Viaje al Plata en 1861
Viaje al campo
 
 

Sumario: Pánico producido por Urquiza. Decomiso de caballos. Escasez de trabajadores. Revista en la plaza. Dudas sobre lo ocurrido en Córdoba. Un despacho interceptado. El general Mitre se pone en marcha con su ejército. Viaje que hicimos a Monte Grande. Los teru-terus. Las vizcachas. Las lechuzas. Los pantanos. Ganado suelto. Depósitos. Un atardecer. El recado. Las riendas. El freno. Las espuelas. El rebenque. Maneas y prendas de plata.




Por este tiempo llegaron noticias recientes de Entre Ríos según las cuales Urquiza había estado reuniendo sus tropas y ahora se hallaba listo para cruzar el Paraná con el ejército federal, excitado al extremo este último por el socorrido recurso de no pagar al soldado hasta que estuviera en condiciones de pagarse por sí mismo despojando y saqueando al enemigo. La agitación aumentaba diariamente; algunos creían que Urquiza tomaría la iniciativa y que bajaría siguiendo el río sin previo anuncio; otros argüían que habría de dar tiempo a los porteños para ponerse en marcha hasta encontrarlo; que luego les daría una zurra muy sonada en el campo y en seguida marcharía con sus hordas hambrientas para efectuar el saqueo y el pillaje de la ciudad. Cualesquiera de estas alternativas eran suficientes para producir en los buenos ciudadanos un pánico bien fundado; y las onzas de oro aumentaban rápidamente de valor en proporción con el creciente sentimiento de pública inseguridad. Tomáronse medidas muy rigurosas para impartir instrucción militar a la Guardia Nacional y se cumplieron estrictamente los castigos contra todos aquellos que no cumplían con el deber de presentarse. Parte considerable de las tropas regulares fue destacada en dirección a Rosario con una división de artillería y se trajeron nuevos contingentes para llenar las plazas. Los caballos de tiro eran muy buscados para los carros y la artillería, y se adoptaron medidas rigurosas para procurarlos. En algunos casos las autoridades llegaban hasta detener los carros aguateros que cuentan entre las más importantes instituciones de Buenos Aires y les decomisaban los caballos: así robaban a los infortunados propietarios sus pequeñas fortunas y medios de vida, acordándoles como pobre consuelo el precio reglamentario de unas dos libras esterlinas por lo que a ellos les había costado veinte libras. Los contratos para proveerse de caballos a 150 pesos papel, o sea más o menos 25 chelines cada uno, vinieron a fomentar los robos de caballos en gran escala; en una sola noche fueron sacados como cuarenta de un potrero próximo a la Boca. La audacia de las gentes que invocaban la autoridad del gobierno era tan grande que hasta los caballos de los carruajes resultaban a veces amenazados, y yo recuerdo muy bien una noche en que algunos de nuestros vecinos andaban encerrando sus caballos favoritos en vestíbulos y comedores para salvarlos. ¡Era, en verdad, cosa muy desagradable para un propietario, después de salvar dificultades increíbles para recobrar sus cabalgaduras, encontrarlas, al fin, con una oreja cortada como prueba indubitable de que pertenecían al gobierno!... La agitación vino a ser muy grande; hubo frecuentes consultas sobre negociaciones para que los extranjeros no pudieran ser compelidos a prestar servicios militares o municiones de guerra al gobierno; y los ministros recibieron fuertes reconvenciones.




Los extranjeros quedaron asegurados gracias a la intervención de sus representantes; pero los infortunados nativos no encontraban remedio alguno. Forzados a tomar parte en una guerra que ellos no habían provocado y a poner por obra los planes de hombres que no les merecían respeto, no les quedaba otra alternativa que someterse a las órdenes arbitrarias de quienes los habían conducido a ese atolladero. En Sud América se ha producido en mucho el fenómeno de los llamados Estados Unidos 1. Lo cierto es que quien desee ver en triunfo a la tiranía y los derechos individuales hollados por gobernantes irresponsables, no tiene más que dar la espalda a las gastadas monarquías de la pobre vieja Europa y hacer una visita a las repúblicas del mundo occidental en algunos momentos de agitación política.


