Mayo en ascuas desde 1814
Tradición. Crisis financiera y amotinamientos
 
 
Toda revolución profunda lleva en su entraña el peligro de una subversión de los valores tradicionales, paralelamente operado en los pueblos a medida que éstos se van emancipando, en lucha por su propia autodeterminación nacional. Esto ocurrió también entre nosotros, con motivo del movimiento de Mayo.

“Con España no hay arreglo posible, porque Fernando VII y sus consejeros, tanto los liberales como los absolutistas, demuestran una incomprensión absoluta del problema americano dentro del Imperio —señala con acierto el historiador Vicente D. Sierra— 1. En 1814 ya se ha hecho conciencia en América la necesidad de la separación... El Imperio va a desaparecer, atomizado por las luchas políticas internas, pero como fondo insobornable del mismo habrán de subsistir, resistiendo todos los embates, su fe, su idioma y su sentido de las libertades políticas, herencia preciosa del glorioso medioevo español”.

En efecto, no obstante la fuerza del liberalismo secular, predominante, a la sazón, en ciertos grupos porteños y en algunos importantes centros poblados del interior de las Provincias Unidas (racionalismo dogmático, enemigo de la Historia y proclive —por tanto— a todas las utopías anticatólicas, propaladas por los enemigos de España): “Los hispanoamericanos preservaron en el Nuevo Mundo las características de sus antepasados en el Viejo —según lo afirma, no del todo sin razón, el británico Cecil Jane— 2: también eran demócratas en el sentido en que lo eran los que habitaban en la península. A veces se ha presentado a los jefes de la Guerra de la Independencia como adalides de la democracia, tal como ésta se entiende en los Estados Unidos, en Inglaterra o en Francia; se les ha pintado como discípulos de Rousseau o de Jefferson. No eran, en realidad, nada de eso. De serlo no habrían logrado arrastrar tras ellos ninguna masa importante de opinión, puesto que hubieran sido, en temperamento e ideas, extranjeros. Es muy cierto que usaron frases tomadas de la Francia revolucionaria o de Norteamérica; pero las usaron en un sentido sin duda incomprensible para sus propios autores. Su concepto del, gobierno era esencialmente español...''.

Y bien, en estas latitudes, la reacción del criollismo frente a las tendencias ideológicas que pugnaban por “herejizar” las costumbres políticas y sociales en Hispanoamérica, mediante la implantación —a sangre y fuego— de leyes exóticas, fue encabezada en primer término por el clero patriota. “En algunas partes, son los jefes de sus ejércitos, sus oficiales de partidas y empeñados con celo en diseminar la instrucción política— reconocería en 1817 un norteamericano contemporáneo, que no era precisamente católico— 3. Estos hombres (se refiere a los sacerdotes) han, en efecto, estado mucho tiempo rumiando sobre la emancipación de su país...”.

Entre nosotros, destacaríase, muy pronto y con genial empuje en este orden de ideas, la ilustre figura de un célebre sacerdote franciscano: Fray Francisco de Paula Castañeda. Había nacido en Buenos Aires el año 1776, casi con la instauración del virreinato por Carlos III; y era hijo de un honrado comerciante español y de doña Andrea Romero Pineda, mujer abnegada y patriota de vieja ascendencia hidalga. Educado desde niño por los franciscanos, ingresó a su convento como fraile, ordenándose en Córdoba al cumplir los 24 años de edad. Desde joven, sobresalió por su clara inteligencia y contracción al estudio de las Ciencias Sagradas. Obtuvo una cátedra de Filosofía —por oposición— en la universidad cordobesa, pero al mismo tiempo que enseñaba “escolástica”, aprendía también a fondo el latín leyendo a los clásicos en su fuente: tanto las letras como la historia.

