Viaje al Plata en 1861
La vida en la Banda Oriental
 
 

Sumario: A caballo por los puestos. Avestruces y venados. Como los indios. El ataque a un toro. Un criado belicoso. Carácter de los gauchos. Sus fiestas y sus querellas. El cuchillo. Señalando ovejas. Cómo se encastan mulas. Los daños producidos por las hormigas. El bicho colorado. Dificultades para montar un potro. Hacia el río Uruguay. El Vellocino de Oro. Arboles y flores. La selva. Metidos en el monte. Una velada agradable. La gran tormenta. Llegada del correo. Vuelta a Buenos Aires.




Pocos días después, nuestro hospedador quiso llevarnos a caballo por la parte del naciente, o sea por el interior de la estancia, en una recorrida en que visitamos algunos puestos del mismo establecimiento. En varios de ellos encontramos al puestero en casa, alguna vez sentado con su mujer (media india) mientras los pequeños, morenos y de ojos brillantes, jugaban en la puerta del rancho. Algunos de los mejores de estos puesteros y los de mejor apariencia, son emigrantes vascos que, por regla general, forman entre la clase más estimable de la población. Los vascos franceses y españoles llegan en gran número al Río de la Plata y son singularmente hermosos y bien hechos para el trabajo. Las mujeres son también de aspecto agradable pero por lo general físicamente inferiores a los hombres. En estas visitas del patrón a sus puesteros, los saludos son muy solemnes, y nada, como no sea la excusa de andar muy de prisa, puede evitar un resentimiento si los visitantes no desmontan y se sientan para mantener una media hora de charla y chismorreo. La mujer (esposa o lo que sea) es llamada siempre señora y ella pregunta con mucha calma y dignidad por la salud del patrón y de toda su familia; después de esto se retira y se introduce en seguida en la casa. Algo me dice que se ha ido a preparar el mate y yo, que detesto el mate, pienso que me veré obligado a quemarme la boca por no ser descortés con la señora si lo rechazo. Entretanto, el puestero descansa después de los rudos galopes de la mañana y responde a las preguntas que se le formulan sobre las ovejas: lo hace con la manera fría y perezosa de los hombres de campo y nos invita a desmontar. Nos excusamos diciendo que tenemos que ir muy le;os, sabiendo, como sabemos por experiencia, que, de sentarnos en casa de un puestero, hay pocas probabilidades de despacharse pronto. En ese momento sale la mujer morena y haciendo a un lado a las criaturas ofrece un mate al patrón. Este último lo encuentra muy bien; lo mismo su hermano, y entonces me llega el turno a mi. Tengo que inclinarme sobre el recado y tomar el mate demostrándome agradecido; pero como nunca me ha gustado lo bastante esta bebida nacional como para acostumbrarme a ella, me quemo los labios con la bombilla y chupo tan torpemente que me lleno la boca con yerba execrando interiormente a la buena mujer por su atención mientras ella sin duda me mira como a una criatura infortunada, extraña a las costumbres y hábitos de todo el mundo.


Pronto nos pusimos en marcha otra vez, avanzando más hacia el este, y después de vadear un río nos encontramos en un campo de aspecto muy diferente al anterior. Las ondulaciones del terreno eran más pronunciadas y los espacios entre una y otra simulaban pequeños valles excavados .por las aguas en otras épocas: todos iban en dirección al río que habíamos cruzado. Había mucha mayor abundancia de palmeras e hicimos un lindo galope a través de ellas, subiendo y bajando las lomas mientras la fresca brisa inclinaba sus copas en forma de plumas, con sonido agudo y crujiente. Cantidad de perdices levantaban vuelo a uno y otro lado y casi las pisábamos con las cabalgaduras; más adelante saltaba algún venado y el avestruz huía dando zancadas al aproximarnos. Los caballos seguían a buen galope, incapaces de fatiga y al parecer llenos de vigor como para volver en seguida a la estancia; pero el sol descendía tras los palmares y teníamos mucho que andar. Una pequeña desviación en el camino nos permitió hacer una visita a Mr. Anderson, a quien encontramos a la puerta de su casa que ya estaba terminando en esos días. Otra hora de caballo nos llevó a la estancia con la luz apenas necesaria para saber dónde nos encontrábamos.


