Viaje al Plata en 1861
Paseos a caballo y cacerías
 
 

Sumario: La tormenta que se avecina. Un techo amigo. Los armadillos. Los patos. Los flamencos. Mal tiempo. Las ovejas muertas. Cartuchos Eley. Fop y una nutria. Cacería de vizcachas. Las vizcachas y las lechuzas. Un galope. Visitas en la pampa. Cargando la carreta. Durazneros y flores silvestres. Vuelta a Buenos Aires.



Pronto estuvimos listos aquella mañana; la munición fue colocada en bolsas apropiadas y tomáronse todas las precauciones para evitar que volcara con el traqueteo. Partimos a galope tendido hacia el noroeste, con la escopeta en una mano y la rienda en la otra, lo que se hace fácil por el hecho de que los caballos se doman de tal manera que obedecen a la rienda sobre un principio muy contrario al que están acostumbrados los europeos. Es decir que si uno quiere doblar a la derecha, debe tirar la rienda izquierda contra el pescuezo del caballo, en lugar de tirar la derecha, y viceversa, lo que, se me ocurre, deja más libre una de las manos y esto resulta más cómodo, sobre todo para un novicio.


La mañana estaba muy calurosa y pesadas nubes gruñían hacia el noreste, como preanuncio de tormenta. Mi compañero pensó, sin embargo, que aquello pasaría porque síntomas semejantes habían, con frecuencia, terminado en nada durante las últimas semanas y todos suspiraban por la lluvia sin mucha esperanza. A medida que avanzábamos advertí que yo estaba en la razón: el estrépito de un trueno que siguió a los peligrosos relámpagos demostró que la lluvia se nos venía encima; pensé entonces que seria más juicioso no seguir andando entre la tormenta con escopetas que podrían hacer de pararrayos en nuestras manos. La casa solitaria de un viejo escocés apareció no lejos de ahí; volvimos los caballos a la derecha y llegamos a la casa, ya cuando las primeras gotas gruesas empezaban a hacer grandes hoyos en el polvo sediento.


Fuimos bondadosamente recibidos por Mr. Clarke, su mujer y su hija, quienes empezaron por darnos unos cueros de oveja para cubrir los recados y luego nos invitaron a entrar en la casa. La lluvia arreció pesadamente, rugió la tormenta y nosotros, entretanto, nos sentamos para conversar largamente del país lejano, el tópico de mayor interés para un emigrante cuando se encuentra con alguien que llega de ese mismo país. Hablamos también de la guerra y pudimos comprobar que el decomiso de caballos en nombre del gobierno causaba gran alarma entre las familias tranquilas como aquélla. Ya es bastante incómodo verse obligado a dar sus propias cosas a un oficial del ejército regular, por una escasa retribución; pero lo peor es que tal sistema estimula a ciertos individuos de mala condición, a corretear por ahí, y a robar sin estar investidos de ninguna autoridad. Nuestro amigo tenía toda la determinación de que son capaces sus compatriotas y estaba preparado para hacer fuego contra cualquiera que intentara sacarle sus caballos del corral. Muchas gentes veíanse obligadas a valerse de toda clase de arbitrios, como el de echar los caballos al monte próximo y exhibir solamente un par de mancarrones ante quienes venían a registrar sus casas. Los extranjeros están protegidos por tratados especiales contra estos ultrajes, pero no siempre lo saben y equivocadamente creen que es inútil reclamar por una reparación. Los agentes del gobierno, en una crisis semejante, toman cuantos caballos se atreven a tomar, sin requerir informaciones particulares, y a menudo se consuman los despojos por la misma renuencia de los propietarios para defender sus propios derechos. Las autoridades argentinas saben ahora muy bien que la gran rémora para el progreso y la prosperidad de su inmenso país es la falta de inmigrantes extranjeros; saben también que esto se debe a una desconfianza muy arraigada por la inseguridad de la propiedad; y se muestran generalmente deseosos de persuadir al mundo de que tal sentimiento es erróneo y que los extranjeros pueden reclamar y gozar de todos los beneficios que les aseguran sus tratados con la República.