Francisco de Paula Castañeda no tuvo la paciencia del profesor erudito, aunque dominaba la Teología, acaso como ningún contemporáneo suyo del Plata. Fue un autodidacto extraordinario de la cultura humanística. Poseía un temperamento inquieto, generoso, combatiente; y una gran fuerza expresiva en la palabra que brotaba de sus labios con llana espontaneidad, sin pasatismos retóricos artificiosos: “Sus discursos fueron sólidos, llenos de unción, de erudición y de substancia; —dice de él Fray Nicolás Aldazor, el cual hizo su elogio fúnebre en 1833—; y aunque regularmente no se ligaba a las reglas rigurosas del arte, ni se empeñaba en seguirlas, esto procedía de la abundancia de conceptos y de voces, que no le permitían estrecharse en los límites de una estructura artificiosa, y de las diversas ocupaciones que le impedían detenerse en reflexiones estudiadas. Su espíritu era el que daba fuerza a sus palabras sin necesidad de los adornos de la retórica, y así es que excitaba una conmoción general en su auditorio...”.

El historiador Adolfo Saldías, en Vida y Escritos del Padre Castañeda, afirma por su parte del vigoroso sacerdote de marras: “El fue quien predicó el sermón por la Reconquista en presencia del virrey Liniers, de todas las corporaciones y del obispo Lué que pontificó en esa ocasión. A él le cupo también pronunciar en la Iglesia de las capuchinas el panegírico de la Defensa, con asistencia de los mismos altos funcionarios... El (Castañeda) fue quien creó en Buenos Aires ese poder que se llama la prensa, como que por él y contra él, principalmente, se sancionaron las leyes sobre libertad de imprenta que han prevalecido más de sesenta años. Entonces se distinguió como escritor original y fecundísimo, satírico y mordaz. Al leer hoy lo que de él ha quedado se antoja que hubiese recogido, a través del tiempo, la unción del genio de Rabelais para transmitirla a Sarmiento con quien también tiene muchos puntos de contacto”.

Bien pronto el Padre Castañeda, advirtiendo que la revolución de Mayo tomaba un sesgo liberal en sus reformas sociales, entibiándose la Fe tradicional con la adopción de un burguesismo volteriano faccioso (primero “regalista” y luego, con el tiempo, marcadamente “laicista”), salió a la palestra y se transformó en el campeón de la ortodoxia católica, amenazada por el protestantismo anglosajón en auge y por las logias masónicas que fueron su consecuencia política entre nosotros. Resultaría, sin proponérselo, un héroe precursor —el fraile— del nacionalismo criollo recién nacido.

En una interesante correspondencia enviada a su gobierno por el representante de los Estados Unidos en Buenos Aires, Mr. John Murray Forbes —que lleva fecha 29 de octubre de 1820— 4, se lee el siguiente juicio sobre el eficaz panfletismo patriótico desarrollado por el ya célebre y popular Padre Castañeda, en estas latitudes: “...Este hombre cuya audacia sólo es igualada por su maldad, desde varios meses antes de mi llegada —comenta indignado el aventurero yanqui amigo de John Quincy Adams—, ha estado maltratando todo lo que es norteamericano en un periódico llamado El Despertador... en el estilo más insultante, entra en consideraciones sobre la absoluta falta de honor y de sentimiento religioso de los norteamericanos... etc.”.

Tan violenta sería la campaña llevada personalmente por Castañeda contra los logistas —los cuales, a la sazón, tenían vara alta en el gobierno rioplatense—, que el joven Juan Cruz Várela (redactor del periódico liberal “El Americano”, junto con Cavia y Lafinur) hizo publicar en una oportunidad, bajo su firma 5, el siguiente soneto lapidario retratando a su formidable antagonista de sotana:

“Entre todos los cuerdos despreciado;

Entre todos los locos conocido;

Por su hiél, entre víboras querido

Y entre predicadores sonrojado.


De la Discordia el hijo enamorado;

Del Fanatismo el héroe distinguido:

Alguna vez por malo perseguido;

Y si quiso ser bueno se ha cansado.


¡Caramba! ¿Y quién es ese caballero

Cuyo nombre feroz no se publica

Y se nos va quedando en el tintero?


No se queda, señores, no se queda:

Ese santo que tanto perjudica

Se llama, Fray Francisco Castañeda”.


¡Oh la incomprensión de las facciones desatadas! Mientras el odio y la calumnia cercaban la propaganda populachera del franciscano, tratando de desprestigiarla ante el pueblo con los epítetos de “loca”; “perversa” y “fanática”, casi al mismo tiempo, “ese santo que tanto perjudica” —”De la Discordia el hijo enamorado”— (según lo pretende la definición contenida en el verso de Varela) escribía para la historia, lleno de cristiano heroísmo, en uno de sus pintorescos pasquines “gauchi-políticos”:

“Cedan todos los partidos

Basta ya de loquear,

Que no es cosa de juguete

El interés general.


