José Miguel Carrera 1820-1821
Conspiración contra Carrera
 
 
[Conspiración contra Carrera en San Luis. Conducta de algunos de sus oficiales. Marcha sobre San Juan. La travesía. Encuentro con los sanjuaninos. Combate de Punta del Médano y derrota de Carrera por las fuerzas de Albín Gutiérrez.]

Mientras permanecimos en San Luis se tramaron contra nosotros dos revoluciones; una dirigida por cuatro oficiales de nuestra división; otra por Aldao 1 y algunos oficiales enemigos, que, habiendo caído prisioneros, fueron puestos en libertad por el mismo Carrera, pero pidieron seguir bajo nuestra protección, buscando sin duda la primera oportunidad para traicionarnos.

Para explicar las desavenencias surgidas entre nuestra oficialidad, hay que tener en cuenta que tres oficiales —comandantes de partidas en la campaña— habían procedido en forma indigna de su jerarquía militar permitiendo a sus soldados el pillaje y saqueo de varios pueblos, y aun más, participando del botín, para deshonra de su cargo y de nuestra causa. Con este motivo fueron acusados al general por otros oficiales, deseosos de que se deslindaran responsabilidades y se diera de baja a los culpables. Pero éstos eran muy queridos por la tropa, en razón de las licencias que permitían, y el general no creyó oportuno el momento de castigarlos por el temor de provocar deserciones. Eso no obstante, nombró un tribunal militar, presidido por el coronel. Una vez en San Luis, ese tribunal fue investido de plenos poderes para investigar la conducta de todos los oficiales en las pasadas campañas, pudiendo someter a juicio y castigar a los culpables, según la gravedad de sus delitos, con las penas que impone en esos casos una corte marcial. La resolución del general debía mantenerse en secreto para la mayoría de los oficiales, pero fue conocida precisamente por los que podían esperar el castigo de sus delitos y desde ese momento se dieron a conspirar incitando a los soldados a desertar con ellos.

Dirigía la conspiración don Manuel Arias, nombrado anteriormente —como dijimos— comandante de la Sierra de Córdoba. Arias era hombre de unos cuarenta y cinco años y aunque nunca había sido militar gozaba de gran ascendiente entre el paisanaje, como que se trataba del caballero más rico y respetable de la Sierra. Por eso Carrera le considera el más indicado para comandante de aquel distrito.

Cuando levantamos el sitio de Córdoba, quedó con trescientos milicianos y en nuestra ausencia fue atacado y derrotado fácilmente. Desde entonces se acogió a nuestro ejército, como protegido y sin ninguna función ni autoridad. Llegados a San Luis, fue designado comisario y no se condujo rectamente, por lo que se le reemplazó con otro ciudadano adepto a la causa. Careciendo de ocupación, dióse a cortejar a una joven de la ciudad y la sedujo al punto de que la joven se escapó con él; pero como era casado y padre de numerosa familia, Carrera creyó conveniente separarlos y hacer conocer a ella los antecedentes de Arias. Este se había fingido soltero y oficial de Carrera. Dicho queda que no era ni lo uno ni lo otro. La dama, no obstante su decepción, y como Arias había ganado mucho ascendiente sobre ella, se manifestó decidida a sacrificarlo todo y seguir en compañía del seductor. Pero Carrera la entregó a sus padres con la obligación de no dejar la casa mientras permaneciéramos en la ciudad. Tales fueron los agravios que impulsaron a don Manuel Arias para tomar parte en el motín. Mediaba también la circunstancia de que uno de los oficiales conjurados, Moya, estaba para casarse con una de las hermanas de Arias, cuando volvieran a la Sierra. Lo que nunca supimos fue el destino que pensaban dar a las tropas.