El trabajo de los obreros se hizo muy escaso porque los hombres de toda clase eran obligados a prestar servicio en el ejército. Un día que pasaba yo a caballo por los grandes mataderos del norte de la ciudad, vi cierto número de gauchos carniceros que obedecían de mala gana los requerimientos de un corneta de órdenes. Se acercaron con pachorra a la reunión y como yo hiciera la observación de que venían bien montados, un amigo me explicó que cuando los hombres eran compelidos a prestar servicios en la caballería y en sus propios caballos, preferían siempre montar los mejores porque éstos eran, naturalmente, los más indicados para el caso de una huida. Y no es que estos hombres sean más cobardes que otros, pero detestan que se les arranque por la fuerza de sus ocupaciones ordinarias y por una causa que no les interesa. Los pobres merecen ser excusados si se piensa que llevan todas las de perder y nada que ganar en las miserias de la guerra civil.


El día 30 de junio el general Mitre pasó una gran revista en la plaza y dirigió una encendida arenga a las tropas cuyo comando asumiría muy pronto en el campamento. Hizo elogios muy halagadores a los componentes de la Guardia Nacional enrolados voluntariamente para la defensa de su país y habló con desprecio de los cobardes que deshonraban a las madres argentinas manteniéndose ocultos. Esta frase, “madres argentinas”, suena muy bien y recuerda una de las virtudes exóticas de Roma y Lacedemonia. Pero en aquellos infames días la madre argentina, como otras madres, prefería generalmente guardar sus hijos en casa para ayudar a sostener el resto de la familia, salvo que se tratara de una agresión extranjera. El general recordó a los soldados las glorias de la bandera argentina —vencedora en cien combates— y exhortó a las tropas a que le siguieran a la victoria, olvidando, sin embargo, decir una palabra sobre quién habría de ser el enemigo o por qué causa habrían de luchar.


Entretanto, los liberales por un lado, el partido federal por otro, sostenían las noticias más contradictorias. Una mañana oímos decir que la ciudad de Córdoba, donde los liberales creían tener gran partido, se había rehusado valientemente a recibir a Derqui, el presidente federal, dentro de sus muros; el diario La Tribuna se mantuvo en éxtasis con esta noticia durante dos días; por último se vio obligado a tragar bilis confesando que Derqui no había encontrado ninguna resistencia. Algunos hombres de sangre fría tuvieron la esperanza de que esta desilusión del partido avanzado podría muy posiblemente conducir a la paz; pero el efecto de la primera noticia anuló el alcance de la otra y las palabras fuertes se pusieron a la orden del día.


Pocos días después se produjo gran agitación por una carta del presidente Derqui a Pedernera, su representante en Paraná, que había sido interceptada. En esta epístola, las condiciones de paz que se proponían eran las que pueden ofrecerse a un enemigo derrotado. Los porteños se pusieron, naturalmente, furiosos al advertir que el Presidente no haría estipulaciones con ellos, salvo en el caso de que abandonaran todos los puntos que hacían el objeto de la controversia. Requirió Derqui la sumisión al gobierno federal, la nacionalización de la aduana, la entrega de la importante isla de Martín García, la rendición de los barcos y la reducción del armamento, añadiendo a manera de insulto final que la provincia pagaría los gastos efectuados por el gobierno federal para preparar la guerra... También quedaban informados de que, en caso de resistencia, el ejército de Urquiza entraría en la provincia de Buenos Aires para mantenerse en ella con las confiscaciones de la propiedad privada. A partir de entonces, Derqui fue honrado con el remoquete de Ladrón de vacas y considerado como mucho peor que el mismo Urquiza.


