Viaje al Plata en 1861
La vida en la estancia “Las Cabezas”
 
 

Sumario: Tropillas de caballos. Un muchacho pintoresco. Visitas a los puestos. Juan el Alemán. Mobiliario rústico. El ganado en el rodeo. Un lindo espectáculo. Una pesca poco común. El tajamar. Las enormes espuelas de Mr. Robson. Excursión para el almuerzo. La moda gaucha del pañuelo en la cabeza. Desvasando un caballo. Los cardos de las pampas. Los hormigueros. La muerte de un zorro. En la estancia de Mr. Robson. El Barrancoso. Fiesta de equitación. Carne con cuero. Una velada al fresco. El gaucho enfermo. Un entierro desacostumbrado. El cruce del río Clé. Perdidos entre los cardales. Preparativos para abandonar la estancia.




En la mañana siguiente al día en que llegamos, vestidos desde muy temprano, estábamos listos para dar el primer galope por la estancia. Al hacer la vuelta, para llegar al otro lado de la casa, vimos los peones que hacían entrar en un corral la tropilla en que habríamos de elegir nuestros caballos. El hijo del estanciero se mostraba, con razón, orgulloso en este ramo del establecimiento y exigente en cuanto a las tropillas, algunas de las cuales eran de un mismo pelo. Parece, a primera vista, que no ha de ser cosa fácil traer al corral caballos que andan sueltos en llanuras tan extensas, pero, con el sistema que tienen en el país, la cuestión no ofrece gran dificultad. Después de la doma. violenta y cruel, los animales se organizan en tropillas, según las necesidades del establecimiento. Cada tropilla anda siempre acompañada por su yegua madrina y los caballos aprenden a seguirla en todo momento y en cualquier circunstancia. Los peones saben bien en qué parte del campo han de buscar la yegua y cuando la encuentran y arrean hacia el corral, los demás caballos la siguen con toda naturalidad. Una vez que los animales han entrado en el corral, cierran la tranquera y quienes necesitan caballos, entran a pie y andan así entre ellos, donde, sea por las buenas, o valiéndose del lazo, toman los que quieren montar 1, después abren la tranquera y el resto de la tropilla sale huyendo atropelladamente hacia los lugares preferidos. Teníamos ese día una tropilla de cuarenta a cincuenta roanos 2 para elegir, tres de los cuales sacamos y fueron ensillados a la entrada de la casa, una vez que tomamos el almuerzo; pero cuando estábamos a punto de partir, fuimos interrumpidos por la llegada de un caballero de las inmediaciones que había andado ocho leguas a caballo para hacer su visita durante la mañana. Tenía también estancia y era hombre agradable y bien informado; pero un muchacho que traía con él como ayudante o palafrenero, según presumo, era un galopín de los más graciosos que yo he conocido. Los ojos negros, la mirada aguda, la cara bien asoleada y las piernas desnudas, le configuraban como un excelente modelo para un cuadro de Murillo; y aunque no podía tener más de doce años ostentaba toda la osadía y el porte desafiante de un guerrillero. Su vestuario, bastante escaso, estaba raído en extremo y su silla de montar consistía en poco más que un pedazo de manta vieja. Pero, lo verdaderamente curioso, eran los estribos. Estaban formados, simplemente, por los tacos de un par de botas, a los que se habían abierto agujeros en el centro, apenas para dejar pasar la correa con que iban sujetos a la silla, y el muchacho, sentado a caballo, tomaba la estribera entre el dedo grande del pie y el dedo vecino, apoyando sobre el taco, con lo que parecía muy satisfecho de su invención.


El visitante se quedó hasta la hora de la comida; por la tarde, todavía temprano, pudimos montar a caballo y dimos buenos galopes para llegar a los puestos distantes, donde pudimos examinar las majadas de ovejas y tomamos mate con los puesteros. Volvimos a la estancia con las últimas luces del día.