Acábese la discordia,

Y si en morir ahorcado

Consiste el bien comunal,

Mi cuello está aparejado


Que en las batallas con Cristo

Es gloria morir amando”


Hemos dicho que, a imitación de lo ocurrido en la España decimonónica, las tendencias de la política criolla en lo espiritual sufrieron también esa doble influencia del despotismo ilustrado y la deshumanización racionalista de la época, cuya raíz ideológica era “borbónica”. Tal corriente de opinión, que de inmediato fue traducida en leyes, afectó revolucionariamente el cuerpo social produciendo casi en seguida, entre nosotros, la desintegración anárquica de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

“Por espíritu regalista —la aclaración se impone— entiendo aquí (declara el profesor Rómulo D. Carbia) 6 aquella orientación de ideas que tenían los hombres del círculo gubernativo, a partir de 1810, y cuyo rumbo parecía ser el mismo de los que inspiraron las reformas eclesiásticas españolas de mediados del siglo XVIII, con la diferencia de que aquéllos fueron hasta Roma en busca del remedio, y éstos, corladas las comunicaciones con la Santa Sede y, conceptuando que en el nuevo Estado residía la plenitud del patronato acordado a los monarcas peninsulares, lo hicieron todo por ante sí... quienes más combatieron por las aludidas reformas fueron los eclesiásticos Valentín Gómez, Pedro Pablo Vidal, y algún otro. El último de los nombrados fue el autor del proyecto sancionado el 4 de junio de 1813, del cual ya he hablado —añade Carbia—, y que independizo eclesiásticamente a los regulares del Río de la Plata. Por eso dije, al comenzar este capítulo, que muchas de las reformas canónicas del año 13 fueron obra de clérigos actuantes en su ministerio sacerdotal”.

A su vez, el Padre Guillermo Furlong S. J., en su reciente libro: La Tradición Religiosa en la Escuela Argentina, escribe sobre el particular: “Las resoluciones de las afrancesadas Cortes de Cádiz inflamaron algunas cabezas juveniles en la Buenos Aires de 1813, y así la Asamblea de ese año suprimió la inquisición, que nunca había tenido vivencia entre nosotros, y suprimió la esclavitud, que siguió perdurando hasta después de Caseros, y se metió en dibujos teológicos y canónicos, hasta proponer uno de sus componentes la abolición del Concilio de Trento, pero, en todas las actas de las sesiones de esa Asamblea, no se hallará ni una frase contraria a la enseñanza religiosa, y eso que los clerófobos más ceñudos y sañudos, como Pedro José Agrelo, andaban desatados”.

Contra este perturbador “legalismo” a ultranza, que se metía hasta con el Orden Sagrado, pretendiendo hacer de cada ciudadano un ente autónomo (independiente de la tradición histórica a la cual debiera obedecer), apostrofaba el Padre Castañeda en una arenga patriótica pronunciada en Buenos Aires, al inaugurarse la Nueva Academia de Dibujo, el 10 de agosto de 1814: “Yo no puedo menos de afligirme sobremanera cuando advierto que algunos patriotas libran toda la esperanza de nuestra reforma en los excelentes reglamentos legales que se han de hacer algún día, como si las mejores leyes tuviesen el más mínimo influjo en los ánimos que no están de antemano preparados y dispuestos por medio de una educación análoga a la constitución o forma de gobierno, que se intente prefijarles: no, señores —recomienda el orador sagrado—; yo os ruego que no esperéis de las buenas leyes otra cosa más que lo que ellas pueden dar; las leyes por sí solas no pueden contener la disolución de las costumbres, cuando llega a hacerse general; las leyes por sí solas no pueden reglar las necesidades de los pueblos, ni su modo de vivir; las leyes no pueden obligar a que nos privemos de aquellas superfluidades, que la moda más poderosa que todas las leyes, ha introducido por uso general y ha erigido en necesidades ficticias de la vida... De aquí resulta que la buena legislación precisamente debe tener sus precursores, como los tuvo el Evangelio; ¿y quiénes son los precursores de la buena legislación? Yo os lo diré sin tardanza —prosigue Castañeda—: los precursores de la buena legislación son, en primer lugar, los buenos padres de familia; en segundo lugar, los buenos maestros y pedagogos; en tercer lugar, los ministros del Señor: por eso nuestro amabilísimo Redentor increpaba a los apóstoles cuando se incomodaban de la inoportunidad con que los niños de todas partes lo seguían llenos de afición y benevolencia a su adorable persona: nollite prohibere eos (les decía) no les separéis de mí, sinite parvulos venire ad me, dejad que los pequeñuelos se me acerquen talium est enim regnum coelorum porque de ellos es, y en ellos está el verdadero patriotismo. ¡Consejo sabio! ¡Prudente documento! Sin duda para darnos a entender a los presbíteros nuestra principal obligación: sí, porque nosotros somos los que debemos desmontar el terreno, disponer el corazón, dominar el espíritu y formar el hombre en pequeño, para que después el gobierno, la ley, la constitución del país haga primores”.

