¿Pueblo para una constitución o constitución para un pueblo?
La oportunidad perdida
 
 
La crisis política del año XX, producto en parte del iluminismo rebosante en la fantasmal Constitución de 1819, es la más grave de nuestra historia, porque ella significó la disolución del Estado nacional, nacido en 1816 y armado sobre los restos del poder virreynal con sede en Buenos Aires. Los yerros cometidos por las sucesivas administraciones desde 1810 en adelante, más atentos a sus ideologías e intereses de sector que a las urgencias de la empresa nacional que se fundaba, remataron en esa verdadera desgracia, que pudo haber sido el preludio de una balcanización más honda que la que se produjo. Las provincias, nacidas como respuesta de la tradición vernácula al despotismo ilustrado central, comprendieron la magnitud de lo que se jugaba, y mediante sucesivos pactos, figura jurídica de rancio abolengo hispánico-medieval, intentaron retejer la trama de la nación que se deshacía en pedazos. Pero sin abandonar el empeño del logro de la organización mediante un Congreso al que responde la convocatoria del que inició sus reuniones en Córdoba como .resultado del Pacto de Benegas. De este Congreso fue alma el sanmartiniano gobernador de Córdoba Juan Bautista Bustos, quien preconizaba la adopción de la república federal como forma de gobierno, razón suficiente, junto con la influencia que sobre esa asamblea pudo haber ejercido el mencionado Bustos, para que el círculo rivadaviano, que era palabra mayor en el gobierno de la provincia de Buenos Aires, se entregara a la tarea de hacer abortar tal intento organizativo. Son curiosos los argumentos utilizados para tal fin. El 6 de agosto de 1821, el mismísimo Rivadavia los exponía ante la Junta de Representantes de la provincia de Buenos Aires: “. . . la inoportunidad de instalarse el Congreso General en la forma y términos que se había propuesto, ordenándoseles (a los diputados de Buenos Aires) se empeñasen en persuadir esto mismo a sus codiputados que se hallaban reunidos, reduciéndolos a que sin esperar a los que aún no habían concurrido, usasen de sus respectivos poderes para formar un pacto solemne entre las Provincias y Pueblos de su representación”. Dicho pacto perseguiría el fin de “defenderse y ayudarse recíprocamente en sus comunes e individuales necesidades” y establecer las pautas para convocar a un Congreso “formando el censo de población correspondiente”. Las provincias, en el articulado de dicho documento, debían obligarse “a reformarse individualmente en sus particulares instituciones, adquiriéndose de este modo respetabilidad e importancia conveniente para que a su tiempo puedan prestar al Congreso una parte importante de fuerza y respetabilidad” (19). No deja de ser llamativo un Rivadavia instando a usar los procedimientos de Rosas para la consecución de la anhelada constitución de la República. Esto es, primero la obtención de un pacto defensivo-ofensivo capaz de ser instrumento jurídico de unidad; mientras tanto, las provincias irían logrando una seria conformación institucional local que hiciera posible ascender el escalón siguiente: la organización general de la República. Se presupone que federativamente dada la preexistencia de provincias autónomas.

Los sucesos posteriores nos dan la sensación de que Rivadavia sólo arbitró estos conceptos como expediente para urdir el fracaso del Congreso de Córdoba. Por otra parte, se advierte el propósito iluminista en el uso de la expresión “reformarse individualmente en sus particulares instituciones” al referirse a las correspondientes a las provincias. Objetivo que aparece mucho más claro en el manifiesto del 10 de setiembre de 1821, en el que el gobernador Martín Rodríguez y su secretario de gobierno Bernardino Rivadavia explicaban que el dictado de la constitución debía posponerse dado que no existía en el interior provinciano una conciencia ilustrada sobre el tema, causa, decían, del fracaso de la de 1819, “constitución aplaudida de los sabios”. Las provincias debían ser libradas a su suerte momentáneamente como método de aprendizaje: “Si no pudo ocultárseles que la depravación y la ignorancia han sido las dos fuentes fecundas de los desastres, nunca podrán despreciar el socorro de las luces. Encorvadas en mucha parte de su población bajo el peso de las absurdas preocupaciones, conocerán por fin, que jamás podrán erguirse sin que la civilización les dé la mano. La verdad, entonces, tanto tiempo combatida por el error, inflamará cada vez más el deseo de poseerla y arrastrará a su partido por gusto y por inclinación” (20).

En buen romance: las provincias debían primero trocar la depravación, ignorancia, absurdas preocupaciones y error de su tradición cultural e institucional, por las luces, verdad y civilización de la Ilustración. Hecho, podría pensarse en otro capítulo.

