instituciones políticas
Reseña histórica sobre la capital y el proceso de centralización
Héctor B. Petrocelli
 
 

En la época de la dominación hispánica



La ubicación de la capital de nuestra República es una circunstancia que ha ido atrayendo la atención de historiadores y publicistas a lo largo del tiempo con variada intensidad. Durante el siglo pasado, cuando se la consideró todo un problema, se hizo abundante cita de éste buscando su solución, que se consideró hallada en 1880 con la declaración de Buenos Aires como capital definitiva.


últimamente se ha mencionado el tópico con ánimo de revisión de lo que se dio como zanjado terminantemente en el 80’, por lo que debe uno interrogarse relativamente a si la capital para la Nación ha vuelto a ser un problema o no. La ley 19.610 que declaró la necesidad de determinar la conveniencia, oportunidad y factibilidad de trasladar la capital de la República a otro lugar del territorio nacional, responde asertivamente.


Nos contamos entre quienes reflexionan en sentido afirmativo que ésta es una cuestión, y seria, para Argentina, que ella debe replantearse. En los últimos lustros, el sector intelectual no atado a esquemas perimidos ni intereses obsoletos, ha decidido repensar procesos tales como el de la educación, el institucional, el del desarrollo, el del reparto del producto, el habitacional, el del petróleo, el de nuestra inserción en Hispanoamérica y en e! mundo actual, etc., que reclaman se solventen con criterio moderno, y exigen se deje de vivir de prestado de lo que discurrieron e hicieron las generaciones del siglo pasado frente a dicha problemática. Entendemos que como esos aspectos, el de la ubicación de la capital del país, debe ser afrontada nuevamente por sus fuertes implicancias en la construcción de la nueva Argentina que se anhela.


Se ha esquematizado el mapa territorial argentino como un triángulo rectángulo con características de embudo. En efecto, los catetos de ese embudo están constituidos, en el oeste, por una cerrada cordillera que nos aísla herméticamente de Chile, y en el norte por el altiplano y las selvas que nos incomunican con el mundo alto-peruano y paraguayo. La hipotenusa está dada por una línea que, en su primer tramo, nos separa de Brasil, aunque no tan categóricamente, por ríos, serranías y bosques, y que en su segunda etapa está constituida por la larga costa atlántica, monótona en su negativa natural al acceso franco para la construcción portuaria, salvo en el Río de la Plata, que así se constituyó desde los tiempos de Solís en adelante, en el pico obligado del inmenso embudo. Cordillera, altiplano, selvas, ríos, costas bajas, inhóspitas o acantiladas, indiada, conspiraron para ello.


La utilización de la expresión “pico obligado”, corresponde a la efectiva realidad de que nuestras regiones tuvieron su natural y prácticamente exclusiva comunicación con el mundo exterior a través de esa boca, en cuyos labios debía prosperar pareciera que necesariamente una ciudad-puerto de relieve. Ese verdadero fatalismo geográfico generó pues a Buenos Aires, la que sacando réditos avaros a ese hecho natural, se fue constituyendo lentamente en la llave maestra del manejo político y económico del complejo territorial y humano que es la cuenca rioplatense.


Tal fatalismo exigió, en la segunda mitad del siglo pasado, mentes con sentido de futuro que atisbando la dimensión del problema que habría de generarse a la Argentina de la centuria siguiente, pusieron coto al proceso bien llamado de macrocefalismo, empezando por instalar la capital de la República en su interior. Se erró en esta materia, como se erró en la diagramación de la economía, de la educación o de la política internacional, y finalmente, al par que nuestros estadistas liberales se rendían al fuerte influjo de lo que parecía ineluctable, dando carácter jurídico de capital a la que venía siéndolo de hecho, contribuyeron con su política de comercio exterior, fiscal, ferroviaria, bancaria, inmigratoria y de inversión pública, a fortalecer la evolución patológica hacia límites rayanos con el paroxismo.


Algunas cifras ilustran al respecto. En materia de población, el gran Buenos Aires (Capital Federal y los llamados partidos del Gran Buenos Aires yuxtapuestos a la primera sin solución de continuidad), que representa el 0,1% de la superficie total de la República, según el censo practicado en 1869 tenía el 10% de la población total del país. Cuando se practicó el censo de 1898, en pleno desenvolvimiento de la política liberal-capitalista, esa proporción subió al 16%. En el siguiente censo, 1914, ascendió al 25%. En 1970, último censo, llegó al 35,6%. De tal manera que en la actualidad, más de la tercera parte de la población total del país está concentrada en la milésima parte del área territorial nacional.


