¿Pueblo para una constitución o constitución para un pueblo?
Alberdi y el racionalismo radicalizado. Gorostiaga
 
 
Alberdi, cuyo pensamiento como se sabe tanto influyó en la redacción del texto del 53, decía en las “Bases”: “A fuerza de vivir por tantos años en el terreno de la copia y del plagio de las teorías constitucionales de la Revolución francesa y de las constituciones de Norte-américa, nos hemos familiarizado de tal modo con la utopía, que la hemos llegado a creer un hecho normal y práctico. Paradojal y utopista es el propósito de realizar las concepciones audaces de Siéyes y las doctrinas puritanas de Massachussetts, con nuestros peones y gauchos que apenas aventajan a los indígenas. Tal es el camino constitucional que nuestra América ha recorrido hasta aquí y en que se halla actualmente... Es utopía pensar que nuestras actuales constituciones, copiadas de los ensayos filosóficos que la Francia de 1789 no pudo realizar, se practiquen por nuestros pueblos, sin más antecedente político que doscientos años de coloniaje oscuro y abyecto. Es utopía, es sueño y paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispano-americana, tal como salió formada de manos de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa, que la Francia acaba de ensayar con menos éxito que en su siglo filosófico, y que los Estados-Unidos realizan sin más rivales que los cantones helvéticos, patria de Rousseau, de Necker, de Rossi, de Cherbuliez, de Dumont, etc.” (49).

A pesar del menosprecio a peones y gauchos y al coloniaje “oscuro y abyecto” además de “tenebroso”, impropio de un publicista que pretenda proponer instituciones acordes con la realidad social e histórica a ordenar, pareciera el párrafo una crítica al cerrado iluminismo de nuestros primeros licurgos criollos. Pero sigamos leyendo: “Utopía es pensar que podamos realizar la república representativa, es decir, el gobierno de la sensatez, de la calma, de la disciplina, por hábito y virtud más que por coacción, de la abnegación y del desinterés, si no alteramos o modificamos profundamente la masa o pasta de que se compone nuestro pueblo hispano-americano”. “No son las leyes las que necesitamos cambiar; son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella, sin abdicar el tipo de nuestra raza original, y mucho menos el señorío del país; suplantar nuestra actual familia argentina por otra igualmente argentina, pero más capaz de libertad, de riqueza y progreso. ¿Por conquistadores más ilustrados que la España, por ventura? Todo lo contrario; conquistando en vez de ser conquistados. La América del Sud posee un ejército a este fin, y es el encanto que sus hermosas y amables mujeres recibieron de su origen andaluz, mejorado por el cielo espléndido del Nuevo Mundo. Removed los impedimentos inmorales que hacen estéril el poder del bello sexo americano, y tendréis realizado el cambio de nuestra raza sin la pérdida del idioma ni del tipo nacional primitivo. Este cambio gradual y profundo, esta alteración de raza debe ser obra de nuestras constituciones de verdadera regeneración y progreso”. “Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaríais la república ciertamente. No la realizaríais tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla allá o acá. Si hemos de componer nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglo-sajona. Ella está identificada al vapor, al comercio y a la libertad, y no será posible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esa raza de progreso y de civilización” (50).

Hay un Alberdi, el de 1837 y su “Fragmento preliminar al estudio del derecho” dispuesto, según parece, a cambiar el “dogmatismo casi místico” de que nos habla Bidart Campos, por una postura respetuosa de la realidad social como antecedente del que el legislador no puede prescindir al cumplir con su tarea. Pero allí estaba ese conglomerado de peones, gauchos e indígenas, de religión católica, incapaces de sorber el brebaje preparado por Siéyes y los puritanos de Massachusets. Y entre la realidad y la teoría no duda: abdica de sus frívolas convicciones de 1837. Corta el nudo gordiano abrazándose a algo así como la quintaesencia de un racionalismo a ultranza, prefiriendo cambiar la población de la República a trocar el venerado credo ideológico. Si las instituciones sagradas no podían mudarse por reverencia a aquel místico dogmatismo, pues a cambiar la población entonces. Y en la tarea de permutar gauchos, orilleros e indígenas católicos, por puritanos anglosajones, estaba según el tu-cumano la clave del éxito del asentamiento definitivo en nuestros lares del crudo formalismo jurídico liberal, aunque ello nos costara ceder el sexo femenino.

No es extraño que si el inspirador de la Constitución se ceñía a estos apotegmas, quienes dentro del Congreso fueron redactores del proyecto concreto, pudieran salirse mucho del marco apriorístico que la mayoría de los intelectuales que rodearon al vencedor de Caseros hicieron, salvo excepciones, su catecismo en materia de filosofía jurídica.

Así, José Benjamín Gorostiaga, en la sesión del Congreso del 20 de abril de 1853, en nombre de la Comisión de Negocios Constitucionales redactora del Proyecto, expresó: “La Constitución de la Confederación Argentina debe ser federal. La Comisión ha observado estrictamente esta base organizando un gobierno general para la República, dejando subsistentes la Soberanía e Independencia de las Provincias. Su proyecto está vaciado en el molde de la Constitución de los Estados Unidos, único modelo de verdadera federación que existe en el mundo” (51). Si era el único modelo, estaba claro que sólo copiándolo podía conformarse un articulado conveniente.