Viaje al Plata en 1861
Paraná y Santa Fe
 
 

Sumario: Paraná. El Hotel de París. La siesta. Depósitos de conchas fósiles. Bonitos alrededores. La diligencia de Nogoyá. Excursión a Santa Fe. Los yacarés. Orígenes de Santa Fe. El aspecto rudo de los soldados. Almuerzo en la fonda. Una visita a la iglesia. Panorama desde la torre. Polvo y decadencia. El antiguo Fuerte. Los ponchos rojos. Las cosas del Carcarañá. El Jefe de Correos de Santa Fe. Un circo en Paraná. Sic vos non vobis. Ajustes para el viaje a Nogoyá.




La ciudad de Paraná está en la costa del río y a unas cuatrocientas millas, aguas arriba, de Buenos Aires. Aunque por sí misma no puede ser considerada punto de importancia bajo ningún aspecto, ha sido, sin embargo, escogida por la mayoría de los diputados del congreso nacional, como capital y sede del gobierno de la Confederación Argentina. Aquí ha tenido asiento ese congreso tan aborrecido por la capital efectiva y centro principal de la riqueza y la inteligencia del país; ese congreso contra el cual los airados porteños tomaron las armas dispuestos a derrocarlo. En el curso de las tres últimas semanas el hecho más señalado había sido la huida del Presidente Derqui y la caída de su partido. Descartábase que uno de los primeros resultados de la guerra sería el cambio de capital; pero los ministros extranjeros aun no habían. salido de Paraná. Yo había tenido la buena fortuna, mientras estuve en Buenos Aires, meses antes, de vincularme al ministro inglés Mr. Thornton y ahora, al saber él que había remontado el río en el Ardent, me ofreció bondadosamente un cuarto de su casa (en Paraná) durante los días que pensaba permanecer allí. Mandé pues mis efectos al puerto y me dispuse a seguirlos. Mi amigo Mr. Boyd desembarcó también y pisamos así por primera vez el suelo de Entre Ríos. La orilla se presentaba seca, cubierta de cascajo y arena suelta que a la hora del mediodía calentaba mucho. Las barrancas son de considerable altura, unos doscientos pies en apariencia, y cuando no las cubren pastos o arbustos, son blancas como acantilados de yeso (por la gran cantidad de conchillas) y las trabajan para extraer cal viva. Un camino en zig-zag, que comunica al puerto con la ciudad, sube por la parte más accesible de la barranca; no encontramos caballos en el puerto y convinimos, urgidos por el calor y tomando la cosa en broma, entrar en la ciudad sobre una carreta de bueyes que rondaba por ahí, guiada por un negro Joven. Subimos en este vehículo y mientras los bueyes ascendían serpeando por la barranca con su acostumbrada lentitud, nos divertíamos charlando con el carretero. Se mostraba el negro muy intrigado por la llegada del Ardent y muy curioso de saber por cuál de los partidos en lucha íbamos a pelear. ¡Pobre hombre!... La guerra le traía malhumorado y se quejaba mucho ante la sola idea de que, en pocos días más, le obligarían a incorporarse al ejército federal. En las proximidades del puerto hay algunas casas esparcidas, y en lo más alto, por la parte del norte, hay algo así como un conato de fortificación. La situación no podría ser mejor, si estuviera bien armado y provisto convenientemente, y seria posible impedir el paso por el río, pero, desgraciadamente, no tiene armas ni guarnición. Después de llegar a la parte alta, anduvimos de un lado a otro más de una milla sobre un camino muy blanco y cubierto de polvo, ya en el corazón de la capital. Mi compañero encontró alojamiento en una fonda que se engalanaba con el nombre de Hotel de París. El propietario y la familia estaban a medio vestir y se mostraron poco amables, hasta de mal humor, quizás porque les habíamos interrumpido la siesta. El edificio consistía en algunos cuartos muy sucios que cuadraban un patio apenas tolerable. El piso de ladrillo en la pieza destinada a mi amigo, faltaba en parte, y las cosas estaban en general desorden; pero se nos aseguró que todo quedaría muy bien antes de la noche.


