Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán
Capítulo 10
 
 
Don Gonzalo de Abreu sucede a don Gerónimo Luis de Cabrera. Prisión de éste y su muerte. Origen de esta crueldad. Mal suceso de Abreu en Calchaquí. Pretende descubrir un lugar de los Césares. Levantamiento de los indios en San Miguel de Tucumán.


La tierra florece ó cría abrojos bajo las plantas de quien la gobierna. La provincia del Tucumán a nadie tenía que envidiar, estando á su frente D. Gerónimo Luis de Cabrera. Siempre contraído á promover su felicidad, hallaba su descanso en mudar de ocupación. Libre de los cuidados de la guerra por el sosiego de los bárbaros, deliberaba dar fomentos al capitán Pedro de Zárate, quien debía restablecer la ciudad de Nieva en el valle de Jujuy. Estos y otros pensamientos entretenían su amor al público, cuando se vieron disipados por la mudanza del gobierno. A los pocos años de su advenimiento al mando, tuvo por sucesor á D. Gonzalo Abreu y Figueroa. Pasando los gobiernos de mano en mano pocas veces experimentan un trastorno tan completo de su fortuna, como en esta ocasión. Era Abreu un tirano á prueba de los más vivos remordimientos; y aún se formaba un placer de sus mismas crueldades.

Aún no había tomado posesión de su gobierno, cuando ya se proponía ensayar sus iras con el inmortal Cabrera. Pero era preciso encontrarle delitos, y este era el lado por donde este gran hombre era invulnerable. Para los ojos de Abreu su propio mérito hacía su crimen capital. Con todo, en la necesidad de imputarle otro, fingió que la provincia estaba alzada. A fin de darle un aire de verdad á está grosera calumnia, hizo su primera entrada á son de guerra y con aparato militar. No pudo menos de ofender á todos un proceder que hacía cómplices a los vasallos más leales. Esto dio mérito a Martín Moreno, vecino de Santiago, para que acercándose a uno de la comitiva le dijese: “amigo, ¿entrando a vuestra casa entrais de esta manera? O aquí somos traidores ó vosotros lo sois”.

Con un despotismo que asustaba á los ciudadanos, pasó Abreu al ayuntamiento y se hizo recibir violentamente en 1574.

La acedía de su corazón contra Cabrera lo ejecutaba á ciertas tropelías abiertamente contrarias á todas las leyes de la equidad. El mismo día de su recibimiento mandó secuestrar los bienes que tenía en Santiago, y dejó escapar expresiones que indicaban ánimo de prenderlo. Los santiagueños murmuraban abiertamente de una conducta tan osada. No faltó quien le representase que Cabrera era un fiel servidor del rey, y que tomando el partido de la moderación lo hiciese comparecer en su presencia; pues esto sólo le costaría una palabra y le ahorraría un delito. Miró Abreu con desprecio estas razones bien concertadas. A los tres días siguientes se puso en marcha para Córdoba, sin omitir diligencia de sorprender á su antecesor. Habiendo este tenido noticias de su arribo, se anticipó a recibirlo con todas las atenciones que pedía la urbanidad. Nada bastó á docilitar esta alma feroz. Inmediatamente lo mandó prender y conducir á Santiago, donde, formado un inicuo proceso, fué luego decapitado. Hecho increíble si no lo atestiguara la verdad de la historia.

Discurriendo los escritores sobre el origen de este odio tan envenenado, no se le encuentra otro, que la sugestión de dos oidores de Charcas. Habían estos tentado inútilmente la lealtad de Cabrera en asuntos del real servicio. Su suerte pendía ya de sus manos. El medio de conservarla era sacrificarlo a su seguridad. Para esto se valieron de Abreu, quien no pudo sostener la gloria de hallarse suplicado, sin verse emponzoñado de ella. Los descendientes de Cabrera no deben dolerse de una afrenta cuya causa es tan honrosa.

Después de un crimen tan detestable, ejecutado á sangre fría, perdió Abreu el corazón de los hombres de bien.

Esquivados estos de su trato, se entregó á los consejos de viles y perdidos, en quienes estaba cierto tenía ministros de sus maldades. Rapacidades las más soeces, prisiones las más crueles, tormentos los más inhumanos, muertes las más injustas, estos eran los espectáculos que daba su bárbaro placer. Viéndose muchos ciudadanos próximos á una desgracia, la evitaron con la fuga.

Importaba mucho al gobernador sepultar en las tinieblas unos delitos tan atroces. él se resolvió á ejecutarlo por todos los recursos del crimen. No sólo interceptó la correspondencia, sino que á fin de obstruir todas las vías, puso á Córdoba dos dedos distante de su ruina, y aniquiló la población de Zárate en el valle de Jujuy, sacando de ellas su principal defensa. Los años de 1575 y 76 fueron para la provincia los de su rigurosa prueba.