Existían grandes dudas sobre lo que debía hacerse con respecto a la Guardia Nacional. Sin este cuerpo, los porteños se hubieran mostrado muy pocos en número, comparados con el ejército federal, o nacional, y debe decirse que era cuestión muy seria la de decidir si debían o no salir los soldados a campaña. Algunos decían que no debían salir por dos razones: 1° porque estaban destinados únicamente a la defensa de la ciudad, 2° porque nadie tenía derecho a obligarlos a salir a campaña. Otros decían que debían salir y pelear contra los enemigos de la libertad, de la independencia, etc., donde quiera los encontraran. Un tercer sector sugería, a la sordina, que la Guardia Nacional debía negarse a marchar, si así se le ordenaba, y que cualquier intento de obligarlos a salir, traería una revolución en la misma ciudad. Era, sin duda, un asunto verdaderamente difícil para los componentes de aquel cuerpo, diez veces peor que lo que hubiera sido para los voluntarios de Londres tener que marchar a Lancashire y Yorkshire bajo circunstancias semejantes. Marchaban sin tiendas de campaña en invierno, y si bien, aun en invierno, el frío no es muy riguroso en Buenos Aires, tenían sobre ellos la amenaza de sentirse calados hasta los huesos por las abundantes lluvias que habrían de soportar, arreglándose como pudieran en las desamparadas llanuras, sin tener siquiera el estímulo de que combatían contra un invasor extranjero.


El barómetro político indicaba tormenta; la onza de oro subió en dos días de 380 a casi 400 pesos papel. La ciudad fue declarada en estado de sitio y un gran número de hombres se dedicó a rodearla con un sistema completo de fortificaciones que consistía solamente en una profunda y ancha zanja con terraplenes a la que guarnecían, de distancia en distancia, pequeños fuertes montados con dos o tres cañones de distintas formas y tamaños. Después de varias dilaciones y aplazamientos, el general Mitre marchó, al fin, con la mayor parte de su ejército en dirección a Rosario y se tuvo por entendido que Urquiza estaba moviendo sus tropas a través del río desde su provincia, por Diamante.


A pesar de los muchos placeres sociales de que gozaba en un lugar tan agradable como Buenos Aires, yo deseaba encontrar la primera oportunidad para ir a pasar una temporada en pleno campo, y diré también que empezaba a sentirme cansado con tantas chismerías y habladurías a propósito de la guerra o la paz, tema éste que ocupaba por entero la atención de los vecinos. La oportunidad no tardó en presentarse. Entre mis mejores amigos contaban los hijos de Mr. Fair, uno de los primeros entre los activos ingleses que habían trabajado por muchos años en desarrollar las riquezas del Río de la Plata, abriendo nuevos canales para las empresas de origen europeo. Es propietario de grandes estancias en la Banda Oriental y en la provincia de Buenos Aires. Mi primera visita fue a una de sus estancias más pequeñas llamada Monte Grande, solamente a veinte millas al sur de la ciudad. Salimos una mañana con Mr. Federico Fair, llevando escopetas y material suficiente para una semana de cacería. En un par de alforjas llevábamos la ropa, municiones y unos pocos estimulantes para consuelo, como aguardiente y tabaco; calzábamos altas botas, aptas para montar lo mismo que para vadear pantanos. Las escopetas iban en nuestras propias manos porque nos habían recomendado mucho no usar portafusiles porque es cosa muy común que los caballos rueden al meter una pata en alguna vizcachera, y el peligro aumenta mucho yendo con un aparato semejante, la escopeta sujeta a la propia espalda mediante una correa. Una sola vez había ensayado un portafusil, pero se rompió mientras íbamos galopando y nunca lo hice componer. En rigor, aunque al principio una escopeta en la mano constituye gran impedimento para cabalgar, también es cierto que una corta práctica lo hace muy llevadero.