¡Sesuda admonición la del ilustre franciscano porteño, que acabamos de transcribir, señalando el criterio utópico y faccioso del liberalismo de su tiempo! Por lo demás, el espíritu sectario (antitradicionalista), que no pocos de los grandes bonetes de Mayo profesaban para desgracia de nuestra revolución emancipadora en la paz y en los campos de batalla, originó la siguiente carta personal del general Belgrano a su célebre sucesor San Martín (documento de extraordinaria importancia psicológica y moral, según se ha de ver en seguida), fechada el 6 de agosto de 1814:

“La guerra, allí —le escribe Belgrano a su reemplazante, desde Santiago del Estero—, no sólo la ha de hacer Ud. con las armas, sino con la opinión, afianzándose siempre en las virtudes naturales, cristianas y religiosas; pues los enemigos nos la han hecho llamándonos herejes, y sólo por este medio han traído las gentes bárbaras a las armas, manifestándoles que atacábamos la religión. Acaso se reirá alguno de éste mi pensamiento; pero Ud. no debe dejarse llevar de opiniones exóticas, ni de hombres que no conocen el país que pisan; además, por ese medio conseguirá Ud. tener el ejército bien subordinado; pues él, al fin, se compone de hombres educados en la religión católica que profesamos, y sus máximas no pueden ser más a propósito para el orden. He dicho a Ud. lo bastante; quisiera hablar más; pero temo quitar a Ud su precioso tiempo; mis males tampoco me dejan. Añadiré únicamente que conserve la bandera que le dejé; que la enarbole cuando todo el ejército se forme; que no deje de implorar a Nuestra Señora de Mercedes, nombrándola siempre nuestra Generala, y no olvide los escapularios a la tropa; deje Ud. que se rían; los efectos lo resarcirán a Ud. de la risa de los mentecatos que ven las cosas por encima. Acuérdese Ud. que es un general cristiano; apostólico romano; vele Ud. de que en nada, ni aún en las conversaciones más triviales, se falte al respeto a cuanto diga a nuestra Santa Religión; tenga presente no sólo a los Generales del pueblo de Israel, sino a los de los Gentiles y al Gran Julio César, que jamás dejó de invocar a los Dioses inmortales, y por sus victorias en Roma se decretaban rogativas. Se lo dice a Ud. su verdadero y fiel amigo. Manuel Belgrano”.

El egregio San Martín siguió al pie de la letra las acertadas recomendaciones, llenas de noble prudencia, del ex vocal de la Primera Junta de Mayo, transformado por necesidad en general patriota. Lo prueba el texto de un oficio dirigido a la autoridad directorial bonaerense, que a continuación reproduzco:

