Viaje al Plata en 1861
De los gauchos y de la guerra
 
 

Sumario: Fortificaciones de Buenos Aires. Ejercitación de un gaucho. El espíritu de independencia. Largos paseos a caballo. El rastreador y el baquiano. El general Rivera. La civilización y la espada. El general Urquiza. El cañón tiene la palabra... Ferrocarril a Merlo. Los durazneros. Fecundidad del trigo. Función en la Catedral. Proyecto de viaje al Paraguay. Alza de los precios. Noticias alarmantes. La calma del señor Hernández. ¡Victoria!... Prisioneros. El entusiasmo general. Decido volver al Brasil.




Cuando volví a Buenos Aires, las guerras y los rumores de guerra iban en aumento y era interesante observar cómo, en un país poco maduro se manejaban asuntos de esa naturaleza. Manteníase el estado de sitio y habían progresado los trabajos para las fortificaciones. Todo hombre y todo caballo de que se podía disponer, era incorporado al servicio y enviado al campamento general, pero la cuestión que naturalmente se planteaba era cómo, con unas pocas tropas de guardias nacionales dejadas en la ciudad, y nada más, podría ser posible guarnecer las trincheras que rodeaban una plaza de tales dimensiones. La Sala de Representantes, con mucho entusiasmo, votó grandes emisiones de papel moneda, y altos jornales fueron pagados a cientos de trabajadores para la construcción de fuertes. Las zanjas y terraplenes fueron terminados y en la calle de Palermo, a un cuarto de milla escasamente de la casa en que yo me alojaba con el cónsul, fue instalado el más curioso fuertecito que se haya visto jamás. Era un verdadero juguete; lo habían alisado convenientemente, cubriendo los lados con argamasa para que diera la impresión de piedra y habían puesto césped en la parte superior. Tenía dos cañones; uno, al parecer, de doce y el otro más o menos de la mitad; un centinela solitario parecía medirlo con sus continuos pasos, y como cayó una lluvia pesada, construyeron para él una garita. Una pequeña tienda, como de gitanos, en el otro lado del camino, albergaba tres o cuatro soldados más para relevar la guardia; y a esto llamaban un fuerte.


Algunos de los trabajos ejecutados en el extremo opuesto de la ciudad, eran algo más serios y tenían la ventaja de constituir una posición dominante; pero ningún europeo hubiera podido mirarlos sin preguntarse asombrado de qué modo podrían ser equipados y defendidos contra un determinado enemigo. El hecho es, sin embargo, que, según muchas probabilidades, eran lo bastante fuertes para resistir a un enemigo como el que esperaban. Porque en su mayor parte, lo que un ejército como el de Urquiza podía presentar al combate, era caballería gaucha, para la cual unas zanjas sin mayor profundidad como eran aquellas, resultarían obstáculo insuperable, al paso que, algunas descargas bien dirigidas desde los fuertes hubieran bastado para disuadirlos de pasar adelante, aun bajo los más favorables aproches. En rigor, un ejército gaucho es, en el mejor de los casos, asaz indisciplinado e incapaz de mantener el esfuerzo continuo y la energía requerida para tomar por asalto la más simple de las fortificaciones. Los ponchos colorados y las largas lanzas de los jinetes de Urquiza inspiraban terror en campo abierto, pero los porteños llevaban una ventaja infinitamente grande con la sola zanja que tenían frente a ellos. Un día en que andábamos en el campo, al ver una cosa que se movía de manera singular, nos volvimos y encontramos dos pilludos andrajosos, de unos ocho años, que se escondían de pronto en una cueva; pero, hallándose descubiertos, salieron otra vez: habían estado cuereando una vaca y quiero hacerles el favor de creer que la vaca había muerto de muerte natural... Después habían atado al cuero dos perros, que lo arrastraban, y se iban así a sus casas muy satisfechos, al parecer, con su presa legítima o ilegítima. Nos divertimos tratando de asustarlos con preguntas relativas a lo que acababan de hacer pero los pícaros morenillos dijeron descaradamente que el cuero era de su propiedad. Echamos a reír y los dejamos. Estos son los elementos con que el auténtico gaucho se ha desarrollado a la perfección. Los rapazuelos semisalvajes montan a caballo tan pronto como aprenden a caminar y su mayor ambición está en crecer lo suficiente para tomar un caballo por la crin, que es cuanto necesitan para montarlo. En seguida están sobre el lomo y ya tiene que ser el caballo muy bellaco para sacárselos de encima. Ensillado o no ensillado, da lo mismo para ellos, y cabalgan con un deleite y un sentido tan agudo de alegría primitiva, que resulta estimulante para el espectador. Se ejercitan de pequeños con el lazo y las boleadoras arrojándolos a cerdos y gallinas. Una vez montados, rodean a las perdices estrechando el circulo hasta estar bastante cerca como para matarlas arrojándoles el rebenque. Hacen también un profundo estudio del uso del cuchillo. Con estos conocimientos ya se consideran aptos para la vida de peón de campo en una estancia, donde muy pronto aprenden a guardar las ovejas y el ganado, y donde, si observan buena conducta, pueden estar casi seguros de mejorar y ser ascendidos, Con hombres así ejercitados, se improvisa la mayor parte del ejército; se les toma desprevenidos en medio de sus ocupaciones o en sus hogares, y aunque siempre están listos para usar del cuchillo en cualquier disputa individual, detestan que se les obligue a luchar en masa por cuestiones que no entienden y que no les interesan. No es de maravillarse, así, que buen número de ellos arrojen sus armas y escapen a todo lo que dan sus caballos favoritos. Porque aborrecen la disciplina y se distinguen por una emancipada y altiva dignidad. Si no se hallan conformes con sus patrones o con la situación que les ha tocado en suerte, toman su caballo y se van, enteramente seguros de encontrar acomodo en cualquier parte y harían cualquier cosa antes que engancharse como soldados.