Pasada la tormenta, fuimos hasta la puerta y pudimos comprobar los efectos refrescantes de .la lluvia. Toda la naturaleza respiraba otra vez y una deliciosa fragancia llenaba el aire. A espaldas de la casa había un terreno cercado con tapia donde vivían en promiscuidad cerdos y pavos reales; palomos y aves de corral compartían el techo de la galería y en una tina había dos peludos guardados como obsequio para mi compañero. Los peludos son cazados por los muchachos, y por cierto que dan mucho trabajo, porque cavan tan ligero las cuevas que, aun cuando se descubra la guarida, quien los persigue difícilmente puede atraparlos cavándoles también la propia cueva. Son considerados como manjar delicado por los nativos pero se parecen mucho a los erizos para que resulten agradables a un inglés.


Los cueros de oveja habían protegido los recados y muy pronto estuvimos otra vez a caballo, galopando fuerte para recuperar el tiempo perdido. Después de unas pocas millas llegamos a la primera laguna donde hallamos una cantidad enorme de patos y toda especie de aves acuáticas. Algunas estaban en el agua, otras comiendo en la costa, muy apretadas unas con otras, formando masas de color amarillo, por lo que decidimos ponernos en acecho. Esto, sin embargo, no era fácil porque el mal tiempo parecía haberlas afectado. Tan pronto como logramos ponernos a unas ciento veinte yardas, se fueron en miradas y nos vimos obligados a darnos por satisfechos con simples tiros a la desbandada. Y por cierto que teníamos buenos motivos para tirar, puesto que se trataba de preparar la cacerola, pero nos consolamos pensando que constituíamos una partida muy pequeña y que habíamos cazado lo suficiente para empezar. Entretanto, habíamos dejado a los caballos con las maneas y de vuelta los encontramos rodeados por un grupo grande de otros caballos que, desde lejos, habían galopado hacia ellos para cerciorarse de quiénes eran aquellos extraños. Los que estaban en libertad daban la impresión de que se reían y no de que se compadecían de sus esclavizados camaradas que aparecían allí como criminales puestos en cepos. Los dejamos en sus reflexiones y seguimos galopando en dirección a unas lagunas más grandes en una de las cuales había una verdadera nube de aves parecidas a nuestras gallinas de agua; hubiéramos podido cazar gran cantidad de ellas pero, estimándolas en poco, guardamos los cartuchos para los patos.


Los criollos que proveen de estos comestibles al mercado de Buenos Aires economizan mucho la pólvora y las municiones y se procuran la caza mediante lo. que nuestro viejo amigo John Mandeville llamaría this soteltee. Las aves y los animales de toda clase, no tienen miedo a los caballos pero no pueden ver un hombre a pie. El cazador criollo se procura entonces un caballo adiestrado que marcha con lentitud hacia el ejército de patos 1; el hombre se desliza siempre pegado al caballo, escondiéndose tras el cuerpo y las patas del animal, hasta que se pone casi junto a los patos y mata así multitud de ellos con un solo tiro. Pero un ardid más divertido es el que usan en América Central: un hombre mete la cabeza en una calabaza hueca que tiene dos agujeros por ojos, algo así como un yelmo de buzo. Equipado de esta guisa, se hunde hasta el cuello en el agua de suerte que sólo se ve la calabaza como flotando sobre la superficie, y así llega hasta ponerse entre los mismos patos y los va tomando uno tras otro por las patas, los hunde y los ata a un cinturón que lleva consigo. Los otros patos no echan de menos a sus compañeros y el cazador sigue tranquilamente de esta suerte hasta que ha cogido cuantos quiso.


No hubiéramos osado ensayar la treta referida del caballo, con los que teníamos, porque el ruido de la escopeta nos hubiera dejado sin uno solo montado y a muchas millas de la casa, pero, por fortuna, llevábamos unos pocos cartuchos Eley que resultaron espléndidos. Al aproximarnos a otra laguna, la superficie apareció cubierta como con grandes ramos de rosas y al acercarnos más, pudimos advertir, para mi asombro y deleite, que estábamos casi encima de centenares de flamencos rosados.