Algunos días después Mr. Anderson vino a visitarnos, lo que me permitió conocerle mejor. Vivo, activo, arriesgado, era el beau ideal del hombre para el país en que ahora se hallaba y había tomado sus costumbres y las maneras de sus habitantes con un entusiasmo que a veces la misma experiencia se encargaba de entibiar en él. Me divirtió mucho con el relato de algunos de sus actos arriesgados y me contó su historia con una rara gravedad que acrecentaba su interés. Dijo que había deseado hacer todo lo que los nativos hacían y, habiendo oído decir que los indios podían arrojarse del caballo en pleno galope, intentó hacerlo también él, castigó su caballo hasta ponerlo a buena velocidad y se arrojó al suelo. Tratándose, como se trataba, de un novicio, el efecto puede imaginarse: rodó como rueda una pelota sobre un buen pavimento y dejó a los indios el monopolio de hazaña semejante. Poco después se halló presente en una hierra donde había un toro muy bravo y que por un rato desafiara los esfuerzos de los peones empeñados en marcarlo. Alguien que conocía el ánimo arrojado de mi amigo, lo desafió a que no atropellaba al toro; él, en seguida, se fue sobre su caballo contra aquel animal salvaje pero en el último momento el caballo se desvió del peligro. No faltó quien se riera como pensando que la prudencia estaba en lo más íntimo del valor. Sintiendo el escozor hizo una furiosa embestida contra el toro, que levantó al caballo y al jinete por encima de su cabeza. Anderson dio prueba de su valentía pero se prometió también desde entonces que, habiéndola sacado bien esta vez, no insistiría en provocar toros ni en tentar a la Providencia de modo tan temerario.


Su sirviente fiel, el homicida de que he hablado ya, me impresionó como un tipo característico en su género y que podría ser considerado una muestra de cierta clase de gauchos del país. Tenía la figura alta y erguida de un europeo y sus movimientos revelaban tal viveza y elasticidad, que le hubieran convertido en formidable enemigo para una lucha cualquiera; la tez morena, el cabello negro y lacio, la frente estrecha, denotaban que en sus venas corría una porción de sangre indígena; su porte y ademanes eran resueltos y atrevidos; me parece que sentía orgullo de ser señalado y tenido como hombre que concluye siempre sus disputas cobrándose con la vida de su adversario. Tenía la superstición de que en su vida intervenía el influjo de algún sortilegio, lo que se había visto confirmado ya una vez, desde que, habiendo sido condenado a muerte por Urquiza, andaba sin embargo en el mundo y podía contar su casi milagrosa amnistía. Estaba ahora sirviendo muy bien con su nuevo amo y se desvelaba por sus intereses, especialmente en lo relativo a un hombre de muy mala reputación, apellidado Hopkins. Este tal era un yanqui muy mal mirado en todas esas inmediaciones y que había sido despedido por sus patrones, pero andaba rondando, a la pesca de nuevas ocupaciones e importunando a nuestro amigo Anderson con tramoyas dañinas. Todo vino a parar en una airada disputa, en que el peón de Anderson, sacando su cuchillo, y besando la hoja fervorosamente, lo que entre aquella gente tiene un sentido de mala intención, juró por la Virgen Inmaculada que si le cogía otra vez, ya podía decir adiós al mundo. Era tenido por hombre de palabra y no tengo la menor duda de que lo hubiera cumplido por entonces si Hopkins no se hace a un lado. No se ha de inferir de ello, sin embargo, que un extraño pueda correr más riesgo que el común confiándose a estos hombres, siempre que proceda con la necesaria dignidad y prudencia. Como es natural, pueden encontrarse malos sujetos en la campaña, como en cualquier parte, e individuos capaces de cometer un crimen, por lo cual es preciso tomar precauciones. Llegaron a decirme que, si algún individuo sospechoso me pedía fuego para encender su cigarro en el mío, era preferible poner éste en el caño de la pistola, antes que dejar acercar aquel lo bastante como para tomar el cigarro que me pedía.


Hace algunos años, es verdad, los crímenes eran frecuentes y resultaba muy común oír hablar de personas que habían sido dejadas en el suelo, muertas o medio muertas por la simple razón de ser gringos, vale decir extranjeros. Las facilidades que hay para escapar en una comarca primitiva y sin límites, permiten, sin duda, la comisión de crímenes; pero hay muchas razones para esperar que las grandes faenas de ganadería y los establecimientos que se fundan y cubren ya esta tierra, ejerzan beneficiosa influencia sobre los habitantes, al proporcionar a gran número de ellos el trabajo regular; esto, después de todo, constituye el agente más poderoso para desviar a la población de tales delitos. El amplio, creciente y constante aporte de elemento extranjero, habituado a una vida más ordenada, ha de beneficiar y mejorar en mucho a las rudas familias gauchas, conteniendo sus peores impulsos. .


Me pareció que no era común oír hablar de crímenes cometidos por los gauchos como no fueran impulsados por la pasión o la venganza. No recuerdo ningún caso de ataque por el mero propósito de robo y hasta he oído decir duramente que nadie roba si no es el gobierno. El gaucho, en su estado normal, es generalmente un buen hombre, algo serio y grave quizás, que no se da fácilmente con un extranjero, como lo hace el europeo; es muy indiferente y el adepto más cabal de la parte nil admirari de la humanidad. Ya podéis hablarle del asunto más apasionante, podéis darle la noticia más afligente; es probable que, entre dos fumadas de su cigarro y de manera un tanto abstraída diga solamente: “¿Quién sabe?”..., y esto, por el tono y la manera con que lo dice, tiene visos de significar: “¿Y a mí qué me va?”... Pero si le decís que tiene que galopar veinte leguas con un propio (mensaje), dirá: “Sí, señor” y lo veréis poco después galopando como el viento. Decir que es un jinete perfecto, sería tan redundante “como dar brillo al oro fino o pintar de blanco a la azucena”; pero creo también que, en su fuero más íntimo, juzga del mérito de un extranjero por su capacidad para galopar, antes que por ninguna otra prueba de competencia moral o religiosa ideada por toda una Junta de Educación.