Diariamente, desde que salimos de Buenos Aires, el calor había ido en aumento mientras nos poníamos más cerca del trópico, y mientras permanecí en Paraná, el termómetro se mantuvo por lo general entre los 80° y 90° a la sombra. Algunas semanas más tarde, la temperatura aumentó considerablemente. Mr. Thorton me informó que en febrero había alcanzado a 102°. Las gentes consideran el calor del mediodía incompatible con toda actividad y generalmente cierran puertas y ventanas para dormir con sueño profundo por algunas horas. En Santa Fe, en Paraná, y en otras ciudades de Entre Ríos que visité, las calles, en pleno mediodía, se hallaban solitarias como en alguna ciudad de la muerte. Habré pasado por medio loco al no hacer caso alguno de esta verdadera institución de la siesta, pero debo decir que siento extrema predilección por la luz del sol y no vacilaba en hartarme de ella. Esto se debía, en parte, a que tenemos pocas oportunidades de ver siempre la verdadera luz solar en muchas regiones de Europa y por eso valoramos mejor esa verdadera gloria, He observado también, como regla general, que quienes por primera vez pasan una temporada en algún país de clima cálido, soportan ese clima mejor que los que están allí desde años atrás. Diríase que los primeros han aportado de las regiones más temperadas cierto acopio de vigor que se mantiene por algún tiempo, para disminuir después en forma notable. Puede una persona conservar ese acopio por mayor tiempo que otra, pero después, muy pocos resisten a la fuerza que los somete a los mismos hábitos del país. Entre tanto, yo gozaba un día y otro con el fúlgido sol y con el cielo azul, rara vez empañado por una sola nube. Había siempre un aire suave muy agradable, aunque a veces, cierto viento pesado y densas nubes de polvo dificultaban la respiración y la visibilidad. El polvo (de un suelo pedregoso) era tan tenue como la harina, penetraba en todos los rincones y dañaba la ropa en forma lamentable. Quizás fuera éste el inconveniente mayor que pude advertir en Paraná.


Bajo tales condiciones, la comida principal se tomaba a las cuatro de la tarde. Por la noche salíamos a pasear a caballo y también a pie, exponiéndonos en este último caso, al probable menosprecio público. La ciudad no es grande y sólo contiene algunos pocos miles de habitantes. En el centro está la acostumbrada plaza y los edificios públicos, así como varias tiendas insignificantes; hay pocas iglesias y lo más importante que tienen es el exterior. Rige el consabido sistema de tablero de ajedrez en calles y esquinas. Las casas llaman la atención por su blancura, pero el más entusiasta no podría encontrar nada que admirar en lo que es propiamente la ciudad. Los alrededores más cercanos son, con todo, muy agradables, y pocos minutos bastan para encontrarse uno en pleno campo, respirando el aire puro de la pampa. La gente parece muy tranquila y pacifica y pueden verse quintas, distantes unas de otras, muy pintorescas, con sus ombúes y flores de ceibo, estas últimas lucientes y arracimadas. Lo más notable que observé fue la gran cantidad de yacimientos de conchas fósiles. En muchos lugares del suelo se han formado profundas zanjas, ocasionadas por las aguas al correr, y sus bordes ofrecen a la vista el aspecto de muros compuestos por entero de esas conchas. A veces la tierra presenta hendiduras y huecos exactamente iguales a los que pueden verse en los ventisqueros de las montañas. La profundidad variaba —según me pareció— entre los diez y los treinta o cuarenta pies: todas las paredes estaban compuestas de estas conchas gigantes [sic]. El arroyo de Las Conchitas, en las inmediaciones, toma de ellas su nombre, porque forman la característica principal de sus márgenes.


