José Miguel Carrera 1820-1821
Primera marcha en la Pampa
 
 
[Carrera abandona su campamento cerca de Rosario. Primera marcha en la pampa. Encuentro y maniobras con los indios aliados. Saqueo del Salto. La responsabilidad de Carrera en este suceso. Imputaciones a Martín Rodríguez.]

López ordenó que bajaran sus Dragones de Santa Fe, los que vinieron embarcados hasta San Lorenzo con el fin de sorprendernos y librarnos al enemigo antes de que advirtiéramos el peligro. Como habíamos recibido noticias de la sorpresa que se nos preparaba, adoptamos medidas de defensa y al mismo tiempo iniciamos nuestra retirada, guiados por los baquianos indios. Caminamos durante la tarde y toda la noche, forzando la marcha, hasta que al mediodía siguiente, nos unimos a los cuarenta indios que esperaban en la frontera. Los Dragones de Santa Fe ignoraban el servicio a que se les destinaba y solamente cuando recibieron orden de montar a caballo en San Lorenzo, se les comunicó la empresa que debían llevar a cabo. Resistiéronse a tomar las armas contra los chilenos a quienes habían considerado sus compañeros y defensores en las pasadas campañas. Debido a esa circunstancia, no fuimos detenidos en la retirada.1 Continuamos así la marcha, durante tres días por la pampa, sin contar con otro alimento que huevos de avestruz y otras aves silvestres, en su mayoría podridos. Sin embargo, los soldados elegían los mejores para nosotros. Ya desesperábamos de encontrar a los indios en aquellas pampas, donde habían prometido esperar nuestras órdenes. Los mismos guías empezaban a impacientarse. Por la noche los adivinos y hechiceros que llevaban dieron comienzo a sus ceremonias. Deliberaron durante cuatro horas, hasta que —según ellos— les fue revelado que al día siguiente, a eso de las doce, encontraríamos a los indios que buscábamos. Serían las diez de la mañana del día siguiente, cuando —cumpliéndose los agüeros de los adivinos—, avistamos la vanguardia de los indios. Avanzó una partida para reconocernos, y nosotros los imitamos destacando algunos de los indios que nos acompañaban. Pronto se reconocieron ambas partidas como amigas y retornaron a sus respectivas divisiones. No tardó mucho en aparecer sobre el horizonte el grueso de la indiada y avanzaron hacia nosotros desplegados en línea. 2 Despacharon una diputación con intérprete al encuentro del general. Querían rendirle homenaje y solicitarle que las ceremonias de la recepción se celebraran según las prácticas indígenas y no como es costumbre entre los ejércitos cristianos. Asintió el general y uno de los enviados se marchó para comunicarlo a los indios y advertirles que podían avanzar. Entretanto, el resto de la diputación permaneció con nosotros para dirigir las maniobras. Formaron nuestros hombres en una sola línea con los oficiales al frente, a igual distancia uno de otro. En el ala izquierda figuraban unos sesenta indios, haciendo parte de la formación.

Nuestros aliados alcanzarían a novecientos, sin incluir los que nos acompañaban desde Rosario. Estaban formados también en línea, por escuadrones, a intervalos de tres yardas 3 entre uno y otro escuadrón, cada jefe al frente de su tropa y los caciques delante, guardando sus respectivas distancias. Los indios iban desnudos, si exceptuamos la cintura, donde llevaban una pieza triangular de cuero de oveja, curtido, guarnecida con flecos de plata. Llevaban el pelo largo y arreglado de manera uniforme: caído sobre la frente y las orejas, recogido luego hacia arriba en todo el contorno de la cabeza y atados sus extremos con un cintillo que ellos usan para ese objeto. Mantenían empuñadas perpendicularmente sus lanzas, largas de catorce pies; los caballos eran excelentes y cubiertos de fantásticos arreos; la línea que formaban, tan correcta como yo no la había visto hasta entonces.

Una vez todo listo, empezó la ceremonia: avanzaron ambas líneas al trote y al encontrarse próximas se lanzaron al galope una contra otra como en una carga. Los indios colocaron sus lanzas en posición de ataque y a medida que avanzaban prorrumpieron en tan espantosa gritería, que nos hicieron dudar —dado que no conocíamos bien a estos nuevos aliados— si aquello era solamente un simulacro de carga.

