Viaje al Plata en 1861
Escenas de la ciudad
 
 

Sumario: Visita a un saladero. Un arreo de ganado. El matarife. Rápida matanza. El tasajo. Carniceros porteños. Perros desagradables. Cazadores franceses. 25 de Mayo. Disturbios politices. Situación anómala de los extranjeros. Tumulto en San Juan. La Guardia Nacional. Baile en el Club del Progreso. Revista en la Plaza. Prestidigitadores v fuegos de artificio. Seguridad en las calles. Decomiso de vapores. Un viaje a Montevideo. La quinta del señor Buchental. Concierto de aficionados.




Pocos días después de mi llegada a Buenos Aires, fui llevado por un amigo a ver algunos saladeros y barracas, al sur de la ciudad y apenas más allá de los suburbios. Los saladeros son establecimientos enormes en que se mata el ganado para aprovechar los cueros y el sebo y convertir la carne en tasajo; las barracas son almacenes para depositar la producción. En las cercanías de estos lugares encontramos cantidad de escenas y muestras relacionadas todas con la matanza y el comercio de reses. En un sitio había una gran pila de algo que tuve en un principio por gigantesco depósito de conchillas de mejillones; pero, según pude luego comprobar, eran pezuñas de cuadrúpedos; un poco más allá, la tierra estaba protegida de las crecidas del Riachuelo por un muro compuesto de miles de cabezas de vaca, remendado con panes de tierra y césped. Numerosos perros grandes y fieros husmeaban por los rincones, lamiéndose las bocas a la pesca de algún desecho delicado que pudieran extraer subrepticiamente y mirando como dispuestos a prenderse de la pierna de cualquier visitante que interrumpiera su abastecimiento. Un número incontable de gaviotas, hartas de comer inmundicias, estaban ahí, perezosamente, tratando de digerirlas sobre el suelo que blanqueaba con su presencia; hacían giros y revoloteaban por instantes, como si se sacudieran para dar lugar a una nueva provisión de desperdicios. De ahí a poco vimos una nube de polvo y percibimos un ruido como un trueno sordo mezclado con gritos y alaridos salvajes:




—¡Den lugar!... ¡Háganse a un lado!... — Era una tropa de unos mil animales de la campaña que venían para ser sacrificados en los saladeros. No marchaban con el medido paso acostumbrado en Smithfield1 estas condenadas bestias. Es cosa muy distinta y muy digna de verse.


Cuatro o cinco peones a caballo, con ponchos de vivos colores, rojos, azules, amarillos, cabalgaban al frente, a todo galope, haciendo chasquear sus rebenques, gritándose unos a otros, mientras la gente trepaba al muro para ponerse a un lado. Pisándoles los talones, venia toda la tropa, las cabezas gachas, las colas en alto, corriendo locamente, excitada por otros peones que galopaban a los costados. Y así avanzaba tronando entre la nube de polvo la enloquecida tropa y atrás más peones, todos gritando y animando la salvaje carrera, haciendo restallar los látigos de tal modo que hasta el más calmoso espectador experimentaba el empuje de todo aquello sintiéndose casi dispuesto a entregarse al galopante fantasma de Mazzepa. Medio ahogados con el polvo del camino seguimos andando hacia los saladeros y llegamos allí, un cuarto de hora más o menos antes de que se diera comienzo a la matanza.


Unos ochocientos animales habían sido llevados a un corral (hecho con fuertes postes de casi un pie de diámetro), uno de cuyos lados, hacia el patio, formaba un ángulo, especie de embudo, terminado en una abertura de unos seis pies de ancho, encima de la cual había, atravesada, una fuerte barra. De la barra (o travesaño) colgaba una roldana de hierro. Hasta ella llegaban unos pequeños rieles, sobre los que rodaba una vagoneta, bastante grande como para llevar encima dos animales al mismo tiempo y corría paralela a la plataforma donde se hacía la matanza. La plataforma era grande y ligeramente inclinada hacia un canalón hecho para que pudiera correr la sangre. Grupos de hombres de color atezado y algunos muchachos andaban charlando alegremente mientras afilaban sus cuchillos y el ejecutor principal permanecía de pie en su puesto, algo encima del travesaño. Por la roldana corría un trenzado del cuero crudo común, uno de cuyos extremos estaba adherido al lazo (lazo corredizo con argolla de hierro)2 y el otro extremo atado firmemente a dos caballos ensillados que se hallaban en el patio abierto. Había llegado la hora: dos peones vestidos vistosamente y con el infaltable cigarrillo en la boca, montaron los dos caballos, echando una mirada hacia atrás para ver si todo estaba bien; la infantería se mostraba lista, cuchillo en mano, y la matanza comenzó. El carnicero jefe tomó su lazo y con ojo avisado eligió dos animales que estaban tan cerca como para tomarlos con sólo echarles el lazo. Lo revoleó dos o tres veces sobre la cabeza y en un momento los cuatro cuernos quedaron aprisionados con infalible exactitud. A una señal que hizo, los dos jinetes espolearon sus caballos, lanzándolos hacia adelante por unas veinte yardas, tirando con el otro extremo del trenzado, e instantáneamente los dos pobres brutos fueron arrastrados hasta que sus cabezas quedaron pegadas contra el travesaño por la fuerza de .la polea. En seguida el ejecutor se inclinó y con dos puntazos de su cuchillo los hirió en la nuca, poco atrás de los cuernos; aflojó el nudo que mantenía cogidas las cabezas y los cuerpos cayeron pesadamente sobre la vagoneta que, con rapidez, rodó nuevamente hacia la plataforma; con otra trenza prendida también a un caballo, aseguraron las patas delanteras de cada uno de los animales caídos; espolearon el caballo y con un tirón violento los cuerpos fueron arrancados de la vagoneta y depositados sobre la plataforma, dejando las cabezas casi pegadas al canalón, mientras la vagoneta era enviada otra vez hacia atrás para traer nuevas victimas.