Otras cifras ilustran sobre lo colosal del proceso; según datos de 1967 estaban concentrados en ese Gran Buenos Aires los siguientes porcentajes sobre el total correspondiente a la República: el 26,3% de las casas bancarias, el 31,2% de los automóviles; y se consumía el 52% de la energía eléctrica correspondiente al total del país 1. Según estadísticas de 1953, las 2/3 partes de las industrias manufactureras argentinas estaban centralizadas en el Gran Buenos Aires. Y la mitad del movimiento comercial. Y casi la mitad de lo que se construía en el país. En 1969, sólo la Capital Federal, sin los partidos del Gran Buenos Aires, tenía el 46,24% de los depósitos bancarios del país y absorbía el 53,44% de los préstamos bancarios 2. En la actualidad el Gran Buenos Aires contribuye con el 42,6% del producto bruto nacional 3. Según datos de 1938, el puerto de Buenos Aires monopolizaba el 85% del comercio de importación y el 40% del de exportación, y la Capital Federal expedía el 57% de la correspondencia postal, poseía el 54% de los teléfonos y más del 50% de las radiodifusoras 4.


Este cuadro, que creemos puede calificarse sin hipérbole como monstruoso, justifica la aseveración de los autores que nos han hablado de la existencia de dos Argentinas, enfrentadas cruentamente en el siglo pasado, con posterioridad al 80, silenciada una y dominante la otra, pero cuya oposición permaneció palpitante, con pujos agresivos como los recientes “cordobazo”, “rosariazo” y “mendozazo”, en cuya más íntima causalidad no debe descartarse cierta dosis de malquerencia del interior provinciano hacia el aparato político comprometido con las motivaciones e intereses de la orgullosa y desarraigada capital.


La dicotomía al parecer cada vez más marcada entre una Argentina provinciana, pobre, abrazada a la cultura vernácula y a las raíces históricas, explotada, desdeñada, uncida; y una Argentina portuaria, rica, que siempre pendiente de novedades vive de espaldas a esa cultura, aprovechadora, arrogante y dominadora, es un fenómeno que al par de dañar a la República en su alma y en su ser físico, puede terminar por contribuir a provocar conflictos dramáticos, quizá violentos, donde alcancen a complicarse con la vieja cuestión nacional los ingredientes sociales e ideológicos contemporáneos.


Creemos que un traslado de la capital, con la mutación de los centros de decisión política y económica que ello implica, al corazón del territorio nacional (Córdoba, La Pampa, Santiago del Estero o Tucumán), es una medida de alta estrategia que puede contribuir a por lo menos desacelerar la intensa concentración de factores de poder, humanos y técnicos, en el Gran Buenos Aires. Con ello deseamos dejar perfilado claramente nuestro punto de vista: no será suficiente llevar la capital al centro geográfico del país para revertir el proceso. A esta decisión debe unirse un paquete de providencias económicas, financieras, demográficas, de transportes, de comercio interior y exterior, culturales, que vayan paulatinamente sustituyendo, en labor larga y sostenida, esta imagen de la Argentina macrocefálica contemporánea, por la de una Argentina armónica y equilibrada en todos sus niveles. Pero para que nuestra clase dirigente nacional se mentalice de la necesidad de tomar ese conjunto de providencias orquestadas en un plan a llevarse a cabo durante varias décadas, es vital erradicarla del Gran Buenos Aires y de su avasalladora influencia, llevándola a practicar la evaluación de los problemas y necesidades de la República, desde su entraña. Habrá entonces mejores garantías de que se habitúe a mirar la tierra, los hombres y las estructuras con ojos más argentinos y menos cosmopolitas, y a manejar los negocios públicos comunes con intenciones de equidistancia desprovista de egoísmos aldeanos.


Pero el objeto de la presente reseña no es apurar soluciones a la anomalía, sino mostrar en forma esquemática las raíces históricas del problema, la manera como Buenos Aires logró el neto predominio rioplatense transformándose en sede de gobierno y de influencia, y cómo esa situación logró definitivamente su juridicidad en 1880. La historia, como siempre, contribuye a que el desarrollo de las secuencias del presente se hagan inteligibles.