Uno de los propósitos de mi viaje a Paraná había sido el de cruzar el interior de Entre Ríos con mi amigo Mr. Boyd. y, de ser posible, llegar hasta la estancia de su suegro, no lejos de la ciudad de Gualeguay. La dificultad estaba ahora en trasladarnos a la estancia. El estanciero, en general, viaja con sus propios peones y con tropilla de caballos; si un caballo se cansa, lo desensilla y monta otro; el desensillado debe seguir al galope con los demás, y de esta manera se cumplen en un día grandes distancias. No pudimos combinar nada parecido en Paraná, y como nada sabían en la estancia, no había manera de disponer el viaje. Con todo, preguntando aquí y allá, supimos de una diligencia que hacia el recorrido hasta Nogoyá en ciertas y determinadas ocasiones, una de las cuales se hallaba muy próxima. En efecto: si las cosas iban bien, debía partir de Paraná dentro de los dos o tres días. Diéronnos las señas de una casa donde podríamos tomar informes y reservar los asientos.


No sin ciertas dificultades encontramos la casa: entramos en un gran patio cubierto de escombros donde reinaba el mayor desorden. Aquello era como el esbozo —muy caótico— de una cochera. A uno de los lados vimos el deteriorado armazón de una diligencia; en otro lugar un conjunto de maderas desperdigadas y hierros viejos, en apariencia destinados a reparar el vehículo. Cualquiera hubiera tomado aquello por inútil para cualquier especie de reparación. Algunos restos de carretas de bueyes y ruedas rotas estaban esparcidos por el suelo en todas direcciones y a primera vista nada de todo eso valía siquiera media corona inglesa. No pude menos de recordar el delicioso relato de Dickens sobre la decadencia de los mail-coaches, mientras miraba a mi alrededor maravillado el objeto -que nos interesaba. Al cabo salió de bajo un cobertizo un hombre gordo y mal engestado a quien mi compañero preguntó si estaba allí la diligencia de Nogoyá.


—Aquí, señor —dijo el hombre señalando uno de los trastos más deshechos que podían verse en el establecimiento.


—¿Eso... la diligencia?... —exclamamos ambos a la vez.


—Sí, señor...


—Bueno.. . pero nos han dicho que debía salir mañana o pasado y.. . la verdad... está hecha pedazos...


—Estará lista, señor...


—Pero le falta toda una mitad... casi todo el fondo, no se ven los asientos... ni las ventanillas, ni el pescante, ni los forros. Apenas si tiene un elástico...


—Todo estará listo, señor, mañana.


Bien sabíamos nosotros que mañana, aunque a la letra quiere decir “el día siguiente”, en boca de un hispanoamericano viene a ser una palabra indefinida y no pagamos un céntimo por los pasajes hasta ver el asunto algo más adelantado. Prometimos volver, y así lo hicimos al siguiente día. Habían reforzado con hierro las partes más débiles del armatoste, pero sin pasar de ahí. Por eso resolvimos hacer una excursión hasta Santa Fe, algo arriba de la desembocadura del Salado 1.


Por la mañana muy temprano vino a buscarnos un carricoche para llevarnos al puerto, en el bajo. Hubimos de procurarnos como diligencia previa para salir de la provincia, un pasaporte de la policía local. Era un pretexto quizás excusable 2, para sacarnos algunos pesos a cambio de un extraordinario documento con misteriosos emblemas de amistad; nuestros nombres horriblemente deformados y tomados de viva voce fueron estropeados del modo más ofensivo que sea dado imaginar. Yo figuraba como el “señor Xequel” y el nombre de mi amigo apenas si estaba mejor. A las ocho fuimos a bordo de uno de los vapores más pequeños que yo había visto, destinado a remolcar una tosca balsa para el transporte de la caballería federal. El Salado desemboca en el Paraná por un canal de bastante profundidad3, el que remontábamos dificultosamente. Las tierras altas y las barrancas de Entre Ríos pronto fueron dejadas atrás, según avanzábamos en el vapor entre las bajas y pantanosas costas del siempre estrecho Salado. Pantanos y lagunas, lagunas y pantanos constituían los rasgos principales de la escena. Muchos raros y desmañados pájaros levantaban vuelo perezosamente desde los juncales mientras las ruedas del vaporcito agitaban el agua.