Dos hombres se apoderan de cada una de las reses y las degüellan; les sacan el cuero con inconcebible habilidad y rapidez, y con maravilloso tacto les cortan la cabeza y las patas desaparecen también. En cinco minutos el animal ha sido literalmente descuartizado, diríase que antes de dar las últimas patadas. Cuelgan el cuero en un lugar apropiado; las patas en diferentes ganchos; la carne buena es cortada en grandes lonchas y expuesta al aire sobre largas estacadas y los huesos llevados a los tanques de vapor. Entre tanto, el lazo fatal se arrojaba otra y otra vez. con horrible monotonía, y la plataforma entera quedó cubierta con cantidad de animales descuartizados con tanta rapidez que no se podía seguir el proceso de la operación. En un moderado día de trabajo, las ochocientas reses fueron así despachadas. Yo nunca había visto una escena tan desagradable y no podía dejar de pensar, observando a esos hombres de aspecto salvaje, en la prontitud con que hubieran podido convertirnos en irreconocible tasajo y en velas de sebo para la exportación. Por eso me sentí satisfecho de poder cruzar el patio para ver aspectos menos horribles que las operaciones de un saladero. Desparraman la carne sobre un ancho piso cubierto con una porción de sal gruesa y así van amontonándola hasta el techo, capa sobre capa, poniendo sal entre una y otra tongada de carne; a su debido tiempo la sacan para secarla al sol y queda apilada en grandes montones redondos, como las parvas de trigo en Cambridgeshire. El stock no es muy abundante y solamente se exporta al Brasil, Habana y a otros Estados e islas en que existe la esclavitud, y para el consumo de los negros. Tal es la industria del tasajo. Una de las últimas mejoras obtenidas en el Río de la Plata consiste en un método tan avanzado para elaborar el tasajo, que lo hace aceptable y aun apreciable para las clases pobres de Europa, y algunas muestras enviadas desde Montevideo a la Exposición Internacional han sido consumidas por los buenos gustadores. Con un paso más en esta mejora, podría resultar que la carne de millones de reses se convirtiera en útil e importante articulo en nuestros mercados.


Los huesos y desperdicios de las víctimas son hervidos en grandes tanques para sacarles la grasa. Las partes más fibrosas son sometidas después a grandes presiones para extraerles hasta la última partícula de grasa y luego secadas y usadas como combustible para calentar el mismo tanque en la próxima cochura. Nada se pierde en la naturaleza: hasta los últimos átomos se utilizan. Los cueros son conducidos a otro establecimiento donde se preparan de acuerdo con la costumbre de los mercados a los cuales están destinados: la principal diferencia consiste en que los destinados a los mercados ingleses y alemanes son estirados a lo largo, tanto como es posible, mientras que los que van a España se elaboran anchos y cortos, hasta dejarlos casi cuadrados.


También se matan grandes cantidades de yeguas para aprovechar el cuero y la grasa; pero la manera de sacrificarlas es distinto, porque las matan golpeándolas con un pesado martillo en la cabeza. A nadie, en todo el país, se le ocurrirá montar una yegua; de ahí que todas se maten, con excepción de aquellas reservadas para cría. Miles y miles de gaviotas engordan al amparo de esta carnicería y encuentran un paraíso en lo que debe ser región infernal de los nobles cuadrúpedos.


Por el lado norte de la ciudad, y también en el sur, están los principales mataderos que proveen de carne a la población. Un gran espacio de terreno está encuadrado por fuertes corrales y allí encierran el ganado hasta que llega el comprador. Y el comprador llega, como todos, a caballo, y elige sus animales que se sacan entonces fuera del corral a un espacio abierto. Los carniceros persiguen a los animales a toda carrera; arrojan, zumbando, el lazo fatal; en seguida sacan el animal al lugar donde debe caer, y sus restos, deshechos en una forma que dejaría asombrado a cualquier inglés, son llevados luego en un carro. Las aves del aire y los perros del campo luchan por los despojos con piaras de cerdos repugnantes, y el horror que concebí por los cerdos educados en estos principios de independencia fue tan grande, que difícilmente puedo todavía ver con agrado ni mucho menos a los lechoncitos ingleses... Muchos pilluelos acuden a estos lugares y se ejercitan sobre las gaviotas en el ejercicio del arma nacional, las boleadoras, que consisten en tres bolas unidas por correas, las cuales son arrojadas haciéndolas girar con habilidad y enredan así las patas de las bestias o las alas del pájaro contra los cuales se dirigen. Vi también dos mujeres negras sentadas en cuclillas sobre un barro sanguinolento, charlando y chillando como unas urracas a propósito de la asquerosa operación de raspar y extraer cuanto fragmento de grasa puede hallarse en las tripas que se abandonan por todas partes a la protección de la Providencia y a estas repugnantes arpías.


