Viaje al Plata en 1861
Una estancia en la Banda Oriental
 
 

Sumario: Viaje a la Banda Oriental o República del Uruguay. Islas desiertas. Concepción del Uruguay. La propiedad de Urquiza. Paysandú. Un caballo en el río. ¿Dónde está el puesto?... La floresta. Robinson Crusoe. Rescatados. La tierra de las espinas. La vegetación. Llegada a la estancia. Las perdices. El almuerzo. Los aromos. La perdiz grande. Los loros. Los carpinchos. Los jaguares. Las crecientes. Aventuras de un enfermo. El homicida fiel. Cómo volver a casa de noche.



Me hicieron una gentil invitación para visitar la estancia de un amigo en la Banda Oriental, a orillas del gran río Uruguay, casi a trescientas millas de Buenos Aires, y acepté complacido. Partí en la mañana del 13 de agosto en muy buena compañía. Formaban el grupo, uno de los propietarios de la estancia, una pareja de recién casados y yo: los cuatro con idéntico destino; otro amigo nuestro iba solamente hasta Higueritas.


Salimos de Buenos Aires a las diez de la mañana en el vapor Montevideo, de mucho crédito en el río aunque poco más grande que los vapores que hacen el viaje entre Londres y Gravesend. Marchaba, con todo, a regular velocidad y en pocas horas hicimos la travesía del ancho estuario del Plata y empezamos a remontar el río Uruguay, próximos a la costa de la Banda Oriental. La diferencia entre ambas márgenes del Plata es muy notable. Por el lado de Buenos Aires se extienden ilimitadas llanuras con pocas ondulaciones, altas apenas de unos doce pies, sin puntos de referencia, como no sea para un ojo avezado por larga práctica que pueda distinguir la diferencia de forma entre cada ombú solitario; pero la Banda Oriental, aun sin ser, como no lo es, un país montañoso, tiene alturas que configuran rasgos pintorescos y ofrecen variedad de escenas atrayentes para el viajero que galopa por entre esos crecidos herbazales.


Las vecindades de Higueritas son agradables en extremo, con lindas barrancas sobre el río, profusamente adornadas con árboles y arbustos florecidos. Desde ese punto, legua tras legua, fuimos recorriendo el gran número de islas de este caudaloso río y cerca de la orilla no nos dábamos tregua en observar la variedad inusitada de sus plantas. De haber tenido el agua otro mejor color, el paisaje en el río hubiera sido admirable; pero, por desdicha, es de apariencia sucia (por la mucha zarzaparrilla en solución) y nadie se animaría a beberla si no estuviera seguro de que su contenido, en realidad, se diferencia del contenido del Támesis. Las islas tienen con frecuencia varias millas de largo y solamente gente muy práctica en tal navegación es capaz de asegurar en un momento dado si la embarcación va por el canal que corresponde, o lo contrario. Todas estas islas —grandes y pequeñas— están cubiertas por denso matorral de juncos, por hierba de la pampa, flores de pasionaria y otras trepadoras por encima de las cuales levantan sus copas bosques de árboles con gran variedad de hojas y flores. Son también el refugio del jaguar o tigre americano y yo me mantuve de continuo a la expectativa esperando ver alguno de estos espléndidos animales bebiendo a la orilla del canal. Pero muy raro fue el bicho que apareció para mirarnos, como no se tratara de alguñas grandes cigüeñas y garzas que, disgustadas, levantaban las cabezas en silencio cuando la marejada del vapor perturbaba la quietud con que estaban dadas a la pesca. Aquí y allá, un rancho semiderruido, indicaba el sitio adonde suelen venir algunos pobladores a cortar leña, pero no vimos ningún ocupante; si alguien se decidiera a instalarse allí, se nos ocurre que moriría de desesperación si no fuera antes arrojado por las legiones de mosquitos que infestan la orilla del río.