Aunque sin otra muestra evidente, un aficionado a la caza hubiera podido comprobar, por la sola apariencia del campo circundante, que, bogando por en medio de esas retiradas lagunas unidas al río, habría encontrado inmensa variedad de aves silvestres. Algunos yacarés se exhibían en las orillas. El capitán del vapor, un italiano muy agradable, empuñaba de vez en cuando y por diversión un fusil, y hacia fuego contra ellos. No pudimos ver el efecto de los tiros, pero alguna bala debió de rozar a uno de los monstruos porque todos se lanzaron al agua en seguida.


Iba a bordo del vapor un hombre muy divertido e inteligente que hacia de cobrador o boletero. Era un mareante genovés que había navegado mucho por el Mediterráneo en buque propio hasta que un funesto temporal le hizo naufragar en las costas de España. Así perdió toda su fortuna. Se trataba de un hombre simpático en verdad, que había visto ciudades y costumbres muy diversas y algo había aprendido de lenguas extranjeras, ganando también en alto grado el arte inapreciable de no rendirse ante las adversidades.


A eso de las diez y media, un pequeño bosque de mástiles se dejó ver sobre la orilla, en una curva del río, y nos reveló que estábamos cerca del punto de destino; hicimos todavía otra vuelta y ahora vinimos a anclar entre cantidad de pequeñas goletas que esperaban cargas de productos del interior. Un bote de tipo noruego nos llevó a la costa y desembarcamos en la muy interesante ciudad de Santa Fe.


Los primeros aventureros españoles en el Río de la Plata carecieron de establecimientos apropiados desde la desembocadura del río Paraná hasta Asunción, una vez abandonado el asiento de Buenos Aires en 1535. Por ello sufrieron grandemente hasta que don Juan de Garay, en 1573, eligió una comarca donde los indios se mostraban más amigos que los de la parte sur de la región e inició las fundaciones de Santa Fe de la Vera Cruz, sobre la orilla derecha del río y a unos 31° de latitud sur. En 1651, los habitantes se trasladaron algo más al sur, para establecerse en el sitio actual de la ciudad, a orillas del Salado. Santa Fe ha sido así, durante largo tiempo, ciudad de importancia y utilidad como estación a medio camino entre la desembocadura del Paraná y la capital del Paraguay.


Una vez en tierra fuimos objeto de la curiosidad de algunos desocupados, pero nadie nos molestó con preguntas y pudimos andar a la ventura hasta trasponer las pocas casas que bordean el río con la esperanza de llegar a la parte principal de la ciudad y descubrir algún establecimiento donde pudiéramos almorzar, porque empezábamos a sentir apetito. La ciudad es de pobre apariencia y escasamente edificada pero tiene, como es común, largas calles cortadas en ángulo recto y con esto no hallamos dificultad para encontrar el camino de la plaza mayor que, según lo sabíamos, estaba más o menos en el centro de la población. Serian apenas las once y ya la gente, en su mayor parte, hacia los preparativos para la siesta. Muchas personas nos miraban con aspecto soñoliento desde las puertas entreabiertas preguntándose, acaso, qué nueva especie de chiflados seriamos nosotros.


Por último hallamos manera de restaurarnos, entrando en un establecimiento pequeño y sucio llamado Hotel de la República. Varios soldados de exterior semisalvaje andaban por ahí, en guisa de vigilar el lugar, apoyándose perezosamente contra las paredes del patio y fumando con gesto huraño y hosco. Sus ponchos de varios colores, su aspecto selvático, eran por todo extremo pintorescos pero tenían realmente mala catadura y no parecían, en modo alguno, estar para bromas. Pasamos junto a ellos al entrar en el salón comedor. Allí comprobamos que había establecido su cuartel general en el hotel uno de los jefes federales. Un mozo bastante sucio trajo algo así como un filet de boeuf (con mucho ajo, es verdad, pero nada despreciable), papas fritas y vino carlón. Dímonos por satisfechos con si almuerzo y salimos a la calle para ver lo que pudiera verse de la ciudad. En aquellos momentos todos dormían al parecer y aunque ansiábamos emplear nuestra vista no hallamos oportunidad de observar a los vecinos. Estábamos en la plaza, un prado cruzado por algunos senderos, al que habían pegado fuego hacia poco, y no vimos ser viviente como no fueran dos perros que dormían echados contra la pared de una casa. El calor del sol era intenso, pero una ligera brisa lo hacia llevadero y no se justificaba, por cierto, la actitud de los habitantes.