Algo agachados, fuimos hacia ellos. No se movieron y yo avancé todavía un poco más; entonces levantaron vuelo dando chillidos y volaron en masse a través de la laguna que no era muy ancha. Nunca había visto yo escena tan hermosa como la de aquella rosada nube de grandes pájaros de color matizado que iba desde el delicado color clavel de sus cuellos hasta el rojo fuerte de sus largas alas; pero el instinto de la matanza se sobrepuso a mis mejores sentimientos cuando recordé que tenía un cartucho en el cañón izquierdo de la escopeta. E hice fuego contra la cabeza de la columna, ya cuando estaba casi del otro lado. Cayeron dos delanteros. La distancia era de unas cien yardas y me quedé asombrado del efecto del tiro sobre pájaros tan fuertes. Volvimos a los caballos y seguimos la orilla de la laguna hasta una parte más alejada, donde encontramos una de las víctimas; el otro flamenco había tenido fuerza para luchar hasta ir a la parte más profunda y se nos escapó. Era, en verdad, un pájaro hermosísimo y hay que decir que los flamencos africanos de los jardines zoológicos no se les parecen mucho en cuanto al color. Todos los más lindos matices del rosado y del rojo que puedan imaginarse se hallaban entre sus plumas; las largas patas eran color de sangre. Difícilmente me perdonaba yo aquel tiro, pero era también una maravillosa muestra de los cartuchos Eley y consolé mi conciencia prometiéndome no matar nunca otro flamenco.


Entre tanto, era evidente que la tormenta desalojaba por el momento al buen tiempo reinante. El viento se había puesto del sur sureste, mala dirección esta última, y empezó a suspirar tristemente sobre la llanura levantando con su aliento frío un desapacible vapor; por momentos soplaba más y más fuerte; los pájaros parecían como nunca asustados; los caballos, que habían bajado a beber, daban la impresión de que esperaban una muy mala noche sobre el campo abierto; la oscuridad sobrevino de pronto con un lóbrego cielo y ya era cosa de volver a la casa en seguida por el peligro de perder el camino. El flamenco y los patos fueron atados a los tientos y galopamos cuanto pudimos con el viento en contra. La casa de Clarke nos quedaba cerca y acordamos acercarnos a ella para ver si la generosidad de los dueños podía mejorar el estado de nuestra despensa. El señor Clarke, bondadosamente, nos dio un jamón, una botella de espléndida ginebra holandesa y algo de pan fresco que constituía lujo especial en aquella tierra de galletas de madera. El fuerte brazo de Fair llevó el jamón atado con una toalla en la misma mano con que manejaba su caballo. Lo demás fue acomodado en los bolsillos. Dimos a esa buena gente un precipitado adiós porque la lluvia ya se hacía sentir y la luz decaía aumentando el peligro de las vizcacheras. Hicimos así la vuelta de la estancia todos sanos y salvos, lo mismo que las escopetas, el jamón, el pan, la ginebra, los patos y el flamenco.


Era una mala noche en verdad. Descargamos las provisiones, desensillamos los caballos, les dimos un pienso de alfalfa seca y los dejamos librados a su suerte en el corral. Al principio me apiadé de ellos por haber terminado tan mal una jornada de verdadero trabajo, pero era que no conocía todavía lo recio de su constitución. El viento y la lluvia batían furiosamente contra la casa; cerramos bien todas las puertas y ventanas y encendimos un buen fuego de leña hasta que fuimos al lecho y no tardamos en dormir. Unos extraños golpecitos en la almohada con intervalos regulares me despertaron. ¿Qué podría ser?... ¿Acaso algún horrible insecto desconocido?... Otros golpes más fuertes me revelaron la causa. El excesivo calor y la sequía habían abierto una gotera en el techo, y la lluvia, escurriéndose por ella, caía en pesadas gotas a unas pocas pulgadas de mi cabeza. Me valí de una palangana y apretándome cuanto pude contra la pared, traté de recobrar el sueño; pero el agua, al caer en la palangana, hacía más ruido que antes y me salpicaba la cara cada vez más; aparte de que ahora me molestaba también del otro lado Me di a pensar en la famosa tortura medieval consistente en dejar caer una gota de agua sobre la boca de la víctima hasta producirle la locura, por lo que me levanté y corrí el lecho hasta un lugar de la pieza donde, después de haber escuchado cuidadosamente, no descubrí la presencia del enemigo. En el día siguiente, las cosas fueron algo peor porque el tiempo no mejoró y la señora Macdonnald vino a decirnos que ya no había leña seca. El asunto era serio, pero encontramos el esqueleto de un gran sofá sin tapizado y muy estropeado también. La necesidad carece de leyes: mandamos traer el hacha y después de un activo pequeño ejercicio nos hallamos con suficiente provisión de leña y fuego para el resto del día.