Nadie, a excepción de los médicos y los oficiales, puede galopar en las calles de Buenos Aires, y como el trote es desconocido para los caballos del país, tuvimos que soportar una larga y solemne marcha al paso, hasta hallarnos en los suburbios. Aquí pasamos por uno de los grandes campos de matanza de hacienda, bañado en sangre como de costumbre, y con todas las escenas desagradables que pueden darse en un lugar semejante. Cerdos, gaviotas y mujeres negras disputábanse los últimos desperdicios del novillo muerto y me pareció que los cerdos se habían degradado en su modo de vida hasta constituir la más horrible y repugnante raza que pueda imaginarse. La hediondez era muy grande pero aun así no tanto como lo hubiera podido esperar, y los nativos aseguran que es ¡singularmente saludable!... A pocas millas de Buenos Aires cruzamos el Riachuelo por un puente donde se paga el peaje y empezamos desde allí a sentirnos agradablemente en el campo. Algunas millas más adelante, sin embargo, buena parte de los campos están cerrados con alambrados, innovación moderna esta última que debe de resultar muy incómoda para los gauchos auténticos, acostumbrados desde tiempo inmemorial a galopar durante el día o la noche en todas direcciones y tan lejos como les viene en gana. Pronto este signo de civilización desaparece y termina el camino; las abiertas e ilimitadas pampas estaban ante mí: con indescriptible alegría aspiré la deliciosa y vigorizante brisa. Seguimos andando al galope sobre el pasto corto hasta una señal distante en el horizonte, que debía servirnos de guía. La falta de lluvia se dejaba sentir: encontramos el suelo tan duro y seco, que bien podía esperarse una larga sequía. Aquí y allá, en los lugares húmedos, las gallinetas andaban en busca de lombrices y volaban casi bajo las patas de los caballos. Los teru-terus contoneábanse por el llano, levantaban vuelo después con su extraño y silvestre grito, chillando teru-teru sobre nuestras cabezas. Las vizcachas dormían en sus cuevas, según la costumbre, y bien sabíamos que no habría de verse ninguna hasta el anochecer. Pero las lechuzas cumplían con su deber de guardar la entrada de sus amigos subterráneos. Y allí se estaban mirándonos con ojos muy abiertos, muy solemnes, sin mover un músculo, salvo los necesarios para girar la cabeza, y no intentaban moverse, como no vieran que avanzábamos en dirección a ellas. Volaban entonces con gentil despecho y con blando movimiento de alas, por veinte o treinta yardas; luego se posaban otra vez en silencio junto a otra cueva, para seguir observándonos.