La torre de la iglesia nos despertó curiosidad y fuimos hasta la entrada del templo, para lo que hubimos de atravesar una espesa capa de polvo4. La puerta principal estaba cerrada pero hacia un lado había una puerta pequeña que daba al patio de un claustro lleno de naranjos y durazneros. Entramos en él pero nadie aparecía; Santa Fe era como la ciudad de la muerte. Por una ventana del mismo claustro pude ver una colección bastante grande de libros muy viejos, algunos voluminosos y ennegrecidos por los años. Imaginé que muchos de ellos serian de gran valor y obras selectas publicadas por los jesuitas primitivos. Anduvimos atisbando por todos los rincones y huecos. A poco, dimos en un rincón del claustro con una escalera que al parecer conducía a la torre de la iglesia. Estábamos para trepar, cuando apareció un muchacho con un portaviandas. Llevaría, pensamos, el almuerzo para algún santo soñoliento. Le preguntamos si podíamos subir solos a la torre. “Sí, señor”, contestó, y no le vimos más.


Hacía mucho calor y ascendimos lentamente por una vieja y estropeada escalera. A poco andar la escalera se acabó y el resto del camino hubo que hacerlo por subideros y gradas entre el antiguo maderaje de la torre. Desde lo alto se ofrecía una vista muy completa de la ciudad, con las lagunas y campos inmensos que se extienden a la distancia. El río Salado refulgía bajo el sol retorciéndose hasta traer su corriente al Paraná. Más allá levantábanse las lejanas barrancas de Entre Ríos. Por una parte dilatábanse las pampas con el camino a Córdoba y a las provincias del oeste; por la otra, el grande, el noble río Paraná esperaba allí, para llevar sus incultos tesoros a todos los países del mundo. ¡Y a nuestros pies toda una ciudad que dormitaba!... Mirando a nuestro alrededor, desde aquella elevada torre, no podíamos dejar de pensar en los valientes españoles que la edificaron hace tanto tiempo. ¡Qué ambición más vehemente debió de animar el brazo de quienes, no satisfechos con el posible desarrollo de una civilización tardía que fuera penetrando tras el avance lento de las fundaciones, atacaron de una sola vez audazmente el corazón del nuevo mundo y fundaron ciudades frente a la amenaza constante de los indios hostiles! ¡Y cuánta fe debieron de poseer aquellos hombres creyentes que, a despecho de mil obstáculos y dificultades, trajeron la religión y la civilización de sus padres hasta estas regiones apartadas! ¡Qué cantidad de esperanzas y aspiraciones debieron de animar a los fundadores de Santa Fe y qué decepción no sentirían no sentirían hoy, de volver sus ojos al escenario de sus trabajos! Porque la fe aquella está muerta y El Dorado resultó una fábula...


Mis pensamientos, sin embargo, volaron en seguida desde el pasado hacia el futuro. Fácil me fue prever que el rápido crecimiento de la humanidad con sus necesidades siempre en aumento, el espíritu de progreso, los ferrocarriles, un mejor gobierno y el desarrollo del sentido común, habrán de combinarse pronto para dar a estas regiones maravillosas mayor cantidad de población que la que ha podido tener hasta hoy. Hace falta más inmigración para trabajar las tierras y para levantar las energías de los nativos. Otras cosas vendrán a su debido tiempo. Las comunicaciones ferroviarias, sobre todo, ejercerán su influencia centralizadora en un país cuya mayor desgracia está en haberse constituido en confederación. El sistema federal ha sido, según lo observa muy bien Mr. Markham en sus Viajes por el Perú, “enteramente inadecuado en regiones apenas pobladas, sin caminos, y desprovistas de un número suficiente de hombres capaces en cada una de las provincias para dirigir los gobiernos locales. En tales condiciones, el poder cae necesariamente en manos de cualquier aventurero astuto; cada pequeño estado conviértese en foco de revoluciones y el resultado es una sucesión interminable de guerras civiles”. Esperemos, con todo, que Santa Fe y otras provincias habrán de despertar y prosperar.


