Viaje al Plata en 1861
Viajando por Entre Ríos
 
 

Sumario: Salida de Paraná. Falta de agua. Lagunitas de agua sucia. Llegada a Nogoyá. Los Guardias Nacionales. Los nombres de las gentes. La diligencia de Gualeguay. Terribles barquinazos. La correspondencia olvidada. Cambio de caballos. La rudeza de los conductores. Un paso difícil. Barranca abajo. El vuelco del coche. Una pierna rota. De nuevo en camino. Llegada a la estancia. “Old Bob”. El edificio de la estancia. La cría de ovejas. Aumento del valor de la tierra. Una huerta. El campo.



Pasadas las tres de la mañana, estábamos listos esperando a don Martín que tardó todavía un poco en venir a buscarnos. Al fin apareció. Los baúles fueron bien asegurados sobre una tabla en la parte trasera del carruaje. Provistos de una botella de vino y de un trozo de carne fría, emprendimos la marcha poco antes de las cinco por esas calles silenciosas. Don Martín manejaba el coche que iba delante, con el paraguayo, cuyo equipaje consistía en un enorme baúl y en un papagayo gris. El cochero que guiaba nuestro carruaje resultó ser un suizo del cantón de Berna, con quien departí todo el día y largamente sobre las bellezas de su país natal. Cada coche iba tirado por dos caballos y un tercero marchaba a la par, atado a los otros por un trenzado flojo, casi en libertad, sin formar parte del tiro y destinado a ocupar el sitio del que hubiera de ser reemplazado por cansancio. Estos caballos considerábanse suficientes para un viaje de unas cien millas en una jornada y sin probabilidad de encontrar ni siquiera una .aldea en todo el camino.


Mientras salíamos de la ciudad, iban entrando en ella algunos campesinos a caballo: venían de las afueras, con provisiones para el mercado; pero en poco tiempo dejamos de verlos y no hallamos a nadie en una distancia de cincuenta o sesenta millas. El camino era de huella: dos sendas paralelas entre el pasto, formadas por el paso de alguna carreta de bueyes u otro vehículo; a veces las huellas eran tan superficiales que apenas se veían. Con el tiempo seco la hierba se había puesto muy amarilla y el sol que nos daba de frente y parecía una bola de fuego en el cielo sin nubes anunciaba otro día de intenso calor. Avanzábamos a paso firme y a razón de nueve millas por hora sobre un campo casi completamente llano: un mar de hierba seca nos rodeaba. Por espacio de varias leguas no se vio un solo árbol, ni siquiera un simple arbusto. Tampoco había una gota de agua (ni pozo de ninguna especie) y tanto nosotros como los animales empezábamos a echarla de menos seriamente. Al pronto, y a eso de las nueve y media, el ojo avizor de don Martín descubrió un manchón verde en el terreno, cerca del camino. Fuimos con el coche hasta él y nos detuvimos a su orilla. Una especie de hendedura en el suelo, de más o menos dos pies y que se extendía por algunas yardas, encerraba una porción de agua limpia, suficientemente fría también porque estaba como a un pie por bajo de la superficie. Los efectos del agua se hacían visibles hasta cierta distancia en todas direcciones. El pasto aparecía verde y algunas flores formaban como un verdadero y ameno oasis. Después de haber bebido nosotros, desatamos los caballos y les dimos también de beber. Mientras bebían y pacían a su sabor, nosotros, echados en el suelo, sacamos las provisiones. Don Martín traía un extraordinario arrollado de carne, relleno, y con algo que habíamos llevado nosotros y un vaso de vino y el agua, los estómagos quedaron más que satisfechos. Un cuarto de hora después, la fementida diligencia de Nogoyá, que conoce el lector, pasó con bastante rapidez. Como nos hallábamos muy a gusto, reclinados sobre la hierba, dimos gracias de no vernos en aquel coche, apretujados entre la familia criolla.


El paraguayo se mostró en seguida muy sociable, aunque parecía poseído de ese genio soñador y sensual, propio de la gente de su país. Hablaba español con tono desmayado y con blanda pronunciación guaraní, pero él parecía muy pagado de sus maneras morosas.