Muchos de ellos cumplen una jornada fuerte de trabajo, invariablemente, sin alimentarse, hasta que el atardecer anuncia la hora del descanso; entonces se tienden o se sientan perezosamente junto al fuego donde se asa la carne mientras el inevitable cigarrillo adorna sus caras tostadas por el sol; y si he de juzgar por mi experiencia de las estancias que visité, tendré que decir que pasan sus veladas muy tranquilas en su propio quartier del establecimiento, donde se atracan de carne y mate. Suelen entrar en disputa cuando van, después de varias horas de trabajo, a alguna de las solitarias pulperías o despachos de bebidas que pueden hallarse esparcidos, aquí y allá, a distancia de varias leguas en el campo, o cuando en algún día de fiesta van a caballo al pueblo, lo que quiere decir a alguna distante aldea. Allí encuentran gente extraña, beben caña y hacen amistades. Allí juegan a las cartas, hacen música, cantan y bailan y no tardan en excitarse por fuertes sentimientos de rivalidad. Surge así una disputa a propósito de una dada de cartas o del corazón de una mujer, y a una palabra violenta responde una cuchillada, violenta también. A veces, hasta las dulces musas son motivo de combate cuando dos diestros rivales ensayan sus improvisatore talentos respondiéndose uno a otro alternativamente con acompañamiento de guitarra... Y ahí se están echando versos y más versos, y los espectadores toman apasionado interés en la comparación de ambos bardos, y ambos, muy probablemente, se hallan excitados por el alcohol. Por último, uno comienza a cantarle al otro para fastidiarlo, diciéndole que ya no puede más y que está vencido; la cólera aumenta la confusión del poeta agotado y, entre las burlas de los espectadores, se ve obligado a terminar. Hirviendo de rabia, Apolo arroja su lira y se transforma en el dios de la guerra. —¡Caramba! —grita—. Me podrán ganar en esto, pero vamos a ver en esto otro...— Y salen a relucir los largos facones y sobreviene un hecho de sangre.


Estas cosas ocurren, es verdad, pero el extranjero no tiene por qué mezclarse en ellas, si no es arrastrado por esa curiosidad que suele llevar a los hijos de Gran Bretaña a desastrosas consecuencias. Un estanciero, de cualquier parte que sea, muy bien podrá llevar a cabo su tarea y vivir en perfecta seguridad, en todo cuanto pueda concernir a sus hombres, si los vigila solamente en el momento en que trabajan y no se mezcla en sus diversiones personales. Estos hombres son generalmente peligrosos cuando beben, pero creo que no es menos cierto que raramente se emborrachan con malos propósitos. Los hombres ebrios se sienten inclinados a la disputa en todas partes, pero en Inglaterra se satisfacen con decir palabras fuertes y con darse de puñetazos; los españoles, italianos y sudamericanos tienen la pésima costumbre de usar cuchillo y por eso los hombres prudentes deben evitar las disputas con ellos, salvo que estén preparados con un arma idéntica. Se cuenta de un irlandés que en el campo adoptó esta última alternativa con sincera indignación y mató a los que querían matarlo a él y hasta se cuenta que mató a diecisiete cuchilleros de profesión, golpeando duro y firme mientras ellos ejecutaban las fintas y los floreos de los maestros de esgrima.


Ha sido ésta una digresión poco agradable. Revenons á nos moutons... Hablemos de las plácidas tareas de la estancia donde tuve el placer de alojarme. No era tiempo de grandes faenas pero se estaban haciendo muchos preparativos para la esquila, que es algo así como el tiempo de la siega para quienes viven entre las ovejas. Debían hacer al mismo tiempo la marcación de los corderos y vi cómo se realizaba la operación con los vastagos de una majada. Fue llevado el total de las ovejas y corderos a un vasto corral y los corderos separados y encerrados en otro corral interior. En este corral interior esperaban algunos peones que cogían a los corderos según les llegaba el turno y los entregaban a otros peones, que, cruelmente, les cortaban la cola; luego les recortaban una oreja; después le cortaban la otra conforme con un determinado modelo y tal como la máquina del guarda de ferrocarril es lo que llaman la señal del patrón, o marca. El pobre hace una muesca en los billetes devueltos. Este último cordero era entonces entregado a la madre por encima de la empalizada y la oveja lo consolaba lamiéndolo y prodigándole otros alivios.


