañantes. De ahí que perdiera también mucha de la buena opinión con que le miraban los vecinos respetables de Buenos Aires, por empeñarse en proteger a una persona considerada por aquellos como enemigo. Pero, habían compartido con Alvear los días venturosos y los desgraciados, habían sido íntimos amigos y creía Carrera que los vínculos de la amistad le obligaban, no sólo a protegerlo, sino a prestarle su ayuda. Sacrificó así los dictados de la razón a los sentimientos de una sincera amistad y ese fue su error que debe considerarse como la causa principal de los infortunios que tuvo Carrera que soportar después.

Desde Puente de Márquez seguimos hasta los suburbios de Buenos Aires y sitiamos la ciudad durante diez y ocho o diez y nueve días, cortando toda comunicación con la campaña. El coronel La Madrid se encontraba en la Magdalena, reuniendo fuerzas y nos dirigimos a buscarlo hasta ese punto; pero dejó una fuerte división bien montada, que se batió en retirada a medida que los perseguíamos. Entretanto, La Madrid, con parte de sus fuerzas, hizo un movimiento retrógrado hacia la ciudad de Morón, donde estaba nuestra infantería y persuadió a los oficiales y soldados de que lo acompañaran a Buenos Aires. Efectuó la maniobra con mucha habilidad y rapidez.

La campaña entera y las ciudades eran nuestras. Buenos Aires únicamente se mantenía firme en su resolución de permanecer a la defensiva, aunque todavía impedida de emprender una acción ofensiva contra nosotros. Tomar la ciudad por asalto con las tropas de Carrera, que nunca excedieron de dos mil hombres, era imposible; y como los soldados se hallaban muy extenuados por los trabajos propios del servicio y la rigurosidad de la estación, Carrera levantó el sitio y se retiró a Lujan con el fin de dar descanso a la tropa por algunos días, antes de marchar a Entre Ríos. Había determinado evacuar la provincia.

Mientras estábamos en el campamento de Lujan, se avanzó una considerable fuerza enemiga hasta las ciudades de San Isidro y San Fernando, sobre la costa del río. Fueron dispersadas en una madrugada, por una partida de nuestro regimiento y otra de santafecinos; algunos escaparon a bordo de sus barcos, otros huyeron por la campaña mientras los más decididos se defendieron desde las azoteas o techos de las casas. Pero fueron obligados a rendirse, y como se trataba únicamente de cívicos de la ciudad y milicianos de la campaña, los desarmaron, restituyéndolos a sus hogares.

Dos días después emprendíamos la marcha por el camino de San Pedro. En esas cercanías recogimos algunos buenos caballos y fue cortada una partida de los nuestros, compuesta de un sargento y diez y ocho hombres que arreaban una caballada. Al verse interceptados por una división enemiga, no se creyeron autorizados para entregar los animales y acometieron a sus numerosos contrarios, cayendo todos en el combate, a excepción de tres, que se salvaron. Continuando nuestro camino, casi por las márgenes del río, llegamos a los Hermanos, donde supimos, que, en las islas del Paraná, había numerosos caballos, guardados por soldados de línea y milicianos. Los canales del río no podían atravesarse sino a nado y esto permitió a los defensores de la isla sostener con muchas ventajas un fuego graneado contra los soldados que voluntariamente se ofrecieron para el asalto. A pesar de la defensa, se cruzaron los riachos y los enemigos fueron empujados de una isla a otra, pero manteniendo siempre en seguridad los caballos. A eso de las once, se desencadenó una tormenta de truenos, relámpagos y lluvia que convirtió las armas de fuego en instrumentos inútiles y embarazosos. Cesó pues el fuego y como ahora el combate iba a decidirse al arma blanca, desesperaron los enemigos de alcanzar la victoria y se embarcaron en unas grandes balsas, atravesando el riacho más ancho, rumbo a una isla próxima. Dejaron sus mujeres, hijos, etc. y dos mil excelentes caballos en nuestro poder. Las mujeres quedaron en posesión de la isla y nosotros nos fuimos con los caballos.

Así llegamos a San Nicolás, donde se habían establecido los cuarteles generales, en espera de un barco de Buenos Aires que traía pertrechos de guerra y dinero remitido por los amigos de Carrera en la ciudad. Pocos días después llegó el barco a San Nicolás y entregaron novecientos uniformes, camisas y todo lo necesario para los soldados. Con los uniformes para la tropa, venían también uniformes para los oficiales, botas, pistolas, etc., sesenta mil pesos en dinero contante y varias piezas de paño para capas. Estos equipos se depositaron en la casa del comandante de San Nicolás, donde se alojaba el general.