Tras una hora de descanso, el pequeño don Martín se puso de pie y dio la señal de la partida. Engancharon otra vez los caballos al coche y no se creyó necesario enganchar el que iba de refresco. Así volvimos a rodar por esos llanos donde hacía mucho calor. Las tropas de venados y avestruces huían de tanto en tanto al acercarnos, pero me pareció que las perdices no abundaban como en la Banda Oriental. Los venados se parecían a las corzas de Inglaterra, en tamaño y color, y era un placer verlos saltar muy de súbito, correr hacia un lado, y luego volverse para mirarnos con asombro. Los avestruces de Sudamérica son, como es sabido, muy diferentes a los africanos. Son más pequeños y de color gris, sin la belleza de plumaje en las alas que tienen los de áfrica. Pero poseen una gracia singular cuando despliegan sus largas plumas colgantes y se abren camino entre los pastizales, con la apariencia —mirados a cierta distancia— de un revuelo de encajes y miriñaques.


Después de tres o cuatro horas de camino llegamos cerca de unas pequeñas lagunas y salimos de la huella con esperanza de encontrar agua para nosotros y para los caballos. Sufrimos una pequeña decepción al comprobar que el agua era una especie de fango caliente y en su consistencia parecida a la sopa llamada “de tortuga”. Apenas si el charco tenía un poco de profundidad y como había sido chapaleado por caballos y vacas, el agua no era para bebida, a no ser en alguna terrible circunstancia. Fuimos de una en otra de estas lagunas con el mismo resultado y volvimos al camino sin esperanza. Desenganchamos los caballos y éstos mostraron muy pronto que su aversión por el agua no era invencible, como la nuestra. Entre tanto, pusimos los dos coches uno junto a otro, e improvisamos algo parecido a una tienda de campaña, con dos ponchos extendidos. No lejos se levantaba una casa, la primera que veíamos desde que salimos de Paraná, distante ya unas cincuenta millas. Era un simple rancho solitario en la llanura. Como andaban muy cerca unas vacas lecheras, tuvimos la idea de enviar al suizo con una botella vacía para conseguir leche. La misión tuvo buen resultado y tomamos leche en lugar del agua sucia de la laguna. Don Martín dio a los caballos una buena ración de maíz y nosotros la emprendimos una vez más con la carne fría. El techo que habíamos formado nos defendía del sol que estaba fuerte; de tal manera se dejaba sentir una brisa fresca y el pic-nic en plena pampa resultaba delicioso.


Me pareció que permanecíamos demasiado en aquel sitio pero el pequeño don Martín explicó que así convenía mejor en una larga jornada para que los caballos se mantuvieran bien. Al fin nos pusimos en marcha y seguimos sin inconveniente hasta cerca de las seis, hora en que llegamos a la estancia de don Manuel Leibe 10, amigo de don Martín, que nos recibió con toda cortesía. Uno solo de los caballos fue cambiado en la estancia por otro de don Manuel, pero la demora en buscar la tropilla retardó mucho el viaje. Teníamos que andar todavía seis leguas para llegar a Nogoyá, y tres de ellas entre monte. Ya eran las siete cuando salimos de la estancia.