De ahí a poco llegamos a un pequeño arroyo, apenas más ancho que una zanja grande. Un caballo inglés de tipo común lo hubiera saltado en seguida, pero, aunque los caballos sudamericanos tienen asombrosa resistencia, no poseen noción del salto y son, con razón quizás, muy recelosos de estos arroyos. No hay partícula de piedra ni de cascajo en estas llanuras y nadie, por las apariencias, es capaz de juzgar lo que puede ser el fondo barroso de un río o de un pantano de Buenos Aires. Veintenas de caballos se pierden continuamente en estos lugares, en los que se hunden hasta la silla de montar; y veintenas de limpias osamentas con las patas enterradas, señalan el lugar donde han ocurrido estos accidentes. Al que va de viaje con tropilla no se le importa un comino perder un caballo, pero si la jornada depende del animal en que uno monta, entonces toda precaución es poca. Esta fue una de las primeras lecciones que me enseñaron y nunca la olvidé. En esta ocasión busqué con cuidado el mejor sitio y pasé sin inconvenientes, como no fueran algunas salpicaduras de barro. Y seguimos avanzando por el bañado, o sea por terrenos cenagosos donde lagunas de escasa profundidad quedaban ocultas por altos juncos y por arbustos. Al acercarnos a ellas, un ruido precipitado anunció la alarma de innumerables aves silvestres. Patos de varias clases, cercetas y gallaretas iban mezcladas con verdaderas nubes de una especie de gallineta de agua. Cigüeñas, mirasoles, grullas, se precipitaban arrastrando sus largas patas para un vuelo corto y desmañado, y luego dejábanse caer, perezosas, en el barro, tan pronto como habíamos pasado. Seguimos al paso de los caballos: por unos momentos oímos en el silencio el chillido de unos pájaros que volaban en círculo, con lentitud, a una altura tal, que apenas se les veía. Eran los grandes cuervos, sucios, alimentados de carroña; a veces se posan en tan inmensas bandadas que yo he llegado a confundirlos a la distancia con una gran majada de ovejas negras. Poco más allá dimos con un río más ancho, en comunicación con las lagunas. Me pareció que debíamos seguir costeando la orilla hasta dar con un sitio más estrecho, pero mi compañero, más experimentado, dijo: —¡No!...— Y entró en seguida. Yo le seguí: el agua llegaba apenas a la cincha y el fondo estaba bueno; pero me fue difícil hacer entrar a mi caballo: era brioso y yo recelaba de que deseara librarse de mí haciéndome rodar, en medio del río. Unas dos millas antes de llegar a la casa, entramos en un gran bosque del que toma el lugar el nombre de Monte Grande, porque la palabra monte se aplica indistintamente a bosques y a montañas. No había buenos árboles, sin embargo; la mayoría eran talas (medio arbusto, medio árbol) que rara vez crece más que el espino blanco nuestro y no tiene nada de elegante. La hierba era tan alta como la del llano y mucho ganado vacuno y caballar andaba por ahí. En uno y otro lugar veíanse nubes de caranchos y también halcones y milanos que levantábanse chillando al ser sorprendidos mientras picoteaban la osamenta de algún animal vacuno; de vez en cuando grandes bandadas de patos cruzaban por el aire con rumbo a las lagunas. Nosotros no teníamos intención de cazar hasta el día siguiente, pero el viaje a caballo nos había despertado grandes deseos de hacerlo, en presencia de la variedad y el número enorme de pájaros. Más tarde pudimos admirarlos con mayor comodidad, porque el gran calor del día, agregado a las pesadas cargas, resultaron muy molestos para los caballos y fue menester animarlos mucho para que apresuraran el paso. Las alforjas y las escopetas formaban peso adicional muy considerable y las pobres bestias debieron de haberse sentido extraordinariamente aliviadas al verse libres de nosotros. Una vez desensillados, les dimos agua y pasto y quedaron atados a un poste con una de esas largas sogas que usan en el país. Luego nos ocupamos de nuestras propias cosas. Una mujer vieja, escocesa, antigua ama de llaves por muchos años, se mostró, al vernos, muy sorprendida porque los dueños no habitan la casa por lo común, y me pareció muy preocupada con el problema de las provisiones. Sin embargo, cuando empezamos a buscar en las alacenas, aparecieron cosas utilísimas: sardinas, pickles, y una caja de langostas de mar en conserva, deliciosas, que habían conservado su sabor y frescura no obstante haber sido pescadas en Nueva York. Después descubrimos algunas botellas de vino y un naipe, también cosas muy útiles como pudimos experimentarlo en el primer día lluvioso. El pan es articulo raro, excepto en las ciudades, pero hay siempre abundancia de galleta común del país. Son sabrosas pero excesivamente duras y hay que tener mano fuerte para romperlas contra una esquina de la mesa. Estábamos rodeados por miles de ovejas y fácilmente advertimos que la carne de cordero no podría faltarnos; de manera que empezamos a valemos por nosotros mismos, dispuestos a pasarla bien y a confiar en los patos y las perdices para mejorar las provisiones de boca. La casa era, como casi todas, de piso bajo con techo de azotea, al que se subía por una escalera. Los cuartos cómodos con una galería al frente y otra detrás, donde se gozaba de aire fresco, de sombra y abrigo.


A espaldas de la casa se extendía un terreno cercado que había sido jardín cuando la casa era residencia de sus dueños. Al frente y a poca distancia, una serie de piezas en hilera servía para habitación del encargado y del capataz. Algo más lejos los peones acostumbraban a envolverse en sus ponchos sobre el suelo bajo un largo galpón, con la única provisión de mate y carne. Con ello sentíanse muy contentos y felices. Los corrales, tanto de las ovejas como de los caballos, estaban muy cerca. Aun tratándose de un establecimiento pequeño, ha de haber siempre considerable número de caballos, porque donde todo se hace a caballo y a buen andar, y los hombres se mantienen a veces todo el día a caballo, es menester cambiar los animales con alguna frecuencia. De lo contrario sufrirían mucho menoscabo, a despecho de su maravillosa resistencia para el trabajo.