Los santafecinos, al mando de López, habían cruzado el Arroyo del Medio, y acampaban en su propio territorio, a diez leguas de San Nicolás; un destacamento de chilenos se hallaba también sobre esa margen del arroyo, a cuatro leguas más o menos de nuestro campamento. 4

Esta dispersión en que se hallaban nuestras fuerzas se explicará teniendo en cuenta la seguridad absoluta en que creíamos encontrarnos, respecto a los menguados intentos que pudieran hacer nuestros temerosos enemigos.

Entretanto, se había llevado a cabo una gran leva en Buenos Aires y la campaña vecina; mientras nos retirábamos, un ejército de tres mil hombres, mandados por Dorrego, Rodríguez y La Madrid, había seguido nuestros pasos, manteniéndose siempre a unas treinta leguas a retaguardia de nosotros. El mismo capitán que había sido enviado por Dorrego al Rincón de Grondona para llamar a Carrera, y que siguió con Alvear desde que éste revolucionó el ejército de Buenos Aires, creyó ahora que la mejor manera de obtener el perdón por su deslealtad, sería constituirse en espía de nuestras operaciones, y comunicarlas de continuo al enemigo. 5

La situación de nuestro campo y distribución de la tropa, era como sigue: a cuatro leguas de distancia, en la provincia de Santa Fe, teníamos un fuerte destacamento; otros se hallaban a una legua de distancia, cuidando las caballadas, el resto de la caballería acampaba en unas huertas cercadas, como a una legua de la ciudad; no se les permitía tener los caballos ensillados. Una compañía de infantería, más todos los oficiales de Alvear y algunos soldados de artillería con cinco cañones, ocupaban la ciudad.

Para ponerse en condiciones de tomarnos descuidados, los porteños enviaron comisionados a tratar con nuestros jefes y, quebrantando todas las leyes de la guerra y del honor, —informados como estaban por su espía de nuestra situación— nos sorprendieron mientras se consideraban los tratados y lograron tan buen éxito en la empresa, que generalizaron el proceder, al punto de que, en adelante, toda nuestra acción estuvo pendiente de estas celadas del enemigo.

En la noche del 31 de julio, dieron parte nuestros espías de que en San Pedro —distante catorce leguas— habían entrado unos ciento cincuenta soldados enemigos. Se creyó que fuera la retaguardia del ejército contrario; éste, aunque numeroso, no nos había merecido ninguna prevención, tan menguada idea teníamos de él.

López había sido informado de que Dorrego tenía intención de atacarnos en la madrugada siguiente y estaba para despacharnos un expreso, cuando Alvear, que se hallaba en su campamento, se ofreció para traer la noticia. López le confió entonces esa comisión, pero Alvear, fuera por olvido, por negligencia, o por cometer una felonía, cenó en una casa del camino, durmió allí toda la noche y como consecuencia nos privó del aviso que nos hubiera salvado de una inesperada y espantosa catástrofe.