Las cosas, dentro de este planteo, si el mismo fue hecho con sinceridad, deben de haber andado con mucha rapidez, pues previo Tratado del Cuadrilátero, acta de defunción del Congreso de Córdoba, el propio gobierno de Rodríguez, bajo la tutela de Rivadavia, entre 1823 y principios de 1824, dio los pasos necesarios para la convocatoria de un congreso constituyente. Claro que este Congreso, que se reuniría a partir de fines de este último año en la propia Buenos Aires, sería instrumento del mencionado cenáculo de ideólogos que tenía en Rivadavia a la figura expectante y a la logia masónica de los Caballeros de América como al secreto nervio motor. Si bien mediante la Ley Fundamental dictada por el Congreso en enero de 1825, las provincias reproducían “por medio de sus diputados, y del modo más solemne, el pacto con que se ligaron” al declararse independientes en 1816, no es a este pacto al que se había referido Rivadavia en 1821. No habría pacto fundacional de nuestra organización al estilo del Pacto Federal de 1831; habría lisa y llanamente constitución definitiva, para lo cual la Ley Fundamental declara al Congreso, en su art. 2°, como constituyente. Tampoco se esperaría que previamente las provincias se organizaran como se había dicho en 1821. Ahora el art. 3° prevee que “hasta la promulgación de la Constitución que ha de reorganizar el Estado, las provincias se regirán interinamente por sus propias instituciones”. Estoes: a reorganizar el Estado a golpe de pluma llamaban, incluso los Estados provinciales, según se ve. Mientras tanto, éstos, interinamente, seguirían regidos por los organismos políticos que se hubieran dado. Ya llegaría el momento de ponerse a tono con las luces del siglo. Los términos se habían invertido: no sería la organización general del país la que esperaría la organización que espontánea y naturalmente se dieran las partes. Ahora la organización general impondría su ley ordenadora a los Estados miembros. Lo del art. 6° fue un mero medio de ganar tiempo (21). No solamente se intentaría imponer la Constitución a las provincias, sino incluso suprimirlas, como se hizo con la propia provincia de Buenos Aires al dictarse la ley Capital, y todo en homenaje a aquellos “principios de una libertad racional” de que nos habla el alambicado lenguaje del ministro de gobierno del presidente Rivadavia, Julián Segundo de Agüero, en el propio seno del Congreso: “Es necesario constituir y organizar el país, es necesario nacionalizarlo, sí, señores, nacionalizarlo: esta no es una frase vaga, no es una voz vacía de sentido. Nacionalizar los pueblos no importa otra cosa que subordinar todos los intereses locales, y todas sus pretensiones al interés y al sumo derecho nacional. Nacionalizar los pueblos, es hacer una transacción nacional, é indispensable entre todos los intereses parciales, sacrificando cada uno una parte, para que de aquí resulte el interés nacional. Nacionalizar los pueblos, es hacer que los pueblos reconozcan un centro del cual se difunda a todos los puntos del territorio todos los principios de una libertad racional, y sobre todo los efectos de una prosperidad, por la que los pueblos y cada uno de los hombres deben trabajar y positivamente desean todos. Es, pues, necesario nacionalizar y organizar el país, y esto no se puede hacer sino de dos modos: ó ha de ser por la fuerza de los principios, o por el poder de la fuerza: de ser señores, por el convencimiento, que se introduzca en todos los pueblos, ó ha de ser, como dije ayer, con una expresión vulgar, a palos”. (22). Lo cierto es que la mayoría de las provincias no se convencía por sí de las bondades de una “nacionalización” hecha para lograr la vigencia de esos “principios de una libertad racional” que se les amenazaba imponer violentamente, y de una “prosperidad” que veían cada vez más lejana a fuerza de rebajas arancelarias que rompían sus esquemas de economía artesanal. Por ello. Agüero prevenía. Aquel propósito de 1821 de dejar a las provincias que meditaran solas sobre las bondades de la Ilustración para que la adhesión a ella fuera espontánea, no sería una actitud demasiado paciente. O se convencían o habría palos. O se colocaban voluntariamente la camisa de fuerza de una organización constitucional racional, o se la ponían manu militari. “Nacionalizar los pueblos” para Agüero, significaba imponerles de una u otra manera una autoridad central que precisamente habría de trabajar para someterlos a pautas culturales, sociales, políticas y económicas opuestas a las que presidieron la formación de la nacionalidad rioplatense. “Nacionalizar los pueblos” consistía en desnacionalizarlos.

