Mayo en ascuas desde 1814
Meditacion final complementaria
 
 
Se ha dicho hasta el cansancio que la Argentina no sería hoy una nación independiente, si la interpretación de sus historiadores acerca de la famosa Revolución de 1810 no fuera la que oficialmente es: antitradicionalista y liberal. Vale decir: “ideológica” y en perjuicio de los mismos hechos que prueban la falsedad de aquella tan distorsionada leyenda impuesta, por lo demás, en todo el país.

Pero... ¿acaso nuestra patria nació “ex-nihilo”, del seno de una Asamblea y al margen de toda solución de continuidad histórica en lo temporal y espiritual? ¿Es que realmente los argentinos —en tanto pueblo— debemos considerarnos (según nos enseñan en la escuela) como hijos de una petulante ideología descarnada, repugnante a las inteligencias? ¿De un “racionalismo” materialista, ramplón, despreciativo de la propia tierra y abominador, por añadidura, de toda religión heredada?

Ya sabemos nosotros por experiencia que el pasado siempre manda a la larga, tanto en la vida del hombre como en la de las naciones. Así, cuando es conciente, el pretérito queda indisolublemente unido al destino (personal o colectivo) hasta confundirse con él en sus entresijos telúricos. He ahí, pues, la razón vital, el auténtico fundamento “in re” que explica la vigencia del Revisionismo Histórico en la Argentina contemporánea.

Nuestro inspirado vate Castellani, en su poema La muerte de Martín Fierro, lo canta definiéndolo con hermosas imágenes líricas:

“El verbo que trajeron de Europa los abuelos

Militantes briosos con chirridos de espadas

Se asordinó de trémolos y de melancolías

En la llanura verde, sonora de la Pampa.


“En ese mar inmóvil imponente y fecundo

Que promete y acoge mas también amenaza

Se ahogó sin ahogarse porque salvó la ropa

La dureza soberbia y el brío de la raza.


“Y somos españoles porque el alma es la misma

Según dicen los sabios, pero el alma de España

Fue tragada tres veces por el polvo sin límites

Y asomó una diversa nueva y bárbara estatua.


Pues la tierra es la tierra, sin el cuerpo no hay hombre,

Y así en una terrena metepsícosis bárbara

Juan Manuel es Fernando, no el “Santo” ni el “Católico”,

Si quieren; pero el brote directo desa rama”.

Por eso, hemos considerado importante y útil aclarar, en este breve ensayo, el controvertido proceso de nuestra Revolución de Mayo al enfrentarse, en 1814, con el propio Fernando VII, inesperadamente restablecido al trono español, al cual retornó como un déspota oriental amenazando a sus súbditos —los patriotas americanos— con tremendas represalias si no se prosternaban rendidos y humillados a sus pies, haciendo formal renuncia al carácter de socios —de hecho al menos— en la epopeya común contra Francia, mientras duraba el confortable cautiverio del Borbón en tierra enemiga.

El presente esbozo de elucidación histórica abarca sólo el período correspondiente al año 1814, en que, constituido el Directorio como régimen entre nosotros, se pretendió —empleando primero el engaño y luego la fuerza— “monarquizar” a sangre y fuego el Río de la Plata con ayuda de Inglaterra; y más tarde hasta de Francia y. del propio Brasil.

Ensayaremos aquí, a manera de gráfico colofón, un brevísimo enfoque existencial (no ideológico) acerca de las luchas por la emancipación nacional entre los años 1814 y 1820; luchas que desembocaron en la trágica guerra entre “unitarios” y “federales” argentinos, cuya recóndita secuela aún parece sacudir —subconcientemente al menos— la entraña del país actual.

He aquí, pues, el resumen concreto de mis conclusiones personales (“sine irae et cum studio”) sobre tan controvertido tema de la Historia Argentina.


I

En el año 1814, las luchas populares contra el bonapartismo habían preparado ya la explosión romántica que Europa interpretó, tomando fisonomía en las letras con Goethe; alma en la música desde Beethoven y calor épico en la poesía —algo más tarde— con el francés Víctor Hugo. El mundo hispánico vivió ese soplo de exaltación subjetiva, anticipadamente en la guerra, a partir del Levantamiento Nacional de 1808.