Empero, cuando llegaron a unas cincuenta yardas de nosotros, hicieron repentinamente alto, sin que la formación se rompiera en lo más mínimo ni, se produjera confusión alguna en aquel impetuoso avance.

Entonces les rodeamos y continuamos galopándoles alrededor —según nuestras instrucciones— hasta completar tres vueltas mientras disparábamos las armas al aire, cosa que les agradó mucho. Hicimos alto y ellos a su vez nos retribuyeron el homenaje dando también tres vueltas al galope en torno de nosotros.

Cumplidos los honores, se detuvieron frente a nuestra línea. El cacique principal con los caciques subalternos y capitanejos avanzaron hasta un punto donde se les reunió Carrera con sus oficiales. Después de una larga pero ininteligible plática, nos tendieron sus manos que estrechamos en testimonio de nuestra alianza y mutua defensa.

Acampamos y fuimos invitados al real de los caciques, donde nos regalaron opíparamente con suculentos asados de potro. Los indios se mostraron muy generosos con nuestros soldados, proporcionándoles todo lo que podían. Nos obsequiaron con caballos, ponchos y atavíos diversos como prueba de la sinceridad de sus protestas. Demostraron, en fin, la mayor solicitud por complacernos y hacernos sentir que nos encontrábamos entre amigos.

Satisfecho nuestro apetito, los caciques entraron en consejo y pidieron la presencia del general Carrera. El asunto a tratar, era si se debía o no atacar la ciudad del Salto, situada en la frontera de Buenos Aires, a tres jornadas del lugar que ocupábamos.

Nosotros estábamos en vísperas de emprender una larga marcha por lo que nos era necesario entrar en la provincia de Buenos Aires y arrear algunos ganados para aquel largo tránsito por tierras de indios.

Debíamos también aprovisionarnos pues no era prudente hacernos gravosos a los indios amigos cuando se nos presentaba la ocasión de mantenernos a expensas de nuestros enemigos.

La Madrid, a quien pensábamos atacar, se había retirado hacia Pergamino. La ciudad del Salto estaba defendida por un destacamento de cuarenta hombres y serían ciento cincuenta o doscientos los vecinos capaces de combatir. Carrera, que conocía muy bien el carácter de los indios y sus métodos de guerra, no podía aprobar el asalto a la ciudad. De ahí que se valiera de diversos recursos para disuadirlos de tal intento y evitarlo. Hízoles presente el ningún éxito que obtendrían y los peligros que importaba el ataque, mostrándoles las ventajas de invadir únicamente la campaña, de donde podrían sacar vacas y caballadas. Se extendió mucho sobre los estragos a que se exponían si avanzaban imprudentemente contra la mosquetería y artillería de la plaza. Pero con todas sus razones no logró disuadirlos. Protestaron que nada se opondría a la destrucción de los porteños y le pidieron al efecto un contingente de treinta hombres. Carrera, viendo que la resolución era inquebrantable, se mostró conforme con lo solicitado y entretanto buscó la manera de hacer fracasar ese inhumano proyecto: llamó a un capitán y le dio orden de marchar con treinta hombres a vanguardia de los indios en dirección a la ciudad. El capitán tenía instrucciones de ponerse en retirada a la primera descarga del enemigo y emplear todos los medios posibles para convencer a los indios del peligro inminente que corrían continuando el avance, y de la necesidad de abandonar la empresa. Era un tanto duro para un oficial valiente y veterano, verse obligado a pasar por un cobarde ante sus soldados y ante el enemigo. Con todo, las instrucciones se cumplieron. Tan pronto como las fuerzas de la ciudad abrieron el fuego desde la iglesia y las baterías, el mismo Carrera 4 se puso al frente del piquete, contestó el fuego por pocos momentos y ordenó la retirada. Los soldados, no acostumbrados a encogerse ante el peligro, se sintieron indignados por la cobardía del capitán, se negaron a obedecerle y hasta le amenazaron de muerte si pretendía continuar dando órdenes. Llamaron al abanderado para que los comandara y se lanzaron intrépidamente bajo el fuego enemigo, seguidos por novecientos indios. El capitán siguió a su división como un simple soldado, para vindicar su crédito perdido, pero todo fue en vano. La impresión causada por su actitud provocó entre los soldados un movimiento de hostilidad que se mantuvo imborrable hasta mucho después. Indios y soldados invadieron la plaza. Los porteños se sintieron sobrecogidos de pánico y capitularon bajo condición de que se les dejara tranquilos en el fuerte y en la torre de \a. iglesia, abandonando a la crueldad y depredación de los indios sus mujeres, hijos, parientes y propiedades. Se siguieron las escenas más impresionantes y lastimosas. Las mujeres, como ocurre en situaciones semejantes, habían acudido a la iglesia para implorar la protección de sus santos patronos. Pero los indios no entendían de patronazgos y protecciones: derribaron las puertas del templo y se posesionaron de todo: mujeres jóvenes y ancianas, niños, vasos sagrados; ni las imágenes de los santos escaparon. Un cacique se sintió atraído por la imagen de la Virgen, ricamente ataviada y la arrebató apresuradamente, llevándosela. Hasta que estuvo en la calle no advirtió que su presa era un objeto inanimado y que se había engañado con la brillante apariencia de la efigie. Ya no le quedaba otro botín mejor y la despojó entonces de sus vestiduras, telas y ornamentos, arrojando el armazón con ademán de despecho y enojo. Mientras los indios se ocupaban en cautivar desgraciadas mujeres y niños, nuestro destacamento se dedicaba al saqueo de la ciudad, donde encontramos una apreciable cantidad de moneda metálica y artículos de valor.