Cuando yo llegué, era ya demasiado tarde para ver una manera muy curiosa de que se valen para engendrar mulas. Todos sabemos cómo se encastan las mulas; pero en los campos de Sudamérica, las yeguas, acostumbradas a hacer su voluntad (y no lo que se les manda), niéganse terminantemente a ayuntarse con los asnos y los echan a coces de su compañía. Para obviar tal dificultad, ha sido hallado un artificioso expediente cuya aplicación divertía en extremo a todos los de la estancia. Se espera la coincidencia de que una yegua y una burra hayan tenido crías y de que la cría de la última sea macho. Los peones matan entonces la cría de la yegua y le sacan el cuero con el cual revisten al asno pequeño. En la noche, entregan el burrito a la yegua que le da de mamar, creyendo equivocadamente que se trata de su propio vástago, y una vez que el engaño se ha consumado, el animalito se desarrolla en términos muy amistosos con las yeguas que, como consecuencia del engaño, lo reconocen por entero como de la manada. La operación de cubrir con el cuero al burrito impostor, descríbese como cosa verdaderamente cómica.


Muy cerca y frente al cuarto de los huéspedes, había un espacio cercado por una bonita empalizada. En una región donde es costoso cortar y trabajar la madera, pregunté a qué estaba destinado aquel sitio. Era que el dueño de casa, que con desdén muy inglés, no aceptaba el exclusivo régimen de carne, había ideado aquello para poder tener un sembrado de hortalizas y había plantado algunas que crecen muy bien en ese suelo y con aquel clima. Pero, ¿en qué habían venido a parar las hortalizas? Sólo se veían allí malas hierbas y cardos de varios pies de altura. A lo que parece, las verduras habían crecido en un principio muy bien, con bastante rapidez, y muy promisoras, pero, por desdicha, las hormigas tenían buen ojo para hacerse ellas mismas la cosecha, y tan pronto como alcanzaron las hortalizas un tamaño satisfactorio, aquellos pequeños enemigos de la raza humana en los climas cálidos, tomaron el sitio por asalto y en dos días no quedó ni vestigio de todo lo que tenía cierto valor. También las hormigas se comieron parte de mi silla de montar y me dañaron un par de botas. Fui a inspeccionar las fortificaciones de donde habían salido, es decir los escondrijos secretos que estarían llenos con los restos de la huerta de mi amigo. Formaban anchos montones de tierra de los que salían caminos muy trillados en todas direcciones, como aparecen las calles de Londres miradas desde lo alto de la torre de San Pablo, y marcados distintamente como las sendas de los conejos en el pasto. Las hormigas habían dado cuenta de las verduras, ya de algún tiempo atrás, y ahora largas filas de enemigos marchaban llevando fragmentos de hojas y flores, tomadas del borde, a menudo tan grandes como sus propios cuerpos y me hicieron pensar nada menos que en el bosque de Birman camino a Dunsinan 1.


En la vecindad de las hormigas, el acentuado calor de la estación había sacado afuera las primeras crías de un insecto muy nocivo y odioso, el bicho colorado. Estos bichos son muy diminutos y casi del mismo color de la cochinilla; se meten entre la piel y producen una irritación horrible con su secreción venenosa. Mi hospedador no había tenido tiempo todavía para dedicarse a las hormigas, pero en otros lugares de la región yo las había visto exterminadas por completo de las huertas con sólo derramar agua en sus nidos hasta convertirlos en lodo por medio de una azada. Las hormigas quedaban completamente enterradas, y el sol, en pocas horas, secando el barro lleno de hormigas, dábale la consistencia del ladrillo.


Durante mi estada organizamos una excursión a caballo, muy numerosa, por las orillas del Uruguay aguas abajo, a fin de conocer algo que se tiene por un fragmento de un enorme fósil y se encuentra a distancia de alrededor de unas siete u ocho millas de la casa. Estábamos listos para partir y los caballos no lo estaban menos en muchos sentidos. Mr. Smith era un perfecto jinete y nada le divertía tanto como domar un caballo y montarlo por primera vez. En esta ocasión le habían preparado para diversión suya un animal joven que apenas si había sido montado una que otra vez. Es decir, lo bastante como para dejarse poner el recado sobre el lomo sin producir ningún disturbio, 'pero la dificultad estaba en que pudiera montarlo el jinete. Mr. Smith se acercó muy despacio, casi imperceptiblemente, al costado del caballo, hasta que pudo tomar las riendas en su mano izquierda; una vez conseguido, levantó el pie cautelosamente, hasta llegar con él al estribo. Entretanto, media al animal con los ojos. De súbito, lo montó con tal destreza y precisión, que, por más que el animal dio un gran salto y coces en todas direcciones apenas sintió el pie en el estribo, el jinete se mantenía correctamente en la silla y el potro se dio por vencido encontrándose con un amo que no había podido arrojar de sus lomos a pesar de todo. Siguiéronse algunos saltos desesperados y, viendo que todo esfuerzo era inútil, abandonó la lucha, ya con buen talante y se mantuvo quieto por el resto del día.