Al tercer día dejáronse sentir los primeros síntomas favorables: la tarde fue verdaderamente hermosa, de manera que pudimos andar tranquilamente a caballo por los alrededores de la estancia. Aseguraban que las majadas de Monte Grande no habían sufrido mucho, pero mientras seguíamos la costa del arroyo que forma el límite de la estancia, vimos docenas de ovejas muertas, empujadas a sotavento de la orilla del río y que habían muerto allí, probablemente por haberse encontrado ya en mal estado Los cuatro o cinco días siguientes cuentan entre los más felices de mí vida. El tiempo se puso delicioso y el sol, que de continuo daba sobre el suelo humedecido por la lluvia, comenzó a dar al campo un fresco tinte verde. Andábamos afuera todo el día cabalgando y cazando. Yo iba acostumbrándome a los caballos y a las costumbres del campo bajo la tutoría de un excelente compañero y advertí que los deleites de esa vida aumentaban de continuo. Una vez logramos llevar al capataz con nosotros a las lagunas y encontramos las aves como siempre muy silvestres y moviéndose en masa. De vez en cuando, sin embargo, algún infeliz rezagado nos ofrecía buena oportunidad y en unos diez minutos hicimos tres extraordinarios tiros con cartuchos Eley a patos que volaban a buena velocidad y a no menos de noventa yardas de distancia. Uno cayó como piedra a setenta y cinco yardas de mis pies aunque se hallaba a cincuenta o a sesenta yardas sobre el suelo cuando hice fuego. Nunca vi nada parecido al asombro del capataz, aunque confieso que era poco mayor que el mío, cuando los patos cayeron uno después de otro con un pesado trastazo sobre el suelo. Cualquiera que no hubiera sabido de la existencia de aquel famoso mago Mr. Eley, hubiera podido pensar que Der Freischutz 2 se había venido a las pampas. Yo usé los cartuchos Royal No 5, de caza; y uno de los patos, a esa larga distancia resultó tan destrozado por las municiones, que no valió la pena recogerlo.


En otra oportunidad hice una deliciosa excursión a Monte Grande y a las lagunas vecinas, con Mr. Parish, y dimos en una gran laguna pantanosa con juncos, cubierta de aves; los juncos eran lo bastante espesos como para ofrecer escondrijo y el deporte resultó tan bueno como pudo desearse. Yo, por desgracia, había dejado mis botas altas y me vi obligado a quedarme fuera mientras mi primo con su perro de caza andaba en el barro y en el agua casi hasta la cintura. Al primer tiro, hizo levantar, derecho, en el aire una columna de pájaros de forma extraña y sin gracia alguna, mezclados con otros de la mayor belleza. El efecto me hizo pensar en un grabado que nos gustaba mucho cuando éramos niños y que representaba la explosión en el aire de un molinero y sus hombres. Algunos pájaros tenían un pico parecido al del pelícano y tan macizo que con dificultad podían mantener el equilibrio de las cabezas y las colas; otros tenían patas tan largas y cuerpos tan pequeños que ninguna especie de acicalamiento los hubiese dejado ni siquiera presentables, y entre ellos andaban los preciosos mirasoles, una miniatura de la garza blanca como la nieve. Todos chillaban, silbaban o bien graznaban con la fuerza de veinte cuervos, revoloteando perezosamente por momentos para descender luego a su revolcadero a chapalear y salpicar en el agua. Todos ellos después de la primera alarma demostraron la más extraña confianza y, tras una corta inspección, se asentaron en los mismos sitios entre los Juncos. Hubiéramos podido matar muchos más, de haberlo querido, pero nuestra atención se concentraba en los patos y estos no mostraban ningún deseo de darnos la facilidad ofrecida por aquellas otras aves, sabedoras, al parecer, de que nadie se interesaba por ellas. El cónsul, sin embargo, llenó completamente su morral antes de salir, bien embarrado, de este almacén de aves silvestres, y con otros pocos patos cazados por los que estábamos afuera, el botín sirvió por lo menos como buena demostración. Fop, el perro, tuvo una pequeña cuestión por su propia cuenta. Poco antes de dejar el lugar se produjo gran chapoteo y una riña entre los Juncos; poco después llegó el perro con una nutria, grande como una liebre, que había matado en combate individual. La nutria es algo parecida al castor, con cierta semejanza también con la nutria de mar, y es notable por los dos dientes delanteros, de un color rojo oscuro; la piel es artículo de comercio y en los ríos de más al norte, es común ver hombres en canoas con sus perros bogando, en busca de estos animales.