El aspecto de la ciudad, tal como la veíamos desde la altura, era en extremo curioso. Las largas calles, enteramente silenciosas a esa hora, y abandonadas por sus habitantes, se extendían hasta las llanuras circundantes; las casas, en lo relativo a su amplitud y a su buena arquitectura, iban disminuyendo gradualmente, desde los buenos edificios sólidos y blancos que se veían en el centro, hasta los ranchos de los suburbios; pero buen número de ellos, grandes o pequeños, tenían jardines, o cercados, llenos de durazneros y naranjos, cuyo verde brillante formaba contraste delicioso con los muros blancos y los techos de teja roja que se veían en todas direcciones.


Pasado un buen rato en nuestro mirador, gozando de una fresca brisa, emprendimos el descenso. Mientras lo hacíamos, echamos de ver la puerta vieja de un desván destinado al órgano. No había órgano, sin embargo, pero sí varios instrumentos musicales de antigua construcción. Algunas pocas sillas de altos espaldares primorosamente tallados y algunos libros antiguos esparcidos en desorden procedentes de España, al parecer, y que estaban allí desde que fue construida la iglesia. El polvo se había acumulado en cada rincón; todo el ambiente daba la impresión de que nadie hubiera tocado nada desde los días de prosperidad de los jesuitas en América. No pudimos entrar al interior del edificio ni encontrar a nadie para interrogarle sobre lo que habíamos visto. Todo lo demás parecía estar en idéntico estado de abandono.


De nuevo en la calle, dimos con un italiano que había venido con nosotros de Paraná, por la mañana, e iba ahora a ocuparse de una casita que había comprado en la ciudad. Nos invitó a seguir con él y como no llevábamos dirección determinada, aceptamos la compañía y las informaciones que pudiera suministrarnos. Inspeccionó su casa y su jardín, que ya no admitían reparaciones por el mal estado en que se hallaban, y seguimos caminando juntos hacia las afueras, donde, según nos dijo, podía mostrarnos una reliquia de los viejos tiempos. Se trataba de la vieja fortaleza construida para proteger a los primeros pobladores de los ataques de los indios. A poco andar por esas calles nos hallamos en el campo y entre algunos ranchos donde se veían ceibos de flores rojas. En diez minutos o un cuarto de hora más, ya estuvimos cerca del fuerte, edificio grande y macizo, construido de ladrillo y unido a un terreno cercado de tapia y destinado, creo, a defender la fortaleza y el pueblo en caso de necesidad 5. Esperábamos poder explorar este viejo y curioso edificio, pero al subir a él fuimos sorprendidos por la presencia de buen número de soldados que lo guardaban, todos cubiertos con el muy temible poncho rojo de Urquiza. Algunos de ellos estaban tirados largo a largo en el suelo, otros fumaban cigarrillos de papel bajo una especie de galería y los demás, recostados contra la pared, nos clavaban los ojos con gestos huraños, sin decir palabra. Los santafecinos son considerados como los de mejor tipo físico entre los naturales del Río de la Plata, y en verdad que aquéllos eran los hombres de más formidable aspecto que yo había visto jamás, si se exceptúan, acaso, los que forman la Guardia Real. Algunos de ellos tendrían varias pulgadas por encima de los seis pies, y los caracterizaba cierto aspecto de imponente fiereza que no tenía mucho de agradable. Pudimos advertir que el italiano, buen conocedor del país, se mostró, más que sorprendido, muy alarmado, con tal encuentro a media milla de la ciudad. Nos dijo, entre dientes y con mucha prisa, que debíamos seguir sin decir nada y volver tan pronto como pudiéramos. Pasamos, pues, frente a varios individuos de torvo aspecto, pero ninguno dijo una sola palabra y seguimos, aparentando indiferencia. Muy satisfechos de haber visto solamente el interior del fuerte, giramos a la izquierda en cuanto pudimos hacerlo sin dar a entender que tratábamos de vernos libres de aquellos hombres y volvimos a la ciudad por otro camino. Se corría la voz en esos momentos de que en la noche anterior, una parte del ejército de Buenos Aires había sorprendido a un cuerpo de federales en las proximidades del Carcarañá, no muy lejos de Santa Fe. Se decía también que, pérfidamente, los habían tomado mientras dormían y matado a varios cientos de ellos en el mismo campo 6. Difícil resultaba conocer bien la verdad en este asunto pero todas las noticias estaban de acuerdo en que había muerto así un gran número de personas; y si, como se creía, los hombres del partido urquicista, entre quienes estábamos, apenas si habían escapado al horrible destino de sus camaradas, no era de sorprenderse que tuvieran aquel aspecto temible y anduvieran de mal humor.