Su resistencia sobre el caballo es maravillosa y no les hace nada cabalgar fuerte durante todo el día sin tomar un bocado de alimento. Sin embargo, en verdaderas largas distancias, dudo que hayan sobrepasado algunas de campesinos compatriotas nuestros. Conozco el caso de un inglés de la Banda Oriental que anduvo a caballo cincuenta y cinco leguas o sean ciento sesenta y cinco millas en sólo un día, con una tropilla de caballos, habiendo salido de Montevideo; y aunque éste es esfuerzo notable, creo que le sobrepasa la hazaña de Sir Francis Head, que se anduvo novecientas millas, de Buenos Aires a Mendoza, en ocho días.


Sin embargo, el extranjero necesita una experiencia de muchos años para rivalizar con la habilidad y la destreza de un gaucho verdadero, que maneja su caballo en todas circunstancias como si fuera una parte de sí mismo. Cabalgar un cierto número de horas, es cuestión de resistencia, nada más, pero enlazar un toro y llevarlo después por la llanura en todas las direcciones que sea menester, haciendo giros y rodeos para evitar las cornadas, requiere una mano y un ojo maestros.


Mr. Darwin cuenta que un ejército americano eligió su general valiéndose de la siguiente prueba: Habiendo encerrado una tropa de caballos en un corral, se les abrió la puerta, por encima de la cual se había atravesado una tranca; se acordó que, quien se arrojara de la tranca y cayera montado sobre el lomo de uno de aquellos caballos salvajes mientras salían en tropel, y fuera capaz, sin silla ni riendas, no sólo de cabalgar sobre él, sino de volver nuevamente hasta la puerta del corral, sería el general del ejército. La persona que logró hacerlo fue consecuentemente elegido 1 y sin duda era el general más a propósito para tal ejército. Esta hazaña extraordinaria había sido cumplida por el general Rosas.


Muchos de estos hombres tienen capacidad extraordinaria para seguir un rastro y para encontrar su camino de noche por lugares de! país que les son desconocidos. Tengo ante mí un curioso librito en español escrito por don Domingo Sarmiento, gobernador de una de las provincias del oeste, que ofrece algunos cuentos maravillosos de esa capacidad. “Una vez —dice— caía yo en un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo. 'Aquí va —dijo luego— una mulita mora muy buena... ésta es la tropa de don N. Zapata... es de muy buena silla... va ensillada... ha pasado ayer...' Este hombre venía de la sierra de San Luis; la tropa volvía de Buenos Aires y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es, con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de arria y no un rastreador de profesión. El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa... Un robo se ha ejecutado durante la noche; no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: —¡Este es!...— El delito está probado y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma; negarla seria ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo que considera como el dedo de Dios que lo señala”.