Entre nosotros, casi dos lustros después, durante el gobierno directorial de Juan Martín de Pueyrredón (1816-1819), un monarquismo a la defensiva —con ribetes románticos— intentó implantarse en el Río de la Plata como pretendida solución por los miembros de la vernácula Logia Lautaro, reorganizada con el visible propósito de contener (en un decisivo movimiento envolvente) la arrolladora sublevación de los Pueblos Libres reunidos por Artigas en la Liga Federal. Al plan le faltó originalidad, sin duda, pues aquella media palabra de orden draconiano a toda costa, acababa de ser pronunciada en Viena por los vencedores de Bonaparte. “... el mundo de habla española vivía rezagado en un cuarto de siglo —apunta con agudeza el profesor Alejandro Korn— 1. En tanto que en las Cortes de Cádiz y en nuestra asamblea del año 13 se renovaban los días de la Constituyente, el pensamiento filosófico europeo ya se encaminaba a otros rumbos en consonancia con el estado de ánimo de pueblos, hartos de intelectualismo razonador y fatigados de sus consecuencias revolucionarias, que habían demolido hasta los fundamentos del edificio social, político y religioso... Solamente el liberalismo dogmático, en su incurable superficialidad, puede presentarnos la Santa Alianza como una confabulación de monarcas absolutistas o de hombres de Estado ineptos, sin darse cuenta que no es sino una exteriorización —y no la más grave— del movimiento reaccionario general que ha ligado los espíritus antes que los pueblos. Tan es así que, si bien la Santa Alianza no pudo realizar su buen propósito de sofocar la rebelión de las colonias hispanoamericanas, su espíritu y sus tendencias nos invadieron. Podemos señalar casi la hora en que esta nueva influencia se incorpora al ambiente de la colonia recién emancipada, para oponerse a las doctrinas liberales y aliarse con el viejo dogmatismo escolástico de cepa española”.

La vigorosa política de Metternich, en efecto, pretendió hacerse Carne entre nosotros en aquella ocasión, mancomunándose sin trabajo la defensa del “statu quo” monarquizante de la época con las tendencias íntimas —conservadoras— del Director Supremo Pueyrredón (que fuera satélite de Liniers, casi hasta 1810), el cual no ocultaba sus sinceras simpatías por la adopción de ciertas recetas eclécticas aplicadas, con energía castrense, por el imperialismo bonapartista en toda Europa 2.

Así, el zarpazo napoleónico cuyos sacudimientos provocaron la emancipación de los pueblos latinoamericanos —hijos de España—, fue el que trajo a nuestras playas (en definitiva, como una reacción de la burguesía criolla) aquel romanticismo de diverso signo, que tomará recién esqueleto liberal —poniéndose hasta de moda— después de consumada, en París, la segunda revolución antimonarquista de 1830.

“He aquí que de Europa misma venía la tesis absolutamente contraria a todo lo aprendido —escribe José María Rosa en un sesudo ensayo juvenil sobre Alberdi— 3. Si la ideología representaba a los hombres como entes susceptibles de modificar su ser modificando sus sensaciones, entes fuera del tiempo y del espacio; y el utilitarismo indicaba que la satisfacción egoísta era el móvil de todas las acciones —y apoyada en ambas, Rivadavia creyó posible cambiar por una serie de leyes, todo el Ser de la nación—, Savigny, demostraba a su vez que el hombre es antes que nada histórico y geográfico, que es un ente de tradiciones, y que el derecho no está en las “leyes escritas” sino en el espíritu mismo de los cuerpos sociales... “Abrí a Lerminier —dirá mas tarda Alberdi— y sus ardientes páginas hicieron en mis ideas el mismo cambio que en las suyas había operado el libro de Savigny. Dejé de concebir el derecho como una colección de leyes escritas. Encontré que era nada menos que la ley moral del desarrollo de los seres sociales”. Lo propio y lo ajeno, los hechos americanos y las posibilidades europeas, lo federal y lo unitario, la antinomia que desde tanto tiempo venía llevando y trayendo nuestra historia, se presentó entonces clara (Lerminier en mano) al joven estudiante de derecho. El historicismo, como dice Irazusta, le significó la “valoración del hecho federal”.