Los perros, educados en estos latitudinarios principios, son, como puede suponerse, muy peligrosos; y a ningún hombre prudente se le ocurriría caminar o andar a caballo entre ellos sin estar provisto de un buen látigo o de un buen bastón para defenderse. Creo que será imposible ver en parte alguna una colección tan extraña de perros mestizos, de todo tamaño y forma. Muchos de ellos son grandes y feroces, pero pueden encontrarse otros pequeños, de toda catadura, y por dondequiera. Quizás los más desagradables sean unos pequeños de color azulenco, pelados y de mal aspecto, que parecen chanchitos mamones en estado parcial de putrefacción, y que son utilizados por las mujeres de clase baja para calentarse los pies en la cama y porque la falta de pelos les asegura contra los parásitos. En el campo, cada casa o rancho tiene su tropa de perros, y si algún infortunado viandante olvida la costumbre del país que obliga a sujetar el caballo al acercarse a una vivienda, se arrojan todos los perros sobre él con tanta furia, que en seguida el interesado echa de ver su propia falta de educación. La plaga de los perros, si no se pusiera cuidado, pronto se haría intolerable, y en ciertas épocas se hacen batidas regulares para mantenerlos en un límite razonable. En el abigarrado conjunto puede verse, de vez en cuando, algún buen perro pachón o algún perdiguero, pertenecientes, como es probable, a algún peluquero o tendero francés que, siguiendo la moda de sus compatriotas europeos, aprovecha el domingo y cada día de fiesta para tomar su escopeta y echarse por los suburbios a inmolar cuanto pájaro puede encontrar y, por lo general, cuando el pájaro no se halla con las alas en movimiento... Largas cuerdas de inocentes, de todas formas y colores, muchos de ellos más pequeños que las alondras y los gorriones, colgando en los puestos del mercado, dan testimonio de la habilidad de estos deportistas que, por muy miserables que sean las piezas obtenidas, gustan, si es posible, de ir acompañados de un veritable perro de caza 3.


Encontré que los hombres de la ciudad estaban en plenos preparativos para celebrar su gran fiesta nacional, esta vez en circunstancias más animadas que de costumbre. El 25 de Mayo es el día de su independencia, el día en que, con razón, se glorifican de haberse librado del dominio de la vieja España; y por lo general este día se conmemora con toda clase de fiestas. En la ocasión presente, sin embargo, la alegría general estaba temperada por el presentimiento de alguna calamidad próxima. Había muchas probabilidades de que la calma fuera interrumpida por el estallido de otra guerra civil. Sería tarea ingrata querer atraer la atención del lector europeo hacia el laberinto de intrigas que forman la principal ocupación de políticos de baja estofa que florecen en las repúblicas americanas y buscan su propia elevación personal bajo el disfraz del alto patriotismo y la pureza republicana. Un artículo muy hábil de la Quaterly Review, de octubre de 1862, muestra cómo la administración de los gobiernos democráticos cae, naturalmente, en manos de aventureros tronados cuyo oficio podría tener como única calificación el de una excesiva “viveza”... Los abogados políticos constituyen la ruina de los Estados Unidos de la América del Norte, e individuos que se les parecen mucho, hacen también casi todo el daño que puede descubrirse en Sud América. Disraeli, creo, dice por ahí que ''estar en el poder significa recibir 1.200 libras por año, pagadas trimestralmente”... Por fuerte que esto pueda ser, aplicado a los políticos europeos, pocos dudarían de su aplicación a los de América; y es muy común oír decir que el mero recibo de sus sueldos no es de manera alguna el único limite de su ambición pecuniaria...


Buenos Aires, con su capital del mismo nombre, es una de las trece provincias de la Confederación Argentina, cuyo inmenso territorio se extiende desde el Brasil hasta la Patagonia y desde el Uruguay a la cordillera de los Andes. La ciudad de Buenos Aires con su población de 140.000 habitantes, de los cuales una gran proporción son europeos, y su constante comunicación política y comercial con Europa, está mucho más avanzada en civilización que ninguna otra parte de la República; y si sus hombres. dirigentes hubieran limitado su atención a desarrollar sus recursos y a abrir nuevas comunicaciones entre este núcleo y todas las distantes provincias, las artes de la paz y la civilización pronto se hubieran difundido a lo ancho y a lo largo del país y se hubiera aumentado enormemente la riqueza por todas partes. Pero el espíritu inquieto de estos intrigantes doctores no se conforma con dejar trabajar, a su manera, a la naturaleza; imaginan, o pretenden creer, que tienen la misión sagrada de redimir a las provincias de la barbarie y viven enzarzados en continuas intrigas para llegar a la humillación y derrota de los caudillos, término este último que corresponde muy de cerca al de los militares tories, el gran espantajo de los férvidos radicales del mundo entero. Muchos de estos caudillos son, sin duda, hombres rústicos y violentos, y con el sangriento recuerdo de un hombre como Rosas, los argentinos liberales pueden ser excusados por la animosidad demostrada, contra todo sistema de gobierno que pueda permitir la tiranía de semibárbaros jefes militares; pero, por desdicha, las tácticas de los liberales han dado muy a menudo apariencia de justificación a las crueldades ejercidas por hombres mucho más ignorantes que ellos.