“Se hace ya sensible —dice la comunicación oficial aludida—, la falta de un vicario castrense, que contraído por su instituto al servicio exclusivo del Ejército, se halle éste mejor atendido en sus ocurrencias espirituales y religiosas que lo está actualmente por el párroco de esta ciudad (Mendoza), cuyas ocupaciones inherentes a la vasta extensión de su feligresía, le distraen de un modo inevitable. Si a todo se agrega carecer de capellán los cuerpos del ejército, convendremos en la absoluta necesidad de ésta medida. Conforme a ella propongo para tal vicario castrense, sin sueldo, y aún con la calidad de interino, si no se estima conveniente conferirle la propiedad, al presbítero D. Lorenzo Güiraldes. Este eclesiástico que al buen desempeño de su ministerio reúne un patriotismo decidido, ejercerá aquél con la piedad y circunspección apetecibles. Sírvase V. S. elevar esta propuesta al E.S.D. para que, siendo de la aprobación de S. E., se digne agraciar a este presbítero. Dios guarde a V. S. muchos años. Mendoza, 3 de Noviembre de 1815. José de San Martín”.

Durante el gobierno de Posadas, se agudizó, en las Provincias Unidas, la crisis del circulante metálico que ya venía trabando la política financiera y económica de los dos Triunviratos anteriores, así como la precaria estabilidad del régimen asambleísta del año XIII.

Y si bien el Directorio iba a prohibir, por decreto, la exportación del oro y la plata —principalmente potosina— al extranjero (que la anglofilia desaprensiva del “morenismo” había permitido en junio de 1810), ello no impidió la escasez en nuestro territorio de divisas fuertes; la cual escasez trajo, como lógica consecuencia de la pérdida del Alto Perú (fines del año 1813), la anarquía monetaria y el empapelamiento producido por las emisiones que provocaron la desvalorización de la “moneda nacional”.

Así, según la autorizada opinión de un erudito en la materia —el historiador Juan Alvarez— 7sucedió que: “Ante la creciente necesidad de piezas menudas para cambios, echóse mano de lo único disponible, falsificaciones inclusive; y aún ocurrió que de los países limítrofes viniese moneda de baja ley. Lejos de lograrse, pues, la unificación buscada en 1812, a la diversidad entonces existente, hubo que agregar las perturbaciones producidas luego por la plata extranjera, la de las provincias, las piezas de cobre —equiparadas unas veces a plata y otras a papel— y los diversos tipos de papel moneda inconvertible...”.

A todo esto, había comenzado a desatarse, poco tiempo antes y en escala creciente, un emisionismo más o menos disfrazado —aunque con visos de legalidad— en ausencia de la moneda seria de Potosí, cuya ceca había sido reconquistada por los realistas. “Apremiada la Asamblea General Constituyente por gastos urgentes, en 5 de julio de 1813 impuso a los capitalistas la obligación de prestar al gobierno medio millón de pesos, por un año, sirviendo de títulos de crédito pagarés sellados que se admitían en cancelación de deudas propias del acreedor, y como dinero efectivo en las cajas del Estado, con interés de seis por ciento —nos revela el mismo Juan Alvarez, en su citado libro—. Habiendo consultado la Aduana de Buenos Aires si a esos documentos podría entregarlos en pago persona distinta del acreedor, el poder ejecutivo resolvió la consulta afirmativamente. Emitiéronse así vales de tesorería, transmisibles; y como las emisiones continuaran a causa de la guerra, se hizo de práctica otorgarlos al portador y fraccionarlos en cantidades pequeñas, que permitían su uso para las transacciones de menor cuantía. Cuando, más adelante, cesaron de ganar intereses, asemejábanse bastante a billetes de banco, y su garantía pudo considerarse un tanto sólida mientras la cifra de lo emitido fue inferior a lo que el Estado recaudaba anualmente. Por desgracia, excedió; y aún sin ello debieron esos documentos ser materia de especulación y de quebranto, no sólo por la inestabilidad del gobierno que los emitía, sino también porque a muchos se les cercenó su valor cancelatorio de impuestos reduciéndolo en forma arbitraria, o postergando para fechas distintas de lo prometido, su recibo en las oficinas públicas. Largo sería detallar las peripecias ocurridas a los vales de aduana o billetes amortizables, que tales fueron sus nombres; y además de largo, innecesario a los fines que persigo, pues no se han conservado datos suficientemente fidedignos acerca del demérito que alcanzó a cada uno de los variadísimos tipos de emisión”.