El Montevideo avanzaba velozmente. Una magnifica puesta de sol fue seguida por una noche sin nubes, la mayor parte de la cual pasé sobre el puente, con mi pipa, o acompañado por el jefe de máquinas que, según es común en los más distantes lugares del mundo, resultó ser un escocés y una simpática persona. En la mañana siguiente y antes de salir el sol, ya estábamos abordando en Concepción del Uruguay, capital de la provincia argentina de Entre Ríos y oficina principal de comercio del temido espantajo, ex capitán general de las fuerzas argentinas de mar y tierra (¡Dios nos guarde!) Don Justo José de Urquiza. Este terrible prohombre, es un ejemplo vivo de esos militares violentos déspotas que aparecen fatalmente en países donde el elemento civilizado no es bastante fuerte; como para impedir la presencia de personas así, y el elemento no civilizado hace tanto daño, que viene a justificar aparentemente el empleo de la fuerza y de la brutalidad. Habiendo comenzado como militar aventurero, intrépido y osado, alcanzó enorme popularidad en Buenos Aires por haber derrocado la sangrienta tiranía de Rosas y llegó a ser sofocado por los besos de agradecidos ciudadanos que, pronto aprovecharon la primera oportunidad para deponerlo a él, cuando advirtieron que no sólo se había levantado contra Rosas sino que se preparaba a vestir el odioso manto de aquel ilustre fugitivo. Al cabo de una vida muy llena de altibajos y de choques violentos, llegó un instante en que aterrorizó de todo punto el ánimo de las gentes de Buenos Aires con los ponchos rojos de sus fieros soldados, hasta que la suerte cambió por completo para él, precisamente en la campaña que tuvo lugar durante el tiempo en que me fue dado visitar el país. Ahora que este Rey de los Gauchos, tan temido durante mucho tiempo, ha sido obligado a retirarse a la vida privada, la gente ha podido observar que podrá haber estado mal o bien cuando cortaba el gaznate a sus semejantes, pero que es hombre que tiene buen ojo para los negocios y se ha acreditado como perfecto maestro en el arte de llevar agua para su molino. Por fas o por nefas se ha hecho dueño de un enorme territorio en Entre Ríos, difícil de estimar con exactitud, pero he oído decir comúnmente que se considera superior a seiscientas leguas cuadradas, o sea unos tres millones seiscientos mil acres ingleses, cubierto de incontable ganado vacuno y caballar. En Concepción ha establecido un saladero modelo donde el ganado de su propiedad se sacrifica en grandes cantidades y se hace la preparación de los cueros para enviarlos a Europa. Este establecimiento está organizado en gran escala y tiene la gran ventaja de su ubicación, porque los grandes barcos que atraviesan el mar pueden tomar la carga a bordo, directamente, por medio de un tranvía a alto nivel que viene desde el centro del establecimiento. Un lindo barco inglés y buen número de navíos más pequeños estaban cargando en la forma predicha cuando pasamos por el lugar, y nos divertimos haciendo cálculos sobre las ganancias anuales de aquel desinteresado patriota. No hubo tiempo para bajar en Concepción pero pudimos ver la ciudad a corta distancia. El edificio que sobresale es el de un colegio fundado allí por Urquiza.


A eso de las 9.30 a. m. llegamos a Paysandú, pequeña ciudad de la Banda Oriental que se asienta pintorescamente en un sitio donde el río hace un esconce formando una especie de bahía. Nada tiene en sí de notable la ciudad, pero su aspecto general es muy agradable por sus árboles y sus bosquecillos de durazneros que, en vísperas de primavera (mes de agosto) estaban en plena floración. Cada casa blanca relucía con su color de rosa y despertaba en uno el deseo de sentarse bajo su propio duraznero en el tiempo sofocante de la Navidad. Ha de ser muy chocante para oídos ingleses, pero debo decir que la gran mayoría de estos árboles en el Río de la Plata, crecen con el poco noble destino de servir como combustible. Son tratados como en nuestros país tratan a las malezas y matorrales; cada cuatro o cinco años talan todo un bosque, y crecen con tanta rapidez que ese número de años basta para producir árboles jóvenes que se cubren de frutos delicados. Media hora estuvimos en Paysandú y durante ese tiempo fueron motivo de diversión para nosotros las maniobras de un caballero nativo con su caballo chileno. Yo no debía haber mencionado este caballo en segundo lugar porque era un noble animal, mientras que su dueño era un hombrecillo desagradable que nos había molestado bastante durante el camino por la fiereza punzante con que discutía las reconditeces y misterios de los políticos argentinos. El caballo había venido como pasajero de proa en el vapor y el dueño quería desembarcarlo con él y con sus enseres. Su familia y efectos, incluso un gallego sirviente, alcoholista, fueron colocados en un rústico lanchen, bajo el comando del Don (sic) en persona, quien se mostraba de pie, en la popa, teniendo la punta de una larga soga, atada por el otro extremo al pescuezo de su corcel. El caballo fue obligado a arrojarse al río con manta, y cuando apareció en la superficie, el Don (sic) en su barcaza inició la operación de tirarlo y atraerlo hacia él, mientras el caballo nadaba. Todo fue bastante bien por algunos pocos minutos hasta que el animal echó una rápida mirada a la orilla y resolvió dirigirse a ella por el camino más corto; para esto, debía seguir una línea en ángulo recto con la que llevaba su dueño, quien pronto se vio desplazado del sitio que ocupaba en la popa. Las exclamaciones, los gritos de aquél salían de lo común; se encorvaba tanto como podía, se aferraba hasta de las últimas pulgadas de la soga; pero el caballo era fuerte para nadar, y al cabo, entre las risas de los espectadores, aquel hombrecillo tan lleno de orgullo se vio obligado a soltarlo. El caballo llegó a tierra en seguida y hubiera podido escapar, pero, por desgracia para él, salió a tierra en un trecho pantanoso de la costa, donde, luego de breve lucha, fue cogido por algunos criollos que estaban allí.