Con todo, este repentino romanticismo libresco de los jóvenes dirigentes unitarios de la generación del 37, terminaría muy pronto con el correr de los acontecimientos. Concluyó devorado por el resentimiento político que hace estragos siempre, transformándose en vulgar maquiavelismo extranjerizante, sin grandeza ni autenticidad vernáculas: sobre todo después de las eufóricas jornadas revanchistas de Caseros. Su verdadero signo, a contrapelo del espíritu nacional y popular de aquella época, podría definirse como la mayor tentativa antitradicionalista y utilitaria (por supuesto, nada romántica) realizada en el país para “reformarlo” desde sus raíces; quedando entre nosotros fijado con aforística claridad y de una vez para siempre, en las célebres Bases preconstitucionales de Alberdi, escritas hace algo más de un siglo.


II

Pero el germen emancipador que anidó en el alma criolla, durante la primera mitad del siglo XIX, no fue producto elaborado en abstracto por los intelectuales doctrinarios. Irrumpió lentamente en las capas populares —cansadas de la podredumbre virreinal, aunque, sin duda, todavía leales a su simbólico rey— y se reveló de hecho en la cruenta lucha de Buenos Aires contra el invasor británico (1806-1807)4: impulso heroico y decisivo cuyo ejemplo, muy luego del año 1810, se haría carne en todos los virreinatos del nuevo mundo.

Un nacionalismo de fuerte signo telúrico y a la vez tradicionalista en lo espiritual, va operando, así, su contagio sobre las multitudes rioplatenses y su rústica prole: en guerra a muerte con los ejércitos del rey Fernando y con el vecino Imperio portugués. Nuestras clases dirigentes urbanas continuaron sin embargo aferradas a las desprestigiadas monarquías europeizantes y a un prudente “constitucionalismo”, digitado, a la sazón, por Inglaterra. ¿Acaso por salvarse de la avalancha amenazadora de lo popular, más temida por los sensatos que al propio diablo? Avalancha masiva cuya necesidad de época, aquellas élites pueblerinas nunca quisieron tomarse el trabajo de considerar en serio. ¿Por frivolidad u orgullo lugareño? No lo sabemos. ¿Quizá inconscientes de las consecuencias sociológicas qua desencadenaban contra sí mismas? Es probable.

Empero, tales actitudes nada teóricas de las burguesías vernáculas en la historia argentina —que adquieren alta expresión a través de la diplomacia directorial, durante los años 1814 a 1820—, no pudieron resistir al tiempo. Porque la antigua idea de obediencia pasiva a la Corona, hallábase en franca bancarrota, minada a fondo ya por la irrupción beligerante de las masas “politizadas” del período postnapoleónico (lo prueba, entre otros hechos elocuentes, el rigor defensivo desplegado por la Santa Alianza en ese período). Cualesquiera forma de legitimismo institucional implicaba, pues, para la mente ruda de los hispanoamericanos de entonces, aceptar “motu proprio” la vieja corrupción borbónica, sin futuro; estancarse para siempre en el burocratizado “statu quo” virreinal del siglo XVIII o entregarse al extranjero.

Ahora bien, no vamos a considerar nosotros aquí el problema de la monarquía, en el terreno teórico-especulativo, como si fuera un mero concepto desvinculado de lo temporal. En cuanto tal, la teoría pura resultará siempre incontrovertible. Pero es necesario enfocar aquel fenómeno históricamente; vale decir: como un régimen cualquiera encarnado por hombres comunes, en un lapso o período de vida determinado. En este sentido, el concepto deja ya de ser utópico para transformarse en “cosa viva” movida por las ineluctables leyes del crecimiento, madurez y decadencia sociológicas. La monarquía así entendida, comenzaba a desprestigiarse allende el Atlántico a pasos agigantados: en realidad, ella terminó su ciclo dinámico en el mundo civilizado, después del gran derrumbamiento ocasionado por la Revolución Francesa en el ámbito europeo.