La suerte me había reservado a mí un destino menos elegante pero más divertido. Mi caballo de aquel día era un bayo muy vivo y aunque no tan arisco como el potro, sin duda buen espécimen del ágil caballo de la Banda Oriental, generalmente algo rudo y que siempre trata de arrancar cuando, con las riendas en la mano, ponemos el pie en el estribo. Monté tan ligero como me fue posible, pero en el mismo instante en que lo hacia se echó con violencia hacia mi propio lado y el resultado fue que, pasando sobre el lomo, caí al suelo por el lado contrario de manera ignominiosa pero apoyándome sobre un pie y la rodilla. No llegué a dar con mi cuerpo en el suelo y me puse de pie; en el segundo intento me afirmé sobre el recado: el animal, según pareció, se había conformado con mi primera derrota. Entonces nos pusimos todos en marcha por aquellos pastizales espesos, en un día tan esplendoroso que regocijaba el corazón. Cruzamos largas y onduladas cuestas y pasamos por un sitio donde nuestro hospedador se proponía construir su nueva casa. Allí gozábase de una vista magnífica sobre muchas millas alrededor del río Uruguay que chispeaba en amplias y cristalinas láminas bajo un cielo sin nubes. Largas y verdes colinas coronadas por bosques de palmeras levantábanse una tras otra en la costa entrerriana; e islas de todo tamaño cubiertas de profusa vegetación convertían el río, a la distancia, en una adorable región de lagos. Tan lejos como alcanzaba la vista no se percibía ciudad ni habitación alguna, no obstante presentarse ante nosotros todo cuanto puede tentar las energías del hombre. Aquel pequeño grupo de ingleses se mostraba en silencio sobre una vasta extensión de tierra capaz de producir todo lo necesario; era una región muy vasta que, después de explorada en un principio por el maravilloso coraje y el empuje de los españoles de tres siglos atrás, había, desde entonces, por la necedad de los descendientes, atravesado por un largo periodo de depresión e insignificancia y ahora estaba destinada a ser el hogar feliz de millares de personas que forman exceso de población en Europa.


Las portentosas hazañas de aquellos viejos adelantados vivirán por siempre en la historia. Cruzaron el Atlántico y soportaron penas infinitas para alcanzar por el Río de la Plata, la tierra de los tesoros, el Perú, el fabuloso Dorado. Su resistencia y su coraje sobrepasó todo cuanto pueda creerse; pero la auri sacra fames fue siempre pasión infortunada. A sus descendientes cayó en suerte una triste herencia hasta que, en estos tiempos se ha visto en esa herencia la mansión del Vellocino de Oro; los hombres de voluntad de toda la tierra están comenzando ahora a descubrir todas estas llanuras y las luminosas cuchillas con majadas de ovejas y tropas de ganado y obteniendo riqueza con mayor rapidez que los buscadores de oro. A su debido tiempo habrán de surgir pueblos y ciudades en un país donde no solamente los ganados sino también los cereales y el algodón entre otros productos de la tierra pueden y han de florecer a la perfección. La tierra en que estábamos valorizase año tras año; las majadas de ovejas se duplican en su mayor parte cada dos años y medio y hay razones para contar con un futuro muy próspero en estas distantes regiones del Plata. Al tiempo en que nos deteníamos en la parte más alta de la cuchilla, con el sol sobre nosotros y mientras la fresca brisa ondulaba los altos pastos y abajo rizaba la corriente del Uruguay, quedé fascinado por la escena y me di a meditar sobre la prosperidad que ha de venir sobre esta hermosa tierra.


Pero la palabra adelante se impuso otra vez: nuestro hospedador guiaba y nosotros seguíamos en fila india por un áspero y escarpado descenso cubierto por hierbajos y matas que ocultaban a las traicioneras piedras del suelo. Se hacía menester alguna precaución, hasta que, al cabo de un rato, llegamos a un suelo comparativamente uniforme en una región boscosa situada entre las praderas y el mismo río. Antes de descender tomamos orientación por el sol, sabiendo que una vez en la selva no encontraríamos fácilmente el camino. La selva misma era en algunos lugares impenetrable. Asimismo, siguiendo las abras, pudimos adelantar con bastante seguridad. Algunos árboles eran de gran tamaño, otros me parecieron de madera frágil y quebradiza porque había número increíble de esos troncos semejantes a seres fantásticos con miembros endemoniados, sueltos y extendidos, de los que proporcionan la mejor materia para una pesadilla. Entre ellos había, sin embargo, muchos de casi lujuriante vegetación y otros casi unidos entre si, en masa compacta, por los numerosos nidos de los loros que se deleitaban en tropel bullicioso. La mayor parte del bosque estaba formado por acacias y mimosas de diversas clases: una de estas últimas se distingue por la belleza y la cantidad de sus flores purpúreas empenachadas, aunque no poseen la fragancia deliciosa de los amarillos aromos. Pasionarias y flores del aire colgaban de las ramas o trepaban por los tallos y en aquellos sitios donde no crecían otras plantas y árboles, el suelo estaba ocupado por los altos cactos o las originales y desgarbadas figuras de los tunales o pencas. Mi caballo, sin duda, no estaba acostumbrado a esos bosques y prefería, en mucho, el campo abierto; las espinas lo disgustaban —cosa muy natural aunque yo, en aquellos instantes, lo hallaba poco razonable— y a medida que lo apuraba en busca de mejores sitios, saltaba él y se afanaba en aquel camino, quizás para vengarse de sus padecimientos largándome de cabeza en un lugar de por ahí que nada tenía de un lecho de rosas.