Mis amigos abogados estarán de acuerdo en que se trata de un género de prueba muy peligroso para aceptado por una corte de justicia, y yo quiero creer que no se tendría por muy concluyente en Buenos Aires. Revela, nada más, un estado social de caracteres muy singulares. Un tal Galibar, personaje conocido por el señor Sarmiento, y de quien dice que practicó la profesión de rastreador durante cuarenta años, debió haber tenido más de una oportunidad para ejercer venganzas personales si estaba dispuesto a hacerlo...


Ser un buen baquiano significa mucho en la vida de las pampas y abundan los gauchos maravillosamente astutos en ese sentido. Don Domingo llega a decir que un baquiano cumplido puede orientarse por medios inconcebibles para otros hombres: observa los árboles y arbustos y los conoce de memoria; en la mayor oscuridad se apea de su caballo y masca las hierbas o pastos o comprueba si el agua es dulce o salada. Puede informar a un general por qué dirección se aproxima el adversario según corren los avestruces o los venados; observa el polvo que se levanta en el aire y por él infiere el número de los enemigos. Por la manera con que los cuervos y cóndores revolotean en el aire, puede decir también si lo hace sobre un grupo de hombres o solamente sobre un animal muerto.


Sarmiento agrega: “¿Creeráse exagerado?... ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple baquiano que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del Uruguay 2. No la hubieran ocupado los brasileños sin su auxilio y no la hubieran libertado sin él los argentinos... El general Rivera principió sus estudios del terreno el año 1804, y haciendo la guerra a las autoridades entonces, como contrabandista, a los contrabandistas después, como empleado, al rey en seguida como patriota, a los patriotas más tarde como montonero, a los argentinos como jefe brasileño, a éstos como general argentino, a Lavalleja como presidente, al presidente Oribe como jefe proscripto, a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del baquiano”.


Esta es una singular historia de un caudillo a la antigua: sin duda Sarmiento está en razón al decir que Rivera debió de haber aprendido algo en el curso de tales y tan variados y distinguidos servicios. Probablemente era un hombre apasionado por la lucha, pero no es ése el sentimiento general de los gauchos en el campo. Urquiza pudo tener reunidos sus hombres con mano de hierro y con la promesa del pillaje, pero debieron de sentirse tristemente decepcionados con los resultados de la campaña. Este es un juego muy peligroso: cuando el Capitán General fue derrotado y obligado a dar la espalda y a huir con dirección a Entre Ríos, se dijo que no había encontrado enemigos mayores que los de su propio partido 3.


El río de la Plata con sus ríos tributarios, a través de un inmenso y feraz territorio, puede asegurar riqueza y prosperidad a un gran número de habitantes. Hay espacio para cientos de miles que vivirán felizmente en un clima delicioso; pero el progreso de la República Argentina se ha visto siempre retardado por ese sentimiento de inseguridad, impreso fuertemente en la mente europea y que tiene por causa los disturbios políticos y frecuentes guerras del país. Es verdad que las circunstancias de que tal desconfianza proviene han sido muy exageradas y que es muy grande la ignorancia europea con respecto a estos países. Pero también pueden decir sus mejores amigos que la mala inteligencia no fue siempre sin razón.


Bajo el áspero yugo de la vieja España, sus colonias fueron gobernadas por una tiranía que ejerció todos sus poderes y ordenó todos sus recursos en exclusivo beneficio de la madre patria. Cuando, después de una serie de luchas, las colonias proclamaron su independencia y la mantuvieron, el cambio resultó en un principio demasiado violento; y después, según ocurre generalmente en períodos revolucionarios, las repúblicas de Sudamérica han estado sometidas con frecuencia a tiranías militares, por aventureros que, de tiempo en tiempo, pudieron mantener el poder de la espada sobre el de la ley y la civilización. Siguiéronse de todo esto las más desastrosas consecuencias: el mundo negó su confianza a unos países que se hubieran mostrado dignos de ella, de haber sido mejor conocidos los reales sentimientos de sus habitantes en general.