La noche sobrevino en seguida y aunque era estrellada, no había luna. De trecho en trecho perdíamos el camino. Más de una vez tuve por seguro que íbamos a volcar en alguna de las zanjas que dejan las aguas después de las lluvias. Por último llegamos al monte, donde, naturalmente, se hizo más difícil encontrar el camino de huellas. El aire se había puesto frío después de un día caluroso y nos sentíamos mejor envueltos en los ponchos que sentados en mangas de camisa. El cochero a cada momento detenía los caballos para buscar el camino entre los árboles. Por último dimos con el obstáculo más serio al llegar a las márgenes de un ancho y profundo arroyo que no era posible atravesar. Don Martín había oído ladridos de perros en un rancho, momentos antes, y como era evidente que habíamos perdido el camino, decidió volver y preguntar por la ruta verdadera, si alguien encontraba para preguntárselo. Los furiosos ladridos servían de guía, pero, precisamente al acercarnos al rancho, embestimos un tronco y nos fuimos unos contra otros, hechos un revoltijo que hubiera sido cómico, de no ser tan inoportuno y molesto. Atraído por aquella baraúnda, se nos presentó un hombre y señaló el camino que habría de llevarnos hasta un puente. Poco después llegamos a Nogoyá, bastante cansados, y fuimos a dar a una posada llamada Hotel de la Unión, a las once y cuarto de la noche. La llegada causó cierta sorpresa. La sala principal de la fonda parecía ser el punto de reunión de los comerciantes y empleados del lugar, quienes, pasado el calor del día, venían allí a comer, a distraerse y a conversar amigablemente. El ruido del carruaje, al llegar, los arrancó de sus mesas y nos miraban al parecer como a visitantes de un lejano planeta; pero al percatarse de que éramos viajeros ingleses, mostraron toda la amabilidad y cortesía posibles. Con gran sorpresa pude comprobar que uno de los jóvenes allí presentes había aprendido inglés en cierta casa de comercio de la costa, y se adelantó a facilitarnos cuantos datos conocía sobre el viaje proyectado, no sin cierta manifiesta y natural curiosidad sobre el objeto de nuestros pasos. La gente de la casa, con ser avanzada la hora, puso todo en movimiento para ofrecernos comodidad; y mientras preparaban una cena muy a nuestro gusto, armaron algunas camas del país y arreglaron una pieza rústica en el fondo de la casa para alojarnos. Sirvieron buenos vasos de cerveza inglesa y de vino carlón, y a eso de la una de la mañana fuimos a nuestros cuartos, bien dispuestos a dormir, después de un largo día de agitación.


La pieza era espaciosa, con piso de ladrillos, ya gastado por el uso; en tres de los rincones estaban los catres que debíamos ocupar, el paraguayo, mi compañero y yo, respectivamente. Una de las paredes del cuarto no alcanzaba al techo y en la pieza contigua dormía tranquilamente la familia que había venido en la diligencia. Así lo hacían presumir los ronquidos que se escuchaban. Dormimos a placer en aquella sencilla habitación y sólo nos despertó la partida del paraguayo con don Martín, que seguían viaje hasta Gualeguaychú.


Se nos aseguró que una diligencia debía salir dos días después para Gualeguay y, para gran satisfacción nuestra, supimos que pasaba por la estancia “Las Cabezas”, término precisamente de nuestro proyectado viaje. Así las cosas, quedaba un día por delante y nada teníamos que hacer. Encontramos entonces muy bien almorzar descansadamente a las diez, según costumbre del establecimiento. Después salimos a la calle con intención de ver lo que pudiera verse de aquella pequeña ciudad de provincia que, con todo y ser tan pequeña, es una de las principales de Entre Ríos. Mi compañero estaba muy familiarizado con el idioma y las costumbres del país, por lo que tuvimos noticia de todo lo que estaba pasando en aquellos momentos con sólo entrar a varias tiendas y almacenes por diversos motivos. Bien poco había que ver de interesante pero me agradó, sí, comprobar con cierta sorpresa en Nogoyá, como en otras ciudades alejadas de la República, una buena dosis de inteligencia y de buenas maneras en los dueños de tiendas 11, la cual, habida cuenta del aislamiento en que vivían, resultaba muy digna de notarse. Y yo lamentaba sinceramente que la escasez de población impidiera a esas personas ocupar una posición superior, que por cierto merecían 12. Oímos decir por ahí, pero no dimos crédito ninguno a lo que se decía, que Urquiza se preparaba para hacer, en pocos días más el último esfuerzo y que habría de convocar nuevamente todas sus tropas... que en realidad ya se habían restituido a sus hogares. El resultado nos confirmó en la creencia de que el Capitán General ya tenía bastante por el momento con lo que había luchado y se sentía muy contento de poder volver a sus campos y a sus ganados. El solo conato de despliegue militar que nos fue dado ver consistió en un grupo de Guardias Nacionales, reunido en la plaza. Iban lindamente vestidos, con blusas azules y pantalones blancos y escuchaban la música de una banda que se desempeñaba muy discretamente. Estábamos en el corazón de la propia provincia de Urquiza y habíamos esperado encontrar allí, en hombres y cosas, rudeza y descortesía. Por el contrario, al menos en apariencia, todo estaba en paz y en completo orden. La siesta era observada con el mismo rigor que en Paraná; por varias horas manteníanse bajas las persianas de las casas y las puertas cerradas.