Un gran inconveniente se presenta en el país por la anómala posición de los extranjeros. Los negocios de la ciudad, en gran proporción, están en manos de firmas inglesas, francesas, alemanas e italianas; y un inglés, especialmente, puede estar seguro de encontrar compatriotas en todas las calles principales. Además, muchos de ellos poseen, con buenos títulos, cientos de miles de acres del mismo suelo con enormes cantidades de ovejas, vacas y caballos, y galopan, como señores indiscutidos, en posesiones iguales por su extensión a muchos distritos territoriales de Inglaterra. Extranjeros de toda clase son dueños de la mayoría de las casas de comercio, y en un orden interior es de notar que las ocupaciones y oficios más enteramente nacionales están pasando de manos de los nativos a otras manos. Los pintorescos aguateros, los panaderos, los lecheros (tan curiosamente montados) son, en una gran proporción, todos vascos. Pero todos ellos, de alta o baja posición, ricos o pobres, si no han nacido en el país, políticamente no son sino extranjeros en la tierra que en muchos casos ha venido a ser su hogar permanente. No importa cuan grande pueda ser el interés que tengan en la prosperidad del país: no tienen voz en el ejercicio del gobierno; nada tienen que hacer con los derechos y deberes del ciudadano. El alemán o el irlandés que emigra a Nueva York puede, después de una corta residencia, convertirse en ciudadano del Estado; no así en la Confederación Argentina 4. Allí los ricos mercaderes y propietarios de estancias tan grandes como principados están excluidos de los negocios públicos y siguen como ciudadanos de sus respectivos países. El hombre nacido en el país puede ser obligado a servir en la Guardia Nacional, o puede ser despojado de sus caballos por un gobierno que no se atrevería a tocar un solo peso de los más ricos extranjeros sin correr el riesgo de una inmediata protesta de los agentes de su gobierno. Esta separación entre los intereses es causa de una falta total de opinión pública y no está en proporción con la riqueza colectiva ni con la fuerza de los habitantes y es lo que permite a los profesionales de la política intrigar a sus anchas.


A menos que se produzca un gran cambio de sentimientos en ambos lados, no es fácil prever cómo pueda cambiarse este estado de cosas. Es dudoso que los argentinos nativos quieran conceder la ciudadanía a los extranjeros, pero no es dudoso que muchos extranjeros habrían de rechazarla. Ellos, en su gran mayoría, prefieren tener el arma fuerte de un gobierno europeo para la protección de sus intereses antes que adoptar en Sud América una nacionalidad con el riesgo constante de disturbios y revoluciones cuya pasada experiencia les ha enseñado a precaverse. Hay mucha parte de razón en un argumento semejante, pero al mismo tiempo debo agregar que he oído la opinión contraria de uno o dos viejos residentes del país. No debe ser olvidado que la unión efectiva de los representantes de la propiedad del país, en su conjunto, seria una gran ventaja de seguridad para la conservación de la misma propiedad y el mayor freno contra la anarquía y los disturbios. “En la multitud de los consejeros está la sabiduría”, pero bajo el sistema actual Buenos Aires sufre la falta de una amplia y sólida opinión pública. Al presente la cuestión aparece muy dificultosa, pero la solución ha de encontrarse, muy posiblemente, por los resultados del hecho indudable de que la población extranjera crece ahora en mucho mayor proporción que la de los nativos. La inmigración europea está siendo muy requerida en el río de la Plata, y cuando la excelencia del campo sea más generalmente conocida, se responderá mejor al llamado. Los ferrocarriles y el aumento del comercio pronto contribuirán a formar una población muy superior en número a la que puede proporcionar el stock nativo; y un país en que la mayoría de los habitantes no son ciudadanos sería ciertamente una anomalía muy extraña.