Hicimos todo lo posible por ayudar a la buena y anciana señora Macdonald en sus preparativos hasta que anunciamos que la comida estaba lista. Los platos no eran muchos: cordero con arroz y la inolvidable langosta en conserva fueron suficientes para hombres regularmente constituidos. Por cierto que nos supo todo muy bien después de la calurosa cabalgata y cuando terminó la comida fuimos a fumar al aire libre. El sol acababa de ponerse en un cielo sin nubes y observé su enorme masa hundiéndose bajo el ilimitado nivel de la llanura casi con los mismos efectos que se producen a la entrada del sol en el mar. así terminó el trabajo del día; el último peón llegó galopando desde un sitio muy distante, arrojó su recado, puso su caballo en el corral y se preparó a unirse con sus camaradas para asar la carne y charlar con ellos, inclinados sobre el fuego. Ya no se veían las bandadas de patos que pasaban veloces en el aire y hasta el grito del siempre vigilante teru-teru cesó. Las vizcachas despertaron con los últimos rayos del sol y cautelosamente se asomaban a sus cuevas como para asegurarse de que el sol se había realmente entrado antes de que ellas comenzaran su cena. Empezaron a brillar las estrellas en toda su gloria, a través del aire diáfano, tan refulgentes que me recordaron muchas noches pasadas en los altos Alpes donde las estrellas brillan verdaderamente como lámparas en el cielo. Los perros, en un puesto de ovejas, ladraron por un momento, a la distancia, y luego todo quedó tranquilo y sepultado en aquel maravilloso silencio de soledad que casi permite a la mente reconstruir el eterno silencio del espacio infinito.


En la mañana siguiente estuvimos de pie muy temprano y apenas necesito agregar que me sentía con ánimo bien dispuesto ante la perspectiva de ser iniciado en las delicias de la nueva vida campestre. Un par de horneros saludaban la mañana con su vivo y alegre canto frente a mi ventana. Estos pájaros son sociables en extremo y parecen complacerse en edificar sus casas entre las viviendas de los hombres. Tienen más o menos el tamaño de un tordo, color rojizo castaño y hacen sus nidos de barro adheridos a los muros, arboles o postes. Hasta los he visto elegir un alto poste al cual había siempre caballos atados, fuera de la casa. Poco tiempo requiere la toilette cuando el vestido se compone solamente de unos pantalones de paño fuerte, una ligera chaqueta de cazador, camisa de franela, un par de botas y sombrero bajo con alas levantadas; de manera que pronto estuvimos en marcha estimulados por el aire de la mañana. El sol, apenas más arriba del horizonte, arrojaba sus rayos por la vasta llanura y daban comienzo los preparativos para la tarea diaria. Un peón había ido hasta una laguna cercana con un grupo de veinte caballos y ahora los traía de vuelta al corral y a gran galope. En el corral habrían de esperar hasta que fueran requeridos. El almuerzo se toma generalmente tarde en una estancia y habíamos visto que los ingleses imitaban el ejemplo de los gauchos realizando una tarea diaria muy fuerte sin haber almorzado nada, contentándose con cigarrillos a cortos intervalos, hasta que hacían una comida fuerte al final del día. En verdad, siempre consideré esta costumbre inconveniente y siempre me arreglé para tomar un buen breakfast si podía conseguirlo. Mientras lo preparaban, tomamos las escopetas y fuimos caminando hasta el monte para buscar alguna perdiz. Solamente encontramos dos, pero tuvimos la buena fortuna de encontrar cantidad de pequeñas palomas; eran poco más chicas que las torcaces y del mismo color, pero muy gordas y resultaron deliciosos bocados. También matamos un carancho que sorprendimos entre la osamenta de un caballo. Estos vigorosos pájaros son odiados por los cuidadores de ovejas porque nunca pierden oportunidad de sacar los ojos a los corderos cuando éstos se apartan de sus madres. También pusimos dos teru-terus en el morral, aunque estábamos en la duda de si serían o no comestibles. Estos teru-terus son muy lindos pájaros, del tamaño de un palomo y tienen en las alas, como apéndice muy singular, una especie de cuernito agudo de color rojo sangre que usan, según entiendo, como arma de defensa. Son muy mansos ya menudo no alzan el vuelo hasta que el viandante se halla a veinte o treinta yardas de ellos; entonces le dan vueltas en el aire sobre la cabeza con una fuerte y constante repetición del grito peculiar que les ha valido el nombre que llevan. Encontramos después la carne del teru muy correosa y renunciamos a cazarlos para la mesa; pero me avergüenza decir que más de una vez los matamos como mera venganza y por la abominable costumbre que tienen de chillar por nada y asustar a los patos que habíamos estado acechando con el mayor cuidado. Son los pájaros más inquietos y bulliciosos que he conocido, y por las noches, más de un pastor ha sido avisado, por el grito del teru-teru, de que andaba gente extraña en su campo.