Los políticos y los periódicos porteños, considerando que el congreso reunido en Paraná, presidido por Derqui y dirigido por Urquiza, era enemigo de los intereses de Buenos Aires, adoptaron un tono de desafío y de jactancia que les mereció ser considerados rebeldes y traidores a la Confederación. Esto último, teóricamente, era la perfecta verdad; pero ellos prefirieron llevar las cosas arbitrariamente, retar al congreso y sacar al león de su caverna de Entre Ríos. Se resolvieron a batirlo y a terminar con él para siempre; y como advirtieran que no salla tan pronto como esperaban, le llevaron un ataque a él y a sus partidarios en lengua la más abusiva y violenta, como los cazadores lanzan petardos y buscapiés en la cueva de la bestia salvaje. Si se va a decir verdad, Urquiza tenía muchas razones para permanecer quieto en su provincia, en medio de sus inmensas posesiones y donde su influencia era principalísima. Pero el partido Federal no podía hacer nada sin él, y así, obedeciendo Urquiza a los deseos y necesidades de sus propios amigos, se dispuso a sacar una vez más sus terribles “ponchos rojos” al campo de batalla. Mr. Thornton y M. de Bécour, ministros de Inglaterra y Francia, respectivamente, hicieron cuanto pudieron por evitar la guerra, y cuando fue aceptada su mediación, el público se mantuvo en gran expectativa, esperando resultado favorable de las conferencias que se siguieron. Les cayó una tarea infinitamente dificultosa y al último las pasiones e intrigas de partido demostraron que nada podían hacer las mejores influencias y se hizo evidente que la querella seria decidida por la espada. El cañón tiene la palabra... ¡ fue la frase del día. Los hombres prudentes, los comerciantes ricos, la gente pensante, todos aquellos cuyas opiniones pueden ser consideradas como de mayor peso, sentían disgusto ante aquel estado de cosas que no podían evitar. En América del Sur, lo mismo que en América del Norte, está sobradamente demostrado que la forma republicana de gobierno sufre por estas cosas muy serios retrocesos. Cuando todos se consideran con idénticos derechos para hablar y hacer y gobernar, difícilmente podrá oírse otra cosa que mero ruido, y al frente de los negocios públicos estará el más intrigante y el menos apto para hacer un gobierno bueno y honesto. Bajo tales circunstancias los hombres mejores ni quieren ni pueden colocarse en primera fila y en momentos de peligro y dificultad, la nave del estado se agita peligrosamente por falta de buenos pilotos y comandantes. 4


Si los editores de periódicos, inquietos y necios, que incitaban a la guerra, hubieran obrado con alguna calma, y calculado el asunto con detenimiento habrían descubierto que la cuestión principal podía transarse con pocas concesiones hechas a los provincialistas, y con mucho menos gasto, necesariamente, que el que importaría una guerra victoriosa. Por otra parte, una derrota, hubiera sido seguida por las más ruinosas y desastrosas consecuencias. Prefirieron lanzarse a la guerra, pensando insensatamente remediar todos los males del Estado con ilimitadas emisiones de papel moneda inconvertible; no vieron el daño infinito que estaban por causar a su país, depreciando todavía más el menguado peso, y ofreciendo a Europa otra prueba más de la necedad del gobierno: ¡No ceder, no transar! ¡El cañón tiene la palabra!.


La parte peor de todo esto, es que el país en general gana la inmerecida fama de turbulencia y de ferocidad. Todo el mal proviene de unos pocos hombres violentos de un bando, y de unos pocos hombres inteligentes pero inescrupulosos e intrigantes, del otro. Con bastante frecuencia he oído decir que la eliminación de veinte o treinta de estos espíritus inquietos, aseguraría la tranquilidad de la República.