En los momentos de más calor, de un día realmente caluroso, éramos nosotros dos, casi las únicas personas que se veían por las calles de Nogoyá. Al caer la tarde, comenzaron las gentes a salir y tuvimos una entrevista con don Juan, el propietario de la diligencia. Díjonos que partiría de madrugada, a eso de las cuatro y en consecuencia esa noche nos acostamos temprano. Era don Juan italiano y excelente persona. Por lo que hace a su apellido, no tengo ni noticia porque a todo el mundo en aquellas regiones se le distingue únicamente por su primer nombre. Ya puede ser uno judío, turco, infiel o hereje. Allá será siempre y para lo que ocurra, don Tomás, don Antonio, don Jorge o don Diego. Y lo mismo pasa con los peones. Yo estuve en una estancia en la que había tres Pedros, pero a ninguno lo llamaban por su apellido, si es que lo tenían: uno le decían Pedro el grande, a otro Pedro el chico y a un tercero Pedro el vasco.


El caso fue que mi corpulento amigo don Juan me arrancó de mi apacible sueño porque entró en el cuarto con una linterna y encendió en ella una vela. Miré mi reloj. Eran poco más de las dos de la mañana. Mi amigo y yo nos levantamos de mal humor y le preguntamos qué podía ocurrírsele a hora semejante. Contestó con toda naturalidad que el día se anunciaba muy caluroso y estaba dispuesto a salir en seguida. Todas las protestas fueron vanas y tuvimos que vestirnos tan pronto como fue posible mientras enganchaban los caballos. Pagamos un precio muy módico por el boleto del viaje y trepamos a una especie de ómnibus amarillo, poniendo cuidado en sentarnos en los dos asientos más próximos a la puerta. Estaban adentro unos pocos pasajeros más, entre ellos una mujer española con un niño en brazos. Como todavía era plena noche, habían puesto atinadamente una vela común en candelero, sobre uno de los asientos vacíos. Sobre el techo de la diligencia amontonábanse toda suerte de maletas. Sonó un chasquido del látigo para animar a los caballos; echamos a andar, y como el tiro se puso al galope, en un momento estuvimos en el campo. Por espacio de un rato fue todo muy bien, pero luego llegamos a un sitio donde don Juan pidió a los pasajeros que descendieran del coche porque estábamos por atravesar el río Nogoyá por un alto puente cuya resistencia no era bastante para una carga pesada. En esa forma todos atravesamos con felicidad, luego volvimos a nuestros asientos y los caballos emprendieron otra vez el galope. Al cabo de algunos momentos sobrevino un tremendo barquinazo debido a que todo un lado del coche cayó en el borde de una zanja, precipitándonos sobre el borde opuesto. Yo tomé el candelero que tenía a mi lado para evitar el choque, pero sin resultado porque, con el fuerte golpe, el pequeñuelo salió de los brazos de la madre para caer sobre la vela encendida, la aplastó y quedamos sin luz.


La falta de luz artificial nos llevó a contemplar la naturaleza y debo decir que nunca, ni siquiera en las noches pasadas en los altos Alpes, he visto una luna tan hermosa como aquélla. Apenas estaba en un mínimo creciente, pero esa luz y la reflejada en su superficie, fulgía como fulge la luz total del astro en otros cielos menos transparentes.