Después del almuerzo nos preparamos para una salida a las lagunas. Yo no estaba muy acostumbrado a los caballos y pronto advertí que tenía mucho que aprender al respecto. No hay caballerizas ni caballerizos en las estancias de Sudamérica y los gentlemen riders han de ensillarse sus propias cabalgaduras. Nosotros llevábamos los caballos al agua; después los ensillábamos y enfrenábamos en la puerta de la casa. Esta operación es asunto serio para quienes usan recado, o silla nativa de montar, pero nosotros seguíamos la costumbre inglesa 2. Para el gaucho. su recado es cosa muy importante, aunque se trata de un complicado y molesto aparejo, compuesto de un gran número de ceñidores y mantas, algunas de utilidad y otras de mero adorno. La silla es muy alta y, cubriéndolo todo, viene una especie de tapete que forma un asiento muy blando, aunque también muy caliente. El conjunto es muy pesado: a menudo pesa cuarenta libras; pero debemos recordar que, tomado pieza por pieza, sirve para tender un lecho muy confortable, mientras que una silla inglesa sólo es buena para almohada. Los hombres ricos se sienten orgullosos de sus muy lindos recados, con cueros muy bien trabajados, y aun los recados moderadamente buenos resultan muy caros. Si se les compara con la silla inglesa, sin duda ofrecen asiento más cómodo; pero, por otro respecto, son muy calientes y verdaderamente pesados e incómodos para ensillar. Con todo, para los trabajos fuertes de la campaña, tienen un elemento necesario que no sería posible usar con la silla inglesa: esto es, una cincha de cuero fuerte de unas nueve pulgadas de ancho, que se cierra completamente alrededor del recado y de la barriga del caballo, y cuyos extremos se unen con correas bien cerradas que pasan por dos aros de hierro. Esta cincha lleva hacia un lado, una fuerte argolla de hierro firmemente adherida como para soportar toda la tensión del lazo. Por hábiles que sean los gauchos con este instrumento, poco podrían hacer si confiaran solamente en su brazo para tirar de él y sostenerlo cuando cae en los cuernos de un animal a toda carrera; pero como el otro extremo del lazo va firmemente atado a la argolla del recado, el peso y la fuerza del caballo se dejan sentir en el otro platillo de la balanza. Este arbitrio tiene un solo inconveniente y es que el jinete no puede librarse del lazo, aun cuando lo quisiera, una vez enlazado el toro por los cuernos; está obligado a seguir todos los movimientos del animal: girar cuando él gira y evitar sus embestidas si lo embiste; pero no puede verse libre hasta el momento en que, con la ayuda de sus compañeros, echa al animal enlazado en el suelo para marcarlo o para matarlo, según el caso lo requiera.


