José Miguel Carrera 1820-1821
Gobierno, vida y costumbres de los salvajes
 
 
[Gobierno, vida y costumbres de los salvajes. Gérmenes de motín en la tropa de Carrera.]

Estas inhospitalarias comarcas de América, donde el agua y los bosques son tan escasos, estaban apenas habitadas antes de la conquista de los españoles. Los primeros pobladores fueron fugitivos del sur de Chile, venidos en busca de una libertad que ya peligraba en aquella región. Desde entonces, causas diversas, —entre ellas las guerras— han contribuido a que se establezcan aquí otras tribus, o restos de tribus, huyendo al castigo de rivales más poderosos.

Entre las diversas tribus no hay unidad de gobierno; viven con frecuencia en guerra unas con otras y sólo se ponen de acuerdo sometiéndose a un jefe, cuando las amenaza algún peligro real o imaginario. Aun en este caso no hay leyes para compelerlas: el servicio de cada tribu es voluntario y lo dan por terminado cuando les viene en gana. Cada una de ellas se gobierna por un cacique o jefe designado por elección entre las mismas. Para aspirar a ese honor hay que demostrar reconocida superioridad de juicio en las asambleas, coraje y estrategia en la guerra, celo y actividad para con la tribu gobernada. Por lo que hace a la autoridad del cacique, es tan limitada que apenas si puede llamarse tal. Está en sus facultades congregar a la tribu y exponer las ventajas de una guerra o la necesidad de aniquilar una tribu rival, pero son los indios quienes aprueban o rechazan esas proposiciones. Sin embargo, una vez aprobada la propuesta del cacique, sea cual fuere, la mantienen religiosamente y constituye para ellos una verdadera ley. Cuando el jefe y la mayoría de la tribu optan por la guerra, no emplean tampoco medios compulsivos con los que han estado en desacuerdo sobre el particular y cada uno puede obrar a su antojo siempre que no ofenda la persona o la propiedad de los demás; pero los bardos y nigromantes comienzan sus ceremonias y con sus cantos y profecías exaltan a tal punto el espíritu de los oyentes que casi ninguno se muestra remiso al llamado, desde que en el campo de batalla les espera a todos la gloria y el honor. Una vez que ha sonado el grito de guerra, los indios renuncian a sus hábitos de independencia y al natural turbulento que los anima: se vuelven tratables y subordinados a sus capitanes y caciques, obedeciéndoles en todo durante la campaña con el mismo celo que pudiera esperarse de soldados regulares hacia sus superiores. Hasta que se restituyen a sus tolderías no recobran su libertad de acción, pero una vez licenciados reasumen su arrogante independencia y pueden llamar a juicio a su jefe, pidiéndole cuentas de su conducta por el tiempo que los comandó, y hasta castigarlos si no han estado conformes con él.

Por lo que hemos dicho sobre el gobierno de las tribus indias, se infiere que la influencia de un jefe para con su tribu o con los caciques de las naciones vecinas, depende, en gran parte, de su elocuencia. El único privilegio de que gozan los caciques en tiempo de paz es el de dar consejos a los demás: por eso el que es capaz de expedirse mejor y de mover las pasiones de su auditorio, es también escuchado con más atención y obedecido con más solicitud.

Los indios adoran al sol, como autor de la luz, de la vida, de la vegetación, etc. También mantienen una especie de veneración secundaria por la luna. Siempre que comen o beben consagran al sol los tres primeros bocados o tragos, para lo cual arrojan al aire los pedazos de comida, o gotas del líquido que beben. En casos de peligro o en un grave aprieto, sospechas, dudas, etc., los adivinos hacen sacrificios al sol antes de dar sus presagios a fin de que los inspire el genio de la verdad. En ocasión de cada luna llena, realizan algunas ceremonias dedicadas al astro. Los eclipses de sol o de luna se consideran como anuncio de una horrible calamidad y siempre tratan de apartarla por medio de sacrificios o huyendo del lugar desde donde han visto el eclipse por primera vez. Parece que tienen idea de un “más allá” porque se hacen enterrar con los caballos, armas y a veces con sus mujeres favoritas para que les acompañen a lo desconocido, aunque en verdad tal idea debe de ser muy imperfecta y vaga en la mente de un indio.