El 1° de agosto, antes del día, Carrera con los diputados salieron de San Nicolás y se dirigieron al campamento de López. Al amanecer, los destacamentos que cuidaban nuestras caballadas, fueron sorprendidos y pasados a cuchillo: un soldado, sin embargo, pudo escapar y trajo la noticia al campamento. Los oficiales y soldados que tenían caballos en el campamento, ensillaron y montaron, mientras que, los que no los tenían, formaron a pie e iniciaron la retirada hacia San Nicolás. Los oficiales y tropa que iban montados, no pasaban de doscientos cincuenta hombres y se organizaron para defender la retirada de los que iban a pie. Despacharon un oficial a San Nicolás para dar cuenta al general de lo que ocurría y recibir órdenes, pero como éste había ya cruzado el Arroyo del Medio, el oficial, cumpliendo órdenes recibidas, siguió hasta el campamento de López con el objeto de llamar al general para hacer la defensa de la ciudad. El ejército porteño — constante de unos tres mil hombres—, avanzó al trote, en cuatro columnas paralelas, llevando al frente una numerosa guerrilla. Por nuestra parte se destacó una partida de cincuenta hombres a objeto de entretener al enemigo, y continuamos la retirada, en columnas de división, al paso natural de nuestros caballos. Se tocó a reunión y nuestra guerrilla vino a ocupar su lugar en la columna, que se puso al trote. El enemigo nos cerraba por retaguardia y molestaba mucho la columna con un fuego nutrido. Un oficial alemán que mandaba la división de retaguardia, viendo que sus hombres empezaban a caer y juzgando razonablemente que la situación era desesperada, prefirió morir luchando con el enemigo antes que caer en la retirada: espada en mano ordenó a sus hombres que prepararan sus carabinas y volvió la cara al adversario sin esperar órdenes del coronel, o haciéndole saber sus propósitos. Así se arrojó con su partida de treinta valerosos soldados contra una división enemiga de ochocientos hombres, arremetiéndolos y provocando entre ellos un gran desorden. Otra de las columnas enemigas que teníamos sobre el flanco, se apresuró a interponerse entre nuestra división y la de aquel bravo oficial, obligando al coronel Benavente a continuar la retirada, y como fue imposible prestar ayuda alguna a los hombres que se habían comprometido en el ataque, éstos sucumbieron todos. El oficial que mandaba esa partida se llamaba Abeck y había servido con Napoleón en Rusia y en varias otras campañas. Era ingeniero y poseía muchos conocimientos profesionales; personalmente, era de natural afable y generoso, así como valiente y leal como soldado. Los hombres que iban a pie, durante ese tiempo, habían entrado en la ciudad que se hallaba fortificada por un foso profundo con dos únicas entradas defendidas por fuerzas de artillería. Nuestra columna empezó a galopar con intención de entrar en la ciudad, pero como la persecución se hacía de muy cerca, entrábamos mezclados amigos y enemigos, lo que contribuyó en gran medida a que resultara inútil el empleo de la artillería. Dos columnas enemigas se abrieron hacia la izquierda y rodearon la ciudad por medio de una numerosa línea de batalla para que nadie pudiera escapar. El bravo Benavente reunió a todos sus hombres en la plaza, donde con ayuda de unos pocos soldados de infantería se mantuvo en desigual combate por más de dos horas al cabo de las cuales no le quedaban más de treinta hombres y algunos oficiales a caballo. Con ellos decidió abrirse camino a través de cualquier obstáculo que pudiera oponérseles. Se colocó al frente de su partida y salieron todos al galope apresuradamente, atravesando el pueblo; saltaron el foso y se lanzaron con intrepidez a romper la línea enemiga, que rodeaba la ciudad. Los pelotones o pequeñas divisiones contra los cuales se lanzó con furia Benavente rehuyeron el encuentro y le abrieron paso girando sobre derecha e izquierda, en retroceso, lo que permitió pasar a Benavente con pocas pérdidas, bajo un fuego oblicuo que le hacían las dos divisiones. Las mayores dificultades habían sido salvadas. Los porteños iniciaron la persecución con un vivo fuego de fusilería que resultó ineficaz y esperaban que al llegar los fugitivos a una barranca que se abría en esa dirección, los alcanzarían fácilmente; sin embargo, una vez llegados allí, bajaron, o más propiamente rodaron por la barranca, sin sufrir ningún daño material, Entonces apareció el destacamento del Arroyo del Medio y los porteños retrocedieron por temor de ser apresados a su vez. De los treinta hombres que acompañaban a Benavente desde San Nicolás, sólo quedaban catorce.

Las pérdidas que sufrimos en San Nicolás consistieron en diez y seis oficiales y unos cuatrocientos soldados —sin incluir cincuenta oficiales y doscientos hombres de Alvear— seis mil caballos, las tiendas de campaña del general y el coronel, todos nuestros bagajes y bastimentos, cinco piezas de artillería, un carro de municiones con doce mil cartuchos y sesenta mil pesos del regimiento. La señora de Carrera, que había venido de Rosario a ver al general, algunos días antes, participó del desastre, cayendo prisionera en la iglesia, pero dos días después, Dorrego la mandó al Arroyo Pavón, adonde nos habíamos retirado, con una escolta y un mensaje cortés para el general.

La conducta que demostró aquel día nuestro coronel Benavente, fue, —como en tantas otras ocasiones— digna de los mayores elogios: la sorpresa había sido completa, y aunque no tenía más de doscientos cincuenta hombres montados, — incluso los oficiales— se defendió contra tres mil soldados enemigos desde la salida del sol hasta mediodía, exponiendo su vida honrosamente y protegiendo la retirada de los soldados que iban a pie, hasta que llegaron a la ciudad.

No satisfechos los porteños con todo aquello de que nos habían despojado, entraron a saco en todas las casas de la ciudad, sin excepción, y tres días después, más de ochocientos hombres desertaron del ejército, cargados de botín. Todos ellos regresaron a Buenos Aires, dispuestos a no perder aquel honor que habían ganado, exponiéndolo en otro combate. 6

Esta gran victoria, obtenida por un pueblo acostumbrado siempre a las derrotas, tuvo resultados muy lisonjeros; se creyó que el viejo espíritu de Buenos Aires había infundido ánimo a sus hijos, y éstos, no contentos ya con guardar su propia provincia, empezaron a soñar en conquistas. Pasaron así el Arroyo del Medio, límite de su territorio, y entraron en Santa Fe, provincia que habían resuelto anexionar a su jurisdicción.