En los comienzos del año 1861 y muy poco tiempo antes de mi llegada al país, los liberales de San Juan habían producido un disturbio revolucionario en aquella lejana provincia. Estando las provincias unidas en federación, el gobierno federal, en tiempos de paz interna, dispone de las fuerzas nacionales o federales, que estaban entonces bajo el mando de Urquiza, con el grandilocuente titulo de Capitán General de las Fuerzas de Mar y Tierra. El tumulto de San Juan fue prontamente sofocado por tropas nacionales bajo el mando de uno de los oficiales de Urquiza, llamado Sáa, quien, no satisfecho de haber restaurado el orden, obró —según parece— con gran brutalidad y permitió (según también se dice) la matanza de unos cuatrocientos hombres que habían sido tomados en el combate. Después oí decir que este número importaba una gran exageración; fuera como fuera, los hechos causaron la más intensa indignación entre los liberales de Buenos Aires, que veían en los resultados de este asunto la completa derrota de un bando que ellos contaban como núcleo valioso para sus programas de progreso en todo el oeste de la República. El nombre de Saa fue naturalmente infamado en los periódicos con todos los términos de oprobio de que dispone la lengua española y se le dio en seguida la reputación del más abominable monstruo del Río de la Plata. Execrábasele en público y los niños eran compelidos a la obediencia con sólo pronunciar en voz baja el nombre de Saa, Bajo tales circunstancias es de imaginar la indignación con que los porteños recibieron la noticia oficial de que a Saa se le habían dado formalmente las gracias por el gobierno federal que para esa época estaba establecido en Paraná. Se consideró esto último como índice seguro de que el gobierno nacional tenía la intención de aplastar al partido Liberal destruyendo cada una de sus piezas en las provincias como un preludio de su avance sobre Buenos Aires.


Por aquel mismo tiempo otra ofensa fue perpetrada por el partido Federal: los diputados enviados por Buenos Aires al congreso de Paraná fueron rechazados desdeñosamente por causa de informalidades en la elección. Es en extremo dudoso que hubiera habido ninguna clase de informalidad; la elección parece que había sido bien llevada y el pueblo de Buenos Aires miró naturalmente la conducta del gobierno nacional como un insulto llevado al último grado. El enojo de los hombres de Buenos Aires recrudeció al saber que los más recalcitrantes opositores a sus proyectos liberales en el congreso eran un grupo de renegados de su propio campo, hombres inescrupulosos, quienes, encontrándose derrotados e impotentes en su propia ciudad, habían consagrado todas sus energías al servicio de los caudillos. Surgieron palabras mayores y mientras el capitán general Urquiza preparaba sus fuerzas para castigar a los porteños como rebeldes, estos últimos movilizaban su Guardia Nacional y se arrojaban a la guerra. Los reclutamientos y las negociaciones corrían paralelos y con cada aumento de mil hombres por cada lado, aumentaba la violencia del lenguaje y en proporción también las exigencias en las gestiones. Los diarios de Buenos Aires incitaban al gobierno de su Estado a resistir al gobierno nacional, con lenguaje hinchado y ridículo, en sus conatos por excitar a la población, formada en su mayoría por hombres que se curaban poco de los partidos o de los principios políticos, siempre que se dejara al país seguir en su camino de paz y prosperidad.


Y así se dio el caso de que la virtud del sistema federal fuera puesta a prueba, y hasta el último extremo, al mismo tiempo en el norte y en el sur de América, para quedar probado también, al mismo tiempo, que si quizás pueda ser un buen sistema político para tiempo de bonanza, no es para fiar mucho de él en momentos de tempestad. En cada extremo del Nuevo Mundo una gran federación era arrojada a la disolución, y las diferencias consistían en que, mientras en América del Norte los estados esclavistas habían acordado separarse de la Confederación, en la Confederación Argentina la provincia de Buenos Aires, confiada en su riqueza y número, se mantuvo afuera, sola, contra el resto, no con el fin de separarse y declarar su propia independencia, sino con el intento de someter al resto de la Nación a sus ideas y a lo que consideraba que debía ser la República. Este era el verdadero significado de la guerra que ahora comenzaba.


El primer domingo que pasé en la ciudad me encontré con una multitud congregada para ver el desfile de la Guardia Nacional que volvía de una revista. El número de soldados era de cuatro mil hombres y me pareció el más abigarrado conjunto de fuerzas militares que había visto hasta entonces. Los hombres eran de todo tamaño y color: había blancos, amarillos, bronceados, pardos y negros. Algunas compañías vestían uniformes completos, otras solamente la blusa del uniforme, en otras los soldados llevaban camisas garibaldinas; en algunas se veía una mezcla de todo lo anterior. Yo vi una compañía de soldados uniformados principalmente con blusas y bajo el mando de un negro viejo, de mota gris, en uniforme, y que parecía singularmente contento con su participación en la revista. Por momentos, un garboso oficial pasaba comandando las tropas más andrajosas; y pegada a esa compañía seguía otra que presentaba el reverso de aquel cuadro. Los tambores que batían y las banderas que flameaban aumentaban el entusiasmo y la revista tuvo como remate dos resultados, uno de ellos esperado y el otro no: es decir que los periódicos publicaron encendidos artículos sobre el heroísmo de las tropas de Buenos Aires, y un infortunado espectador quedó muerto de un tiro en la cabeza.