Por último salimos a la orilla del río. Algunos de la partida se dieron el gusto de tomar un baño; otros se contentaban con fumar un cigarro, tendidos en la arena. Por lo que a mí respecta, creí que la sensación del agua fría, muy placentera, no compensaría la incomodidad de marchar sobre aquel barro caliente. Volvimos a montar y otra -vez empezamos a buscar el camino entre el bosque, pero tan cerca de la orilla como era posible, hasta el sitio donde suponíase que se hallaba el fósil. Atamos allí los caballos para trepar a pie. El terreno era muy desigual y pelada la superficie, resultado al parecer de la acción del río que a veces rebalsa las orillas arrastrando las partes más blandas y dejando el resto del suelo al descubierto. Entre esta última parte del suelo, algo había que semejaba el largo lomo de algún monstruo, apenas cubierto por la tierra lo bastante para impedir que se vieran los huesos. Sin embargo, en cierto sitio, uno de los caballos tropezó con algo que contenía, sin duda, parte de un gran hueso fósil. Yo lo puse en mi bolsillo y después lo hice conocer del profesor Owen en el Museo Británico. Me dijo que era sin duda alguna un fósil, y, colocándolo junto al megaterio, señaló la completa semejanza entre las costillas de este último y el fragmento referido.


Sin embargo, nada hicimos que pudiera descabalar ninguna parte del fósil y fue porque calculé entonces que habría de volver a remontar el río Uruguay, meses después y en ese mismo año con el capitán Parish, del barco de Su Majestad Británica Ardent, provistos de medios apropiados para desenterrar algunos de estos monstruos y con el fin de mandarlos, debidamente dispuestos, al docto profesor. Casi no existe duda de que el lugar contiene gran cantidad de restos fósiles, algunos de los cuales pueden ser todavía desconocidos y con esto consideramos haber hecho una expedición muy interesante.


Pero los “perros de la guerra” tenían que desbaratar nuestro proyecto. La guerra entre Buenos Aires y las provincias manteníalo todo en continua alarma; los hombres de Buenos Aires sabían que su derrota dejaría expuesta la ciudad al pavoroso riesgo del saqueo y del pillaje por las salvajes tropas de Urquiza que no habían recibido pago durante varios meses y sólo se mantenían en orden por el aliciente del pillaje. En tales circunstancias, el extranjero apto para la guerra se veía obligado a estar listo para cualquier emergencia; podía necesitársele de un momento a otro para proteger los intereses de su propia nación o para dar amparo al presidente o tirano derrotado. Así pasó un mes y otro mes sin que tuviéramos oportunidad de hacer excavaciones; y los fósiles se quedaron tranquilos a orillas del gran río. Entre tanto, yo estaba seguro de que algún día nos resarciríamos ampliamente de incomodidades e investigaciones, y bien habría deseado ver cómo, algunos de nuestros sabios, abrían los ojos llenos de gusto al verse de pronto entre un verdadero jardín de megaterios y monstruos fósiles.