La lealtad de nuestros soldados desconcertó a los jefes de una y otra conspiración. Sus planes no llegaron a conocimiento de Carrera sino más tarde, cuando dichos jefes lo hicieron prisionero, porque procedían con notable cautela y es de advertir que ambos bandos conspiradores obraban independientemente, llevados por distintos móviles y desconociendo recíprocamente tanto sus planes como sus proyectos futuros.

El general no conocía bien la naturaleza del terreno que debía atravesar y lo mismo puede decirse de todos sus oficiales. De ahí que viérase obligado a valerse de mentores y guías que sólo pensaban en traicionarnos y preparar nuestra ruina. El principal entre ellos era Aldao, hombre asaz astuto para hacer creer a Carrera en su sinceridad y adhesión. Los guías nos aconsejaban como más conveniente el camino de San Juan y en ello coincidía Carrera, cuyo plan era detenerse en San Juan hasta que diera paso la cordillera, organizar un ejército de dos o tres mil hombres y pasar a Coquimbo, donde recibiría la capitulación de O’Higgins, sin necesidad de abrir hostilidades en Chile.

Habiéndose decidido el general por la ruta de San Juan, destacó algunas partidas que debían adelantarse por el camino de Mendoza. Esas partidas atacaron y derrotaron a las avanzadas mendocinas. Con esta estratagema se proponía Carrera engañar al enemigo, fingiendo que tomaríamos ese rumbo. Pero los enemigos tenían informes de nuestros mismos guías sobre la verdadera ruta y adoptaron medidas para interceptarnos el paso.

El 21 de agosto de 1821 2 nos pusimos en marcha desde San Luis, camino de San Juan. Jiménez, el gobernador, nos acompañaba con ochenta puntanos que desertaron en su mayor parte al aproximarse el enemigo. Nuestras caballadas se habían reducido al último extremo en el campamento de San Luis por falta de pastos naturales; éstos sólo se logran artificialmente y habían sido consumidos por los caballos del enemigo antes de que llegáramos a la ciudad.

Ya en marcha hacia San Juan, advertimos —demasiado tarde— que debíamos atravesar una extensión desierta y arenosa, escasa de agua, sin otra vegetación que algunos mezquinos malezales cuyos desecados ramajes fueron el único alimento de los caballos en una distancia de ochenta leguas. Los baquianos anunciaban de continuo que al día siguiente encontraríamos pastos para los caballos y así nos llevaron, de un día para otro, insensiblemente, hasta que llegó el momento en que habíamos avanzado a un extremo que ya nos era imposible retroceder. Las divisiones enemigas habían ocupado San Luis pocos días después que dejamos la ciudad y si volvíanlos atrás, dábamos a los contrarios la oportunidad de unir todas sus fuerzas.

Confiábamos, a pesar de todo, en que podríamos recibir caballos si llegábamos a San Juan y en ello cifrábamos nuestra esperanza. Continuamos así el avance y el 28 de agosto descubrimos en las márgenes del Río San Juan un fuerte destacamento que se disponía a cerrarnos el paso. El río era ancho, profundo y difícil de atravesar. Con todo, el pasaje se hizo sin mayores pérdidas y dispersamos al enemigo, siguiendo luego la dirección de San Juan.

Las fuerzas principales de esa provincia acampaban en un llano denominado la Ligua, a cierta distancia de la ciudad. Por la noche hicimos alto muy cerca del campamento, con intención de atacar en la mañana siguiente. Apenas si llegaban a veinte los caballos de nuestra división aptos para el servicio y el general había tenido noticias, por un prisionero tomado ese mismo día, de que en Guanacache, un lugar situado a ocho leguas sobre el camino de Mendoza, existían caballadas. Supo también que los mendocinos venían en marcha y esperaban unirse con los sanjuaninos de un momento a otro. Con estas noticias, Carrera modificó su plan y en lugar de atacar a los sanjuaninos de madrugada, como se lo proponía, decidió caminar hasta Guanacache, apoderarse de los caballos e interceptar el paso a las fuerzas de Mendoza, antes de que se unieran a las de San Juan.