Entre tanto, las personas prudentes y los hombres de negocios miraban con ansiedad todos aquellos síntomas de la amenazante guerra, y las fiestas del mes de mayo estuvieron menos animadas que de costumbre. Yo estuve en el baile dado por el Club del Progreso en sus propios y hermosos salones, pero, aunque no se ahorraron trabajos para que el baile tuviera el más completo de los éxitos, con todo pareció advertirse cierta falta de la animación y el entusiasmo que suele darse en tales ocasiones. El gobernador, general Mitre, se hallaba presente con su esposa y era el blanco de todas las miradas que hubieran deseado descubrir, por la expresión de su semblante, lo que pensaba sobre las cuestiones del día. Es un hombre alto y hermoso, de aspecto verdaderamente elegante, con una linda frente y rostro meditabundo; es poeta y hombre erudito y parece en todo demasiado fino y caballeresco para habérselas con los sucios procederes de los políticos de segunda categoría. En esta ocasión a que me refiero, el general Mitre parecía realmente intranquilo; y con razón, porque no sólo tenía que presidir los consejos de Estado, sino que, en caso de guerra, tenía que tomar el mando de aquel abigarrado ejército para llevarlo al campo de batalla.


La moda en Buenos Aires exige que nadie vaya a un baile público de esta naturaleza antes de media noche; y como llegáramos una media hora después de la indicada, nos hallamos conque éramos casi los únicos en el salón. Esto es muy de notar porque la hora del té (las cinco) es la hora acostumbrada para cenar, y las señoras que deben ir a un baile se ven obligadas a dormir dos o tres horas antes de vestirse. Los salones estaban hermosamente decorados y adornados con flores; la orquesta, perfecta y numerosa, y todo hermosamente presentado.


Las mujeres son justamente celebradas por su belleza y elegancia, y los salones del Club lucían tanto con su presencia que un inglés no podía dejar de imaginar el efecto que hubiera producido aquella esplendorosa jovialidad en los majestuosos vestíbulos de Pall Mall 5. El pasearse, sin embargo, en los salones parece más preferible que bailar a la manera encantadora de Europa, y aunque el salón de baile se encontraba casi lleno, no era raro encontrar solamente dos o tres parejas bailando, mientras la orquesta ejecutaba con toda su fuerza un vals muy popular. Había, con todo, cierto aire de solemnidad en el ambiente del Progreso, que no era el propio de la agradable vivacidad de las porteñas cuando están en el ambiente de sus casas y en las tertulias domésticas.


Dos días después vino el 25 de Mayo, la gran fiesta nacional. Todo el espacio de la plaza de la Victoria estaba cubierto por el público que había ido allí para presenciar el desfile de los soldados y después los fuegos artificiales. La Iglesia y el Estado se daban un abrazo con muestras de respeto en esta ocasión: el gobernador y sus ministros, acompañados por cantidad de oficiales de menor graduación y representantes diplomáticos que quisieron aceptar la formal invitación, fueron en procesión a la Catedral y asistieron a las ceremonias de la Iglesia. Una vez que el Pontífice Máximo hubo concluido sus tareas. Marte asumió la tarea de escoltar otra vez a César hasta el Cabildo. Todas las tropas que habían podido reunirse desfilaron alrededor de la plaza para gran divertimiento de la multitud; la artillería ofrecía un aspecto imponente formada en torno a la hermosa pirámide de la Libertad en medio de la plaza. El sol estaba brillante, el cielo intensamente azul, el aire puro y estimulante más allá de toda ponderación; los soldados se fueron a sus cuarteles y la multitud empezó a circular sobre el paseo público, lleno de polvo como los soldados lo habían dejado. Los vendedores de naranjas hicieron buen negocio y la atención de todos se concentró en un tablado donde algunos volatines, titiriteros y prestidigitadores iban a desempeñarse al aire libre para regocijo del pueblo. Los gastos, creo, iban a ser pagados mediante una lotería o rifa del gobierno. Algunas representaciones de estos artistas nativos fueron muy divertidas: un payaso, vestido con traje azul celeste y bonete blanco, se acreditó, no sólo como individuo de infinita gracia cómica, sino como acróbata notable por añadidura. Nada, sin embargo, pareció divertir más al populacho que la prueba de un hombre aquejado aparentemente de una fuerte hinchazón en la cara y de dolor de muelas. El payaso lo tomó en sus manos con una palanca de hierro y después, según la moda de nuestras pantomimas, le extrajo una muela de madera de unas seis pulgadas de largo y de un ancho proporcionado...