Por lo general, volvíamos de los paseos a caballo entre las cuatro y las cinco de la tarde, y tanto los hombres como las bestias con bastante calor. Lo más indicado para el caballo, si hace mucho calor, es, tan pronto como se le desensilla, echarle un balde de agua fría sobre el lomo y después dejarlo revolcarse en el suelo y comer a su antojo. Luego de proporcionar esta comodidad a los caballos, solíamos cenar a las cinco y hacíamos otro paseo, esta vez a pie, de una o dos horas, con nuestras escopetas, a la entrada del sol. Los patos de varias clases acostumbraban a pasar en grandes bandadas a intervalos de pocos minutos, pero muy alto, lo bastante para que no los alcanzáramos con nuestros tiros. Ya más avanzado el crepúsculo, volaban un poco más bajo, y con las últimas luces del día proporcionaban a veces buena oportunidad volando contra el horizonte dorado.


Esta era también la única hora en que podían verse esos graciosos animalitos llamados vizcachas. Son, según entiendo, no muy diferentes de las aranatas de América del Norte pero mucho más grandes. A mi me recordaban bastante a las marmotas alpinas; el color es pardusco, la garganta blanca; tienen bigotes y, salvo las orejas, la cabeza se parece mucho a la del conejo, aunque más ancha y fuerte y armada con dientes tan vigorosos que se corre peligro en tocarlas si no están completamente muertas. Viven reunidas en grupos de familias y cavan cuevas profundas en el suelo sacando tierra bastante en sus excavaciones como para formar montículos de considerable tamaño. Tienen un instinto extraordinario para acumular toda especie de objetos extraños y al parecer inútiles en torno a las puertas de sus cuevas, como ser estacas, huesos, tallos de cardo y otros desperdicios que pueden encontrarse por ahí. Si algo se pierde en el campo, hay siempre gran probabilidad de encontrarlo si se busca entre las vizcacheras; hasta corre la historia de un reloj que fue rescatado de esa manera. Tengo para mí que, con eso, tratan las vizcachas de levantar el nivel de sus madrigueras porque así pueden tener mejores miraderos sobre las llanuras tan chatas y disminuyen también el peligro de ser invadidas por las aguas en tiempo de lluvias. Yo nunca vi ninguna, ni por casualidad, durante el día porque permanecen en sus cuevas mientras sus fieles amigas las lechuzas hacen como de centinelas en las puertas de entrada. Hay algo maravillosamente atractivo en estos animalitos (las lechuzas) y en sus graves costumbres. Nunca intentan moverse hasta que uno está muy cerca de ellas, a pocas yardas, pero al mismo tiempo observan cada movimiento con apática mirada. Y parece que no tuvieran nada que hacer; con mucha frecuencia permanecen inmóviles sobre el suelo improductivo y seco removido por las vizcachas donde nadie podría imaginar que hay nada para comer. Cuando alguien pasa cerca de alguna de ellas a caballo, se levanta con aire enfurruñado y con un meneo de indignación se revuelve mañosamente y luego se asienta otra vez, mirando irritada al intruso como pudiera hacerlo un hombre que hubiera estado a punto de ser atropellado por un coche. Nunca pude comprender sus relaciones precisas con las vizcachas y cuáles eran los límites en la tenencia de las cuevas: parecía ser una especie de mancomunidad. Las lechuzas, sin duda, estaban afuera todo el día y. aparentemente, haciendo guardia; también es cierto que las vizcachas duermen el día entero y salen por la noche, pero lo que nunca pude comprobar fue si las lechuzas entraban para mantener calientes los nidos de sus amigos. Esto es contrario a la naturaleza de los buhos en general pero es la única suposición que puede hacerse para explicarse cómo pueden descansar y dormir ellas también 3.