En medio de toda aquella agitación fui a pasar algunos días con mi amigo Mr. Harry Smith en su estancia de Merlo, a unas treinta millas de Buenos Aires. Este corto viaje me proporcionó un agradable testimonio de lo que la civilización ha hecho ya por el país y me habilitó para juzgar mejor las satisfactorias perspectivas que tiene para el futuro. Merlo es una estación de ferrocarril en la línea que corre hacia el oeste, desde la ciudad, por lo que tomamos boleto en la estación de la plaza del Parque5. El precio era muy módico, los coches limpios y bien aireados. Iban muchos pasajeros a la campaña, ya por placer, ya por ocupaciones. La naturaleza generalmente llana del terreno ofrece las mayores facilidades posibles para la construcción de ferrocarriles; no hay más que colocar los rieles sobre la llanura y la vía férrea queda lista sin cortes ni terraplenes por bajos que sean. Así que el tren sale de la ciudad (marchando por medio de una calle) pronto se advertía con evidencia que el ferrocarril estaba produciendo sus naturales efectos. Barracas y molinos de harina estaban surgiendo como hongos en los alrededores de la ciudad. Hermosas villas se edificaban cerca de las estaciones y bares de recreo con lindos jardines tentaban a muchos de los porteños inclinados a divertirse y a pasar sus domingos y días de fiestas como los ingleses lo hacen en Richmond o en Gravesand. No conozco lugar donde haya mayor necesidad de sitios de esta naturaleza porque Buenos Aires no tiene, propiamente dicho, jardines públicos o parques como los que adornan las capitales europeas; y aunque yo creo que los nativos se hallan, en su mayor parte, satisfechos con la manera de vivir en la ciudad, hay, sin embargo, una enorme población extranjera de ingleses, franceses, alemanes e italianos deseosos de encontrar la primera oportunidad para lograr atraer algunas variedades de las que tanto gustan en Europa. Creo que los ferrocarriles sudamericanos tendrán, por muchas razones, un gran éxito y los empresarios de placeres probablemente contribuirán mucho a las ganancias de los ferrocarriles.


Un muchacho muy pintoresco y de aspecto salvaje, con algo de indio, había traído caballos a la estación, de manera que no tuvimos más que galopar derecho a la estancia por un campo llano. La casa estaba muy bien situada a la orilla de un monte de durazneros. Estos árboles crecen muy ligero y la cosecha de duraznos es enorme por lo general; pero, a veces, las grandes tormentas que se dan en el país, los destruyen por completo. Más al interior, las gentes acostumbran a abrir los duraznos en grandes cantidades y los exponen al aire libre hasta secarlos, con propósitos industriales y aunque en apariencia no son muy tentadores y parecen pedacitos de cuero, el aroma se siente muy bien desde afuera cuando los cocinan con arroz como las camuesas normandas 6.


Las hormigas habían hecho mucho daño en el jardín. También se habían hecho muchos esfuerzos para exterminarlas, pero tenían el hormiguero bajo la casa, y después de haber cavado no poco y haberles echado mucho humo, estaban en posesión de su reducto cuando me marche de la estancia. Con el comienzo de la primavera las plantas florecían y me agradó muy particularmente una avenida bordeada por un iris muy grande y hermoso, perfectamente blanco y con un delicado perfume. Hicimos un delicioso paseo a caballo por las inmediaciones durante algunas horas, pasando por una hermosa casa de campo de la familia Alcorta, y visitamos lo que es considerado como una gran curiosidad en el campo: algunos franceses emprendedores han edificado un gran molino de harina al borde de un arroyo, y por medio de una represa en la corriente han obtenido una poderosa fuerza de agua que hace girar la rueda. El costo debe de haber sido grande. La maquinaria era de primer orden.


En una comarca tan admirablemente apta como ésta para apacentar ovejas, el cultivo de cereales ha sido descuidado en extremo, pero la ventaja del transporte a la ciudad realizado ahora por el ferrocarril, ha de atraer mayor atención hacia ese cultivo. Los uruguayos enviaron algunas muestras de trigo a la Exposición de Londres que llamaron la atención por la enorme fecundidad de la semilla. De un solo grano brotaron ciento treinta y cinco buenas espigas.