Ahora bien, los apremios financieros del gobierno en esta materia habrían podido compensarse, tardíamente al menos, mediante la explotación racional e intensiva de las minas auríferas de Famatina, cerro ubicado en el territorio argentino de La Rioja. Pero sus bocas subterráneas estaban abandonadas, baldías, desde la expulsión jesuítica en 1767; y el intento esporádico que se hizo en 1810 de reabrir los fabulosos veneros no tuvo éxito alguno. Tampoco surtió los efectos buscados, el famoso decreto “sobre fomento de la inmigración y de la industria” del 4 de septiembre de 1812, dado por el primer Triunvirato rivadaviano, a fin de lograr a la sazón el concurso del capitalismo europeo (principalmente británico) para la extracción de la riqueza minera con miras al alivio de nuestra crisis de divisas.

En el año 1814, parece que algunos comerciantes ingleses concibieron el proyecto de arrendar el cerro de Famatina en procura de su metal legendario; mas según referencias de un compatriota de aquellos hombres de negocios —viajero entre nosotros por diferente motivo—, después de madurado el asunto, renunciaron a la idea por no tener confianza en la estabilidad de las autoridades directoriales, incapaces —según los presuntos arrendatarios— de ofrecer “garantías” mínimas de seguridad a una operación capitalista en gran escala. “Obraron sin duda con prudencia —comenta a este respecto el súbdito anglosajón de marras—8 al abandonar el proyecto en aquella época. Difícil hubiera sido en verdad, tratar con un gobierno que diera leyes arbitrarias e impusiera tasas a los productos de la mina después de haber estipulado lo contrario”.

¡Esto pensaban los “generosos” (sic) inversores británicos, de nuestra situación interna, durante el insostenible e impopular gobierno rioplatense de don Gervasio Antonio Posadas!... Y tenían razón.

Independientemente de la lucha armada con los hispano virreinales en el Norte y en Montevideo, el “espíritu de facción” había cundido en el campo patriota durante el año 1814, estallando la guerra civil en el Litoral entre directoriales y artiguistas. Diríanse dos países enemigos, frente a frente que, con odio, trataban de exterminarse sin piedad. Era, por lo demás, un hecho social lamentable pero tremendo.

¿Acaso una constante de la revolución argentina, después de los incruentos sucesos de la celebérrima “Semana de Mayo”? Porque en aquellos días no hubo en verdad, enemigos irreconciliables; apenas insinuábanse bandos adversarios dentro del común recinto ciudadano. ¡O témpora o mores!

El Deán Gregorio Funes —actor en esa contienda— lo hizo notar valientemente en la oración patriótica que pronunció, al conmemorar el cuarto aniversario de las jornadas epónimas de 1810, desde el pulpito de la catedral de Buenos Aires: “La religión cuyos preceptos son muy superiores a las leyes sociales, reprimen en el hombre la inmoderación de sus deseos, pero al mismo tiempo le convida al trabajo...” Y continuaba el sacerdote cordobés su patética recriminación con estas palabras: “Todo buen patriota ha gemido en secreto desde que vio introducida entre nosotros la discordia y presagió a la patria una desdicha cierta. Nadie ignora que desde esa fatal época quedó confundido el derecho con el interés, el deber con la pasión y la buena causa con la mala: cada día se vio formarse una nueva revolución; cada nueva revolución dio nuevos temores y nuevas esperanzas; cada nuevo temor y nueva esperanza preparó nuevos tumultos. Los partidos contrarios se chocaron entre ellos mismos al parecer por disputarse a cuál de ellos pertenecería la ruina de la patria: obligado el odio de la facción que sucumbía a reconcentrarse en el corazón, fue más profundo y amargo; ¿por qué perdonar? ¿Era una debilidad que se deshonraba? En esta guerra civil y doméstica, el ciudadano ya no se encontró seguro al lado del ciudadano, ni el amigo al lado del amigo... A vista de un Estado entregado a las facciones, aquellos más moderados, que no tenían ni bastante resolución para vivir continuamente a la falda de los volcanes; ni bastante sensibilidad para hacer suyo a mucha costa los males de la patria, cayeron en un profundo letargo; fuese por una inclinación natural o por una desesperación del bien público. ¡Cuidado, ciudadanos, cuidado donde pueden arrastrarnos nuestras discordias!”.