Después de andar con bastante rapidez por espacio de casi una hora, echamos de ver un jinete que se acercaba a nosotros galopando detrás, cada vez más ligero. Al fin nos alcanzó, casi sin respiración. Traía en una mano la valija de la correspondencia que don Juan en sus apuros había olvidado. Anduvimos cuatro leguas para llegar a la primera posta cuando venia clareando el día y se distinguían apenas los objetos. La posta no era más que un rancho pequeñito y sucio, bajo un ombú. Salió un gaucho viejo cuando don Juan hizo sonar su corneta de cuerno; trepó a su caballo en un instante y partió rápido como el viento a traernos animales de refresco. Un cuarto de hora después estuvo de vuelta con la tropilla por delante, de unos treinta animales, que había encontrado en las inmediaciones. Fueron obligados a entrar en el corral siempre al galope y allí se tomaron seis de ellos, uno tras otro, con el lazo. Engancharon cuatro al tiro y éstos iban manejados por un cochero desde el pescante. Otros dos tiraban como cadeneros, atados al extremo de la lanza, dirigidos por dos rapazuelos que me hacían pensar en los pintados por Murillo, y que reían y daban gritos a medida que galopaban.


Los caballos mostrábanse por lo general muy indóciles para arrancar, lo que no es de extrañar si se atiende al modo con que los toman y los manejan, pero ni el cochero ni los muchachos parecían preocupados en lo más mínimo por el peligro de recibir alguna coz o de ser atropellados; de tirar alguna coz, los caballos recibían una tunda más fuerte, y si alguno se empacaba, le daban de latigazos a los que iban delante, hasta que la porfiada. bestia tenía que marchar, arrastrada por la fuerza de cinco contra uno. El viejo siguió galopando detrás de nosotros, o bien a la par del coche, luciéndose como un beau ideal de su propia raza, es decir como perfecto jinete. Al final de la etapa, su obligación consistía en tomar los caballos del coche y volver con ellos a la misma posta para restituirlos a su tropilla. Tal fue la orden del día para las postas sucesivas. Trajeron otra muda de caballos al corral y los tomaron como a los otros con el lazo; fueron enganchados con el acompañamiento salvaje de coces y gritos; los mismos andrajosos muchachos siguieron a caballo durante todo el día; cuanto más andaban, más contentos parecían y aunque la camisa deshecha de uno de ellos iba desapareciendo


rápidamente, él se mostraba regocijado en extremo y no dejaba de reír. Si ponemos de lado algunos terribles barquinazos, no pasó nada de particular durante algunas horas. Pero de pronto don José sujetó sus caballos y dijo que debíamos bajar todos porque era mucha la carga para salvar un paso peligroso que teníamos por delante. ¡Y era en verdad peligroso!... Tanto, que me parecía imposible intentar siquiera el acometerlo. Estábamos al borde de un zanjón muy grande formado de tiempo atrás por un arroyo ahora seco, de unas treinta yardas de ancho y veinticinco o treinta pies de profundidad. Las barrancas eran muy empinadas e irregulares y el piso del fondo muy áspero por el pisoteo del ganado en el barro. Don Juan calculaba poder arremeter derechamente por la orilla abajo con todo los caballos, confiando en que el ímpetu del arranque les permitiría llegar con el coche hasta la orilla opuesta. La parte peor del asunto consistía en que, por el estado del piso, era menester efectuar un giro muy cerrado sobre la derecha, al llegar al fondo del zanjón, es decir un ángulo muy difícil de cumplir en plena marcha.