El lenguaje de que disponen es muy imperfecto y carece de un gran número de palabras para expresar los nombres de muchas virtudes, vicios, ideas, artes, etc. El masculino y el femenino se expresan a veces por el mismo nombre sin ninguna alteración ni diferencia de terminación por la que pueda distinguirse el género; así: Pichibotom es el nombre empleado para designar un muchacho o muchacha, hombre o mujer joven y hay que adicionar varios adjetivos calificativos para dar a la palabra el sentido exacto. Los verbos son también defectivos en sus inflexiones y tiempos. Expresan una acción o estado de ánimo sin ninguna idea directa de tiempo sino de manera indefinida; con tales dificultades vense obligados a emplear un exceso de palabras para expresar la idea más sencilla.

La forma en que hablan los caciques en las asambleas, es por todo extremo diferente a la que usan en la conversación ordinaria. En sus arengas se producen con una fluencia y rapidez que sorprenden. No se perturban ni tropiezan en una palabra; dividen sus frases por pausas de tiempos iguales y hacen pensar en el verso blanco que se leyera con una pausa al final de cada verso. No se valen de gestos ni ademanes, pero emplean las más sensibles variaciones de tono para dar expresión a sus sentimientos.

La agricultura es por completo desconocida entre ellos. Todos viven de sus rebaños y los llevan de un lugar a otro según la escasez o abundancia de pastos. Cuando la tribu es pequeña, todo el ganado se guarda en común a excepción de los caballos de servicio que constituyen en lo relativo al ganado la única propiedad individual de los indios. Las tropas de vacas, las yeguadas, las ovejas, son de propiedad de la tribu. Las mujeres y las esclavas (cristianas cautivas) se encargan de cuidar los ganados y rondan a caballo, relevándose, durante la noche. Si una oveja u otro animal se pierde, los indios desnudan a la infortunada mujer y la azotan bárbaramente. Durante el día, las mujeres se ocupan de agarrar los caballos de los indios, de ensillarlos y de hacer la comida. Desde muy de mañana hasta al anochecer trabajan casi exclusivamente en esta última faena. Cocinan carne de potro y la sirven en ollas a los indios que las esperan sentados en sus lechos. Cada indio tiene su plato de barro en el que come y bebe. Una vez que el indio ha comido y si algo resta en la olla, la mujer hace una ligera colación en un rincón apartado del toldo. Después vuelven las ollas al fuego, las llenan, las dejan hervir y así se suceden las comilonas durante gran parte del día.

Los indios son muy hospitalarios en sus toldos. Siempre que les visitábamos ponían cuidado en tener carne de vaca y de oveja para nosotros. Ellos la comen solamente en tiempo de escasez y cuando no pueden procurarse otro alimento. El toldo consiste en una especie de tienda formada por algunas estacas clavadas en el suelo y cubiertas con cueros de animales: en el centro está el fogón; a un lado duerme el indio sobre un camastro de cueros de oveja; las mujeres ocupan el lado opuesto del toldo, con lecho aparte. Los indios se muestran tan turbulentos y bulliciosos en sus reuniones y asambleas públicas, como silenciosos y pensativos en sus toldos. Se les puede ver sentados en sus lechos por más de una hora, sin pronunciar palabra, como sumergidos en profunda meditación o arrancándose los pelos de la barba con unas pinzas que usan, pues no se dejan crecer un pelo en la cara o en el cuerpo. Tienen un poder absoluto sobre la vida y actos de sus mujeres y esclavas, así como sobre sus hijas, pero éstas, una vez salidas de la niñez, deben cuenta de su conducta a los hermanos. Si alguna mujer es infiel a su dueño, o sospechada de serlo por demostrar otro afecto, el mismo amo es quien la mata generalmente por sus propias manos. Cuando un indio se casa por primera vez, acostumbra a dar una fiesta a los parientes de la desposada y a sus propios amigos, pero los matrimonios que vienen después se consideran apenas como una transacción comercial. Está permitida la poligamia y cada uno puede tener todas las mujeres que le sea dado adquirir.

Los indios gozan de excelente salud debido a la sencillez de su vida, y las enfermedades son tan raras que se desconoce toda clase de epidemias. Siempre que algún indio se siente atacado por alguna enfermedad y muere en edad prematura, los adivinos, que hacen también de médicos, atribuyen la desgracia a algún enemigo del muerto. Suponen en seguida que tiene la facultad del maleficio y la brujería, y si consiguen descubrirlo, le dan inmediata muerte. Cuando un indio muere, entierran con él en la fosa su mejor caballo, su apero, espuelas, espada y lanza. Si ha tenido una mujer preferida sobre las demás, ésta debe acompañarle en el tránsito al otro mundo para continuar cuidándole como una sirvienta. Después del entierro, la tribu levanta sus tiendas y se marcha en busca de un lugar más hospitalario.