Después de esta pequeña diversión, seguimos otra vez, .a bastante velocidad, agua arriba, y antes de poco se presentó para nosotros una seria dificultad. La estancia adonde íbamos se extendía a lo largo de la costa, unas cuarenta millas al norte de Paysandú, y como no había ni ciudad ni pueblo en distancia de muchas leguas, habíamos arreglado con el capitán que desembarcaríamos en un punto al que, técnicamente, se le llama el puerto. Ahora bien; un puerto de esta naturaleza es muy diferente al de Bristol o de Liverpool y significa, nada más, un sitio determinado en la orilla desierta, al que se llega por un estrecho sendero entre el bosque; los habitúes lo distinguen por algunos árboles o por otras señales, aunque no exista nada más que pueda servir para atraer la atención de un extraño. Y no tardamos en advertir que ninguno de los viajeros y tripulantes sabía dónde podría encontrarse el tal puerto. El capitán, aunque muy cortés y dispuesto a desembarcarnos en el punto que tuviéramos a bien indicar, no estaba tampoco en condiciones de encontrar ese sitio. ¿Qué hacer?... El campo aparecía cada vez más hermoso. En las últimas horas había recreado mi vista en las largas filas y en los ondulantes grupos de palmeras que orlaban las lomas diciéndonos con su presencia que entrábamos en clima más cálido. Advertíamos que el lugar de destino estaba cerca, pero las lomas eran unas y otras muy semejantes, así como las palmeras: la orilla del río presentaba una faja impenetrable de bosques, ocultándonos el interior; no se echaba de ver ningún sitio habitado y la esperanza de que alguien hubiera bajado a caballo hasta la costa para buscarnos, desvanecíase cada vez más. El equipaje estaba agrupado sobre el puente, pero empezábamos a sentir una situación que algo tenía de ridícula. Por fin apareció un pequeño afluente del río, hacia la derecha, y alguien afirmó que era el arroyo Malo, el cual, según sabíamos, formaba el limite norte de la estancia de nuestro amigo. Seguir adelante era inútil; ya habíamos avanzado demasiado, de suerte que el vapor se detuvo y cuatro marineros prepararon un bote.


—¿Y dónde podemos tomar tierra, capitán?...


El capitán señaló la orilla cubierta de árboles.


—Si, capitán, pero nadie podría penetrar por esa maraña; no creerá usted que una señora pueda ni siquiera intentarlo: las espinas van a destrozarla, si no la devoran los tigres.


El corazón del marino sintióse tocado por el espectáculo de una mujer en peligro; los marineros recibieron orden de costear la ribera hasta encontrar un lugar conveniente. A cosa de una milla del barco, abordamos en una pequeña entrada de fondo pantanoso pero sin árboles. Era todo lo que deseábamos: a pocos minutos estuvimos con el equipaje, sanos y salvos, en la Banda Oriental, mientras la tripulación del bote volvía muy satisfecha con la nueva situación y el aspecto que presentábamos. La situación era, en verdad, bastante ridícula; parecíamos un grupo de Robinsones que hubiéramos naufragado en la orilla de una selva primitiva y la verdad es que no sabíamos dónde estábamos, tal como Robinson no lo sabía en la isla desierta. El equipaje consistía en varios baúles, tres cajas con escopetas, tres sillas de montar con sus riendas, un paquete de tijeras de esquilar, para la próxima esquila de ovejas, y un gran fardo de bolsas vacías para guardar lana: en caso de no descubrir un ser humano, lo único de que disponíamos era un pequeño saco de papas para sembrar...


Después de reír de buena gana al vernos en tal guisa, celebramos consejo de guerra y decidimos que la pareja de recién casados quedara con el equipaje, mientras yo y mi amigo soltero tomábamos las escopetas y echábamos a andar hacia el interior con la esperanza de descubrir algún rancho de pastores. Cargamos las armas, dispuestos a cazar por el camino algunas perdices para aderezarlas con las papas en caso necesario; y, con una tierna despedida a los guardianes del equipaje, tomamos el rumbo que creímos más conveniente. Por fortuna, no habíamos andado mucho cuando pudimos oír unos gritos agudos y vimos luego tres jinetes de aspecto rústico que galopaban hacia nosotros con rapidez. Detuvieron de golpe sus caballos y el que parecía guiar a los otros, un yanqui muy bien plantado y con esa expresión de calma característica de la vida libre y agreste, nos dio informes sobre el lugar en que nos hallábamos. Habíamos desembarcado a unas siete millas de la casa de la estancia, y hubiéramos tardado mucho en encontrarla si aquel hombre no hubiese estado, por gran casualidad, cortando madera en el ángulo extremo del campo desde donde había visto detenerse el vapor.