Pero el “profundo letargo” a que se refería la arenga de Funes, ya había degenerado —a la sazón y por desgracia —en virulenta e irreparable sublevación en masa. Guerra a cuchillo, en la cual “...la verdadera anarquía —dirá acertadamente Juan Zorrilla de San Martín—9 no está en los pobres pueblos vivos que obedecen a una ley más fuerte que su voluntad, sino en esa logia muerta, muerta de sanidad, de mediocridad libresca, que ha quedado en Buenos Aires como vestigio del coloniaje”.

Y bien, esta anarquía pasó muy pronto del Litoral al Norte, cundiendo en la oficialidad joven del ejército de la Patria que entonces acampaba en Jujuy, al mando del general Rondeau. Ella fue la causa inmediata de la renuncia del Director Posadas (9 de enero de 1815).

Veamos, a continuación, cómo se desarrollaron sus acontecimientos culminantes:

“Rendida la plaza de Montevideo, Alvear regresó a Buenos Aires, para proseguir la organización de un ejército en el campamento de los Olivos: su propósito era hacerse nombrar jefe del Ejército del Norte, e iniciar una nueva campaña al Perú —transcribo aquí el escueto resumen que hace Julio B. Lafont, en su excelente texto de Historia Argentina—. El plan acariciado por el brillante triunfador era en realidad, mucho más complejo y merece ser conocido, para que se comprenda mejor la trama de los sucesos del último semestre de 1814, lo que nos dará también la clave de la fulminante caída de Alvear en abril de 1815: 1) en 19 de agosto la Asamblea había autorizado las misiones de Belgrano y Rivadavia y el gobierno les preparó instrucciones: proponer al Rey el sometimiento de las provincias del Plata, bajo la condición de darles una Constitución, que pusiera en manos de los habitantes el gobierno interior y les diera el goce de los derechos civiles; si el rey aceptaba la propuesta, la revolución concluía y las provincias formarían parte de la monarquía; si el rey no aceptaba, y exigía el sometimiento incondicional, los diputados pasarían a Inglaterra y propondrían la creación de una monarquía constitucional en el Plata bajo un príncipe de las casas reinantes. 2) a fines de agosto se envió también a Chile al doctor Juan José Passo para inducir a aquel gobierno a adoptar el mismo plan, y ajustar arreglos definitivos de paz, transando con los españoles sobre la base del reconocimiento de los derechos de Fernando VII, como ya se había estipulado en el armisticio de Lircay (mayo de 1814). 3) Otro agente partía de Buenos Aires, rumbo al Perú: el coronel Ventura Vázquez, del séquito de Alvear, llevaba pliegos para Pezuela, con encargo de concertar una suspensión de hostilidades, sobre la misma base de las negociaciones a punto de iniciarse. 4) Mientras tanto Alvear proyectaba adueñarse del ejército del Norte, para hacerlo servir a los desig­nios del gobierno; hízose pues nombrar jefe de ese ejército, en reemplazo de Rondeau, a quien se confería la presidencia de Charcas”.

Todo ello determinó, al ser advertido (7 de diciembre),lasublevación de los oficiales más decididos 10: Martín Rodríguez,Diego González Balcarce, Manuel Vicente Pagola, Carlos Forest, Juan José de Quesada, Rudecindo Alvarado, Juan Pedro Luna y Domingo Soriano Arévalo; los cuales fueron avalados —la misma madrugada del día 8— por el general Rondeau que se encontraba, precisamente, en su acantonamiento militar de Jujuy.

Es interesante conocer los motivos de este alzamiento —fundados por escrito en una nota dirigida por los rebeldes a su Comandante en Jefe—, toda vez que sin duda él fue la causa determinante del abandono definitivo del gobierno, por parte del Supremo Director Posadas, apenas treinta días después de dicho motín castrense. ¡La última gota que rebalsó el vaso de la discordia!