En los días siguientes hicimos visitas parecidas y me divirtió mucho la diversidad que se podía observar en cuanto a índole y casta de los puesteros. La mayoría de ellos eran nativos, hombres graves, de apariencia seria y hasta taciturnos, pero no mal intencionados. Uno de los puesteros era un irlandés alegre, de cara tan tostada por el sol que hubiera asustado por el color a sus amigos de Tipperary; acariciaba a un muchachito, moreno también, que hubiera asustado con mayor razón a sus paisanos. Estaba el irlandés sentado a la puerta del rancho, tomando el fresco tranquilamente después de un día de trabajo muy caluroso y jugaba con su baby color café, mientras la señora preparaba la carne para la cena. A un par de leguas de este puesto había otra majada, a cargo de un Juan el Alemán. Sujetamos los caballos a la puerta de la casa y le encontramos at home con su mujer alemana y un grupo de chicos rubios y de ojos azules, alemanes también. Este Juan era un hombre de mérito y daba buenos ejemplos de prudencia e industria a sus vecinos de la campaña porque aprovechaba sus horas libres para trabajar como zapatero, y en un lugar donde todos estaban a veinte millas de la ciudad más cercana, tenía siempre, como era natural, trabajo en abundancia. Por este medio, estaba en condiciones de ahorrar todo su sueldo de puestero y ya había empezado a formar su pequeña majada de ovejas propias; de manera que, tomando en cuenta la rápida multiplicación de estos animales, el honrado Juan está en condiciones de hacer fortuna y convertirse en estanciero.


Muy buen rato pasé con esta familia y me complacía ver cómo se iluminaban los rostros de todos al advertir que yo podía expresarme medianamente en su propio idioma que no habrían escuchado, quizás, desde tiempo atrás. El puesto próximo estaba a cargo de un joven inglés, tan fino y de hermoso aspecto y de trato y maneras tales, que no podía yo menos de preguntarme qué capricho de la fortuna le había traído a la situación de un simple cuidador de ovejas.


Un día o dos después de nuestro arribo, llegó a. Gualeguay el dueño de la estancia y esa misma tarde pude contemplar un gran espectáculo. Hay un determinado sitio en el campo al que llaman el rodeo y allí conducen el ganado en ciertas ocasiones; allí le acostumbran a estarse tranquilo, por salvaje que sea en los parajes de donde lo han sacado. No hay en el rodeo ninguna empalizada ni cerco; no es más que un trecho de terreno raso por el continuo pisotear de los animales. Los peones habían trabajado varias horas en arrear el ganado hasta el rodeo desde todos los rincones donde podían encontrarlo. Ya en las últimas horas de la tarde montamos también nosotros para ver el resultado de todo aquello. Había ya en el rodeo unas seis mil cabezas y se oía el grito de todavía vienen más. Nubecillas de tierra que al pronto semejaban humo, apercibíanse a lo lejos e iban creciendo según se acercaban, hasta que podían distinguir a los peones con sus vestimentas de vivos colores, galopando en torno al ganado y haciendo giros al arrear nuevas cuadrillas de vacas que llegaban por la llanura. Los animales recién llegados manteníanse tranquilos así que alcanzaban el rodeo y los peones cabalgaban sin apuro en torno al ganado reunido, olvidados al parecer de la reciente agitación con el placer confortable de un cigarrillo.


Cuando toda aquella enorme tropa estuvo reunida, comenzaron las tareas del día: el objeto era verificar si animales ajenos, propiedad de estancieros vecinos, se habían extraviado y mezclado con los de la estancia. Los vecinos estaban allí con sus peones. Todos empezamos entonces a entrar en el rodeo y a salir de él, siempre a paso lento, andando entre los miles de cabezas y cuando se encontraba un animal de marca ajena, al punto era sacado de aquel círculo y ya se encargaban de él los peones de su dueño. El contraste entre la perfecta quietud de los animales del rodeo y la agitación de las corridas que se producían en varias direcciones para impedir que algunos animales rezagados se volvieran, era algo realmente curioso e interesante. En cierto momento en que me encontraba casi a la orilla del rodeo, observando los movimientos de dos o tres peones que, muy cerca de mí, iban al paso sobre sus caballos, uno de ellos apuntó con el dedo a un lindo novillito, los compañeros dijeron “sí”, y en un momento se transformaron, de graves estatuas que parecían, en locos desatados. Sacaron afuera a la infortunada bestia, a fuerza de gritos salvajes, y después cargaron contra ella mientras iba huyendo por el campo; zumbó en el aire el lazo del hombre que iba delante y tomó al novillo por los cuernos; llegaron en seguida los otros peones para llevarlo en la dirección requerida, hacia la casa, para proveer de cena al establecimiento. Era la señal de que todo había terminado por ese día; los animales ajenos fueron arreados por sus dueños; la reunión se disolvió y nosotros galopamos hacia la estancia muy satisfechos del espectáculo 3.