Aquí, pues, terminaron los pequeños disgustos. El generoso Dick en seguida emprendió el galope hasta la casa en busca de hombres y caballos y de una montura de mujer, mientras sus morenos camaradas iban hasta el puesto más próximo con esperanza de procurarse una carreta de bueyes para el equipaje. Pronto echamos de ver que un herbazal próximo al bosque albergaba cantidad de grandes perdices: éstas volaban en todas direcciones a medida que avanzábamos, lo que nos proporcionó el mejor pasatiempo. Al buscar una de estas aves, herida por mí mientras volaba sobre los árboles, pude advertir una prueba bien viva de los inconvenientes que hubiéramos encontrado en ese bosque, de habernos desembarcado el capitán en la boca del arroyo Malo. En verdad no podía yo avanzar una yarda por la cantidad de malezas y trepadoras entre las cuales la planta que da la hermosa flor de la pasionaria parecía la única desprovista de ásperas espinas. El caso es que, sea por causas misteriosas o de otra naturaleza, la tendencia de las plantas a desarrollar pinchos y espinas de toda especie, se ostenta de manera exagerada en los campos del río de la Plata. Ignoro si este fenómeno tiene alguna relación verdadera o simplemente emblemática con la política, pero el hecho es, por desdicha, demasiado patente para el extranjero... porque a veces tiene que habérselas con grandes vallados de áloes y cactos de quince pies de alto, y otras hay que abrirse camino en distancia de varias leguas entre cardales que sobrepasan en altura la cabeza del caballo, y espinas tan bravas que dañan como el pinchazo de una aguja, o bien puede meterse uno en un bosque de espinillos y talas y hallar todavía en el interior grupos de cactos y tunales muy espinosos. Yo corté y guardé algunas muestras de espinas de acacias de seis o siete pulgadas de largo, terriblemente agudas y gruesas como un lápiz de dibujar.


Después de unas dos horas de cacería, fuimos interrumpidos por la llegada de los peones que traían la deseada montura de mujer y arreaban los caballos destinados a nosotros. De modo que guardamos las escopetas y fueron ensillados los caballos. Dos hombres quedaron con los equipajes esperando la carreta de bueyes y emprendimos la marcha guiados por el capataz. El aspecto del campo me deleitó. Consiste principalmeníe en largas y onduladas lomas parecidas a nuestras dunas pero más bajas; los espacios entre una y otra están regados generalmente por arroyos, lo que importa ventaja incalculable en una región donde la falta de agua es más temida que cualquier otra calamidad. Uno de los mayores de estos arroyos, nuestro amigo el arroyo Malo, forma un verdadero río pequeño que corre hacia el Uruguay entre deliciosas franjas de árboles y arbustos siempre verdes inclinados sobre la corriente. Las flores de pasionaria y otras preciosas de trepadoras, desconocidas para mi, adornan los troncos de los árboles, y las flores del aire cuelgan de las ramas como columpios naturales para los loros de color azul, verde y amarillo que chillan y alborotan el día entero con toda su fuerza. Habríamos dado prueba de verdadera necedad si no hubiéramos experimentado una especie de entusiasmo íntimo, como lo sentíamos, al avanzar a caballo por aquella escena tan novedosa, en plena puesta de sol, respirando una brisa fresca que había corrido leguas y leguas entre hierbas y flores sin haberse contaminado en las afanosas guaridas de los hombres. Mientras íbamos al galope por lo más alto de la cuchilla, siempre aparecía algo nuevo para deleite de los ojos: ya era un rebaño inmenso de ganado rústico que hubiera embestido contra cualquiera que se acercara a pie (bien que poco temían al enemigo a caballo); más allá una manada de yeguas, orgullosas de su independencia, convencidas de que ningún hombre tiránico soñaría siquiera en ensillarlas con nefandos propósitos, como que la única desgracia que podría caer sobre ellas sería la del sacrificio en un saladero y con el único propósito de sacarles el cuero. Los venados y avestruces salvajes huían delante de nosotros; cantidad de perdices escondíanse bajo las matas de pasto mientras galopábamos entre ellas por terrenos de verdes herbazales moteados con manchas escarlatas: las mismas flores de verbenas que adornan los jardines ingleses. Parecía un sacrilegio pisotearlas en plena belleza natural, como lo hacíamos, pero no había manera de evitarlo.


Llegamos así a la casa, donde fuimos observados con curiosidad por los peones y acogidos muy bondadosamente por nuestros hospedadores, el dueño y la dueña de casa. A lo que parecía, habían enviado por nosotros, a esperarnos, dos o tres días antes, en la fecha en que debió llegar el vapor, y como éste no se dejara ver, llegaron a la conclusión muy natural de que el gobierno lo habría confiscado, o de que habría ocurrido algo semejante; porque nadie se muestra sorprendido de que los gobernantes republicanos se tomen con la propiedad ciudadana libertades que difícilmente serían toleradas bajo el gobierno de los más despóticos emperadores.


La instalación de la familia en aquella casa, era solamente provisional. Mr. Smith no hacía mucho que estaba allí y proyectaba construir una casa nueva en un lugar más pintoresco de su campo. Entretanto, se nos dio la oportunidad de conocer un buen specimen de vivienda rústica pero cómoda, que tiene cuanto uno puede exigir en aquellas soledades. Era un espacio cuadrangular cerrado, en uno de cuyos lados estaba la casa principal con una sala bien aparejada en medio y un dormitorio a cada uno de los lados; frente había un galpón apropiado para los peones donde cocinaban y dormían, cuando hacia mal tiempo, porque en noches agradables preferían, con mucho, dormir al raso envueltos en sus ponchos. En el tercer lado del cercado, una parte estaba ocupada por una construcción con tres divisiones que servían, respectivamente, de cocina, depósito de comestibles y cuarto de huéspedes; el cuarto lado, lo constituía solamente una palizada con una puerta en ella. Estos edificios estaban hechos de adobe y bien techados con paja. Había también un cobertizo abierto (ramada) con techo de paja que era usado generalmente para guardar los recados o sillas de montar. .