Mandaron expresos a todas las provincias anunciando la muerte de Carrera y la destrucción de sus tropas en el combate de San Nicolás. El capitán que había estado como espía en nuestro campamento, fue el encargado de llevar a Chile la noticia, donde sus cuentos debieron causar gran satisfacción, porque lo obsequiaron con ochocientos pesos y le hicieron miembro honorario de la famosa Legión del Mérito de Chile. En verdad, no puedo formarme una idea de los méritos que le hicieron acreedor a tal distinción- Si un hombre que traiciona a su país y luego engaña y vende a sus amigos y compañeros plegándose a las circunstancias y a los intereses, puede tener algún mérito, entonces esa famosa Orden, debía colocar una condecoración en el pecho de cada traidor; si una carrera precipitada conduciendo despachos en el menor tiempo posible, enaltece tanto a una persona, hemos de convenir en que todos los correos que sobresalen por su rapidez debieran ser admitidos en esa ilustre y benemérita corporación chilena.

López y sus dragones se habían unido a los restos de nuestro regimiento, que sumaban unos ciento treinta hombres, y nos retiramos al Arroyo de Pavón, a unas nueve leguas de San Nicolás. Alvear había sido arrestado por López que insistía en quererlo fusilar con los diputados del enemigo, como cómplices de nuestros desastres, pero Carrera no lo permitió. El le proporcionó un bote a Alvear, y lo ayudó para que escapara de la furia de los soldados, haciéndole presente que no creía que la falta en que había incurrido fuera inspirada por la traición y que seguía considerándolo su amigo, aunque ya su alianza no le convenía en la presente campaña. Alvear se despidió, por último, del amigo cuya ruina había ocasionado con su indiscreción; pasando el Paraná se encaminó a Montevideo donde entró al servicio de los portugueses con el grado de Brigadier general.7

Los porteños, prosiguiendo en sus ventajas, habían llegado hasta cuatro leguas de nuestro campamento en el Arroyo de Pavón.8 Dorrego mandó comisionados secretos a López ofreciéndole la paz y la garantía de que continuaría en el gobierno como aliado de Buenos Aires siempre que volviera las armas de su provincia contra Carrera y lo entregara prisionero con su tropa. López hizo conocer esta proposición al teniente coronel García, segundo comandante del ejército santafecino, y amigo particular de Carrera. García oyó las proposiciones con indignación y desprecio y advirtió a sus oficiales de la bajeza del gobernador López, que pensaba sacrificar sus mejores amigos a sus más inveterados enemigos, como eran los porteños. 9 Finalmente hizo comprender a López que su propia seguridad peligraba sino desistía de esa idea, inmediatamente. La conspiración se puso en conocimiento de Carrera, quien sospechaba, desde días atrás que algo se urdía, de esa naturaleza. Carrera dictó entonces una carta que el gobernador se vio obligado a firmar y que se mandó al enemigo. Por ella se renunciaba a continuar toda negociación secreta y deshonrosa, pudiendo ver entonces los porteños que sus pérfidos esfuerzos en contra de Carrera, resultaban desbaratados, y de ahí que decidieron tentar la suerte con otro combate. Su fuerza constaba de dos mil cien hombres y la nuestra de unos trescientos ochenta, de los cuales, ciento ochenta eran chilenos. Pero, apenas habían pasado doce días desde la sorpresa de San Nicolás y la impresión estaba todavía fresca en el ánimo de la tropa, aunque pocos eran los soldados que se habían encontrado en la acción; esto, unido a la gran desproporción numérica, influyó por mucho en la timidez desacostumbrada que mostraron nuestros soldados en el combate de Pavón.

En un principio, los porteños fueron atacados y obligados a retroceder, pero reatacaron con brío y rompieron nuestra línea que empezó a retroceder: fuimos perseguidos por espacio de varias leguas. Los chilenos y unos pocos santafecinos protegieron la retirada, sosteniendo un tiroteo constante contra el enemigo. Nuestros soldados no volvieron a reunirse hasta llegar a San Lorenzo, distante diez leguas del campo de batalla. Nuestras pérdidas fueron insignificantes, no pasando de veinte hombres. El episodio más digno de notarse en esta retirada, lo dio un oficial porteño que nos acompañaba y había sido Mayor de los famosos Húsares de La Madrid, en el Alto Perú, donde se le consideraba poco menos que un Marte; este oficial demostró tan inmoderado afán por tomar la delantera durante la retirada, que al final fue castigado a latigazos y expulsado del ejército.