El siglo XIX nace, pues, a la historia, abrigando los pueblos americanos en su fuero interno —diríase casi por instinto de conservación— el fermento de legítimas reivindicaciones antiabsolutistas. Y la República, que fuera el lema revolucionario de los criollos desde 1814 —contra la política anacrónica del Directorio porteño—, representó también, en este orden de consideraciones, una “idea fuerza” (no una forma de gobierno intangible) que fue abrazada por los pueblos sublevados: una reacción eventualmente salvadora frente al anquilosamiento y la inerte perpetuación de seculares monarquías liquidadas por los nuevos tiempos.

Una comunidad social incipiente como la rioplatense en el período de nuestra emancipación política, no podía —buscando el robustecimiento popular y la independencia de una patria soberana— levantar banderas de movilización multitudinaria bajo el signo pasatista de una realeza, que era, para peor, inauténtica y mediatizada por potencias enemigas. Tuvimos que adoptar, a la sazón, —casi por necesidad biológica— el repertorio vital de temas republicanos, con su democratismo plebeyo gobernando a través de caudillos guapos y rústicos y el gorro frigio igualitario por emblema. Como ilustrativamente lo sintetiza el historiador uruguayo Francisco A. Berra en su Bosquejo Histórico de la República Oriental del Uruguay: “No tenían ninguna noción de formas de gobierno (los federales), fuera de las que les hubiera suministrado la experiencia durante el régimen colonial... era natural que no tuvieran la más remota noticia de la forma republicana, del gobierno dividido y subdividido cuya unidad consiste en la armonía y correlación con que funcionan todas sus partes: la experiencia y el instinto no les daba otro dato que el de la unidad física, el del gobierno unipersonal que es la esencia de la monarquía. Y en efecto: el gobierno de Artigas, como el de los caudillos congéneres suyos, acatado por todos sus secuaces fue el más unipersonal, el más monárquico que puede concebirse”.

Y así se logró en los hechos (diríase una paradoja), la independencia definitiva en la Argentina, signada con el rótulo “republicano”: luchando el pueblo —instintivamente unido bajo jefatura personal— con las caducas dinastías anticriollas de Borbones y de Braganzas que eran aliadas de los directoriales porteños, amigos sumisos —por añadidura— de la imperialista Inglaterra.


III

Conviene subrayar aquí, para una mayor claridad expositiva, el siguiente principio general obvio: la política no es, solamente, el arte de lo posible. Consiste también en captar, en interpretar lo vigente, lo contemporáneo; el contorno vital de unas aspiraciones que reflejen su época propia. Dar a luz el oscuro fermento anímico de los pueblos con destino: ¡he ahí el “quid” que impulsa a la acción a todo caudillo de envergadura! La preocupación genuinamente política no consiste tanto en repetir a la letra recetas del pasado, cuanto en reaccionar, atendiendo al presente y al porvenir, sin caer en negaciones ni en violentos saltos regresivos.

Más que mera técnica hábil o teoría ideológica, la política es una especie de consciente alumbramiento, cargado de riesgos, por cierto. Un alumbramiento que trae consigo, al mismo tiempo, una grave responsabilidad sociológica nunca exenta de peligros mortales.

El deber de todo dirigente revolucionario concrétase, así, en llevar a términos viables (tratando también de salvar la madre) el ser engendrado en las entrañas populares, criándolo, pero sin sofocar aquella secreta autenticidad de fondo —tierna, apenas insinuada— que aflora en las criaturas nacidas en término a la existencia independiente. En este orden de ideas, la política puede definirse como él difícil arte de “hacer historia” a través de las edades: sea en forma de experiencias pacíficas o belicosas. Y no —como lo piensan ciertos juristas— por la vía intelectual, precisamente.

No existen pues —según bien nos alecciona el pasado— fórmulas absolutas, inmutables, en la historia del libre albedrío político. Nunca se dan aquí, cual en los misterios litúrgicos o religiosos, seguras repeticiones dignas de ser imitadas “urbi et orbe” por el vero hombre de acción. En política —y por lo tanto en el terreno de lo temporal histórico— el acento no se carga tanto en verdades abstractas, cuanto en concretas reacciones existenciales. O sea: en la encarnación, por los pueblos, de verdades vitales(de realidades vivas, en suma). Porque las rutinas demasiado gastadas terminan, con el tiempo, por anquilosarse del todo, provocando la inercia mortal, esclerótica, de la sociedad entera.