El cuarto de huéspedes me interesó particularmente: me estaba destinado para alojamiento por una o dos semanas y no pude dejar de preguntarme cómo nos arreglaríamos tres personas en él, porque advertí que había ya otro amigo de la casa alojado allí. Pero esto se arregló pronto: unos pocos catres de los que llaman en Inglaterra camas de tijera, habían sido tendidos en los rincones dejando poco espacio en medio del cuarto. Algunos cajones hacían las veces de armario y de mesa. ¿Qué más podía pedirse?... Yo puedo decir sin vacilación que nunca me sentí más cómodo y feliz que allí, y nunca dejé un alojamiento lujoso con el sentimiento que experimenté al dejar aquél. Había en el cuarto no poca actividad y vida: las ratas, que corrían sobre lo alto de las paredes y bajo el techo de paja, desprendían de continuo fragmentos de cal, y a veces, cuando el gato a media noche hacía su aparición súbita entre ellas, los tres huéspedes despertábamos y reíamos a más y mejor al sentir que los roedores se precipitaban sobre las camas.


Los gatos y las gallinas eran singularmente sociables y mostraban gusto muy marcado por nosotros, prefiriéndonos a la demás gente de la casa: cuántas veces entrábamos al cuarto debíamos desplegar hábil táctica para lograr que nos dejaran tranquilos; y si espiábamos bajo la cama, teníamos indefectiblemente como premio un bonito huevo recién puesto, dejado por ellas como obsequio y prenda de afectuosa gratitud. Dos carneritos muy mansos que había en la casa daban prueba de extraordinaria afición por el tabaco y también formaban parte de nuestros íntimos: andaban siempre buscándonos por el cuarto y si no teníamos a mano la golosina apetecida, se divertían dándonos topetazos en las piernas como en passant; una vez, sorprendido yo por ellos en la oscuridad, me vi en aprietos para no caer al suelo. Una de las camas estaba muy próxima a la puerta: el ocupante podía abrirla sin levantarse y cuando el sol naciente derramaba su luz sobre el campo sin limites, dulcificado por el hálito refrescante de la noche, no teníamos más que saltar de la cama y saludarlo en todo su esplendor. Por regla general nos levantábamos muy temprano y cada uno hacía lo que le venía en gana, hasta la hora del almuerzo, a eso de las diez; uno o dos de nosotros, por lo común, salíamos con las escopetas, y como abundaban tanto las perdices en los alrededores de la estancia, llenábamos los morrales en poco tiempo. Los muchachos nativos solían divertirse dando vueltas en torno a estas aves, cerrando cada vez más el circulo, lo que las atemorizaba tanto que se dejaban matar con los rebenques. Para tirarles con la escopeta, ofrecían un juego muy limpio: a menudo preferían correr y esconderse entre los altos pastos y no volar; pero si se avanza ligero tras ellas, derechamente, vuelan lo mismo que las de Inglaterra. En tamaño y apariencia tienen algo de la perdiz inglesa y otro tanto de la codorniz: en la forma se parecen más a esta última; el sabor de la carne no tiene nada de extraordinario, pero, en un lugar de la tierra donde, en general, no se dispone de otra cosa para comer que carne de vaca y tortas, resultaba muy agradable ver cinco o seis yuntas de perdices apiladas en una linda fuente y nos sentíamos muy satisfechos cuando tirábamos con la escopeta para contribuir a la comida diaria.


En uno de los primeros días, por la mañana, volvía yo de una de esas caminatas con mis morrales llenos de perdices, y con apetito pregunté a qué hora estaría la comida; se me contestó que precisamente los peones habían salido a buscarla. Entonces encendí mi pipa y salí fuera para ver adonde iban. Como la casa se asentaba en una eminencia del terreno, dominábase con la vista un buen espacio en derredor, y de ahí a poco vi tres hombres que, a todo galope, se dirigían a una cuadrilla de vacas próxima. Cuando llegaron a ella eligieron un animal de buen. aspecto y el peón que iba delante le arrojó el lazo a los cuernos; los animales restantes huyeron, pero el sentenciado no pudo escapar; otro jinete lo arremetió por un lado y evitando hábilmente sus furiosas cornadas, lo obligó a seguir la dirección requerida. Por las dudas, un tercero se puso del otro lado y, a despecho de sus saltos y sus bramidos, fue llevado aprisa hacia la casa. Vinieron así corriendo; los peones daban voces y prorrumpían en alaridos, hasta que estuvieron tan cerca de la puerta donde yo me hallaba de pie, que llegué a creer que el animal venía sin control e iba a llevárselo todo por delante. No fue así, sin embargo. A último momento, uno de los que venían al costado, sujetó un poco su caballo, y así que el vacuno quedó por delante, súbitamente y con gran destreza, le tomó las patas traseras con su lazo. Un grito dado en español al hombre de delante, le advirtió que todo marchaba bien: entonces aquél llevó su caballo hacia un lado a tiempo que el de atrás llevaba el suyo hacia el lado contrario. Así en un momento el novillo fue estirado por los dos lazos; amarrado de popa a proa cayó pesadamente al suelo, a pocas yardas de la puerta, y el primer trabajo importante del día quedó realizado: ya teníamos asegurado el almuerzo.