Al día siguiente hubo cambio de régimen alimenticio: debido a que Míster Hinde, uno de los jóvenes ingleses que estaban en la estancia, volviendo del río, adonde había ido a caballo, hizo un curioso descubrimiento. Debe decirse que había llovido días atrás y desbordado el agua del arroyo hasta cubrir sus orillas, pero luego vino la bajante y quedaron algunos charcos cenagosos en la costa. Al pasar por allí, Hinde vio algo que bullía en el barro y desmontó; eran algunos buenos peces que andaban entre el barro y el agua, y ésta no era bastante profunda para permitirles nadar. Después de señalar el sitio, vino a la estancia en busca de un cesto y se fue otra vez a sus peces. Ensartó con el cuchillo el primero que encontró; el pez empezó a sacudirse y a dar coletazos hasta salpicarlo todo con barro negro; pero Mr. Hinde no estaba dispuesto a ceder y logró capturar así nueve hermosos peces semejantes a la carpa. Después de esta extraordinaria pesca, montó otra vez a caballo y volvió a la casa con su botín, que fue verdaderamente apreciado como un espléndido regalo por toda la banda.


Otra excursión tuvo por objeto ver ciertos nuevos trabajos hechos en un lugar distante de la casa. Eran tajamares o represas construidas a través del lecho de un arroyo y mediante los cuales se habían formado grandes estanques para dar de beber a las ovejas durante la sequía. Con un procedimiento semejante podrían bañarse las mismas ovejas y esto importaría gran ventaja porque uno de los mayores inconvenientes que ofrece la lana del río de la Plata, es la suciedad.


En uno de esos días, al volver de un paseo a caballo, encontramos dos nuevos visitantes: un inglés, míster Robson, y un amigo suyo, nativo del país. Estaban vestidos con el traje de gala de la campaña y con unas espuelas de plata tan grandes, que se vieron obligados a sacárselas para caminar con comodidad. Pasamos un día muy divertido, y antes de que se fueran, al caer la tarde, quedó convenido que madrugaríamos en la mañana siguiente para almorzar en la casa de míster Robson, distante unas siete leguas al norte.


Poco después de las cuatro de la mañana (día 6 de diciembre) nos levantamos para agarrar y ensillar los caballos. Cosa de una hora después, partimos. Eramos cuatro y nos animaba la perspectiva de pasar un día muy divertido. El calor de la estación se hacia sentir de tal modo a mediodía, que todos los viajes se combinaban en lo posible por la mañana temprano y en hora avanzada de la tarde. La gente del campo sacrifica unas dos horas a la siesta y en cuarto oscuro. Con todo, yo anduve varias veces a caballo, a punto de las doce, y en día de los más calurosos, sin sentir ninguna molestia, para lo cual me arreglé la cabeza a la moda gaucha, que consiste sencillamente en doblar diagonalmente un pañuelo y atarlo flojo bajo la barbilla, dejando las otras puntas que cuelguen sobre la nuca. Encima se pone el sombrero, y el pañuelo, al moverse con la brisa, produce un aire fresco muy agradable. La sustitución de la chaqueta y el chaleco por un poncho liviano fue otro cambio favorable que me vino muy bien en el caluroso mes de diciembre.


El aire matinal estaba delicioso y marchábamos con rapidez. Uno de los caballos, sin embargo, tropezó varias veces y alguien dijo que tenía los cascos muy largos. Volvimos entonces a uno de los puestos y pronto encontraron un martillo y un formón; colocada la mano del animal sobre un tarugo de madera, la operación se desarrolló bastante bien. Las herraduras para los caballos son desconocidas en el campo; pero, por lo mismo, se hace necesario cortar los vasos una que otra vez.


