¿Pueblo para una constitución o constitución para un pueblo?
El iluminismo de Moreno y el Deán Funes
 
 
No fue extraño entonces que la mayoría de quienes se plantearon entre nosotros, a raíz del movimiento emancipador, el tema de la organización, estuvieran sujetos a estas influencias. Comenzando por Mariano Moreno, en cuyos escritos son habituales las invocaciones a “los sublimes principios del derecho público ... reservados a diez o doce literatos, que sin riesgo de su vida no han podido hacerlos salir de sus estudios privados” (3); “la sublime ciencia que trata de! bien de las naciones”, “la suma de cuantas reglas consagra la política a la felicidad de los estados”; ese “Código de leyes sabias” (4); “la absoluta ignorancia del derecho público en que hemos vivido, ha hecho nacer ideas equívocas acerca de los sublimes principios del gobierno”. ¿Y cuáles son esos sublimes principios del gobierno, del derecho público? Comenzando por el principio de la soberanía del pueblo en la versión de Juan Jacobo Rousseau, autor del “Contrato Social”, obra de la que expresa: “todas las clases, todas las edades, todas las condiciones participarán del gran beneficio que trajo a la tierra este libro inmortal, que ha debido producir a su autor el justo título de legislador de las naciones”. Agregando que “los que quieran contraerse al arreglo de nuestra sociedad, hallarán (en el “Contrato”) analizados con sencillez sus verdaderos principios” (5). Según Moreno, pues, la receta para obtener la felicidad de un Estado, expresión ésta que repite reiteradamente, es brindada por ese “legislador de las naciones” y comienza por la adopción “a priori” del postulado de la soberanía popular en la concepción del ginebrino. Tal postulado campea vigorosamente en el pensamiento escrito del prócer. Invitaba pues a prohijar una concepción de la soberanía del pueblo que nos llevaría a un revolucionarismo crónico abandonando la equilibrada y tradicional postura en la materia que sistematizara Francisco Suárez, quien preconizando la presencia popular en el fenómeno político evitaba la posibilidad del desquicio social y la anarquía.

Otro apotegma, al que llama Moreno “resorte poderoso” y cuya adopción recomienda para “que contenga las pasiones del magistrado” y promueva la libertad “sin los peligrosos escollos de una desenfrenada licencia”, es el de la división de los poderes. Pero de acuerdo a las pautas inglesas. Según Moreno, a pesar, de que Licurgo, nada menos, fue el precursor en la materia, “la Inglaterra, esa gran nación, modelo único que presentan los tiempos modernos a los pueblos que desean ser libres, habría visto desaparecer la libertad, que le costó tantos arroyos de sangre, si el equilibrio de los poderes no hubiese contenido a los reyes, sin dejar lugar a la licencia de los pueblos” (6). Y si habríamos de adoptar la forma federativa de gobierno, como “los pueblos modernos son los únicos que nos han dado una exacta idea del gobierno federativo”, aconseja: “Oigamos a Mr. Jefferson, que en las observaciones sobre la Virginia nos describe todas las partes de semejante asociación” (7). Sin dejar de apelar al modelo suizo o alemán (8). Pero jamás insinuando tan siquiera pudiéramos ser capaces de arbitrar un federalismo rioplatense fiel a nuestra realidad.

Dejando a Moreno, si aludimos al pensamiento de otro influyente prohombre, el Deán Gregorio Funes, los conceptos no difieren. Al redactar el “Manifiesto del Soberano Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas en Sud América al dar la Constitución” de 1819, refiriéndose a la obra del Congreso aclara: “Tuvimos muy presente aquella sabia máxima: que es necesario trabajar todo para el pueblo, y nada por el pueblo” (9). Es decir, que siguiendo el axioma déspota ilustrado, la obra constitucional del Congreso sería fruto de especulaciones de “cabezas frías y corazones puros” según Funes (10), de la parte sensata y racional de la población como diría luego Echeverría (11). El pueblo, un elemento destinado a acatar todas las lucubraciones de los ¡lustrados congresales, aunque la Constitución a dictarse, que Funes califica solemnemente como “un estatuto que se acerca a la perfección” (12), para nada tuviera en cuenta sus inclinaciones, sus hábitos, sus esencias culturales, la realidad social rioplatense. Pero eso sí, los desvelos de los constituyentes de 1819 pusieron el acento en dividir los poderes y equilibrarlos pues este principio de cuño anglo-francés es, según Funes, “la obra reputada en política por el último esfuerzo del espíritu humano”. Agregando con candorosa fe: “y ved aquí también con la que ha asegurado el Congreso vuestra prosperidad” (13). División de los poderes según Montesquieu y prosperidad nacional: causa y efecto de inexorable y fatal resultado en la convicción del cordobés.

La Constitución de 1819 según este mismo documento fue un producto del “orden de los principios que deben regir a una nación sabia y celosa de su libertad”, de “las luces de los siglos”, de “los verdaderos principios del orden social”. Por ello no extraña esta confesión: “No ha cuidado tanto el Congreso Constituyente en acomodarla al clima, a la índole y a las costumbres de los pueblos, en un estado donde siendo tan diversos estos elementos, era imposible encontrar e! punto de su conformidad (14); pero sí a los principios generales de orden, de libertad y de justicia: que siendo de todos los lugares, de todos los tiempos, y no estando a merced de los acasos, debían hacerla firme e invariable” (15). Una confesión más paladina de neto racionalismo jurídico, imposible. Y algo más: según Funes la Constitución dictada “encierra los verdaderos principios del orden social; y está dispuesta de manera que comunicando un solo espíritu, cree el genio de la Nación” (16). ¿Es la ley quien crea una Nación o es el genio nacional el que debe inspirar al derecho positivo aunque respetando siempre al derecho natural? Quizás el derecho positivo deba ser el producto egregio de una cultura nacional no desprovista de sentido trascendente. Y así dé forma a un Estado, que sea fiel marco político de esa comunidad humana concreta en su búsqueda del bien común.