Apenas si tuve tiempo para admirar la espléndida destreza del jinete porque el tercer peón bajó en seguida del caballo y degolló al novillo antes de que yo pudiera observar lo que estaba pasando a mi alrededor. Un mugido de muerte vino a indicar que ya teníamos carne para el día. Otros pocos peones llegaron como llegan las águilas sobre el animal muerto y la res quedó desollada y limpia en unos cinco minutos. El español que hacía de cocinero andaba muy de prisa llevando para la mesa de su amo las partes más delicadas y sabrosas, como la lengua, el hígado y algunos buenos biftecs. Advirtió también que el almuerzo se hacia esperar y por eso, media hora después de las corridas a caballo, estábamos ya disfrutando de sus resultados. Los peones dividieron el resto de la carne en porciones iguales y en la misma mañana llegaron los puesteros desde cada uno de los puestos lejanos y llevaron su provisión de carne para el día. Todos cuantos trabajan en esos puestos tienen su buena ración de carne y yerba mate y parecen tener en menos todo otro alimento. Cuando terminan su tarea diaria preparan la carne, de la que hacen un buen consumo; después beben mate a discreción y luego se duermen hasta la madrugada. Hablando en general, puede decirse que no toman alimento hasta la tarde, como no sea unos mates, por fuerte que haya sido el trabajo.


Hacia la parte posterior de la casa, había un bosquecillo de mimosas, de un árbol al que llaman aromo. Estos árboles eran en su mayor parte de unos veinte a treinta pies de altura y estaban cubiertos de flores amarillas muy lucientes a modo de pequeños penachos, que perfumaban el ambiente en derredor con la más deliciosa fragancia. Después del almuerzo, gustaba yo de retirarme allí para fumar mi pipa de la mañana. Venía luego una cacería o paseo a caballo según el gusto de cada uno. Yo me complacía particularmente en caminar por las cercanías de la estancia, en las inmediaciones del arroyo Malo cuando estaba seguro de cobrar piezas variadas con mi escopeta. Para llegar al río, veíame obligado a pasar por un terreno de pastos altos, secos y empenachados, refugio favorito de un ave deliciosa, la perdiz grande 1. Esta ave tiene casi el mismo plumaje que nuestros faisanes y se les parece mucho en forma y tamaño, pero no tiene la cola larga. Había gran cantidad de ellas en ese campo, pero por falta de un buen perro, pocas fueron las que pude cobrar; en seguida se agazapaban tanto bajo aquel pasto áspero que, a menos de ser pisadas, no levantaban vuelo; y a veces creíamos haberlas localizado con toda exactitud, pero al marchar hacia el lugar señalado, ya no las encontrábamos. Con un buen perdiguero hubiera sido aquel un excelente deporte. El afortunado que pueda venir a una de estas estancias con un buen perro, se verá bien recompensado del precio que pueda pagar por él y de todas las molestias que puedan ocurrirle. Sin un perro, solamente por casualidad puede hacerse un tiro feliz, porque la perdiz, si no se hace un ovillo, corre casi siempre y se esconde entre los pastos altos y no quiere volar; de ahí que, con un perro bien enseñado a arrastrarse, y capaz así de sorprenderla, este deporte ha de resultar espléndido. Mr. Parish Robertson, que residió en estos países por muchos años, describe así a la perdiz grande: “De cuantos deportes cinegéticos conozco, caza de gallos silvestres, faisanes, becadas, urogallos, perdices comunes, gallinetas, chochas, no hay otro tan agradable y apasionante como éste de la perdiz grande de Sudamérica. Se le llama par excellence perdiz grande. Tiene olor fuerte, porque desde el momento que el perro la siente, pónese en una agitación tal, que tiembla como un histérico. La perdiz, antes de volar, hace una carrera prodigiosa, y si vuestro perro, al venir sobre ella como hace un perro inglés cuando descubre la huella de una bandada, se detuviera o se agazapara, el cazador no acertaría nunca ningún tiro. El ave desaparece desde el momento en que su oído finísimo o instinto natural le han dicho que sus perseguidores se hallan cerca, y no porque haya alzado vuelo, sino porque ha emprendido una carrera que comienza en sospecha y temor y termina muy precipitadamente. De tal manera que, si queréis realmente hacer el tiro, os veréis obligados a azuzar al perro para que se eche en seguida sobre ella, y a seguir la caza con presteza ininterrumpida y pagar acaso con diez minutos de carrera la satisfacción palpitante de echar abajo la buena pieza que habéis perseguido sin respiro. Yo embarqué cuatro de estas aves con la esperanza de introducir la cría en Inglaterra pero languidecieron no obstante las precauciones tomadas, y su salud decayó en la zona fría, hasta que murieron al llegar al Canal. Con todo, creo que podrían introducirse y constituirían gran adquisición para los cazadores” 2.