Cruzamos los pasajeros al otro lado y tomamos una posición favorable para ver el vuelco del vehículo que parecía inevitable. Por fin el cochero tomó las riendas; don Juan sentóse a su lado como para ayudarle en el trance, y los muchachos, a una señal, hicieron avanzar despacio sus cabalgaduras. Así que las ruedas delanteras llegaron al borde de la barranca y el pesado carruaje amenazaba ya con caer sobre los caballos del tiro, éstos fueron azotados furiosamente para hacerlos avanzar, los muchachos y el cochero prorrumpieron en gritos como locos, y todos juntos se precipitaron al fondo del zanjón. Diéronse maña en seguida para hacer el giro conveniente y llevaban ganada la mitad del camino para alcanzar la orilla opuesta, cuando el coche, después de dos o tres fuertes tumbos, volcó estrepitosamente. Caballos y muchachos rodaron entre una densa nube de polvo y acudimos presto en socorro de las víctimas. Los muchachos se habían arreglado en seguida, solos, zafándose de las cadenas y sin tener herida alguna; los caballos también, de un salto se habían puesto de pie. El cochero, que había sido arrojado hacia adelante, vino hacia mí muy apesadumbrado, cubierto de polvo y con la cara llena de sangre. Pero el pobre don Juan quedó hors de combat; no podía moverse: un pesado baúl le había caído sobre una pierna y se quejaba tendido de espaldas en el suelo. Libramos al pobre de todo cuanto tenía encima, lo colocamos apoyado contra una maleta y pudimos comprobar que tenía la pierna quebrada en dos partes. Este asunto era ya más delicado. Estábamos a unas cuarenta millas de Gualeguay, el lugar más cercano donde podía encontrarse médico, de manera que resolvimos atender a la victima en el mismo lugar, aunque no sabíamos nada de cirugía. El equipaje andaba desparramado por el suelo; pronto encontramos un cajón roto que se prestaba para hacer tablillas; y el paciente permanecía entre tanto sentado muy tranquilo en el suelo mientras cortábamos las tablillas como era posible. La madre del baby (del que cayó antes sobre el candelero) facilitó un pedazo de lienzo y una botella de agua de Colonia que reanimó mucho a don Juan. Mr. Boyd había sido de la Sanidad Militar y la pierna fue entablillada con las mejores plantillas y vendas que pudimos hacer. (Para gran satisfacción nuestra, cuando quince días después vimos a don Juan en la cama, en Gualeguay, nos dijo, lleno de gratitud, que el arreglo de su pierna había sido muy bueno, tanto que, si bien había sufrido un día entero antes de llegar a la ciudad, el médico no tuvo más que sustituir por unas tablillas más finas las aplicadas por nosotros).


Después del accidente, quedaba por colocar el coche de pie sobre las ruedas y esto se consiguió luego de varias tentativas fallidas y poniendo a contribución la fuerza de los hombres y de los caballos; no había sufrido gran daño el vehículo y con un hurra muy vivo lo pusimos al fin sano y salvo en su posición natural. Tomamos en brazos al paciente y fue colocado sobre el piso del coche, sentado, y dando la espalda a los caballos. Todos contribuimos también a juntar el equipaje, a excepción de algunos objetos tan deshechos que, en verdad, no valía la pena de recogerlos; los muchachos saltaron sobre sus caballos como si nada hubiera pasado y otra vez seguimos adelante a buen galope. Alcanzamos nuestro punto de destino por la tarde, todavía temprano, sin mayores dificultades y la llegada sorprendió a las buenas gentes de la estancia “Las Cabezas” por lo imprevista.


El infortunio de don Juan despertó gran simpatía por él entre los peones del establecimiento, que le rodearon, todos, y hube de esperar un buen rato antes de sacar mi maleta que estaba en el fondo del coche. Mientras observaba el aspecto algo salvaje de estos hombres, me llamó la atención uno de ellos, bastante recio y de edad madura. Mostrábase muy sucio y daba la impresión de haber estado trabajando en alguna carneada. Largos cabellos grises y una larga barba colgante encuadraban un rostro muy curtido por el sol y caracterizado por una expresión desaprensiva... Estaba pensando en que aquel individuo de piel sucia y largos cabellos debía de ser buen espécimen del criollo más bravío, cuando, mirándome él también, y para gran sorpresa mía, señaló mi maleta en el suelo y dijo en el genuino lenguaje de Cockaigne 13 “Y bueno; yo no sé quién es usted, pero si viene a quedarse aquí, como supongo, será mejor llevar esta cosa: tómela usted de una punta, yo voy a tomarla de la otra y así marcharemos bien”... Como al hablar puso en su mirada cierto guiño socarrón, me cayó en gracia y accedí a lo propuesto. Llevamos pues “la cosa” entre ambos, y por cierto que me vi sorprendido al comprobar que se trataba efectivamente de un inglés. “Me he criado en Smithfield, me dijo, aunque usted podrá no creerlo, quizás”...