Son muy raros los crímenes entre las tribus indias. Practican estrictamente lo que ellos consideran justo y castigan de muerte a todo el que pretende innovar o violar sus costumbres. Quien mata a algún miembro de la sociedad es entregado a los amigos de la víctima y estos expían el crimen con la sangre del matador. El derecho de venganza es un privilegio indiscutible de cada indio. Si se le negara sobrevendría entre ellos la guerra y la extinción de la tribu. Aunque en la propia tribu suprimen el hurto y el asesinato, consideran muy dignos de mérito y aplauso a los que cometen contra sus enemigos comunes los más bárbaros ultrajes.

En la composición de las sociedades indias pueden advertirse cuatro divisiones jerárquicas, compuestas por los caciques, los sacerdotes, los jefes militares y el pueblo. Viven en común, en la más perfecta igualdad y goce de sus derechos y costumbres. Sus ocupaciones son casi las mismas, excepto las de los sacerdotes o hechiceros, quienes en determinadas épocas y circunstancias, hacen también de profetas, médicos, bardos, etc.

Computan el tiempo por las revoluciones de la luna y las distancias por días. Así: dos lunas representan dos meses y el número de días entre un lugar y otro indica el espacio de tiempo en que un indio puede hacer ese recorrido al galope de su caballo. Dan así una idea más o menos exacta de la distancia. Su manera de contar es compleja y fatigosa. Empiezan contando hasta diez y no pasan de allí; entonces hacen una señal en una sarta de cuentas o en una tablita y cuentan otros diez que marcan en la misma forma continuando así hasta diez veces diez o cien, número que indican aparte. Inician luego una nueva cuenta en la que siguen marcando diez veces cien o sea mil, cuyo número marcan distintamente. Las cifras raramente pasan de mil y no pueden exceder de diez mil. Cuando quieren expresar una cantidad de hombres u objetos que pase de ese número emplean la palabra muchos.

Practican sus ejercicios y diversiones siempre a caballo y provistos de sus lanzas. Estos ejercicios van dirigidos siempre a aumentar sus fuerzas y destreza para la guerra. Tienen también un juego que practican a pie, con una pelota, y que en algo se parece al “cricket”. 1 En todos sus ejercicios, diversiones y fiestas, se presentan invariablemente desnudos.

La indumentaria de un indio, en invierno, se compone de un poncho, pedazo de paño burdo envuelto alrededor de la cintura, parecido al chiripá de los paisanos de este país (Chile), y un par de botas de potro confeccionadas por las mujeres. En verano usan poco el poncho, pues el calor lo hace innecesario. Las mujeres llevan una tela que les envuelve la cintura hasta las rodillas; otra pieza también de tela, cuadrada, que pasan por bajo el brazo derecho y cuyas puntas aseguran sobre el hombro izquierdo con un broche de plata, de doce a catorce pulgadas de largo. Los senos —excesivamente grandes por lo general— y la mayor parte del cuerpo, quedan al descubierto. Dividen sus cabellos en dos largas trenzas, que sujetan con cintas y cubren de cuentas multicolores. Con las trenzas se hacen una especie de corona que les cubre la frente y las sienes, sujetando los extremaos sobre la frente misma. Llevan en las orejas pendientes de plata, de forma cuadrada, que caen sobre los hombros y usan gruesos collares de cuentas de diversos colores y brazaletes de lo mismo. Algunas usan también anchos cinturones, adornados con monedas de oro y plata, cuentas, etc. Se reconoce a las solteras porque llevan ajorcas en las piernas y sus vestidos son por lo general mejores que los de las casadas. Por esa superioridad en el vestir, los padres esperan atraerse algún rico guerrero que, a trueque de poseer a la hermosa, ofrecerá algunos caballos, ponchos, dinero o algo equivalente convirtiendo a la novia en una esclava que quedará a merced de su comprador.

No les está permitido a las mujeres elegir entre sus pretendientes. Sólo se consulta el interés y la avaricia de los padres. Cuando tiene lugar un casamiento o cambio de dueño cesa toda la autoridad paterna y la hija mira desde entonces al padre como a un extraño pues la sumisión y el amor filial se trasmite con su persona al comprador.

Las indias son afables, solícitas y obsequiosas con los forasteros. Su apariencia física no es nada desagradable; algunas en sus maneras denotan cierta bondad natural y aunque sus costumbres no se prestan para hacer resaltar sus encantos, hay muchas mujeres bonitas y en extremo interesantes.

Ciertos autores han supuesto — y acaso con serias razones— que la Patagonia estuvo habitada por una raza de indios gigantes. Negar una opinión tan extendida sería inoficioso de mi parte, pero debo decir que nunca he visto ningún representante de esa raza ni oído decir a ningún nativo, que exista o haya existido tal pueblo.