Cuando el general supo lo que ocurría, se puso en camino apresuradamente en dirección al pueblo, pero se encontraba a dos leguas de distancia y no pudo llegar a tiempo de evitar los excesos; pero logró conseguir por lo menos que los indios que estaban a punto de poner fuego a la población, no cumplieran sus propósitos y hasta los convenció de que debían retirarse.

Así lo hicieron, llevándose a las mujeres montadas en los caballos más viejos y a muchas en brazos cuando no podían caminar. Pasaré por alto los lamentos y las angustias de aquellas desgraciadas, cautivas de los salvajes. Fácilmente pueden imaginarse. Carrera pidió la libertad de las más respetables y de sus familias. Algunas, las que habían caído en poder de los caciques, fueron liberadas reservadamente. Pero, las que por desgracia eran cautivas de los indios quedaron en su poder porque la autoridad de los caciques no llega hasta exigir el abandono de lo que se considera bien ganado en la guerra. Así y todo, logramos por diversos medios, sacar algunas muchachas de aquel terrible cautiverio. Rescatamos unas a trueque de nuestras capas encarnadas, gorras, chaquetas, etc. y pudimos sustraer otras disfrazándolas con los uniformes de los soldados. No faltaron las que se vieron liberadas por la fuerza, a pretexto de que eran hermanas o parientas nuestras.

Los indios se irritaron mucho por el desprecio que hicimos de sus sagrados derechos, de sus usos de guerra y sus procederes con los prisioneros, y estuvieron a punto de ultimarnos por nuestra insolencia. Se interpusieron Güelmo y los caciques, y esta actitud, unida a nuestra resolución, y al temor que todavía guardaban por las armas de fuego, los hizo desistir y nos volvieron a tratar como amigos.

Aquella misma noche, treinta mujeres que habíamos rescatado volvieron al Salto, conducidas por una guardia y sin conocimiento de los indios. Después se rescataron otras de las que quedaban prisioneras y hubo muchas que permanecieron en nuestra división y nos acompañaron hasta el final de la campaña. Fueron doscientas cincuenta las mujeres tomadas en el Salto y un gran número de criaturas.

