¿Pueblo para una constitución o constitución para un pueblo?
Con motivo de la reforma constitucional de 1860
 
 
Puede pensarse que éste quizás no fue el pensamiento predominante en toda la República. No debe olvidarse que la opinión de la provincia de Buenos Aires no tuvo representación en el Congreso de 1853, dada la separación producida a raíz de la revolución del 11 de septiembre de 1852. Pero en las sesiones de la Convención del Estado de Buenos Aires encargada del examen de la Constitución de 1853 ocurridas en mayo de 1860, no se superó el iluminismo reinante. Pareciera que éste se vio fortalecido. En efecto. La Comisión Examinadora de la Constitución Federal, formada dentro del seno de esa Convención e integrada por Bartolomé Mitre, Dalmacio Vélez Sársfield, José Mármol, Antonio Cruz Obligado y Domingo Faustino Sarmiento, produjo un informe que fue leído en la sesión del 25 de abril de 1860. Contiene las ideas y tendencias, no solamente de sus empinados firmantes sino de la mayoría de la Convención. En ese informe se leen estas afirmaciones: “la comisión ha partido de esta base, que es lo que constituye el derecho general: que existía para los pueblos libres, un evangelio político, una moral política, principios fijos que tenían el carácter de dogmas, los cuales, si bien pueden modificarse en su aplicación, no es posible alterar en su esencia. Que por esto, los hombres libres reconocían cierta servidumbre moral, así respecto de esos principios fundamentales, como respecto de los pueblos que más se habían acercado a esa verdad absoluta. Que siendo hasta el presente, el gobierno democrático de los Estados Unidos, el último resultado de la lógica humana, porque su Constitución es la única que ha sido hecha por el pueblo y para el pueblo, sin tener en vista ningún interés bastardo, sin pactar con ningún hecho ilegítimo, habría tanta presunción como ignorancia en pretender innovaren materia de derecho constitucional, desconociendo las lecciones dadas por la experiencia, las verdades aceptadas por la conciencia del género humano”. Y agrega: “no teníamos títulos para enmendar o mutilar las leyes de la nación que ha fundado y consolidado prácticamente las instituciones federativas, apoyándose en esos mismos principios, invocando nosotros el especioso pretexto de la originalidad o de las especialidades nacionales, porque la verdad es una, y sus aplicaciones sólo tienen autoridad cuando cuentan con la sanción del éxito”. Llama a la Constitución de 1853 “copia de los Estados Unidos” y especifica rotundamente que “puede decirse con verdad, que la República Argentina no tiene un solo antecedente histórico vivaz en materia de derecho público nacional” (66). Por lo que “la federación como partido militante, por causas contrarias a las que esterilizaron las instituciones llamadas unitarias, tampoco dio origen a ningún derecho público argentino”. “Desde entonces el derecho nacional que representaba la Confederación, calcado sobre la Constitución de los Estados Unidos, se ha ¡do consolidando, y mostrando sus deficiencias en aquellas partes en que la Constitución federal se separó del modelo que tuvo en vista”. En consecuencia “Buenos Aires, al tiempo de incorporarse a la Confederación, puede y debe proponer como fórmula general de una reforma, el restablecimiento del texto de la Constitución Norte-Americana, la única que tiene autoridad en el mundo, y que no puede ser alterada en su esencia, sin que se violen los principios de la asociación, y se falseen las reglas constitutivas de la República federal, que como se ha dicho antes, es el hecho establecido que encuentra Buenos Aires desde 1853” (67).

En la misma sesión, Vélez Sársfield lo dijo sintética y terminantemente:

“La Constitución (de Estados Unidos) ha hecho en 70 años la felicidad de un inmenso continente. Los legisladores argentinos la tomaron por modelo, y sobre ella construyeron la Constitución que examinamos, pero no respetaron ese texto sagrado, y una mano ignorante hizo en ella supresiones o alteraciones de grande importancia, pretendiendo mejorarla. La Comisión no ha hecho sino restituir el derecho de los Estados Unidos en la parte que se veía alterado” (68).

En síntesis, de las palabras de la Comisión Examinadora y de las de Vélez Sársfield surge que siendo la carta norteamericana el “evangelio político”, un “último resultado de la lógica humana”, el “texto sagrado”, los argentinos, que habíamos de ser “siervos morales” de esa “verdad absoluta”, entre otras razones por no tener “un solo antecedente histórico vivaz en materia de derecho público nacional”, no debíamos tolerar que Alberdi hubiese pretendido alguna adaptación de ese “dogma” a la realidad nacional. Lo único que cabía, pues, era “restablecer el texto de la Constitución Norte-Americana”, “restituir el derecho constitucional de los Estados Unidos en la parte que se veía alterado” por la “mano ignorante” de Alberdi. Tal parece ser el programa de los reformadores de 1860: perfeccionar el calco constitucional.