Los globos de artificio, de formas extrañas, son muy populares en Buenos Aires; uno de los más grandes que vi en esta ocasión descargó gran número de paracaídas muy pequeños, mientras se iba volando río adentro. Pero el más divertido de todos fue uno que representaba una enorme figura de mujer vestida de ceremonia, con un gran miriñaque y unos calzones largos que dejaban caer paracaídas de sus bolsillos. Fue llevado por una fresca brisa en dirección a la Banda Oriental, La noche fue consagrada a una gran exhibición de fuegos artificiales, realmente magníficos, pero muchos de ellos reventaron entre la densa multitud, tan imprudentemente, que me sorprendió no haber oído hablar de accidentes serios. Un gran número de bombas de estruendo fueron lanzadas también durante el día; reventaban con fuertes explosiones dejando pequeñas nubes de humo blanco en el cielo azul. Esto de tirar bombas en pleno día es cosa muy común en Sud América; se usan especialmente para anunciar con sus fuertes estrépitos las funciones de teatro. Las fiestas mayas duraron tres días y puedo decir, en elogio de Buenos Aires, que aunque anduve siempre de un lado a otro, de día y de noche, no vi un solo caso de borrachera y ningún desorden en las calles durante los tres días. Tampoco oí hablar de un solo caso de robo entre la multitud o en las casas de quienes las habían abandonado para divertirse durante la noche; y dudo mucho de que haya una sola ciudad de Europa donde, en circunstancias similares, pueda darse un caso semejante de buena conducta. Puedo decir también, una vez por todas, que en el transcurso de varias noches oscuras en que tuve que hacer el camino desde la quinta a la ciudad, nunca me fue dado ver ningún disturbio ni tuve incidente alguno con nadie, si exceptúo en una ocasión un sereno que había descuidado su vigilancia al punto-de estar sentado en el umbral de una puerta con su linterna encendida detrás de él. Se había dormido, las piernas estiradas, obstruyendo el paso, y como la noche estaba muy oscura, tropecé con él y estuve a punto de caer largo a largo sobre unas piedras bastante ásperas. Felizmente me recobré a tiempo y le eché en cara su proceder; me respondió con un ronquido sordo y yo seguí tranquilamente mi camino. Compárese este estado de cosas con la situación de Londres, que con toda su decantada civilización fue, por un tiempo, víctima de todo un ejército de truhanes y malandrines. Esto que digo significa, con todo, una gran mejora sobre el ancien régime de la ciudad.


Mientras tanto, aumentaban las probabilidades de guerra cada día más y empezaron, por ambos bandos, a detener vapores de pasajeros para destinarlos a funciones bélicas. La regla era catch as catch can. Los Federales detuvieron a cuantos les fue posible en Paraná y los de Buenos Aires se apoderaron de cuantos barcos pudieron echar mano en la propia desembocadura del río 6. Ninguno se salvó, no siendo los que navegaban con bandera extranjera. Los vapores paraguayos continuaron corriendo dos veces por mes, río arriba; el Montevideo se salvó bajo la bandera uruguaya, y un gran vapor yanqui, el Mississippi, hizo algo muy útil porque, teniendo capacidad suficiente para llevar cuanto era necesario al tráfico de Buenos Aires a Montevideo, lo hizo así hasta que, por desgracia, un ventarrón lo arrojó sobre la costa. Cuando el gobierno toma posesión de un vapor entran a trabajar en él para darle mayor consistencia y lo ponen en condiciones de instalar unos pocos cañones; luego, valiéndose de enganchadores, consiguen marineros de los buques extranjeros anclados en el puerto. Y todo hijo del país. o sea todo hombre nacido en el territorio, sea hijo de nativos o extranjeros, es compelido a enrolarse en la Guardia Nacional o a encontrar un personero para que sea victimado en su lugar.


El precio de los personeros crece rápidamente a medida que aumentan las probabilidades de la lucha y al último se hace muy difícil conseguirlos por dinero o por simple afecto... Muchos de los que están sometidos a este servicio (de la Guardia Nacional) lo eluden escapando a Montevideo y a otras partes; pero las precauciones contra tal posibilidad se hacían más estrictas cada día.


Por este tiempo, un buen amigo que tenía negocios en Montevideo me pidió bondadosamente que fuera con él en el Mississippi, y me sentí muy satisfecho de tenerle por guía y compañero. Este enorme barco tenía espléndida construcción y disposición interior como todos los vapores de río norteamericanos y combinaba la gran velocidad con el poco calado. El salón estaba hermosamente puesto y nada excedía a la comodidad y limpieza de los camarotes. Una cena verdaderamente buena fue servida a la manera de tabte d'hote poco después de partir y por la mañana temprano nos encontramos anclados frente a Montevideo. Había cantidad de botes listos para llevar a tierra a los pasajeros y después de caminar hasta el Hotel Oriental, tomamos allí el breakfast con un amigo. Durante el día hicimos buen número de visitas y vimos gran parte de la ciudad, la cual, aunque más pequeña que Buenos Aires, está edificada sobre un plan idéntico de manzanas cuadradas y largas y rectas calles. La pintoresca apariencia de las calles aumenta por el gran número de miradores con terrazas y torrecillas desde los cuales la vista de la ciudad y el mar es tan interesante como animada. Al día siguiente fuimos llevados a ver la quinta del señor Buchental, una especie de Rotschild en el Río de la Plata. Hicimos un lindo viaje a caballo de unas cinco leguas que me dio excelente impresión del aspecto general de la ciudad y de su posición. La tierra no es de continuas llanuras, sino que se eleva en un sistema de amplias ondulaciones desde cuyas alturas gozábamos de encantadoras vistas del puerto lleno de barcos y de la larga península cubierta con los edificios de Montevideo, blancos como la nieve y resplandecientes al sol. Los setos estaban, como los de Buenos Aires, compuestos de cactos y áloes, pero me pareció que las plantas eran todavía más desarrolladas y bonitas que las de Buenos Aires. Pasamos por varias lindas casas de campo, rodeadas de preciosas flores y plantaciones de grandes naranjales cargados de frutos. Las higueras alcanzan, también, gran tamaño; pero la campaña no se ha recobrado todavía de la destrucción que en lo que respecta a la madera sufrió durante el sitio de nueve años. de Oribe, antes de 1851. En aquella época, casi todos los árboles de las inmediaciones fueron cortados para combustible por los soldados y se dejaron únicamente los que se estimaron útiles por los frutos que producían.