Esta lamentable catástrofe, dio fundamento a nuestros enemigos para desatar sus elogios sobre Carrera y los que le acompañaban. Sin duda el hecho en sí fue bárbaro e indefendible, pero quien sienta curiosidad por averiguar las causas que lo provocaron podrá convencerse de que no es justo atribuirlas a Carrera. El no fue el instigador y no estuvo en su poder evitar lo ocurrido. Martín Rodríguez había llamado siete mil indios para terminar con nosotros y fue él quien dio el ejemplo inhumano de aquella guerra confiada a los indios cuando mandó doscientos de sus soldados al mando del cacique Nicolás, a sorprender la guardia de Melincué —un pueblo de la frontera de Santa Fe, entonces nuestra aliada—, y a que se llevaran a todos los habitantes cautivos. El mismo Rodríguez manifestó al cacique que aquello no era más que el anticipo de futuros despojos porque iba a darle fuerzas para entrar a saco en toda la provincia de Santa Fe, así que llegara con su ejército. López, intimidado por la amenaza y envidioso de Carrera, hizo una paz deshonrosa con sus enemigos, vendiéndonos, según lo tenían acordado de antemano 5. La casualidad puso a Carrera en condiciones de defenderse de sus pérfidos enemigos, uniéndose a los indios que fueron llamados para aniquilarlo. Y la necesidad le obligó a castigar a sus adversarios con el mismo látigo que tenían listo para él. Carrera, de ningún modo instigó a los indios para el ataque al Salto. Por el contrario, hizo cuanto estuvo en su poder y tal vez más de lo que era compatible con su seguridad, para disuadirlos de tal propósito. Si bien permitió a un destacamento de sus soldados que los acompañaran, fue con el propósito de que los hicieran desistir mostrándoles los peligros que les esperaban, y evitar de ese modo, las calamidades que traería la toma de la ciudad.

A no ser por los ardides de que se valió Carrera, no hubiéramos podido impedir la destrucción completa de la ciudad. Los indios son por naturaleza celosos y desconfiados y no puede pretenderse que Carrera, en los primeros días de su alianza, lograra el ascendiente ilimitado que alcanzó después de su convivencia con ellos. Oponernos al proyector significaba cerrarnos el único camino de la retirada, porque ninguna parcialidad de indios nos hubiera recibido. Si nos negamos terminantemente a permitir el asalto, nos hubiéramos hecho sospechosos de complicidad con el enemigo y como a enemigos se nos hubiera tratado. La fuerza de los indios alcanzaba a más de novecientos hombres y la nuestra no pasaba de ciento cuarenta. Si Rodríguez juzga de los indios por la experiencia que tiene de sus hombres, habrá que disculparle, porque en verdad ciento cuarenta soldados nos eran suficientes para controlar y dirigir mil porteños sin ninguna dificultad. Pero tratándose de los salvajes, la diferencia de número era una circunstancia que alejaba toda posibilidad de éxito. De ahí que nuestra mediación activa en favor de la ciudad hubiera resultado tan contraproducente para sus habitantes, como inútil, dañosa y fatal para nosotros. Sólo hubiéramos encontrado la ocasión de morir en defensa de nuestros más implacables enemigos sin que nadie reconociera el mérito del sacrificio. Pero ni aun así podíamos salvarlos. Su destino era inevitable. En la proclama —tan elocuente— de Rodríguez, se dieron muchos pormenores de las crueldades que nos imputaban. A Carrera se le acusó de sacrilegio, y Rodríguez, como campeón de la iglesia, hizo voto solemne ante la Virgen y los santos —tan soezmente tratados— de vengar esos desafueros en la persona del bárbaro impío que los había cometido.6

Se convocó a todos los soldados y ciudadanos para contribuir al cumplimiento del solemne voto, exhortando a las matronas, doncellas y al pueblo todo a que rogaran y ayunaran por el feliz éxito de la campaña.

Poco le costó a Rodríguez organizar una fuerte expedición, después de las profanaciones cometidas en el Salto, porque todos cuantos habían hecho voto de vengar el sacrilegio, se alistaron bajo sus banderas, muy seguros de la victoria, por la santidad de la causa que defendían.

Rodríguez será sin duda un buen cristiano, pero siempre que no haya motivos para dejar de serlo, porque su piedad y su devoción a los santos no se sobreponen a la codicia que le despiertan los cálices brillantes y los candelabros dedicados al culto. Los habitantes de Chuquisaca y lo que pasó en las iglesias de esa ciudad podrían dar testimonio de ello. Familiarizado como está con el sacrilegio, no es de extrañar que lo tomara como motivo principal de sus invectivas contra nosotros.

Los hombres juzgan generalmente de los vicios y debilidades de los demás, por los suyos propios, pero en este caso Rodríguez imputó cargos a Carrera con fines preconcebidos. Meditando sobre su conducta anterior, hubiera encontrado en su memoria, los mismos hechos que nos imputaba a nosotros. Y de esa misma fuente, tan lejos como se remontaran sus recuerdos, sacaría las mismas invectivas de que se sirvió contra sus enemigos.