Viejos moradores que todo lo hacen a caballo, usan de otro procedimiento, y muy divertido, para cazar la perdiz grande. Ha sido comprobado por una larga experiencia que esta ave no puede dar más de tres vuelos. De ahí que los hombres a caballo, provistos de perros, le den caza en la siguiente forma: así que vuela una perdiz, se precipitan en su persecución; los perros corren tan rápido como los caballos; todos se esfuerzan para ver el sitio en que el pájaro se ha posado; lo hacen levantar otra vez y se repite el mismo proceso; por tercera vez se fija bien el lugar en que bajó y proceden con suma rapidez hasta dar con la víctima que, rodeada completamente, no puede escapar .


Atravesados estos terrenos de pastos altos, entrábamos al monte que sigue la orilla del arroyo Malo, siempre seguros de poder divertirnos allí con caza muy variada. A la sombra de hermosos árboles y altos arbustos cazábamos lo que se nos ponía por delante. A veces un fuerte aleteo anunciaba que una perdiz había entrado al bosque y hasta nos daba el rumbo de su vuelo; a veces otro ruido de alas advertía que las palomas del monte andaban sobre los árboles; en otras ocasiones una chillería, como de irlandesas encolerizadas, era señal, en algún sendero, de que una bandada de loros estaba próxima. Y todas las aves caían, llegado el momento, y en su mayoría estaban destinadas a convertirse en una especie de pastel muy grande y sabroso y bien aderezado, cuyo aroma no olvidaré Jamás y que recomiendo a todos los que estén dispuestos a emigrar a las praderas del Uruguay. Si estas páginas, por azar, fueran a caer en manos de algún frío filántropo humanitario, que me criticara el deporte, permítaseme decir que nunca sacrifiqué mayor número de aves que las que podían buenamente consumirse en la casa en que me hospedaba, si bien debo confesar también que, por efecto del aire tan tonificante, el apetito que sentíamos era excesivo. Un ornitólogo se hubiera deleitado allí 3. Con frecuencia descubríamos pájaros que no conocíamos y recuerdo especialmente uno del tipo de los milanos, todo blanco y las puntas de las alas negras, de aspecto general muy elegante.


Aguas abajo, el bosque se hacía más espeso y descubrimos que allí tenían su guarida los carpinchos; por eso resolvimos hacerles una visita, aunque, como no teníamos rifles, la visita sería únicamente de cumplido.


El carpincho o capibara, es una especie de cerdo de río, casi del tamaño de un oso pequeño, la cabeza ancha, el hocico grueso y largos bigotes casi tan duros como los del tigre. Es muy asustadizo y se hace difícil acercarse a él; por eso fuimos arrastrándonos con cuidado entre arbustos espesos hasta cerca de la costa del río. De vez en cuando un gruñido fuerte Ugh... seguido de una súbita zambullida revelaban que habíamos hecho levantar algún carpincho en la costal aunque la espesura del bosque nos impedía ver adonde iba ni de dónde venía. Por último, salimos de pronto a un sitio más claro y pudimos divertirnos viendo a uno de ellos sumergirse gruñendo en el río próximo. Nadaba con ímpetu y se alejó aguas abajo por en medio del río con su fea cabeza fuera del agua. como un pequeño hipopótamo y presentando el blanco más tentador para un tiro de rifle. Yo tenía la esperanza de cazar un specimen de pavo del monte o pavo silvestre, pájaro de todo punto admirable, pero salí decepcionado, porque, a lo que parece, ahora todos se han confinado en los bosques de las islas en el río grande. Lo mismo ha ocurrido con los jaguares, escondidos ahora en aquellos ratitos solitarios, donde, si alguien se decide a buscarlos, encontrará muchas dificultades y penurias para una caza bastante problemática. Las islas constituyen retiros bastante seguros hasta que sobreviene alguna gran creciente, porque entonces grandes trozos de estas islas son arrancados con frecuencia por la corriente y se van flotando aguas abajo por el río grande, llenos de serpientes, tigres y otros animales que pudieron haber tenido la poca suerte de encontrarse ahí en aquellos momentos. No queda esperanza para ellos, a menos que su morada flotante se incorpore por azar a la tierra firme o a otra isla de alguna consistencia. Sir Woodbine Parish menciona el caso de cuatro jaguares que fueron llevados de tal suerte hasta Montevideo, donde desembarcaron con el natural asombro y horror de los pobladores.


El calor había empezado a despertar a las víboras, y muy seguido las encontrábamos cuando salíamos a cazar. De las que yo encontré, andando por la estancia, ninguna tenía más de cuatro a cinco pies de largo y no eran de especie venenosa; pero siempre tuve cuidado de calzar unas botas altas color de ante que me había procurado en Inglaterra. Como botas de montar eran excelentes, y tan livianas, que aun en clima cálido podíase caminar con ellas cómodamente y desafiar espinas, víboras e insectos de toda clase. El color claro del cuero duplica el mérito de las botas en países de clima cálido donde pueden usarse fácilmente todo el día con un sol que haría intolerable en pocas horas el uso de botas de cuero negro. Oí decir que la víbora llamada “del coral” es peligrosísima y su picadura puede ser mortal. No vi ninguna de esta especie en la Banda Oriental pero cuando, después, fui mejor informado en Brasil, resultó que se trataba de un error muy generalizado.