La experiencia había enseñado a nuestros soldados que sus éxitos dependían tanto de la superioridad en el valor personal como del estado y calidad de los caballos y aunque no murmuraron, marchaban desalentados, como quien va a entregarse, víctima indefensa, en manos del enemigo. 3

Desde San Juan, un amigo de Carrera había mandado cuatrocientos caballos a un potrero cercano a Pie de Palo y al mismo tiempo una carta dirigida al mismo Carrera, indicándolo dónde los encontraría. También le hacía saber que toda la ciudad estaba en su favor y que trescientos soldados de infantería que habían pertenecido al Regimiento Nº 1, se pasarían a nosotros tan pronto como atacáramos la plaza. Por desgracia, la carta fue interceptada y los enemigos tomaron las necesarias medidas de seguridad, apoderándose de los caballos que nos estaban destinados, mientras reducían a prisión a todas las personas sospechosas.

Los mejor montados de nuestra división, formando una partida de treinta hombres, se adelantaron hacia Guanacache con orden de recoger todos los caballos que encontraran y observar a los mendocinos. Otra partida siguió a retaguardia de nosotros, a considerable distancia para verificar si los sanjuaninos volvían a San Juan o nos seguían. Caminarnos muy pocas leguas durante ese día y nos vimos obligados a detenernos en un médano o campo de arena muy blanda, sin aguadas ni pastos, porque era tal el estado de los caballos que se hacía imposible continuar la marcha o buscar una posición más conveniente.

La partida de avanzada encontró un destacamento de soldados enemigos en Guanacache. Se hallaban éstos en un potrero y, sin tiempo para salir, fueron casi todos acuchillados por los nuestros. Escaparon algunos pocos a Mendoza con la noticia de lo sucedido. Por un cura que cayó prisionero y que era un espía del enemigo, supimos que los mendocinos estaban muy próximos. Mandamos entonces un chasque a Guanacache ordenando que volvieran al instante los de la partida, con todos los caballos que hubieran podido arrear, y que se unieran a nosotros. Idéntica orden se despachó a la retaguardia, pero poco a poco descubrimos al ejército mendocino, que había tomado una posición ventajosa entre nosotros y la partida de avanzada, cortándonos toda comunicación.

Fue de esta manera como nos encontramos frente al enemigo, mientras nuestros hombres más valientes y mejor montados andaban lejos de nosotros. Los soldados ya no mostraban aquella decisión y brío de otras veces. La mayoría montaba en caballos inútiles; algunos iban en muías, otros a pie, llevando el caballo del diestro. Tal era nuestra lastimosa situación en la mañana del 31 de agosto de 1821.