Andando después a cierta distancia de ahí, vine a dar entre unos árboles donde había un banco de arena y cascajo, alto y extenso, y muy por encima del nivel del río, con número incontable de ágatas y cornalinas, muy brillantes y hermosas de color, pero en mi corta búsqueda no encontré ningún espécimen de algún tamaño. Hubiera podido llenar un barco con ellas, si eso hubiera valido la pena. Volví al rendez vous, a la sombra de un árbol, con un bolsillo lleno de pequeñas y brillantes guijas y un puñado de verbenas escarlatas con otras flores desconocidas para mí. Allí nos tendimos para aspirar el olor de las fragantes hierbas silvestres, hasta que pareció llegado el momento de volver a casa para la hora de cenar. Mi caballo —así como sus compañeros— había comido bien, y esto, al parecer, despertóle nuevamente intenciones malévolas. Yo había aprendido a montar de prisa y pronto estuve sentado en el recado; pero así que toqué el estribo, el bruto se dio maña para meter la cabeza entre el ramaje de un arbolito y, como no había tomado las riendas lo bastante cortas, cuando levantó la cabeza el freno se prendió en unas espinas y una de las riendas pasó al otro lado del pescuezo; al mismo tiempo dio con la cola contra un árbol y esto lo llevó a dar un salto súbito; con las dos riendas de un solo lado, yo no podía hacer nada, e impedido para poner las cosas en su lugar, el único resultado de mis esfuerzos fue asustar al caballo más de lo que estaba y apretó a correr como el viento. Por fortuna, me mantuve firme en la silla y me sentí, como creo que a muchos les pasará, más tranquilo que lo habitual en la hora real del peligro. La perspectiva estaba lejos de ser agradable porque el caballo echó a correr a través del bosque, donde cada árbol, cada rama me amenazaban. Los árboles, además, eran espinosos, como he dicho, y en caso de una caída, la cosa más muelle que hubiera encontrado para clavarme en ella hubiera sido una planta de tuna. Mediante un desesperado tirón hacia un lado y un fuerte talonazo en el costado contrario, conseguí desviar el caballo cuando iba a darme contra un árbol en un instante que me pareció mi última hora, pero fue cambiar Escila por Caribdis; la situación era la misma; por dicha me acordé de algo que me había contado un amigo víctima de un trance semejante con un caballo desbocado. Mantúveme firme en la silla, extendí la mano derecha hasta hacerla pasar entre las orejas del animal y lo cogí de la testera del freno. Eran inútiles los términos medios: levantándome sobre los estribos puse a contribución todas mis fuerzas para dar un súbito y severo tirón hacia arriba. El primer intento que hice más bien avivó la velocidad, pero cuando el caballo sintió con violencia en la boca el tirón del freno criollo, se detuvo como herido de un balazo y me hubiera arrojado por la cabeza de no hallarme yo prevenido para tal eventualidad. Desmonté presto y vi que temblaba de miedo; estaba vencido. Acomodé en seguida las riendas y, saltando otra vez sobre el recado, lo hice volver atrás, esclavizado, para buscar a mis compañeros que ya venían en mi busca pensando encontrar mis restos en el suelo o ensartados entre las espinas de alguna acacia. De ahí que me cumplimentaran en grande por el éxito de mi método para sujetar un caballo desbocado. Minutos después comprobé que, a unos doce pasos adelante, yo hubiera sido arrojado en una escarpada barranca y en el fondo pedregoso de un arroyo seco oculto por algunos matorrales. A salvo de un trance peligroso —y menciono el accidente sólo por lo que pueda servir a quien no conozca esta manera (la mejor) para darse vuelta en circunstancias semejantes— cabalgamos otra vez alegremente por las cuchillas mientras el sol declinaba sobre los palmares de Entre Ríos haciendo brillar las aguas distantes del Uruguay. La tarde había pasado agradablemente; nuestra buena hospedadora, con el gusto muy común entre las inglesas cultas que viven en comarcas remotas, había adornado con un piano su home provisional y muchos aires conocidos se difundieron por puertas y ventanas abiertas sobre los campos silenciosos de la Banda Oriental. Mr. Anderson, a sus muchos conocimientos agregaba una admirable voz, y las notas de Good bye sweetheart, goodbye, eran escuchadas por los peones de pie, medio encantados, destacando sus altas siluetas en el claro de luna.


Durante los últimos días había aumentado el calor, pero el tiempo, aunque opresivo, se mantenía bueno y el cielo estaba generalmente sin nubes. Sin embargo, un cambio estaba próximo. Gruñían truenos lejanos y masas de nubes nos rodeaban. Finalmente todo aquello explotó con terrible fragor. La tormenta mantúvose por casi tres días y tres noches con mayor o menor intensidad. A veces, después de varias horas de truenos, relámpagos y lluvia, podíamos salir una o dos horas y cazar algunas perdices mientras las negras masas de nubes cerrando el horizonte, eran taladradas y hendidas de continuo por los relámpagos. Teníamos el ruido del trueno en los oídos todo el tiempo a punto de sentir dolor de cabeza por la conmoción y anhelábamos un momento de reposo. La tormenta, como espectáculo, fue magnifica y el efecto de aquel diluvio manso sobre la tierra reseca, maravilloso. Yo había observado en particular cierto arbolillo cerca de la casa, un mero haz de ramas secas, que al tercer día de lluvia se cubrió de anchos y verdes brotes de los que nacían ya nuevas hojas. Los aromos abrían sus flores como por arte de magia, penachitos de un amarillo muy vivo con uno de los más exquisitos perfumes que pueda nadie imaginar. Toda la naturaleza parecía respirar felicidad. Enjambres de nuevos insectos recién aparecidos venían a la vida; y cuando cabalgábamos por terrenos bajos éramos perseguidos por millares de unos insectos parecidos a la mosca de mayo y a ciertas arañas, pero más grandes y más obstinados. Pegábanse a los caballos y a los hombres, a punto de que nos habían puesto negros; me andaban por las orejas, entre las patillas, por el cuello; con el rebenque matábamos muchos pero los demás nos seguían sin que les hiciera ningún efecto como si voláramos entre ellos a la manera de Tam O'Shanter. Eran inofensivos —felizmente— pero muy molestos. No lamenté ver las antiguas leyes de la oferta y de la demanda mantenerse como es común, porque el mismo genial ardor que hacia danzar a los insectos atrajo gran variedad de animosos pájaros dispuestos a devorarlos que gozaron así la merced reservada a ellos por la naturaleza.


En pleno mal tiempo acaeció un importante suceso y fue que llegó el correo. Era costumbre enviar a Paysandú, catorce leguas de distancia, un peón que había de encontrar al primer vapor de río después de llegada la mala de Europa. Con la lluvia habían crecido los ríos y como el mensajero probablemente tuviera que pasar a nado el Queguay y el Quebracho, estábamos inquietos por saber a quiénes llegarían cartas y en qué condiciones serían entregadas.