La quinta del señor Buchental me impresionó más gratamente que cuanto yo hubiera podido esperar. El propietario no había hecho economías para plantar árboles y flores importados de todo el mundo, prestando especial atención al cultivo de los buenos frutales. Llegábase a la casa por un ancho camino bordeado por arbustos silvestres y gomeros que, aunque jóvenes, parecían crecer maravillosamente revelando que una importación en grande sería beneficiosa para esas regiones, donde, por regla general, la falta de bosques constituye serio inconveniente. La casa parecía excelente para retiro de verano en clima cálido, adornada con obras de arte y rodeada por jardines. Al frente un magnifico ombú prodigaba aire fresco y sombra impenetrable. Los jardines eran cuidados a lo grande por un equipo de jardineros franceses que respondieron a nuestras preguntas muy amablemente. La mayoría de las frutas europeas se producían en grandes cantidades; el secreto del éxito en muchas de ellas consistía en mantener pequeños los árboles mediante la poda; la savia tiene entonces menos distancia que recorrer y hay menos probabilidades de que el árbol se seque por el excesivo calor del verano montevideano. Esta regla puede ser útil para muchos que desean cultivar frutales europeos en tierras cálidas. Había largos caminos tortuosos entre las profusas masas de flores y arbustos florecidos; los naranjos aparecían por todas partes añadiendo a la escena color y fragancia.


Después de pasar allí una tarde muy agradable, volvimos a Montevideo, donde nos esperaba un verdadero banquete. El propietario del Hotel Oriental había honrado a mi amigo procurándose una anchoa 7, algo parecido a un salmón y, con mucho, el mejor pescado que pueda comerse en aquella parte del mundo; como la mayor parte de las cosas buenas, no es, sin embargo, para encontrarla todos los días. Habíamos sido afortunados y cuando el banquete terminó con un plato de fresas de los Alpes y una botella de Borgoña, pudimos comprobar que habíamos hecho lo que se llama una cena excelente y que estábamos en la mejor disposición para volver esa misma noche por el Mississipi. Llegamos a Buenos Aires como a las seis de la mañana.


Algunos días después de estas cosas fue dado en el Teatro Colón un gran concierto de aficionados a beneficio de los damnificados por el terremoto de Mendoza. Esto me proporcionó la oportunidad de observar las bellezas de Buenos Aires y apreciar su gusto por la música. El amplio y hermoso teatro con sus palcos abiertos presentaba un espectáculo encantador; se habían pagado precios muy altos por las localidades y, asimismo, todos los palcos se hallaban ocupados; la belleza, la moda y el concierto resultaron admirables. En el escenario estaba un numeroso coro de señoras y caballeros aficionados, y también lo eran quienes cantaban los solos. Se desempeñaron todos muy bien, pero el éxito más relevante lo constituyó un triple conjunto de ejecutantes a cuatro manos, en tres grandes pianos: dos jovencitas en cada uno. Se cantó el Himno Nacional, y muy bien cantado, pero a pesar de las circunstancias inquietantes, produjo poco entusiasmo; dos o tres personas dijeron “¡Bravo!”, pero pareció más un homenaje a los cantores que otra cosa. Como es costumbre, hubo abundancia de “Libertad”, etc., pero a ninguno parecía interesar el asunto. En rigor, el concierto tuvo muy buen éxito, produjo una suma importante de dinero y aunque duró hasta la una de la mañana hubiérase dicho que todos los asistentes lamentaban de veras su terminación. Como he podido comprobar que gran número de ingleses no pueden despojarse de la idea errónea de que la sociedad en las ciudades del río de la Plata es semibárbara, siento verdadero placer en hacer lo posible por disipar esa opinión general, recordando las muchas y encantadoras relaciones que hice en aquella ocasión. Otro hecho quiero mencionar. Hace ahora dos años se realizó un bazar muy brillante con el propósito de allegar fondos para el edificio del hospital inglés. Las damas inglesas fueron ayudadas por sus amigas argentinas 8 y el resultado fue una contribución de 1.500 libras esterlinas para la fundación del hospital. Ayudado por liberales suscripciones individuales y por la buena voluntad del gobierno de Buenos Aires, este hospital estaba en construcción antes de que yo me alejara del país, y de tal manera que reflejaba el más alto honor sobre sus fundadores. Obras como ésta en una comarca tan distante son dignas de todo encomio y bastan para vindicar al territorio del río de la Plata del infundado supuesto de semibarbarie.