Después vine a saber (a oir y a ver) muchas cosas de este Old Bob como era llamado por todos. Se trataba de un personaje muy singular. El mismo no lo negaba. Había sido en Londres un gran pícaro en sus mocedades y tuvo la suerte de poder irse a Buenos Aires, unos treinta años atrás. Sus gustos de Smithfield le habilitaron para acomodarse bien entre los gauchos y, llegada la oportunidad, entró a servir con Mr. Black, el propietario de la estancia en que le encontré. Trabajó con él mucho tiempo en el campo, pero era muy bebedor y su patrón lo despidió. Hacía ahora dos años —según dijeron— había vuelto a la estancia, de visita, nada más, y por quince días, pero desde entonces estaba allí otra vez, y ahora con cierto privilegio porque le habían confiado la grasería del establecimiento.


Aunque Old Bob había estado treinta años entre los gauchos y montaba como ellos y vestía como ellos y como ellos vivía, y muy contento de vivir así hasta su muerte, sin embargo advertí que nada le causaba mayor placer que hablar de su vida de Londres y de los lugares que había frecuentado. Hubiera podido llevarme de uno a otro lugar y hacerme preguntas y rectificar mis respuestas a propósito de todas sus calles favoritas. Tenía una memoria sorprendente: nada había olvidado; disponía también de educación suficiente para deleitarse con la lectura de cuanto podía llegar a sus manos, y todos sus sentidos estaban bien desarrollados menos ese sentido común que le hubiera librado de muchos enredos y dificultades. Se las componía para dar siempre una respuesta chistosa, y de haberle llevado el destino a la Cámara de los Comunes, hubiera sobresalido como maestro en el arte de la réplica...


Entretanto, el pobre don Juan se había refrescado con un vaso de caña tria, con agua; nos dimos un apretón de manos ahí donde estaba, y él declaró lleno de gratitud que nunca podría olvidar las bondades de los ingleses. Los caballos de refresco fueron sacados del corral, luego enganchados, y siguieron al galope con la diligencia que tenía que rodar siete leguas más para llegar a Gualeguay.


Mr. Black no estaba en la estancia pero fuimos recibidos por uno de sus hijos y por dos jóvenes ingleses que hacían allí su aprendizaje en la cría de ovejas. Uno de ellos era muy hábil e industrioso y empleaba todo su tiempo libre en construir diversos aparatos que le valían la risa de los gauchos porque éstos detestan cualquier especie de mejora o cambio en sus hábitos inveterados: uno de ellos le sugirió que inventara una máquina por uno de cuyos extremos pudiera entrar una oveja bien lanuda y salir por el otro extremo bien trasquilada... La casa habitación y otros departamentos, así como la cocina y cuartos de los peones, cuadraban un gran patio cerrado a su vez por una palizada que rodeaban árboles de paraíso. Cerca podía verse un gran galpón o depósito para almacenar lana. La estancia tenía unas siete leguas cuadradas, o sea algo más de cuarenta mil acres ingleses. Había en ella doce mil cabezas de ganado vacuno y unas cuarenta mil ovejas, aparte de gran cantidad de caballos. Estaba provista de buen número de corrales y todos eran de primer orden. Las ovejas se dividían, como es costumbre, en majadas de 'dos mil a tres mil, cada una de las cuales estaba a cargo de un puestero que vivía con su majada en la parte de campo que le correspondía, Mientras estuvimos en la estancia visitamos estos puestos, uno tras otro, y encontramos a la mayoría de ellos muy cómodos. La construcción se facilita grandemente por la naturaleza del suelo; cuando se organiza una nueva majada, y en consecuencia se hace necesario construir nuevo puesto, allá sale el albañil criollo que galopa con la pala apoyada sobre la rodilla. Se apea del caballo para examinar el suelo y no tarda en encontrar un lugar apropiado para el emplazamiento. Allí no tiene más que cavar la tierra y dejarla al sol para que la convierta en ladrillos; el hoyo cavado sirve después para formar un pozo que provea de agua y en poco tiempo se hace la casa con los ladrillos. Cercan también un pedazo de terreno destinado a huerta y plantan maíz, cebollas y durazneros. A veces se agrega un rancho rústico para colgar cueros secos o como taller de talabartería. Con esto el puesto está completo. A cada puestero se lo provee de carne y yerba pa; i el mate y, aparte de que no tiene que pagar arrendamiento, gana todavía el puestero una pequeña suma por cada corderillo que aumenta la majada, siempre que éste viva lo bastante como para ocuparse de él. Hay, en total, quince de estos puestos, y el conjunto de ovejas se ha duplicado en menos de tres años. También ha sido mejorado el stock en punto a calidad, y un buen número de lindos carneros padres Negretti, importados de Alemania al precio de cincuenta libras cada uno, han contribuido a formar rebaños de primera clase. El valor de la oveja depende, naturalmente, en mucho, de la raza, pero a juzgar por lo que oí en diversos lugares, yo diría que un hombre dispuesto a comprar una majada regular, se verá obligado a pagar ocho o diez chelines por cada una. Los estancieros, en ambas orillas del Río de la Plata, hacen grandes esfuerzos por mejorar sus majadas y, encontrándome yo en el país, uno de mis amigos pagó doscientas libras por un carnero padre europeo, elegido. El valor de la tierra en Buenos Aires, Entre Ríos y Banda Oriental, varía notablemente según las circunstancias y la ubicación, pero ha aumentado tanto, de poco tiempo acá, que se hace difícil hablar con exactitud a ese respecto. La tierra buena con acceso al río se vendía, dos o tres años atrás, a unas dos mil libras la legua (unos seis mil acres ingleses) pero, informes recogidos últimamente me hacen suponer que ahora, subiría a una mitad más, y la tierra que está a una discreta distancia de Buenos Aires, tiene, como es natural, mayor precio. Como regla general puede suponerse que un joven amante de la vida sana y en condiciones de aclimatarse, dueño de unos pocos miles de libras y dispuesto a trabajar, puede consagrarse a la cría de ovejas en las vecindades del río de la Plata. Si compra tierra y ovejas, tiene muchas probabilidades de que la tierra aumente continuamente de valor y su capital en ovejas se duplicará antes de mucho; al mismo tiempo la lana le proporcionará un buen interés si la suerte le acompaña. Todo en el supuesto de que consagre previamente algún tiempo a ejercitarse en su negocio y trabaje con empeño. Si se vale de algún agente, debe ser éste de mucha confianza, y es natural que habrá que darle una parte del beneficio. Hay varias maneras de manejarse en estas cosas; es muy común que un hombre compre la tierra, otro aporta el capital de ovejas y dividen proporcionalmente los beneficios de la lana y el aumento del rebaño.