Andábamos sin armas, y de nada nos hubiera servido tenerlas; por eso, el pánico del italiano —no tengo inconveniente en decirlo— estaba justificado y nos sentimos muy satisfechos de vernos sanos y salvos en Santa Fe. Tras algunos momentos de inquietud vinimos a dar con la casa del Director de Correos conocido —cuando vivía en Paraná— por uno de los que venía con nosotros. El Director había dormido ya su siesta y nos recibió muy cortés, aunque todavía en deshabillé. El cuarto en que nos recibió era un modelo de limpieza y estaba adornado, para gran sorpresa mía, con caracoles y con balas de cañón, cuidadosamente dispuestas estas últimas. En ellas se habían inscripto con pintura diversas fechas y nombres de lugares. Vine a saber que el Director era marino de profesión y que había sido oficial de la armada argentina. Hablaba inglés y nos dijo que los proyectiles en cuestión eran trofeos de varios combates en que había intervenido. Ahora la única inscripción que recuerdo es la de Obligado. No parecía en modo alguno satisfecho con la marcha del gobierno, y con toda naturalidad hizo notar, para dar una idea de las cosas y como algo singularmente extraño, que las autoridades de Paraná habían equipado sus barcos con soldados de caballería y colocádole a él, oficial de marina, en el cargo de Jefe de Correos 7. Pensaba sin duda también que no era él the right man in the right place 8. Después que nos hizo conocer su huerta llena de naranjos e higueras y un jardín en que florecían muchos jazmines del Cabo, dimos por terminada la agradable visita y volvimos al puerto.


El vaporcito en que habíamos venido de Paraná debía volver a dicha ciudad a eso de las cuatro. Para hacer tiempo, entramos a beber algo fresco en un pequeño café, bastante sucio, próximo a la costa del río. El dueño era italiano y su esposa una linda francesa que hacía los honores de la casa con toda la vivacidad propia de su raza. En esto último era ayudada por una hermana muy bonita que se había casado apenas dos días antes, y como el pequeño mundo de Santa Fe daba ya por terminada la siesta, llegaron al café varios parroquianos que se pusieron a beber y a divertirse haciendo bromas a la recién casada. Ella, por su parte, no se mostraba nada tímida. Los vestidos de estas mujeres jóvenes eran algo raros: de muselina, bastante charros y de corte muy ajustado en el busto, hasta las caderas, donde se ensanchaban de súbito con enormes miriñaques.


A la hora señalada estuvimos a bordo y el viaje fue feliz, aguas abajo, como que llegamos a Paraná con tiempo para ir a cenar agradablemente con los oficiales del Ardent.


A eso de las nueve de la noche volvimos a tierra con Mr. Boyd y terminamos el día en un circo ambulante que hacía las delicias de la población. Mediante una módica entrada pudimos presenciar la función y nos hallamos de buenas a primeras en un lugar arreglado del modo más pobre y humilde que pueda imaginarse. Era un espacio cuadrado cercado por una tapia, sin techo alguno, en el centro del cual habían clavado perpendicularmente una gran estaca. Un aro ajustado a ella ostentaba unas treinta candelas ordinarias, y las estrellas del cielo completaban la iluminación. Las pruebas o espectáculos eran pocos, muy espaciados además, e inferiores en mucho a cuanto yo había visto en el género. El público asistía de pie, colocado en torno a una ruda pista y los actores andaban mezclados entre la concurrencia, mostrándose muy corteses hasta que después de un largo conato de música, cumplido por una banda abominable, los mismos actores montaron a caballo y empezaron a dar vueltas por la pista. Por cierto que más de un gaucho los hubiera aventajado en las pruebas, pero la gente parecía divertirse mucho con los trajes de lentejuelas de los jinetes y los burdos chistes de un payaso español.