Llegó, pues, el recadero bastante mojado después de su largo viaje a caballo, pero imperturbable como se muestra la mayoría de sus compatriotas.


—¿Trae usted cartas?...


—Sí, señor —contestó desatando un pañuelo muy anudado y bien dispuesto para mantener secas las cartas.


—¿Tuvo que nadar en los ríos?...


—Si, señor...


—¿Quiere un vaso de vino?...


—Sí, señor.


Este hombre no era el mensajero acostumbrado: era considerado algo más que un caballero por ser así como empleado de la policía de Paysandú que, habiendo tenido necesidad de venir en dirección de nuestra casa, se había ofrecido para traer las cartas, porque es de saber que el vapor llegó antes de la fecha en que lo esperaban. Por eso fue invitado a sentarse en el comedor donde tomaba con pausas el vino sin decir una palabra, embarazado por la situación en que se hallaba. Como respuesta a todo cuanto le preguntábamos, respondía solamente: “Si, señor”... o “No, señor”. Por último, cuando se sintió satisfecho, dijo con calma: “Adiós, señor”, y salió caminando pesadamente hacia su caballo.


Entre tanto, nos habíamos precipitado a ver el contenido del pañuelo: Punch, Illustrated News, el último número del Times con solamente seis semanas de atraso ¡y un paquete de cartas!... El Papa daba muestras de temor; el Emperador se hallaba en dificultades y los yanquis acostumbrándose cada vez más a la matanza fratricida 2. Pero ¿qué nos iba a nosotros con el Papa, el Emperador y los presidentes?... El Papa podría llevar vida feliz, o todo lo contrario; Italia podría verse unida o fraccionada en pulgadas cúbicas; nada tenía importancia para nosotros, errantes como andábamos a nuestro gusto por una comarca agreste y deliciosa, de colinas tachonadas de verbenas, donde podíamos correr avestruces y matar loros para hacer buenos pasteles. Con todo, si bien es cierto que las noticias pierden mucho de su virtud a través de la distancia y los pensamientos que agitan a la humanidad en las ciudades se disipan en el aire cuando alcanzan remotas regiones de la tierra, ¡cuan diferentemente se valoran los chismes dichosos de hermanos y hermanas y amigos! Nadie puede apreciar el valor verdadero de una carta hasta que se halla de huésped allá muy lejos de sus viejos allegados y de paso en una casa rústica, entre selvas y llanos. Entonces cada palabra resulta sagrada y se lee con emoción hasta la última página.


En aquella noche, leímos y conversamos y jugamos al whist, mientras la tormenta rugía en torno, más fiera que nunca. Mr. Anderson formaba parte del grupo y como no había probabilidad alguna de que el tiempo cambiara, concibió el proyecto de ir hasta su casa sin dar oído a las protestas y desechando la tentación de un cómodo sofá. Encontró su caballo con ayuda de los relámpagos, lo enfrenó, lo ensilló, gritó “Buenas noches” y se puso en marcha bajo la tremenda lluvia y en una total oscuridad. Tenía ocho millas de camino sin guía ninguna en noche semejante y todavía con un río que atravesar y tan crecido, que, aún hallando el paso, el caballo tendría probablemente que cruzarlo a nado. Pero ni la tormenta, ni la oscuridad, ni el suelo resbaladizo, ni los ríos crecidos, le infundieron temor: cinchó bien fuerte su caballo y llegó a su casa sin que le ocurriera ningún percance.


Mi visita tocaba a su fin. Después de unas dos semanas en extremo agradables, estaba obligado a volver a Buenos Aires con uno de mis camaradas recientes. El vapor que bajaba el río en su carrera del Salto a Montevideo, esperábase que pasara por la estancia a eso de las once de la mañana. Cuando todo estuvo listo, fuimos a caballo hacia el río con dos o tres peones que conducían el equipaje en la parte delantera de sus recados. Pasamos por uno de los puestos en lo alto de una cuchilla desde donde se veía el río, e izamos allí una gran bandera inglesa como señal para que se detuviera el vapor. Poco más adelante dimos con el sitio donde habíamos desembarcado a la llegada y luego de esperar cosa de una hora, apareció nuestro viejo amigo el Montevideo, que se detuvo para recogernos. Mandaron un bote hasta la orilla y pocos minutos después. ya estábamos descendiendo el río bajo el cuidado del maquinista escocés. No había llovido durante un par de horas, de modo que nos hallábamos secos, pero apenas subimos a bordo la tormenta volvió a la carga; se mantuvo así toda la tarde y por la noche los truenos y relámpagos fueron tantos, que el capitán resolvió detenerse en Fray Bentos hasta que el tiempo amainara. Por la mañana muy temprano reanudamos el viaje. En Higueritas el vapor recogió algunos. pasajeros medio ahogados, uno de los cuales se mostró como gran amigo mío. A mediodía llegamos a Buenos Aires, llenos de gratos recuerdos de la Banda Oriental.