Cuando fuimos a tomar los billetes de vuelta para Buenos Aires, uno o dos días después, el jefe de estación nos dijo que las noticias eran alarmantes; la ciudad había sido declarada en asamblea, es decir bajo la ley marcial, y suponíase que las cosas iban muy mal. Era sabido que los ejércitos estaban muy cerca uno de otro en las vecindades de San Nicolás y se esperaba por momentos la noticia de una batalla muy cruenta. Advertimos en el ambiente de la ciudad mucha preocupación; las casas de comercio no podían abrir sus puertas hasta que se disparaba un cañonazo a las nueve de la mañana y estaban obligadas a cerrar cuando sonaba otro cañonazo a las cuatro de la tarde. No podía exigirse el pago de cuentas (moratoria) y no faltaban quienes se sintieran muy satisfechos con este fenómeno de las finanzas.


Como el día 11 de septiembre era considerado el día propicio para las armas de Buenos Aires 7 se creía que el general Mitre, de serle posible, daría la batalla en ese mismo día para infundir mayor ánimo a sus tropas. Y para añadir solemnidad a la ocasión se apeló a la Iglesia, anunciándose que tendría lugar una gran función en la catedral y otros templos en la mañana del 10, a objeto de invocar la bendición del cielo sobre el ejército. Yo fui como muchos otros para ver lo que podía verse en la Catedral y para observar cómo se conducía el público en tan extraordinaria ocasión. El editor de La Tribuna, saliéndose de su línea habitual, había exhortado a todos los buenos patriota a que fueran a la iglesia y escucharan con atención al obispo, y había declarado a Urquiza reo de sacrilegio en adición a todos sus otros crímenes por haber osado invocar el favor del Dios de las batallas en pro de la causa contraria.


Encontré toda la nave central del templo llena de señoras y de mujeres de diversa condición, arrodilladas sobre el piso de mármol, y las naves laterales ocupadas por hombres que se paseaban tranquilamente haciendo comentarios sotto voce a propósito de las mismas señoras. La misa, que fue seguida de un sermón del obispo, resultó muy larga y las bellas devotas sufrían sin duda por estar arrodilladas sobre el duro suelo, lo que las obligaba, por momentos, a darse vuelta y a adoptar una posición muy graciosa, a medio sentar. Los hombres iban de aquí para allá, según les venía en gana, y uno a quien preguntó mi compañero qué significaba todo aquello, apenas si contestó, encogiéndose de hombros, que para él era una sesión de fanatismo religioso. Ciertamente debe decirse en honor al gusto y a la belleza de las mujeres de Buenos Aires, que las nubes de incienso flotaban sobre un raro conjunto de rostros adorables y de preciosas mantillas.


Mis propios planes fueron grandemente embarazados por el estado de los negocios públicos. Yo soñaba con cruzar los Andes e ir a Chile tan pronto como el verano, al derretir la nieve, me permitiera hacerlo por el paso de Uspallata, único paso practicable; pero me dijeron que esto no podría ser hasta el fin del año. Para llenar tiempo, determiné tomar pasaje en el vapor de Asunción, capital de Paraguay, distante ochocientas millas de Buenos Aires; y provisto de buenas recomendaciones, traté de partir con el vapor Salto del Guayrá. el 16 de septiembre. La expectativa por la esperada batalla que habría de decidir el destino de Buenos Aires, se intensificaba cada día, y yo no quería dejar a mis buenos amigos y parientes, en crisis semejante, cuando me hubiera sentido feliz, y cumplido un deber ayudándolos en caso de necesidad. De haber Urquiza ganado tiempo y traído sus indisciplinadas tropas hasta la ciudad, hasta un simple tiro de fusil hubiera podido ser de alguna utilidad y yo hubiera lamentado encontrarme ausente en tales circunstancias.