Como nunca he estado en Australia, no puedo comparar experimentalmente los dos países, pero en Sudamérica conocí a varias personas que estaban al tanto de la vida de ambas regiones y las conocían: todas manifestaban decidida preferencia por el Río de la Plata.


Mi buen hospedador de la estancia “Las Cabezas” era hombre perspicaz de muy buen ojo para todo lo que fuera mejorar su establecimiento, y quería demostrar que el provecho y la felicidad del país podrían ser gradualmente aumentados con la energía constante, sobreponiéndose a los hábitos perezosos de los gauchos. Una de las primeras demostraciones que a este respecto pude comprobar fue la existencia de una gran huerta en su estancia, como a trescientas yardas de la casa. Estaba rodeada por una cerca y llena de árboles frutales, de legumbres, hortalizas y maíz. Un italiano, que tenía su choza en una esquina del sembrado, manteníalo en perfectas condiciones, gracias a un buen pozo; había destruido las hormigas y, de vez en cuando, en el silencio de la noche, una súbita detonación daba cuenta de que Antonio andaba defendiendo su huerta de las vizcachas. Los criollos no aspiran a otra cosa que a tener la carne y el mate asegurados, ¿lis, sin embargo razonable que “porque sean virtuosos no han de poder aspirar a una vida mejor?”... Cuanto más saludable y agradable se hace la vida del campo por la acción de los propietarios, más la aprovechan los demás y a la larga el beneficio será para todos.


Anteriormente ya hice mención de un cierto pozo y debo decir que lo recuerdo como una circunstancia interesante: en medio de las llanuras de Entre Ríos y a cientos de millas del habitat de los helechos, encontré tres especies de estas plantas en las húmedas paredes interiores de los pozos. A dos de ellas las había encontrado ya en las vecindades de Buenos Aires. A la tercera no la había visto sino en las montañas del Brasil.