El general no desesperó en trance semejante; por el contrario, adoptó en seguida las disposiciones para el combate. Sumaban nuestras fuerzas en total cuatrocientos setenta hombres, de los cuales se sacaron ciento cincuenta con sus oficiales para atacar la línea enemiga. Si los caballos de estos hombres iban en muy mal estado, los restantes eran al extremo inservibles. Así avanzamos en línea sobre el enemigo, mientras el resto de las fuerzas, incluso las mujeres, prisioneros, arrieros y bagajes marchaban en columnas con mucha lentitud. 4 El enemigo ocupaba una fuerte posición: ambos flancos de su ejército, compuestos de caballería, quedaban protegidos, uno por la laguna de Guanacache y el otro por un monte cercano donde se apoyaba. El centro estaba formado por seiscientos hombres de infantería colocados tras un foso corrido que habían construido fácilmente en aquel terreno arenoso, casi imposible de salvar para nuestros caballos enflaquecidos. Una guerrilla de la izquierda nos molestó mucho; sin embargo, la hicimos retroceder hasta colocarse en su línea. El estado de nuestros caballos no nos permitió intentar un reconocimiento cercano a la línea enemiga y cerciorarnos de la consistencia de sus posiciones. Cuando estuvimos a tiro de fusil abrieron el fuego. Benavente hizo alto, preparó sus pocos soldados para la carga y notándolos algo desalentados, trató de infundirles ánimo; les recordó todos los riesgos y obstáculos vencidos hasta entonces, comparó el presente con los peligros pasados y les hizo ver que la felicidad futura dependía por entero de este combate. Pero como advirtiera que los soldados se mantenían irresolutos les preguntó perentoriamente y con fiero semblante si iban a entrar o no en batalla. Respondieron entonces animosamente que seguirían a su comandante y morirían con él, pero lo hicieron más por temor de aparecer cobardes que por abrigar ninguna esperanza de triunfo. Tocaron a la carga y avanzamos bajo el fuego enemigo con la rapidez que permitían las escasas fuerzas de nuestros caballos. Muy pronto caímos en un pesado arenal; muchos de los caballos se hundían en la arena sin fuerzas para avanzar; otros adelantaban pero alejándose del grueso de la tropa; y de esta manera, por inutilidad de los caballos y por la naturaleza del terreno, vimos rota nuestra línea antes de ponernos en contacto con el enemigo. Cuando pudimos hacerlo, no estábamos en condiciones de atacar ni de salvar el foso que defendía su frente. El coronel y los oficiales se esforzaron por pasarlo, pero los soldados, ante el intenso fuego que se hacía desde pocos metros, creyeron imposible atravesar el foso y se retiraron en desorden. Fuimos perseguidos por la caballería enemiga en unos trescientos metros. En esas circunstancias encontramos al general. La tropa se sintió reanimada y obligó al enemigo a ganar las trincheras. Se había levantado un polvo muy fino que nos impedía casi respirar y nos cegaba impidiéndonos ver y evitar los movimientos que el enemigo pudiera efectuar para rodearnos; de ahí que no supiéramos mantener la ventaja obtenida. Se tocó a reunión y formamos muy cerca de las posiciones enemigas esperando el ataque. La nube de polvo se disipaba poco a poco y pudimos ver a los mendocinos en su campo, al parecer en la misma incertidumbre que nosotros; pero muy luego destacaron guerrillas renovando el ataque.

En esta escaramuza nuestros caballos estaban agotados de cansancio, pero unos cuarenta o cincuenta soldados habían podido por fortuna subir en los caballos de los enemigos muertos o desmontados en el choque y esos soldados dispersaron las guerrillas. Durante el furor de la lucha, y antes de que la tropa considerara el peligro, el coronel decidió renovar el ataque. éramos como cien hombres y con ellos Benavente cargó a la caballería sobre el flanco izquierdo, dejando todo el resto de la línea descubierta y desatendida. Al aproximarnos a la línea enemiga, Albín Gutiérrez, que era el general, abandonó su caballo refugiándose en el cuadro de la infantería. 5 El comandante de la caballería de ese flanco, siguió el ejemplo del general pero a pretexto de que su caballo no obedecía a la rienda espantado por el ruido de los fusiles. La oficialidad inferior y soldados de caballería, abandonados así por sus jefes, se pusieron detrás de la infantería —lo que no era censurable— y aquella tuvo un fuego oblicuo tan vivo que nos obligó a retirarnos otra vez, pero en buen orden y sin que se nos persiguiera. Todavía hicimos alto dando cara al enemigo y mientras el coronel enrostraba a los soldados su cobardía por haber iniciado la retirada sin esperar sus órdenes, echamos de ver una gran polvareda que indicaba el avance del ejército de San Juan. Con esto cundió el terror entre la tropa y a duras penas pudimos evitar que lo exteriorizara delante de los contrarios que estaban ya sobre nosotros. Los soldados se mostraban ansiosos de salvarse e intentaban la fuga. Entonces los oficiales formaron a retaguardia con orden de matar al primer soldado que retrocediera o mostrara miedo ante el enemigo.