¿Pueblo para una constitución o constitución para un pueblo?
Las raíces del iluminismo vernáculo
 
 
Bidart Campos dice que “el constitucionalismo moderno ha creído haber descubierto el tipo de constitución apta para todos los estados y para todos los tiempos” y que lo ha “revestido de un dogmatismo casi místico” (1). Y cita a Xifra Heras quien manifiesta que “la concepción ideal o arbitraria de la Constitución supone el reconocimiento de la facultad del hombre para modelar a su gusto una determinada comunidad política, de conformidad con un plan racional estructurado a priori” (2).

Dicha doctrina racionalista, cerrada, estática, y hasta en algunos, soberbia, predominó entre los juristas y políticos que durante el siglo pasado pensaron el arduo tema de la organización de la República. El hecho fue ayudado por la inquina que la guerra de la independencia generó respecto de España. En la mayoría de esos espíritus, la emancipación fue entendida no solamente como ruptura del cordón umbilical político sino también como divorcio cultural, lo que incluía lógicamente el abandono de toda la estructura institucional heredada. Por otra parte, la Madre Patria era presentada como la imagen del atraso, y aunque los borbones, especialmente desde Carlos III en adelante, habían emprendido la tarea de “aggiornamento” enciclopedista de rigor, dicha imagen no había cedido en la retina de nuestros renovadores. Si a esto agregamos la circunstancia de que la Metrópoli decadente en sus jerarquías se había convertido en el mundo internacional de entonces, en apéndice de las políticas de las grandes potencias rectoras, podrá advertirse lo difícil que fue zafarse de la tentación de echar por la borda todo lo que oliera a tradición. España y lo español era el enemigo, mero rezago medieval no curado de achaques oscurantistas, y como si fuera poco, símbolo de fracaso.

La actualización de que hablamos era querida por los propios círculos políticos e intelectuales peninsulares más influyentes y llegaba a lo institucional. Durante el Siglo XVIII, especialmente con Carlos III, se instrumentó todo el arsenal, en general de origen francés, en esa materia: Secretaría del Despacho Universal de las Indias, ministerios. Superintendencia General de Real Hacienda, Junta Superior de Real Hacienda, Superintendencia General Subdelegada de Real Hacienda, intendentes, etc., en detrimento de los tradicionales Consejo de Indias, audiencias, virreyes, gobernadores y cabildos. Se perseguía no solamente centralizar y centralizando crear las condiciones de operatividad que hiciera factible llevar la panacea de la Ilustración a todos los ámbitos del Imperio, sino además ponerse a tono con los tiempos progresistas que se vivían y de paso elevar pronunciadamente el aporte americano al tesoro real.

En el siglo XIX continuó la obra enajenadora y las Cortes de Cádiz producirían la Constitución de 1812 ceñida también en sus disposiciones a modelos franceses que hacían furor entre los publicistas de la época, sin descuidar los precedentes británicos. Y todo transpirando ese “dogmatismo casi místico” de que nos habla Bidart Campos, o ese “plan racional estructurado a priori” que menciona Xifra Heras y cuyo centralismo despótico entró inmediatamente en pugna con la sociedad ibérica rica en localismos ancestrales.

España fue pues la que comenzó archivando toda su experiencia institucional de siglos, fecunda en consejos, cortes. Casa de Contratación, audiencias, cabildos, visitadores, virreyes, y gobernadores, fijando la vista o en Inglaterra, cuya solidez institucional se fundamentó precisamente en la fidelidad a sus propias esencias históricas, o especialmente en Francia, que, entre otros motivos, por haber intentado el plagio del prototipo británico sin asidero nativo, cayó en una inestabilidad política que pasó fácilmente de la más cruda anarquía jacobina al imperio dictatorial napoleónico, rematando en restauraciones, monarquías burguesas, comunas, más imperios y repúblicas varias.