Durante los días que siguieron hicimos varias visitas para informarnos del estado en que se hallaba la diligencia de Nogoyá. El progreso era lentísimo y nada satisfactorio, pero siempre se nos aseguraba que a corto plazo estaría todo bien dispuesto; que tendríamos muy buenos asientos y que había un solo pasajero, además de nosotros. Sin embargo, otro día oí decir que cierta familia de la ciudad salía de viaje al interior de la provincia y tenía reservados sus asientos en la misma diligencia. Con esto advertí qué no quedaría lugar para nosotros. Tal era el resultado de todos nuestros cuidados y solicitudes.. . No habíamos dejado un momento de la mano al remendón de la diligencia, habíamos vigilado personalmente la compostura y otros iban a cosechar el beneficio.. . Sic vos non vobis nidificatis avis 9.


Con gran indignación salí en busca de mi amigo, a quien imaginaba entre vivas protestas, pero en el camino di con un compañero de un viaje anterior, el maquinista escocés de la escuadra de Urquiza, quien dijo conocer a un tal “Don Martín”, que preparaba un viaje a Nogoyá con un caballero paraguayo, en su carruaje particular. Me dijo que acaso pudiera llevarnos con él mediante una moderada retribución. Y me dio las señas de don Martín, que resultó ser un hombrecito muy simpático, poseedor de varios destartalados vehículos de diversas formas. Con él entramos en un patio lleno de maderas, tablas y trastos de toda especie y nos señaló el carruaje en el cual pensaba conducir al paraguayo con sus maletas. Era negocio bien pobre para él, dijo don Martín, pero declaró también que podría llevarnos a todos en el coche. Lo más serio era el asunto del equipaje porque el paraguayo viajaba con un enorme baúl que ocuparía gran espacio en el vehículo y así no habría lugar para nuestros bultos. Por último quedó arreglado que por treinta pesos bolivianos (unas cinco guineas inglesas) podríamos disponer de otro coche, solamente para nosotros, y haríamos el viaje todos juntos hasta Nogoyá, distante unas treinta leguas según se dijo.


Por lo que a mí respecta, había pasado una semana muy agradable y me dolía dejar la buena hospitalidad de Mr. y Mrs. Thornton, pero parte de nuestro plan consistía en hacer un viaje a través de la provincia y mis compañeros disponían de menos tiempo que yo. Surgieron muchas dudas sobre la oportunidad y posible seguridad del viaje y hasta se dijo que, si dábamos con algunos soldados de Urquiza, el menor daño que podría sobrevenir sería quedarnos sin caballos y abandonados en medio del campo. Por eso tomamos las mayores precauciones posibles: Mr. Thorton nos facilitó una buena recomendación redactada en español que ayudaría mucho en caso de vernos con las autoridades. También llevábamos a mano las pistolas necesarias para desbaratar cualquier broma de forajidos. Como hacía mucho calor, quedó convenido partir a las cuatro de la mañana. Después de otro delicioso paseo nocturno por los alrededores de Paraná, nos despedimos de nuestros buenos amigos y pasamos la velada juntos en la fonda, con el fin de estar listos para salir en la madrugada. Teníamos buen número de pequeñas cosas que hacer, y la tarea de guardar y poner en orden ciertos objetos resultó muy incómoda y sofocante, aun realizada de noche y en mangas de camisa.


Avanzábamos en ella lentamente y ya pasada la medianoche fueron cerrados los baúles; tomamos asiento frente a una ventana bien abierta para gozar del aire fresco de la noche y sosegar el ánimo con un cigarrillo y pasamos así cosa de una hora. Luego nos tendimos en la cama para reposar por algunos momentos.