El joven inglés que encontramos aposentado en el cuarto de huéspedes se llamaba Roberts y me hizo un divertido relato de cómo había llegado al país, pocas semanas antes. Había hecho amistad en Inglaterra con un joven escocés de nombre Anderson en vísperas de que este último emprendiera viaje a Sudamérica para ensayar la cría de ovejas. Poco después, Roberts experimentó quebrantos en su salud y le aconsejaron cambio de aire y de vida, con lo que decidió escribir a su antiguo amigo (que había comenzado ya su nueva vida en la Banda Oriental) anunciándole una visita. Después de un viaje muy largo, con tiempo tormentoso, y de casi tres meses, llegó a Buenos Aires, donde, imprudentemente, le aconsejaron no esperar el vapor, sino largarse a Paysandú en un barquichuelo criollo, apenas más grande que una canoa. Empleó nueve malhadados días con sus noches en este calamitoso bote sin saber una palabra de español, y cuando llegó a Paysandú, se halló solo, sin conocer a nadie de la localidad. Por fortuna para él, fue sacado de aquella triste situación por una persona que hablaba inglés y le informó que la casa de Mr. Anderson estaba a unas quince leguas de allí; que, por casualidad, había llegado un peón de una estancia, que ahora estaba para volverse a caballo, de manera que podría servirle de guía y compañero sí quería partir inmediatamente. No había que perder la ocasión. Roberts pudo procurarse un caballo y allá se fue al paso habitual en el país; en el debido tiempo llegaron al lugar en que se hallaba su amigo, después de cabalgar cuarenta y cinco millas, lo que importaba un cambio muy brusco después del largo confinamiento soportado en el mar y en el río. El encuentro de los dos amigos puede imaginarse, pero nadie podría describir el asombro del recién llegado cuando pudo percatarse de que en el lugar en que se hallaba, no existía casa ninguna. Mr. Anderson era uno de esos hombres de corazón esforzado que confían en su propio ánimo e independencia para salir triunfantes y que sobrepasan con éxito todos los obstáculos. El había hecho su viaje para criar ovejas y de ahí que empezara por invertir su capital en una majada y en un pedazo de campo para cuidarlas. Eso era cuanto necesitaba para empezar; lo demás vendría a su debido tiempo. Su única compañía era la de un peón de muy poco agradable apariencia, pero fiel a toda prueba,. que, habiéndose distinguido en frecuentes peleas por haber dado muerte a sus adversarios, ahora tenía resuelto consagrar todas sus energías y su capacidad al servicio de su gallardo patroncito. Empezaron por dormir a campo abierto, sobre sus recados, envueltos en sus ponchos; pero en pocos días, con unas estacas y mazos de paja prepararon una especie de choza cuyo mobiliario consistía en poco más de lo que se estima suficiente en las pampas: una cabeza de vaca para silla y un mezquino cuerno de buey. Un conjunto de cosas parecidas a éstas pero algo mejores habían dejado en la estancia en que nos alojábamos, y durante ese tiempo construían una casa mejor, hecha al estilo común con zarzas y barro.


Era ya la sobretarde; el sol había desaparecido y el cielo estaba nublado, pero Mr. Anderson resolvió en seguida llevar a su amigo a la estancia de Mr. Smith donde estaba seguro de encontrar abrigo y hospitalidad. Una hora escasa hubiera bastado para ir a caballo en pleno día pero se hizo de noche antes de cumplida la mitad del camino y nada se veía. Mr. Anderson, convencido de que iba en buena dirección, marchaba cada vez más ligero, como que era buen jinete, y no pensaba en los sufrimientos de su amigo que después de un día de ajetreo, al que no estaba acostumbrado, veíase urgido a continuar un duro galope por un terreno desigual, en completa oscuridad y esperando a cada momento que llegaría su fin. Por último se convenció de que no daba más y Anderson convino en que no podía encontrar la estancia; pero no por eso renunció a buscarla. Y así, dijo a su amigo que no se apeara mientras él daba unas vueltas con la esperanza de descubrir la casa. Podíanse oír los cascos del caballo sobre la llanura y los dos hombres se comunicaban por momentos dando voces hasta que Mr. Anderson volvió desengañado diciendo que no tenía noción del lugar en que estaban. Ahora, naturalmente, se había hecho imposible encontrar uno u otro lugar y no había más que pasar la noche allí donde se encontraban; pero el joven escocés era dueño de un recurso digno de ser revelado para beneficio de quienes lo desconocen. Cinchó bien fuerte los dos caballos y tan pronto como ambos amigos extraviados volvieron a sentarse en los recados, los animales, movidos por maravilloso instinto (aguzado por la incómoda opresión de la cincha) partieron como de común acuerdo a buena marcha, encontraron el camino y nada los detuvo hasta que estuvieron en la choza de la que habían salido 4. Pasaron la noche ambos amigos como las circunstancias lo permitieron y en la mañana siguiente se presentaron en la estancia donde nosotros, al llegar, habíamos encontrado a Mr. Roberts.