Ciertamente, la historia siempre fue una ininterrumpida y espontánea actividad existencialista.


IV

Bien: mientras el argentino pueblo formaba filas en torno de sus telúricos caudillos de poncho y chiripá (instintivamente tradicionalistas en cuanto a usos y costumbres sociales), los elencos directoriales, también nativos, intelectualizaban la vida a su paladar tratando de “europeizarla” por decreto, a contrapelo de la realidad. Sus principales figuras políticas aferrábanse, a la sazón —de espaldas a la tierra—, a los dieciochescos prejuicios que habían aprendido en apresuradas lecturas de muchachos más o menos universitarios; y, de paso, defendían también a capa y espada el propio interés patrimonial y familiar...

Por eso, la acción de nuestras élites portuarias en el proceso emancipador de Mayo, careció propiamente de ubicuidad histórica, de arraigo popular, salvadas las excepciones individuales que aquí sólo confirmaron la regla aludida. Entonces, aquellas aristocracias pueblerinas de casaca, medias de seda y modales cortesanos, ¿resultaron o no, dignas de ser admiradas o imitadas por el hombre común, en orden a un mejor destino colectivo y nacional?

En rigor, para las masas de Hispanoamérica sublevadas en los albores de la centuria, acaso los aburguesados legistas criollos que tenían por gobernantes —liberales casi todos ellos— constituyeron algo así como el sucedáneo de una aristocracia decorativa; diríase sofisticada, artificial y hedonística. Superioridad de rango, sí; pero sólo relativa —dicha superioridad clasista— al refinamiento subjetivo cuando no egolátrico del individuo (concretada, por tanto, al epidérmico plano de lo estético, que diría Kierkegaard). Vale decir: sujeto —aquel refinamiento superficial— a una tabla de valores sensoriales de riqueza o a ilusiones meramente románticas, en el mejor de los supuestos. En consecuencia, fue la nuestra, por decirlo así, una aristocracia enemiga de lo telúrico: sin garra, frívola, mercantilizada y dependiente, en última instancia, del capricho de las modas europeas que ellos llamaban, con ingenuo énfasis, “Progreso”.

Las auténticas, representativas élites populares, por el contrario, resultan tales para la sociología cuando tienen su fundamento, no en excelsas virtudes “estéticas” de individualidades ensimismadas, por brillantes que ellas sean (a saber: buen gusto imitativo, sutileza maquiavélica para la intriga, diletantismo ilustrado, técnicas literarias o manuales aprendidas, etc.), cuanto en la genuina conducta ética —siempre tenazmente comunitaria en el fondo— de sus personeros políticos de entrañable raigambre nacional.

Así, a la célebre generación unitaria de 1837 —heredera de la línea directorial que vengo señalando— nos la define, con pluma magistral, don Roberto de Laferrère 5en estos términos en verdad lapidarios: “Al juzgar la conducta de sus jetes de las logias secretas, cabe pensar, en su excusa, que les faltaba el sentimiento de la nacionalidad. No lo traicionaron, porque no lo tuvieron. Para los más caracterizados entre ellos, ser argentino era ser porteño, y ser porteño era un fenómeno de cultura personal, rara vez logrado en sus filas, porque, la verdad sea dicha, todo el partido unitario no produjo una docena de espíritus verdaderamente cultos. Los más ilustres, los más famosos hoy, eran literatos o poetas, que, a título de tales, pretendían erigirse en los supremos legisladores de la nacionalidad. En cualquier caso, fueron extraños al país, cosa que tardaron en descubrir, pues por un fenómeno característico de su vanidad, al principio concibieron éste a imagen y semejanza suya, y luego, al comprobar la contradicción, dictaminaron que el país estaba equivocado. Vivieron mirando a Europa, de espaldas a la tierra en que habían nacido, de la que se avergonzaban sin ocultarlo, como se avergüenzan los guarangos modernos. En el fondo no se sintieron nunca compatriotas del hombre del interior o de las campanas de Buenos Aires o de los arrabales porteños. Lo despreciaron, porque se creían superiores a él, cuando sólo lo eran en algunos aspectos, los de su cultura social y libresca, es decir los menos importantes en la vida que les había tocado vivir. En el origen de su política centralista no hay una doctrina —tan pronto eran republicanos como monárquicos— sino un interés de clase o de grupo que aspira a tener un país propio para gobernarlo e imponerle por decreto —o mejor dicho por ley, pues eran legalistas—la cultura “europea”, así en abstracto: lo único que no había existido ni podía existir en ninguna parte de Europa. Todo hace creer que confundieron la cultura con las modas de la época y no comprendieron nunca que en la formación de una cultura nacional —de acuerdo al modelo europeo, precisamente— no podía prescindirse de la realidad nacional, el sujeto de la cultura. Pero esta realidad era lo que ellos no aceptaban. Querían rehacerla conforme a sus “ideas”, que habían convertido en ídolos. Y sus “ideas” no nacían de la experiencia, en el mundo que vivían: les llegaban, como las levitas, confeccionadas en otra parte”.