Aun no satisfecho Abreu de estas medidas, quiso divertir las miras de los pobladores hacia otro objeto que lo alejaba del peligro. Los principales vecinos de las cuatro ciudades se hallaron convocados para la jornada de Linlín y conquista de Calchaquí. Antes de mover Abreu todo su ejército resolvió registrar el valle por sí mismo. Costóle bien cara la tentativa; porque estimulados los Calchaquíes de su envejecido enojo, le embistieron con tanta furia, que le mataron treinta y cuatro soldados, y lo pusieron en términos de perecer. Debió salir con vida al socorro de Hernán Mejía de Mirabal. La expedición de Calchaquí no tuvo efecto. Puesto Abreu en el río de Siancas, licenció las tropas santiagueñas, y se quedó con las restantes para fundar una ciudad. De estos soldados desertaron muchos al Perú, con cuya fuga quedó Abreu desamparado. Los bárbaros en crecido número lo atacaron; pero á impulsos de su valor y de la ventaja del puesto hizo vanos esfuerzos y pudo regresar á Santiago.

Las mortales inquietudes de Abreu lo llevaban de empresa en empresa. Por esta vez acertó a lisonjear el gusto tucumano, fomentando una preocupación popular. El descubrimiento de los Césares, o Trapalanda, como dijimos en otra parte, era un suceso con que todos se prometían ser felices. Si alguna vez merecía crédito la existencia de este país fabuloso, debía ser en esta ocasión. Pedro de Oviedo y Antonio de Coba, dos marineros náufragos que navegaron en uno de los navíos del obispo de Placencia, acababan de dar en Chile una relación jurada de aquel lugar opulento. Estas noticias, que sin duda avivaron las esperanzas del gobernador Abreu, le resolvieron á acometer la empresa. A fines de 1578 tuvo acampado todo su ejército en el pueblo de Nonogasta.

En este estado se hallaban las cosas, cuando la ciudad de San Miguel del Tucumán imploró auxilios prontos y eficaces. Sucedía esto, porque advirtiendo los indios Yanaconas, que con la expedición á los Césares había quedado indefensa esta ciudad, dieron de ello noticia á muchas parcialidades, las que conspiradas de común acuerdo, resolvieron aniquilarla. Empezó la hostilidad por un fuego voraz, que en lo más silencioso de las tinieblas aplicaron á todos sus extremos. Fué el primero á sentirlo el teniente gobernador Gaspar de Medina, cuyo nombre inmortal debe repetir con veneración el Tucumán.

Su grande alma formada a los peligros lo impelió á saltar de la cama, y correr precipitado á sus armas. Su sorpresa fué igual á la novedad del suceso, cuando puesto á caballo en la calle, no se le presentaban más objetos que incendios y enemigos. El silencio de los vecinos le hacía concebir que era el único que había escapado de las llamas; pero no por eso se rendía su espíritu, más fuerte que el último de los riesgos. Fluctuando entre mil dudas, esperó algunos momentos hasta que se le unieron dos españoles. Juntos estos tres héroes se encaminaron á la plaza, donde fueron rodeados de un inmenso número de enemigos. A la luz de las llamas abrasadoras se descubría el yanacón Gaulan, quien por su figura gigantesca, y la intrepidez de sus alientos había sido preferido para caudillo de aquella empresa. Medina se hizo cargo que en destruir aquella vida, estaba el único recurso a que podían apelar. Con una noble osadía animó a sus compañeros. Tienen las almas grandes cierto dominio en los corazones. Ciegos de ira se arrojaron á lo más cerrado del escuadrón, hasta llegar donde estaba el fiero Gaulán, cuya cabeza derribó Medina de un sólo golpe. Reconocióse luego, que los bríos de este caudillo infundían alientos á su ejército. Su muerte y la llegada de otros pocos españoles acabaron de desalentarlos. Medina, aunque gravemente maltratado con dos profundas heridas, no dejó las armas de la mano mientras no hubo ahuyentado al enemigo. El socorro mandado por el gobernador restableció la seguridad.

Libre Gonzalo de Abreu de este embarazo, hizo marchar su ejército al descubrimiento proyectado. Trabajos y desengaños fué todo el fruto que de ella recogió. Después de muchos meses volvieron todos persuadidos que la provincia de los Césares no era más que un delirio de una imaginación enferma y acalorada.

De vuelta de esta expedición se dedicó Abreu á los negocios domésticos del gobierno. En esta provincia era muy poco el oro; pero un lujo de fecundidad la hacía codiciable. Los nacionales lo despreciaban, porque unos salvajes siempre tienen pocas necesidades; y contentos con lo que pueden satisfacerlas, miran con desasimiento lo demás. Sus nuevos señores pretendían suplir la falta del oro con las producciones del terreno. Para esto pusieron los brazos de los indios en la dura contribución de saciar su avaricia, de buscar con su sudor lo mismo que despreciaban, y de pagar con su esclavitud la ingrata fertilidad de su patria. Por este motivo eran frecuentes las insurrecciones. El gobernador las sofocó por medio de los valerosos capitanes que tenía cada ciudad, y aún intentó cortar el mal en la raíz. Pero no era á propósito el temple de su carácter para comunicar energía á las leyes de la humanidad. En 1579 publicó seis ordenanzas, donde fué nada lo que ganó la causa de los indios. Algunos años después fueron abolidas como injustas.