Antecedentes hispánicos de los regímenes electorales argentinos
1. La democracia en plena vigencia histórica.
 
 
Aberg Cobo, en su notable estudio “Reforma electoral y sufragio familiar”, ha dicho con toda objetividad: “A esta altura de la civilización, bien puede afirmarse que no se concibe la existencia de una autoridad sin el asentimiento, nótese que no digo elección, de los gobernados”. 1 Efectivamente. La autoridad política, que gozó durante la antigüedad precristiana de una despótica prevalencia irracional, cimentada en la fuerza bruta o en el fatalismo cuasi unánime de la religiosidad pagana, fue ejercida en esa época generalmente por un hombre sobre todos sus súbditos y sobre todo el súbdito. El derecho estaba asimilado al capricho del soberano, y se dictaba aun contra natura. Esto en Oriente. Y también en el mundo grecorromano, aunque mitigados los excesos por la admirable contextura de la cultura político-jurídica mediterránea.

El cristianismo significó una intelección más acabada del hombre: de su sustancia y de su destino. Y con ella, una marcada evolución de la Política hacia concepciones superiores. Los hombres se hicieron concientes de su dignidad, de su libertad, de su igualdad esencial, de su sometimiento a las mismas leyes y a la misma justicia divinas. En el concepto cristiano, el gobernante debía dejar de ser ensoberbecido mandón para transformarse en servidor de la comunidad.

Al paso que el hombre paulatinamente se elevaba, abandonando la esclavitud y aún la servidumbre para constituirse en hombre libre, es lógico que el poder estatal desorbitado de otrora fuera retrocediendo hasta ocupar el lugar que le adjudicaba el derecho natural, una de las tantas cosas redimidas por el cristianismo. Coetáneamente con esta restricción al poder omnímodo de los gobernantes, y al compás del crecimiento de la idea de que la función de comando político era más que privilegio, servicio, se produce un fenómeno de singular resonancia: la participación más efectiva de los miembros de la colectividad en su propio gobierno. Allí tenéis sino, en prueba de lo que decimos, esa magnífica constelación de ciudades que en la alta Edad Media se gobiernan con autonomía bajo la mirada protectora de señores y de reyes. 2

Es entonces cuando comienza a germinar la democracia. Al amparo de la sólida arquitectura social de la Cristiandad.

Aquellas vibrantes democracias comunales, admiración hoy de tantos investigadores, y cuyos magníficos destellos en España tendremos oportunidad de considerar aunque muy someramente, eran la trama destinada a constituir, en lo fundamental, las democracias nacionales del futuro. Democracias comunales donde jerarquía y libertad armonizadas, habían logrado el estupendo equilibrio y la unidad que el mundo borrascoso de hoy añora. Ese equilibrio social que nos habla de otro equilibrio; del que se gesta y florece en cada hombre cuando el espíritu subyuga a la materia. Y esa serena unidad, conquistada palmo a palmo por la Iglesia, que imponía el dulce yugo de una misma Fe y de una misma Ley.

El Renacimiento rompió el equilibrio y deshizo la unidad. El hombre permitió crecer en sí las fuerzas somáticas sublevadas. Y los pueblos renunciaron a las energías cohesivas de las verdades y de las normas morales. Así se fue preparando la muerte de esa democracia comunal. La crisis de la autoridad, que primero fue religiosa, pronto se hizo política. Los monarcas ambiciosos, portadores de su propio drama moral, que era el drama de los europeos, renegaron de toda sujeción a la ley natural-social, despedazaron las autonomías comunales y con sus despojos erigieron el moderno Estado nacional, suma de individualidades empujada a la guerra contra los demás Estados. Las fronteras habían dejado de ser límites naturales del territorio, para transformarse en zonas de refriegas crónicas. Está ya la Cristiandad en pleno retroceso. Monarquías y aristocracias fundadas en la sangre, pronto darían paso a preeminencias y aristocracias fundadas en el dinero. Así se edifica el Estado demo-liberal burgués, mal llamado democrático, que sale totalmente hecho en las jornadas revolucionarias de los siglos XVII y XVIII. Mas el proceso no termina aquí. Y se produce el advenimiento de otra aristocracia: la del proletariado; rencorosa y fatídica aristocracia.

Volvamos al régimen demo-liberal, que llegó a instaurarse en todo el mundo, y cuya quiebra hoy se anuncia. Democracia liberal se lo ha llamado, porque parecería ser la coyunda de una forma clásica de gobierno y una ideología filosófico-social bien definida. En realidad es un expediente que tiende a imponer a una clase social en el gobierno: la burguesía. Por eso aseverábamos que la democracia burguesa es más bien un sistema de raíz plutocrática, culpable de la reacción obrerista y de las tremendas convulsiones que ha soportado la civilización.

Después de tanto desvarío, claudicaciones y esfuerzos fallidos, queda, a nuestro entender, un saldo positivo. Los hombres han tomado experiencia y se incuba la necesaria reacción. A posteriori de la náusea sartreana, las sociedades sienten el llamado del Espíritu. E insensiblemente tratan de conectar su ambular con lo aprendido en una época que nunca debieron despreciar. Esa revisión firme de valores que se opera en muchos países no implica retroceso, como lo pudiera juzgar algún afecto al progresismo tecnocrático, sino reencuentro con un pasado humano glorioso. Asistimos, en nuestra modesta opinión, a los últimos arrestos del materialismo fracasado y una nueva era, auténticamente espiritualista, se anuncia.

La vieja democracia comunal del medioevo ha de retomar su trayectoria luminosa, puesta en los odres nuevos de las actuales circunstancias políticas. Aniquilado el individualismo burgués y su secuela de estatismos socializantes, ha de prevalecer el organicismo, funcionalismo o corporativismo cristiano. Pasaremos, pues, de una democracia inorgánica a una democracia orgánica, curada de todo lo agnóstico, materialista, liberal y absolutista. Porque estamos convencidos que la democracia funcional será la fórmula política del porvenir, nos preocupa su concreción institucional. La democracia, que en lo fundamental es una forma de gobierno “que tiende a llevar al máximo la colaboración y el control de los ciudadanos en los negocios públicos”, 3 es también una forma de gobierno mediante la que el pueblo, si no nombra, al menos presta su asentimiento tácito a quien lo gobierna. Y esto, ¿no es, ya como realidad, ya como tendencia, un fenómeno de la vida política moderna? Aceptemos entonces los hechos que presenta el momento histórico que vivimos, y preparemos el camino para el advenimiento de una democracia más eficaz, más real, más justa y depurada de toda alianza con el liberalismo.