V

En otro orden de consideraciones y desde el punto de vista de la realidad —no de la ficción—: ¿cómo explicar satisfactoriamente el monarquismo (mucho menos “ideológico” de lo que aparentaba ser) de nuestros próceres de Mayo que declararon la Independencia; posición esta agudizada, sobre todo, a partir del año 1814 y subsiguientes de la etapa directorial? Sin duda, fue ella una posición conservadora en grado heroico frente a la rebelión de las masas campesinas acaudilladas por Artigas, que exigía cambios radicales y perentorios: no tanto referentes a tradiciones seculares o religiosas del país, cuanto a regímenes políticos vigentes y equipos de hombres representativos de los pueblos. En ese proceso dialéctico, desnudo, de luchas por el poder en el Río de la Plata durante la segunda década del siglo XIX: Monarquía y República fueron, más que nada, banderas de guerra esgrimidas por las facciones adversarias, las cuales sólo coincidían, a la sazón, en la necesidad incontrovertible de declarar “urbi et orbe” la Independencia Nacional. En todo lo demás, divergieron profundamente aquellas tendencias crudas del criollaje político emancipado en 1816. Y la sutil diplomacia británica, con plaza en Río de Janeiro, encargaríase —eso ya se sabe— de ahondar estas divergencias sociales en toda Hispanoamérica, revolviendo por su cuenta la cuchara en nuestra flamante olla “Pirex” que hervía a fuego lento, en los hornos de una guerra civil sin término. Por supuesto, casi siempre a favor de Inglaterra.

Veamos ahora a continuación, cómo se produjo este asunto desde el comienzo:

Después de la caída del virrey Cisneros, nuestros prohombres de Mayo no vieron que la “tesis jurídica” mediante la cual se implantó —guardando las formas legales— el primer gobierno criollo en la capital, en nombre de Fernando VII, iba a transformarse —en seguida de iniciadas las hostilidades con los metropolitanos y portugueses— en una profundísima conmoción popular revolucionaria.

“La sublevación de los caudillos gauchescos empieza en febrero de 1811 por la costa del Uruguay en Mercedes y Soriano y se extiende a la otra banda en Gualeguay y Gualeguaychú —escribe Emilio A. Coni a este respecto— 6. Cuando poco después llega Belgrano para hacerse cargo del ejército patriota se encuentra con que “aquellos hombres parecen salteadores y no soldados, con sus chiripas y camisas rotas”. Desde su origen, el ejército patriota se compone en su mayor parte de tropas irregulares, formadas por gauchos, y aparece el sentido militar del vocablo, al que la Revolución debía dar gran difusión”.

En efecto, fue el flamante coronel de caballería don José de San Martín quien, primeramente, en un oficio a su gobierno fechado en Tucumán el 23 de marzo de 1814, reivindicó sin reatos el comportamiento valiente del gauchaje del norte argentino en la guerra emancipadora: “Los gauchos de Salta solos —señala con justicia la citada nota—, están haciendo al enemigo una guerra de recursos tan terrible que lo han obligado a desprender una división con el solo objeto de extraer mulas y ganado...” En tanto el Directorio, presionado por el burguesismo de los hombres de ciudad: “al reconocer la prudente perspicacia de San Martín, que promovía estas hostilidades —añade el mismo Coni—, le encarga felicitar en su nombre a los “bizarros patriotas campesinos”, evitando por un circunloquio, darles el glorioso nombre de gauchos con que han pasado a la historia”.