Son los indios de buena estatura, bien proporcionados, y si se les compara con las minúsculas razas del Perú, resultan corpulentos, pero no más altos que la generalidad de los ingleses y alemanes.

Viven en continuo estado de guerra o en preparativos bélicos, ya se trate de combatir entre las tribus o contra los cristianos. Carrera logró reconciliar a todos los jefes de tribus, pero esa reconciliación duró poco. Son soberbios y susceptibles, vehementes en sus pasiones, muy celosos de su libertad y derechos así como decididos y arrojados para mantenerlos, valientes hasta la temeridad, pero también excesivamente crueles y vengativos; son muy desconfiados con los desconocidos, y hospitalarios y fieles con quienes reconocen como amigos. Con sus enemigos son implacables y nunca perdonan ni olvidan una ofensa.

Mientras permanecimos entre los indios, diversos motivos influyeron para que nuestros soldados se volvieran insubordinados y revoltosos, entrando por mucho la inactividad y la falta de paga. Empero, seguimos imponiéndoles severos castigos por cuanta falta cometían, aún las más leves. Esto dio origen a que planearan la más vil sublevación contra el general y oficiales, para lo cual sólo esperaban la llegada de una partida ausente del campamento y con la que contaban para llevar a cabo sus designios. Eligieron como jefe del movimiento a un soldado de nombre San Martín y designaron igualmente entre los descontentos la oficialidad del escuadrón a sublevarse. Nuestra división estaba formada por prisioneros tomados en la batalla de Maipú, y como siempre habían servido al gobierno español, guardaban sentimientos de fidelidad a Fernando VII. El plan consistía en matar a Carrera y oficiales, pasar luego a Chile, por el sur, guiados por un indio y unirse a Benavides 2 que en esos momentos combatía a favor de los españoles. Por fortuna no todos nuestros soldados nos eran infieles. Hubo algunos de ellos que nos informaron con exactitud de la revolución que se preparaba y juraron defenderse o caer con sus oficiales. Con la rapidez posible les hicimos formar en un cuerpo que alcanzaba a cuarenta hombres. Con esta tropa y los oficiales nos sentíamos confiados para terminar con los conspiradores. El general aparentó desconocer la conspiración que se tramaba. Aseguramos la munición y mandamos a los principales jefes conspiradores en comisión a los toldos de algunos caciques distantes, que ya tenían orden de no permitir la vuelta de los soldados hasta no recibir nuevas órdenes de nuestro general.

Así asegurada la munición, separados los conspiradores y dirigentes principales, y nosotros listos para resistir, el general llamó a los sargentos a su alojamiento y les hizo saber que estaba en antecedentes del villano complot y dispuesto a aplicar los castigos que correspondían. Los sargentos se retiraron. Los soldados, una vez que tuvieron noticias de la conferencia celebrada, empezaron a lamentarse de haber perdido la confianza del general y descargaron toda la culpa sobre el jefe de los conspiradores, San Martín. Solicitaron del general que se presentara ante ellos para pedirle perdón. Con ese fin se leyó una orden del día por la que el general hacía saber que hablaría a la tropa esa misma tarde desde lo alto de la loma que dominaba el campamiento. La formación para la revista de la tarde se practicó en la altura mencionada. El general llegó frente a la línea y los soldados le saludaron presentando las armas.

Luego ambas alas hicieron una conversión hasta formar un círculo, quedando en medio el general. Desde allí los arengó durante una hora y pintó con tonos tan sombríos la enormidad del crimen proyectado que arrancó lágrimas a varios de aquellos infelices. Terminaron rogándole que los perdonara y les devolviera su confianza, prometiendo que en adelante su conducta borraría las pasadas ofensas e ingratitudes. Después que le prometieron incondicional obediencia, manifestó Carrera que no permitiría a los oficiales castigar a los soldados —salvo en caso de flagrante delito—, hasta el momento en que pudiera proporcionarles vestidos y pagarles con regularidad. Les dijo también que se prepararan para marchar a Chile donde serían recompensados según sus servicios y luego licenciados.

Avergonzados de su ingratitud, los soldados parecían dispuestos como nunca a sostener al general y abrirse camino contra cualquier obstáculo que pudiera oponerse a nuestra marcha. A fin de mantenerlos en esa decisión resolvió Carrera no dejarlos ociosos en lo sucesivo.

Se expidieron órdenes especificando la conducta que la tropa debía observar con sus oficiales y mandando a estos que se abstuvieran de castigar arbitrariamente a sus subordinados.