Como viera un aviso de que el vapor brasileño Marqués de Olinda partiría dos días después que el Salto del Guayrá, me di la ventaja de este tiempo extra para esperar el gran acontecimiento. El pueblo parecía estar cada vez más oprimido por la incertidumbre y la melancolía; no podían obtenerse noticias ciertas, pero las hablillas y rumores se multiplicaban en proporción asombrosa. Decíase que partidas de dispersos o fugitivos andaban ya por la campaña y llegaban a San Isidro, solamente a cinco leguas de la misma Buenos Aires. Esta circunstancia, de haber sido cierta, hubiera indicado que el ejército popular había sido vencido en el campo de batalla y que la llegada de los perseguidores enemigos era cuestión de horas y nada más; pero corrían muchas mentiras de toda especie. Con gran incertidumbre fui a la oficina del Marqués de Olinda y me informaron que el barco iría solamente hasta la boca del Guazú, en el río Paraná, no más allá de la isla de Martín García. Allí los pasajeros, si los había, debían trasbordar a un vaporcito que preparaba el primer viaje regular río arriba, hasta Cuyabá, en el Brasil. La inseguridad de este viaje de experimento y la pequeñez del barco (que se me ocurrió algo así como una tetera en viaje con el verano que se acercaba), fueron razones suficientes para hacerme desistir de la proyectada expedición. Después me sentí muy contento con ello, particularmente cuando oí decir que el Marqués de Olinda había sido detenido por las autoridades de Martín García.


A medida que la crisis se aproximaba, el precio de las cosas más necesarias aumentaba grandemente. El heno o alfalfa seca subió a casi dieciséis libras esterlinas por tonelada y el carnicero declaró que los animales le costaban a él casi cuatro veces más que en tiempo normal, por el número de peones obligados a incorporarse al ejército y la consiguiente dificultad para traer animales a la ciudad. Esto pudo haber tenido algo de verdad y haberse debido también a que carniceros y panaderos están animados por los mismos principios en todas partes. Los lecheros pueden ser puestos en la misma categoría y los de Buenos Aires tienen las mismas mañas que sus hermanos de Europa. La mayor parte de la leche que se consume en la ciudad es llevada a ella por lecheros a caballo, que van agazapados en la cúspide de una silla de montar muy alta, hecha casi toda de cueros de oveja, con grandes tarros de estaño a cada lado. Son tan exageradamente aficionados a echar agua en la leche, que, rara vez pasa más de un mes sin que la policía los arree a todos al entrar en la ciudad y les haga pagar una multa por adulteración de la leche; pero, con todo, el negocio resulta tan lucrativo que pagan las multas alegremente y siguen con su funesta práctica.


Las cosas llegaron a su término el día 19 del mes de septiembre. El gobierno estaba casi seguro de tener noticias ese mismo día y decíase que había como 10.000 cohetes listos en la plaza del Parque para el caso en que fuera posible anunciar una victoria. A eso de mediodía, algunos soldados desertores, fatigados, se vieron a caballo por la ciudad, y declararon, como es común entre tales hombres, que el ejército había dejado de existir. Con esto, las caras se ponían más largas. Por la tarde, en una casa donde estuve de visita, presencié una discusión acalorada, mantenida por la mayoría de las señoras. Una parte de ellas sostenía que se trataba de una completa derrota del general Mitre, y la otra, que Urquiza se hallaba en plena fuga y que esto era indudable. Eran ellas de principios políticos opuestos y en ambos casos “el deseo era el padre del pensamiento”. Con todo, el asunto parecía serio y las señoras se preguntaban si podrían dormir con seguridad en sus quintas suburbanas. Se les convenció de que estuvieran tranquilas, y antes de irme a dormir, fui con el cónsul para indagar las últimas noticias a casa de nuestro amigo el señor Hernández, jefe de policía en la parte norte de la ciudad. Estaba fumando tranquilamente su cigarro y preocupado como nosotros por los rumores contradictorios esperaba el resultado con la calma digna de un español. A hora oportuna me fui a dormir y a eso de las dos de la mañana me despertó una detonación peculiar que, al instante, advertí que procedía de uno de los petardos o bombas de estruendo. Salté de la cama y vi el cielo muy animado con esos meteoros anunciadores de la victoria, que fulguraban en todas direcciones entre las estrellas. De allí a poco, una cantidad muy grande de estampidos dio testimonio de que las armas de toda especie, desde las escopetas hasta los cañones de doce, estaban disparándose a nuestro alrededor y una vez que, satisfecha la curiosidad, no tuvimos duda de que las noticias eran buenas, fuimos a dormir otra vez, si bien el ruido y el alboroto continuaron hasta después de salir el sol.