Las vizcachas pululan en algunos lugares del país y en parte alguna como en los alrededores de Monte Grande donde dañan tan considerablemente el campo que se hace muy necesario combatirlas. Pero sus cuevas son tan profundas y con tantas ramificaciones que es casi imposible reducir su número como no sea con armas de fuego. En una estancia que yo visité había un hombre que hacía excavaciones para obligarlas a salir de sus cuevas, pero 'desistió de su intento, perdida toda esperanza; por la misma razón de nada vale echarles humo y por eso fue que decidimos matar algunas a tiros de escopeta. Con este propósito recorrimos el vizcacheral más grande durante varias tardes: justamente a la entrada del sol veíamos sus cabezas oscuras y sus gargantas blancas asomando por las bocas de sus cuevas, A veces daban el toque de alarma desde un principio con un sonido peculiar; era muy semejante a ugh. procedente de la garganta, algo entre suspiro y gruñido, así que podíamos ver alguna, y rara vez dejaban ver algo más que la cabeza, marchábamos hacia ellas cautelosamente en la oscuridad, pero son tan duras, que, de no matarlas instantáneamente, volvían a sus cuevas antes de que fuera posible agarrarlas y allí gruñían todas a más y mejor. Si después morían, eran sacadas afuera, al aire libre, por sus afligidos parientes y en seguida las aves de rapiña que recorren esas llanuras las dejaban en sus huesos limpios. Siempre cazábamos algunas pocas, pero sólo una dio ocasión para un conato de deporte, cierto día. Le hice fuego con mi primer cartucho y en lugar de lanzarse a la cueva, siguió adelante muy ligero; le descerrajé el segundo tiro pero tuvo tuerza bastante para seguir corriendo y yo fui tras ella seguido por las carcajadas de Fair. A riesgo de romper mi escopeta, la maté con el más antideportivo golpe porque le di con el cabo del fusil... Ya casi de noche creí ver otra, aunque sólo aparecía una mancha oscura y bien podía ser la cabeza de alguna osamenta. Observé en silencio para comprobar si se movía; no se movió pero gruñó o estornudó y el ruido le fue fatal. Era muy pesada y resultó fatigoso llevarlas hasta la casa, una en cada mano, durante una milla y con una escopeta en su caja sobre los hombros. Los peones se las comieron de buena gana para variar de carne y aunque nosotros no las probamos, nos dijeron que eran tan buenas como las marmotas que los viajeros de los Alpes comen muy a menudo designadas con otros nombres. Es muy de notar que estos animalitos abundan enormemente en todas las llanuras de la parte occidental del río de la Plata y no se encuentran nunca en la Banda Oriental.


Los avestruces y los venados muy rara vez andan tan cerca de Buenos Aires, en las vecindades que he descripto y que son, comparativamente, bastante pobladas. Siempre pueden verse por ahí casas de pequeños propietarios y criadores de ovejas, a intervalos de dos o tres millas. Aquí y allá levántase también alguna miserable habitación donde viven familias de colonos intrusos, advenedizos, sin medios de vida y con tan mala fama como la de los gitanos de Europa.