Se comenzó por el dictado de una constitución bajo los cánones de la concepción iluminista. Lo expuso claramente el dictamen de la Comisión de Negocios Constitucionales al presentar el proyecto de la misma en el seno del Congreso, el 10 de setiembre de 1826: “La comisión de negocios constitucionales tiene la honra de ofrecer a la consideración de los Sres. Representantes el proyecto de constitución, que ha redactado sobre la base de unidad de régimen, que le fue designada. No ha pretendido hacer una obra original. Ella habría sido extravagante desde que se hubiese alejado de lo que en esa materia está reconocido y admitido en las naciones más libres, y más civilizadas. En materia de constitución ya no puede crearse: sólo hay que consultar los consejos de la prudencia en las aplicaciones, que se hagan a las circunstancias locales, y demás aptitudes de los pueblos. La comisión no rehusa confesar que no ha hecho más que perfeccionar la constitución de 1819” (23). El Congreso votó ese proyecto, que no era una obra original. ¡Qué iba a serlo! Las naciones más libres y civilizadas ya habían establecido los sagrados dogmas a los que había que atenerse. Nada podía crear en materia institucional el Río de la Plata, este oscuro rincón de un Imperio fracasado, que no hubiese sido ya diseñado en las metrópolis de nuestra intelectualidad. En cuanto a “consultar los consejos de la prudencia en las aplicaciones que se hagan a las circunstancias locales y demás aptitudes de los pueblos”, se contestó al clamor provinciano por una federación con los siguientes artículos del proyecto: art. 131. “En cada provincia habrá un Gobernador, que la rija bajo la inmediata dependencia del Presidente de la República”; art. 132. 'El Presidente nombra los Gobernadores con noticia y consentimiento del Senado” (24). Y al republicanismo demócrata que campeaba por doquier, con el art. 6° inciso 6° que suspendía los derechos del ciudadano a los domésticos a sueldo y peones jornaleros.

Por lo demás, el modelo respondía al más perfecto corte racional con división de poderes, legislativo bicameral, exigencia de posición económica destacada para ejercer los tres poderes, elecciones indirectas, etc. Como si le fuera posible a un pueblo sacar de la galera, en algunas jornadas históricas de sesudos debates, forma de gobierno, cámara de representantes, senado, presidencia, ministerio, corte suprema de justicia, gobernadores, consejos de administración y otras instituciones, todo perfectamente sincronizado y contrapesado para echarlo a andar por los caminos de la historia hacia el logro de la felicidad colectiva. Así se pretendía obtener en horas lo que a otras comunidades les llevó siglos de marchas y contramarchas, paciencia e inteligencia, sudores y lágrimas, experiencias renovadas, fracasos repetidos y éxitos esporádicos.

Y no creamos que la bancada federal superó decisivamente el iluminismo de la unitaria. Si ésta pretendió asentar la unidad de régimen sin ambicionar hacer una obra original porque para eso estaba la Europa ilustrada, los federales con Dorrego a la cabeza planeaban una descentralización con la mira puesta en Estados Unidos, país que el líder de la oposición había visitado. Es verdad que bregaron por acomodar las instituciones al anhelo autonomista del interior y que pensaron en una democracia efectiva con sufragio universal. Pero de aquí no pasaron. Incluso algún diputado federal, como Ugarteche, sacó a relucir su desapego con la realidad oponiéndose a la redacción del art. 3° que declaraba como religión del Estado a la Católica, en una postura de liberalismo intransigente que superaba en esto a la mayoría unitaria, la que optó al respecto por atender la contundente posición especialmente de los pueblos del interior y sus caudillos.

El rechazo airado por parte de las provincias del texto sancionado, y “la unidad a palos” que intentara establecer el conato de Lavalle del 1o de diciembre de 1828 y que comenzara con el fusilamiento del gobernador legal y continuara con el terror prodigado generosamente, especialmente en la campaña bonaerense, retrogradaron a la República al año XX. Una nueva experiencia de consolidación de la unidad nacional y organización a través del dictado de un texto constitucional en forma de código rígido por la vía de una asamblea constituyente de convocatoria especial, había fracasado. Y esto no era lo peor, sino la secuela de odio y rencor que ello contribuyó a generar, con la lucha fraticida nuevamente encendida, esta vez, de ribetes tan crueles como nunca.

Es que hay normas, ínsitas en la naturaleza de las cosas, que no pueden atropellarse sin consecuencias. No se pueden forzar los procesos sociales en la búsqueda de ideales desprovistos de fundamentación cultural y factibilidad posible como lo han hecho los epígonos de las ideologías inhumanas que han proliferado en .el mundo a partir del siglo XVIII en adelante, impulsadas por un racionalismo descarnado. Incluso la lucha por la vigencia del derecho natural impone un grado de prudente consideración de la situación y modalidades de los pueblos a los que se pretende mejorar en sus instituciones. Así lo quiso el propio Doctor Angélico (25).