En la mañana siguiente encontramos las calles cubiertas con los vestigios del bombardeo y supimos que un chasque o correo del gobierno había llegado a caballo con la regocijante noticia de una completa victoria 8. Había sido tomada casi toda la artillería de Urquiza con muchos prisioneros y el terrible Capitán General había huido a caballo y a toda velocidad con unos pocos oficiales de su estado mayor hasta Rosario. La gente andaba loca de entusiasmo, aunque pronto se supo también que la caballería porteña había huido como de costumbre ante los “ponchos rojos” de los federales y que una gran parte del bagaje de Mitre había sido capturado. Antes de mucho, sin embargo, resultó que la caballería vencida había tenido éxito en tomar algunos bagajes del adversario, dándose también el espectáculo de un vigoroso combate de infantería bien sostenido y completamente ganado por los porteños, mientras que la caballería, en ambas líneas, había rebasado al enemigo rodeándolo por la retaguardia. La infantería de Mitre, y especialmente una brigada italiana con uniforme garibaldino, había capturado la artillería de Urquiza mediante una carga verdaderamente brillante. Dijeron también que un grupo de cañones tomados al enemigo y algunos prisioneros y banderas pronto llegarían para dar la evidencia de la victoria obtenida en las márgenes del arroyo Pavón. Todo el botín anunciado en la comunicación oficial consistía en 37 cañones de 42, 10 banderas, 1.600 prisioneros y cantidad de municiones y pertrechos.


Dos días después, formé parte de una enorme multitud reunida en el muelle para presenciar la recepción de las banderas, enviadas con algunos oficiales a bordo del vapor Montevideo. En el mismo barco se trajeron noventa y seis prisioneros, oficiales, según decían, pero no se consideró prudente desembarcarlos hasta que la multitud se hubo dispersado. Las banderas fueron conducidas en forma poco digna, liadas como un envoltorio y llevadas en hombros de dos marineros, tal como un muerto sobre unas andas 9, Los honores de la recepción pública quedaron reservados para el día siguiente, domingo. La población acudió en masse para presenciar una manifestación muy brillante. Todas las tropas que habían quedado en la ciudad y la Guardia Nacional se pusieron en marcha por las calles principales para recibir los trofeos de guerra y escoltarlos hasta la casa de gobierno. El tiempo estaba muy hermoso y la gente demostró todo el entusiasmo de que es capaz el carácter español: cantidad muy grande de cohetes fueron arrojados al aire bajo el cielo azul y la tarde terminó regocijadamente. Había en verdad motivo para regocijarse: Buenos Aires había pasado el peligro de un serio desafío con su enemigo más temible, saliendo innegablemente victoriosa. No puedo, sin embargo, dejar de decir que, para mi, a la satisfacción se mezclaba cierta extrañeza. El sobrio espíritu europeo difícilmente podrá estimar el carácter explosivo y salvaje de las frases que encabezaban el comunicado oficial de la batalla y que decían así: ¡Viva la Patria! ¡Viva Buenos Aires vencedora sobre el caudillaje! ¡Viva el valiente ejército de Buenos Aires cubierto de gloría en los campos de Cañada Rica! ¡Viva el joven y patriota general Mitre! ¡Viva el Gobierno!


La crisis inmediata había sido salvada pero la campaña militar proseguía. El coronel Gelly, ministro de guerra, ayudado por el valiente editor de La Tribuna salieron a reunir la caballería dispersa. Supúsose que la tarea sería fácil porque los hombres de Urquiza habían sido batidos nuevamente. Entre tanto, nosotros gozamos de un relativo reposo y jugamos algunos partidos importantes de cricket a despecho del sol. Habiendo abandonado mi proyecto de viaje al Paraguay, por el momento volví mi atención otra vez al Brasil; y pensando que había visto muy poco de aquella deliciosa parte del mundo, decidí aprovechar la estación y ver todo cuanto me fuera posible durante los próximos dos meses en el interior de las montañas Organs.



Nota. — El 27 de setiembre Hinchliff se embarcó para el Brasil donde permaneció hasta el 8 de noviembre, fecha en que emprendió viaje nuevamente al río de la Plata, según se da cuenta en el capítulo que el lector encontrará a continuación. Como la presente versión sólo incluye los capítulos relativos al país argentino, no se han traducido los cuatro capítulos que refieren las andanzas del autor por tierra brasileña.