¿Sería ello por temor, quizá, a la vernácula revolución social encabezada por Artigas que ya triunfaba en toda nuestra mesopotamia?


VI

De cualquier modo que fuere, los elencos directoriales a partir de 1814, jamás quisieron reconocer aquel hecho nuevo irreversible; a saber: la presencia activa en política de un proletariado rebelde, al cual secretamente despreciaban por sus costumbres, vagancia y analfabetismo seculares. Siempre intentaron, por eso, detener el avance revolucionario de esa plebe mísera y bravía (“sin Dios ni ley”, según consta en los archivos); aunque al principio, con éxito relativo. En 1813: ensayando paliativos demagógicos; pero muy luego, mediante el franco empleo de la fuerza armada.

Entre tanto, el artiguismo amenazaba ciertamente la burguesa satisfacción de quienes —pequeño núcleo de abogados, sacerdotes, militares y comerciantes propietarios— habían copado los comandos del ex virreinato argentino en crisis, sobre todo después del definitivo colapso napoleónico en el viejo mundo. Y así: sostenerse en el poder a toda costa, fue la desesperada consigna de las clases ilustradas del Río de la Plata después de la Independencia. Para lograrlo, trataron de oponerse con rigor —y aún con auxilios exteriores— a la irrupción popular producida como secuela de la inevitable guerra civil que ya estaba en marcha. ¿Inclusive humillándose ante el insólito revanchismo de Fernando VII, con la esperanza de ser “ayudados” por la Gran Bretaña que presionaba para mediar, desde Río de Janeiro, diplomáticamente? Sí, inclusive humillándose ante cualquiera...

A tales fines emplearon, pues, los más audaces de nuestros estadistas de la época, el dispositivo secreto de la Logia Lautaro una vez que su verdadero creador (San Martín) quedó desplazado, a pesar suyo, por Alvear y Monteagudo después de la acción de San Lorenzo. Y con el apoyo revanchista del faccioso “antisaavedrismo” que resurgía encarnado ahora en Rivadavia y Sarratea, el flamante Directorio —transformado en férrea dictadura clasista— intentará en adelante desde Europa (1814-1820) toda suerte de solapadas negociaciones dinásticas; las cuales, por fortuna, no quedaron impunes (como se verá en otro ensayo mío sobre el tema, próximo a publicarse). Sus resignadas aspiraciones teóricas por lograr, en lugar de una auténtica independencia propia, meras “garantías individuales” en la letra de una constitución cualquiera hecha a beneficio de algún príncipe intruso, viéronse reducidas muy luego al siguiente principio de filosofía política, expresado con toda crudeza por el célebre don Manuel José García, en una nota dirigida al Congreso de Tucumán, datada en 1816: “Es verdad... en todo tiempo se ha temido la ingerencia de una potencia extranjera en disturbios domésticos. Pero esta regla, demasiado cierta en general, me parece que tiene una excepción en nuestro caso...” Agregando con insólito cinismo, el diplomático porteño de marras: “hemos llegado a tal extremidad, que es preciso optar entre la anarquía y la subyugación militar por los españoles, o el interés de un extranjero que puede aprovechar de nuestra debilidad para engrandecer su poder...”.

Este consejo suicida, inadmisible, de García, sería llevado, no obstante, a la práctica —contra viento y marea pero bajo cuerda— por nuestros gobernantes directoriales, cada vez más acorralados por los pueblos. Los cuales gobernantes, en general incapaces por sí mismos de solucionar la feroz anarquía interna de la Revolución de Mayo, terminaron dando la espalda a sus arrogantes consignas “ideológicas” de la primera hora (las que fueron invocadas, a pesar de eso, más que nunca en las proclamas, decretos y discursos oficialistas). He ahí, en síntesis y para terminar, la tragedia histórica de aquel resistido régimen minoritario y dictatorial de gobierno en la Argentina (despótico pero carente de toda popularidad verdadera), cuya ingloriosa caída produjese —según es sabido— el 19 de febrero de 1820, en las lomas de Cepeda.