A veces, en lugar de ir a cazar, nos poníamos a caballo y galopábamos con el propósito de hacer visitas en las estancias vecinas. Teníamos el mundo ante nosotros para tomarlo por donde quisiéramos... Ni un seto ni un vallado cerraban la llanura; una mancha oscura en el horizonte, uno o dos ombúes que daban sombra, señalaban la residencia del hombre a quien debíamos visitar, y como no incomodaban caminos ni postes indicadores, no había sino que cabalgar derecho al lugar indicado. ¡Vamos!... era la palabra, seguida por un toque del rebenque que colgaba de la muñeca y todos nos poníamos al galope. Cualquiera fuera la dirección que tomáramos, los teru-terus con toda seguridad andaban chillando en el aire, las lechuzas nos miraban gravemente desde las vizcacheras y los caranchos picaban los huesos del último caballo muerto. Hicimos alto por un momento a fin de encontrar un buen sitio para cruzar el arroyo; los patos levantaron vuelo en la misma orilla, y tan cerca, que lamentamos haber dejado las escopetas. Hubo un corto retardo en el barro y ya estuvimos al otro lado del arroyo, galopando por la llanura en dirección al ombú, que empezó a dibujarse más precisamente y la mancha oscura a perfilarse como una casa y algunos galpones más distantes. Pasamos los corrales. El ladrido de una legión de paros anuncia nuestra llegada, advirtiéndonos que debemos someternos a la costumbre del país y cambiar el alegre y provocante galope por un paso más prudente antes de llegar a una casa.


Si el patrón está presente nos invitan a entrar y enseguida se entabla la conversación sobre el estado del tiempo y de las ovejas. Si es en casa de un nativo ofrecen cigarros y mate. Si el dueño es inglés, probablemente un vaso de caña (el ron blanco de Sudamérica). Un visitante es siempre bien recibido y puede estar seguro de encontrar ayuda si la necesita. Como hacía poco habíamos llegado de la ciudad, creíase siempre que debíamos saber mucho de la guerra, cosa de gran importancia práctica para los que vivían cerca de Buenos Aires porque se daba por entendido que, si Urquiza bajaba a sitiar la ciudad con el ejército federal, sus soldados estarían autorizados para mantenerse por entero con los bienes de los pobladores. Tanto los nativos como los extranjeros estarían expuestos con la invasión a sufrir igualmente en caso de tener caballos que pudieran ser robados, u ovejas que pudieran ser comidas, y les seria muy difícil obtener indemnización del gobierno de Buenos Aires por algo que se considera como una de las calamidades que fatalmente se dan en la guerra.


Más lejos y más allá íbamos una y otra vez con dulce y fresca brisa y bajo un sol quemante (la más deliciosa combinación de elementos que un mortal pueda desear) sobre el blando césped de una región equivalente a diez mil brezales de Newmarket juntos. Más lejos y otra vez íbamos hacia otro ombú y hacia otra mancha oscura en el horizonte. Hacíamos leguas y leguas al galope, regocijados con el aire estimulante, desviándonos a veces bruscamente para evitar una vizcachera y riendo de la inquietud de alguna plácida lechuza. Al final, volvíamos a la estancia casi a la carrera terminando así otro glorioso día de saludable agitación.


Esta era la vida que hacíamos en Monte Grande; pero pasado algún tiempo nos vimos obligados a volver a Buenos Aires para buscar la correspondencia de Inglaterra. Una mañana, muy temprano, dejamos el lugar con sincero pesar, acompañados por un peón que llevaba los armadillos en un cajón, sobre su recado. Fue el peón hasta una de las casas vecinas donde se sabía que una carreta de bueyes saldría ese mismo día para la ciudad. Fuimos también nosotros hasta la casa cruzando un monte de durazneros cuyos árboles estaban brotando ya con la estación y abrigaban entre los troncos manojos de exquisitos narcisos e iris blancos en plena floración. Se nos recibió con amabilidad sincera y descansamos en el jardín mientras las escopetas, las alforjas y los armadillos eran colocados en la carreta. Entonces nos despedimos del dueño de casa, montamos otra vez a caballo y tomamos la vuelta de Buenos Aires con toda felicidad. Hubiérase dicho que unas pocas semanas como aquélla agregan algo digno de señalarse en la vida de un hombre.