Dice así el documento de referencia, en sus párrafos más significativos:

“Los Comandantes y demás Xefes de éste Exército que abaxo suscribimos, damos parte a V. S. que arrebatados de un zelo ardiente por la salvación de la Patria, y de aquél mismo espíritu que tantas veces nos ha puesto al frente de las balas por sostener la libertad del País, nos vimos anoche en la dura pero inescusable necesidad de oponer enérgicamente la fuerza de las armas que teníamos el honor de mandar, a los progresos de la intriga ,de la subversión, y del desorden, de que se hallaba amenazado el Exército del mando de V. S. próximo quizá a una completa, y la más dolorosa disolución”. Habla en seguida, la nota, de las “combinaciones clandestinas” —descubiertas— “contra el sagrado objeto de la gran causa que a costa de tanta sangre, y sacrificios hemos sostenido, y sostenemos con honor”; y prosigue diciendo “...la destrucción de algunos Xefes beneméritos en la Capital, sin saberse hasta ahora las causas, quando han sido notorios sus servicios: la murmuración inconsiderada de otros en este Exército, con postergación de aquellos que reclama el voto público por sus constantes servicios, por su opinión bien merecida, y sus acreditadas buenas calidades: El disgusto general de los pueblos (de que hemos sido y aún somos tristes testigos) emanado sin duda de la desconfianza que inspiran los procedimientos anteriores, el restablecimiento de las banderas españolas en varios Cuerpos de este Exército, y la peligrosa incorporación entre las Legiones de la Patria de un considerable número de españoles europeos (que tal vez ha sido también la causa de la escandalosa y enorme deserción que ha sufrido el Regimiento núm. 2 precisamente de los Soldados Criollos) los quales con la mayor desvergüenza manifiestan en sus conversaciones privadas su obstinada adhesión a la causa de su Metrópoli, y su natural deseo de abandonarnos en el primer conflicto, para aumentar el número de nuestros irreconciliables enemigos sus paisanos; a que ha sido consiguiente el que se nos escaseen los auxilios que necesita el Exército para su marcha, y operaciones militares: y en fin, el sensible desconcierto que se causa con innovaciones tan frequentes en las relaciones entabladas con las fuerzas y Pueblos del interior, y en las que felizmente se van estableciendo con el nuevo Gobierno, y Xefes de la revolución de la interesante Provincia del Cuzco: todo esto junto, y otras mil consideraciones, y noticias que omitimos por abreviar, nos habían reducido al rudo contraste de un amargo e insoportable desasosiego, que más de una vez nos obligó a insinuar a V. S. la urgente necesidad de adoptar algunas medidas o hacer alguna explicación, que tranquilizase a los Pueblos, infundiese confianza, y seguridad a los amigos de la causa, y sofocase el germen funesto de la disolución que empezaba a dexarse entrever en este Exército; o que al menos se separase de él a los considerados como agentes de la intriga, fomentaba los zelos, la inquietud y la desconfianza general. Pero quando reposábamos descuidados sobre la seguridad que nos daba V. S. de que no había motivo alguno para desconfiar: que se procedía de buena fe; y que el objeto de todas aquellas disposiciones no era otro que el bien general, y el mejor servicio del Estado, supimos anoche con asombro, que el Coronel del Regimiento núm. 1 D. Ventura Vasquez había oficiado desde el camino al Teniente Coronel y Comandante del núm. 2 D. Rosendo Fernandez, al punto de Cobos 18 leguas distante de esta Ciudad (donde se detubo éste hasta que recibió la segunda orden de V. S., por la que se le previno, que siguiese inmediatamente sus marchas a este Cuartel general como se le tenía mandado) diciéndole: que lo aguardase para que entrasen operando ambos Regimientos como si se dirigiesen a un campo de enemigos”.

Y finaliza la nota suscripta por los oficiales sublevados de Jujuy, en estos términos: “...comprehendimos en el momento que la salud pública es la Suprema Ley... un asunto tan peligroso, y de tanta trascendencia, ponía en riesgo la existencia del Exército... En situación tan terrible corrimos a las armas, no para comprometer la suerte del Exército sino para afianzar su seguridad interior, restablecer el orden, y la tranquilidad perturbadas, y sofocar en su principio al maligno germen de la discordia”.

Así terminaba para Buenos Aires, el tormentoso año 1814: con un pronunciamiento de la plana mayor del ejército directorial en el Norte (expresión de agravios contra la política antinacional y confusionista de Posadas); y con el arresto del comprometido séquito alvearista que iba a “negociar”, clandestinamente al Perú, la planeada capitulación militar (de acuerdo, a la vez, con el virrey Pezuela y los intereses británicos en estas latitudes).