¿Pueblo para una constitución o constitución para un pueblo?
Correcciones y realidades
 
 
Es que Alberdi efectivamente intentó en algún aspecto hacer viable entre nosotros las instituciones norteamericanas, a pesar de las afirmaciones que hiciera en las “Bases” y que ya se han comentado. La institución presidencial del texto estadounidense fue enmendada en 1853, fortificando su autoridad en relación con los otros dos poderes, circunstancia a la que algunas opiniones atribuyen la dilatada supervivencia de nuestra Constitución (68 bis). Es verdad también que el federalismo adoptado, o el tratamiento del extranjero, o las vinculaciones entre el poder político y el poder espiritual, o la solución dada a la navegación de los ríos interiores y otros temas que hacen a la defensa del patrimonio nacional en los que las normas constitucionales arbitradas dejaron mal parados a los intereses nacionales en oposición a lo ocurrido en Estados Unidos, o la admisión de regímenes de excepción para situaciones de emergencia como el estado de sitio, o aspectos vinculados con la administración de justicia, entre otras cuestiones, tienen dispares determinaciones. Pero no puede negarse que la impronta norteamericana determinó lo esencial de la ley fundamental argentina. Esto es, que en buena medida el espécimen jurídico escogido para un pueblo con una historia, cultura, naturaleza y problemas en mucho distintos al nuestro, se pretendió rigiera el futuro nacional.

La Constitución perduró más de un siglo. ¿Pero puede decirse que rigió realmente la vida argentina, que sus normas le pusieron marco jurídico a la adolescente República, y además, que a su conjuro se logró el bien común de todos los sectores sociales y que sucesivos grupos dirigentes respetuosos de los fines fundamentales que esas normas establecieron impulsaron a nuestra comunidad a ocupar un rango relevante en América y en el mundo? Tema para investigar, meditar y escribir mucho.

Lo cierto es que entre 1852 y 1853 pues, se abandonó el camino de la paciente búsqueda de la conformación institucional de la República a su propia, realidad e intereses y se optó por el arbitrio de intentar erigir el aparato de la organización nacional en unas pocas jornadas deliberativas, tomando como modelo experiencias extrañas. El aparato se levantó; pero nos volvemos a preguntar: ¿con qué resultancia? El objeto de este ensayo es poner sobre el tape te las dos grandes concepciones que se disputaron decidir la problemática di la organización de la República. No es nuestra finalidad detectar el grado de adecuación de los argentinos a la letra constitucional a lo largo del período iniciado en 1853 y prolongado hasta nuestros días, año del sesquicentenario del Pacto Federal. Ni entrar en disquisiciones relativas al fruto logrado por el triunfo del iluminismo jurídico luego de Caseros, o plantear suposiciones respecto de cómo pudo haber ido rematando nuestra organización de haberse continuado con el proyecto de ordenación empírica, que al mejor estilo inglés, comenzó con los primeros pactos interprovinciales de la década 1820-1830 y continuó con la celebración del Pacto Federal en 1831 y la consolidación de la institución Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, magistratura que a fines del período de la Dictadura se llamó asimismo Encargado de la Dirección Suprema de los Asuntos Nacionales de la Confederación Argentina dada la extensión de las funciones que fue abarcando (69). Mucho menos es nuestro designio plantear qué ajuste exige el texto constitucional actual aprovechando la rica experiencia institucional vivida en el Río de la Plata desde el siglo XVI hasta nuestros días, para desde aquí en más tomar el camino del acomodo de dicho texto a las exigencias que suscitan la realidad nacional actual, la idiosincrasia de nuestra comunidad y el logro de su bien común. Pero quizás sea conveniente, a modo de mero apunte provisorio, y brevísimamente, dejar constancia de algunas reflexiones.

Gran parte del pensamiento político y jurídico nacional se ha mostrado conforme con el texto constitucional sancionado en 1853, tanto cuanto se lo considera en sí como con respecto a los beneficios logrados con su aplicación. No son muchos los conformistas, en cambio, cuando se entra a examinar el grado de conciliación entre los artículos de la ley fundamental y la vida social argentina. Los menos pronunciaron las palabras de Adolfo Alsina en la Convención de 1871 que se propuso la reforma de la constitución bonaerense:

“Reformemos la Constitución, pero no copiemos servilmente todo lo que viene de otra parte o nada más porque Jefferson lo dijo” (70). O escribieron estos conceptos salidos de la pluma de Miguel Navarro Viola en 1869: “Es menester, siquiera en la legislación que debe ser eminentemente nacional, reaccionar contra un verdadero peligro, contra esa enfermedad nueva a la que podía darse el nombre de nostalgia de la patria ajena. Y ya que nos referimos al espíritu de imitación predominante, fijémonos siquiera en el mejor modelo: los Estados Unidos, no rompiendo bruscamente el hilo de tradiciones antiguas... La sabiduría de los legisladores de los Estados Unidos reside en hacer las leyes para el país, y no en pretender hacer el país para las leyes” (71).

Escasean también los que valientemente estamparon con crudeza su discrepancia, como lo hiciera Leopoldo Lugones en tiempos más recientes: “Nunca pudo gobernarse sin violar la Constitución, sencillamente porque la Constitución no servía. Y no servía, porque es un instrumento extranjero como los programas socialistas, mientras requiérese que alguna vez tengamos los argentinos constitución nuestra” (72).

A guisa de brevísima revista puede recordarse en materia de las más notorias y gruesas infracciones del texto constitucional el habitual divorcio de éste con: a) las costumbres electorales; b) la vigencia del federalismo adoptado; c) el método aplicado para obtener la declaración .de Buenos Aires como capital de la República; d) la puesta en práctica de la división de los poderes; e) la realidad de la total falta de uso del juicio político para resolver los múltiples casos de irregularidades en el ejercicio de los más prominentes cargos públicos; f) la renuncia por parte de la Corte Suprema de Justicia de la Nación a controlar a los demás poderes en las causas políticas que puedan significar una vulneración de la propia Constitución (73); g) la normal falta de aplicación del art. 67, inciso 7, en cuanto impone al Congreso la obligación de “aprobar o desechar la cuenta de inversión” (73 bis). También se han infringido múltiples aspectos del capítulo destinado a salvaguardar los derechos y garantías de la persona humana, con uso del estado de sitio o no, legal o ilegalmente establecido. Y cuando las urgencias de la hora exigieron el dictado de una legislación social se lo hizo, entendemos, al margen o conculcando la filosofía liberal del texto y forzando al máximo la interpretación de los artículos 14, 17 y 67, inciso 16 (74).

Sin pretender agotar, ni mucho menos, el contenido del catálogo de faltas de concordancia fundamentales o de menor significación entre las disposiciones constitucionales y su vigencia, esta sucinta revista da idea del divorcio apuntado.