¿Pueblo para una constitución o constitución para un pueblo?
El disentimiento de Sarratea
 
 
En medio de este iluminismo arrollador de nuestra primera década como pueblo emancipado, alguien puso la nota discordante. El ex-triunviro Manuel de Sarratea, enviado como se sabe a Londres en misión diplomática, escribió estos párrafos incluidos en una carta mandada desde allí a Manuel José García. La transcripción es un poco larga, pero la hacemos íntegra porque quizás estudios más exhaustivos consideren a esta pieza como una de las primeras o quizás la primera reacción en nuestro medio contra la corriente racionalista en la esfera del derecho público. Y además, por el valor conceptual de la misma: “¿Si nosotros no hemos hecho una Constitución parecida a la de España, será quizás porque esta obra no hay quien pueda desempeñarla en el país? Caracas hizo su Constitución, y lo mismo se ha visto en Santa Fe, Cartagena y Cundinamarca, y cada uno de los Estados que componen la Confederación de la Nueva Granada han hecho también su Constitución territorial para cada Estado. Parece, pues, que no será mucha vanidad, el decir que aquí también se habría podido hacer una Constitución como las citadas si se ocurría al cuño de cuya marca se resienten todas, incluso la de España; tales son las diversas Constituciones que se han sucedido en Francia desde 1791 hasta la Constitución del Imperio”.

“Si nosotros no hemos querido recibir la Constitución de España, ni fabricar otra por nosotros mismos, no ha sido porque en un momento no se haya creído pasajeramente que esto podría convenirnos, y que se hubiese pensado en ello seriamente. Pero habiendo tratado la materia, maduramente y reflexionado sobre ella con la detención que exigía un asunto de tanta trascendencia, se abandonó esta idea por el convencimiento de ser la más quimérica de cuantas han producido las experiencias y especulaciones filosóficas de nuestro siglo. Sustituir instantáneamente a las instituciones de un país, cualesquiera que ellas sean, un orden de cosas enteramente nuevo y distinto de aquél con que se han criado, y que por consiguiente está identificado con su modo de vivir, con sus gustos, costumbres y aún preocupaciones, es lo mismo que derribar en un día todos los edificios de una población, para que sus habitantes, quedándose al raso, los sustituyan otros más perfectos. Considérese cuál sería la situación de un vecindario en semejante caso, y en mi juicio en la misma situación se encuentra política y moralmente cualesquiera pueblo a quien se le da una Constitución acabada en un buffet, como las de que se ha hecho mención”.

“Partiendo de estos principios, creemos que sólo abren raíces y adquieren aquel grado de durabilidad necesaria las Constituciones que van formándose los pueblos de un modo insensible, por decirlo así, y al paso que se forman, que crecen y se suceden las generaciones. Tales instituciones están niveladas con la naturaleza de la sociedad que las forma, varían según varían sus relaciones políticas, sus opiniones e ideas, su riqueza, luces, comercio, artes, etcétera, y se van inoculando en las generaciones que se educan con ellas a medida que crecen” (18). Era en efecto tarea muy simple recortar artículos de constituciones arquetipos y armar un aparato institucional de avanzada, pulido, al gusto de los apurados teorizantes. No sabemos quienes “habiendo tratado la materia, maduramente y reflexionado sobre ella con la detención que exigía un asunto de tanta trascendencia, (abandonaron) esta idea por el convencimiento de ser la más quimérica de cuantas han producido las experiencias y especulaciones filosóficas de nuestro siglo”. Lo que sí sabemos es que este abandono si existió fue momentáneo, pues además de los ensayos de 1811, 1815 y 1817, la constitución de 1819 sustituyó, o pretendió sustituir “instantáneamente a las instituciones de un país, cualesquiera que ellas sean, un orden de cosas enteramente nuevo y distinto de aquel con que se han criado, y que por consiguiente está identificado con su modo de vivir, con sus gustos, costumbres y aún preocupaciones”. En 1819, y luego en 1826, se ambicionó “derribar en un día todos los edificios de una población, para que sus habitantes, quedándose al raso, los sustituyan otros más perfectos”. Los edificios, en buena medida se derribaron, pero los más perfectos que se construyeron según planos iluministas, también, con lo que se corrió el riesgo de quedarse institucionalmente a la intemperie en forma permanente y hubo de afrontarse el peligro de la dispersión nacional producto de la destrucción del principio de autoridad central que tuvo a su vez una de sus causas en el fracaso organizativo precisamente. Pero no nos adelantemos.

Sarratea se pronuncia por una Constitución que no fuera “acabada en un buffet”, como las que menciona en la primera parte de la carta, fruto de devaneos librescos bien intencionados en el mejor de los casos. Propugna una constitución “que van formándose los pueblos de un modo insensible, por decirlo así, y al paso que se forman, que crecen y se suceden las generaciones. Tales instituciones están niveladas con la naturaleza de la sociedad que las forma, varían según varían sus relaciones políticas, sus opiniones e ideas, su riqueza, luces, comercio, artes, etcétera, y se van inoculando en las generaciones que se educan con ellas a medida que crecen”. Estas sabias reflexiones sorprenden en un hombre joven que las dice en esa época.

Evidentemente a Sarratea lo había impresionado la experiencia británica. Y aprendió mucho. Especialmente que en materia institucional, como en todo lo relacionado con la ciencia política, debe respetarse la naturaleza de la comunidad objeto. Importar organismos porque aquí o allá funcionan correctamente cumpliendo su cometido, es no haber asimilado la lección ajena. Lo importante consiste en captar las pautas tenidas en cuenta para lograr instituciones, sol idas y estables. Sarratea descubrió que el éxito inglés se fundamentaba en un paciente proceso de siglos donde se moldearon instituciones hechas a la medida de ese pueblo. Entonces sí puede esperarse que esos institutos ayuden a la estabilidad y al desarrollo de políticas acertadas. Pensar que el dictado más o menos raudo de una constitución concebida para otras realidades logrará tales efectos, es una ilusión que la humanidad parece haber abandonado.