Sin embargo, cualquiera sea la opinión que se tenga sobre las ventajas de las sillas de montar, pienso que, sin duda, las riendas criollas y las cabezadas de cuero trenzado, son infinitamente mejor que nuestras riendas de suela. La fuerza del cuero crudo que usan es enorme y el trenzar los tientos finos es un arte en el que los gauchos sobresalen particularmente y en el que muestran verdadero buen gusto. Las mejores riendas están hechas de esta manera, en fragmentos unidos por fuertes argollas de pura plata; y la misma belleza del trabajo hace que las riendas resulten caras; pero quien las compra puede estar seguro de que le durarán siempre. El freno criollo es muy fuerte y mortificante; la moda es llevarlo también de pura plata; lo mismo puede decirse de las espuelas que yo he visto hechas del mismo material y con peso de tres libras cada una. Las rodajas son de casi seis pulgadas de diámetro, en rigor, el caballo con sus avíos y ornamentos es el gran hobby de los sudamericanos y no se miran mucho en pagar lo que les parece bien hecho. En cuanto al caballo mismo, es bastante barato en el campo y aun en las ciudades; veinte libras esterlinas se considera un precio alto por un caballo acostumbrado a la ciudad y de buenos vasos, cosa de que no se hace cuestión en el campo.


Los lazos y todo lo que llene la función de una soga o tenga su forma, están hechos de la misma manera: una pieza de cuero se corta a manera de una espiral, en tiras de unos cien pies o más, que se hacen flexibles y plegables como seda, por las constantes aplicaciones de grasa. El rebenque o látigo criollo es hecho del mismo material; tiene unos dos pies de largo y una pulgada de ancho, y remata en una punta, con un bien trenzado mango que termina en cabo de plata, a través del cual pasa una estrecha correa con la cual se cuelga de la muñeca de manera que puede quedar la mano completamente libre para usarla cuando es necesario. En el centro de Entre Ríos recogí un lindo specimen de rebenque de campo, de confección tosca, que había sido perdido por su dueño; no tiene ningún trenzado en el mango 3; éste es de hierro con un pesado cabo de plata en el extremo. Tal rebenque constituye un arma formidable de ataque o defensa y me han dicho que, armado así, un gaucho, en caso de no poder dominar su caballo, puede, afirmándose en los estribos, matar en seguida al bruto con un simple golpe entre las orejas, quedando naturalmente en condiciones de sacarle el recado y colocárselo al que encuentra más próximo a él.


El gusto por los adornos macizos de plata, siempre, ha estado muy difundido en Sudamérica y es cosa de todos los días encontrar, en un país donde todo lo necesario para la vida se paga con billetes sucios de papel, hermosas monedas de plata (grandes como las coronas inglesas) usadas a manera de botones. Las riendas se ven algunas veces muy cargadas con plata, pero me parece que, una época de mayor sentido práctico, está ya disminuyendo la fantasía por estas inútiles y hasta perjudiciales ostentaciones; nadie puede negar el inconveniente de unas espuelas tan pesadas que se hace imposible caminar con ellas y es injusto, sin duda, cargar con barras de plata la cabeza de un caballo que desempeña trabajos tan fuertes 4.


Uno de los instrumentos criollos más útiles son las maneas o trabas, sin las cuales nadie podría andar por el campo, solo, por temor de perder su caballo si se ve obligado a desmontar. Con la manea en las patas delanteras ningún caballo puede avanzar y pocos son los que lo intentan siquiera.


Sir Francis Head, recordando las grandes ventajas de estas maneas en sus aventuras por Sudamérica, ha logrado no hace mucho, ponerlas en uso en algunas de nuestras tropas de caballería y dice que han resultado excelentes.


El último, pero no el menos importante entre los instrumentos necesarios para la vida del campo, es un cuchillo de hoja larga, muy útil, que se lleva siempre atrás, a la cintura y sirve para todos los destinos imaginables, desde el corte de una estaca, hasta el desquite que haya de tomarse por una ofensa personal.