Pasamos por el lugar donde había ocurrido el desastre de la diligencia y podían verse todavía entre los pastos, vestigios del naufragio. En seguida nos dimos a cortar campo entre unos cardales muy espesos. Los cardos de las pampas constituyen rasgo muy característico. Hay dos especies principales, pero, hasta donde alcanza mi experiencia, no es fácil encontrarlas juntas. Una de ellas es planta verdaderamente hermosa, muy parecida a nuestra alcachofa de jardín, con hojas grises lindamente hendidas y con grandes y bellas flores purpúreas que se elevan a una altura de tres o cuatro pies; el otro cardo tiene hojas verdes y doble altura que el primero, pero la flor es insignificante y el tallo más delgado. Ambas especies disponen de fortísimas espinas, temidas por los hombres y por los animales. En aquella misma mañana hicimos varias leguas por terrenos cubiertos del cardo más corto y más bonito, a que me he referido; las flores purpúreas hacían lindo efecto en contraste con la hoja gris de la planta. No eran los cardos tan abundantes como para impedir el paso de las cabalgaduras y el continuo movimiento hacia uno y otro lado que hacían los caballos para evitarlos, resultaba para el jinete práctica excelente en materia de equitación. En la última parte del viaje pasamos a través de una región de hormigueros 4 del tamaño aproximado de muchos túmulos antiguos que yo he visto en Inglaterra. Muchos de estos hormigueros tenían, al parecer, de doce a catorce pies de diámetro y seis o siete de alto. De ahí a poco salió corriendo un zorro y nos pusimos tras él apurando los caballos; se guareció en una cueva muy poco profunda y uno de la partida —no digáis esto en Leicestershire— bajó del caballo... y lo mató a tiros de revólver. Después le sacó el cuero en pocos minutos; lió el cuero sobre el recado, para secarlo al sol y seguimos camino. El proceder me pareció no solamente avieso, sino cruel, aunque el hombre se justificó diciendo que, con eso, había salvado, acaso, la vida de algunos de sus corderos.


Poco después cruzamos el lecho de un arroyo, ahora casi seco, pero se había cavado un cauce tan hondo en aquella tierra nada pedregosa, que fue difícil encontrar sitio donde pudiéramos bajar la barranca y subirla sin impedimento en la orilla opuesta. Un gran ombú se ofreció entonces a la vista que, según dijeron, señalaba el fin de la jornada. Poco después de las siete nos apeábamos en casa de Mr. Robson. Tuvimos la más cordial bienvenida y hallamos oíros dos ingleses que habían venido a caballo hasta allí, para saludarnos. En seguida fue preparado un abundante breakfast y después de la siesta pasamos la tarde en dar un vistazo a la estancia y sus alrededores. Nada podía exceder a la bondad de nuestro hospedador en su empeño por alojar un grupo tan numeroso. Las primeras horas de la noche las pasamos al fresco 5 sobre los pastos, aspirando la dulce brisa mientras las constelaciones del sur fulguraban por encima de nosotros.


Al día siguiente por la mañana, puestos a caballo otra vez y formando un grupo de siete ingleses, tomamos rumbo al norte, hacia otra estancia, también administrada por míster Robson, a unas cuatro o cinco leguas del lugar. El aspecto del campo era el mismo que habíamos observado el día anterior: llanuras soleadas y altos cardales con avestruces y venados. No pusimos mucho tiempo en llegar a la estancia y lo único digno de llamar la atención en el camino, fue el arroyo Barrancoso, de barrancas altas en efecto, adornadas con gran cantidad de flores de verbenas rojas. Un gallardo jinete de la partida, viendo mi admiración por esas flores, se inclinó hacia el suelo, sin despegarse del recado, en p!eno galope, arrancó un puñado de verbenas y me las dio sin detener la cabalgadura.


El suceso del día fue una carne con cuero, bocado este último el más exquisito que puede ofrecerse en el campo y para lo cual habían matado un novillo elegido. Este plato consiste en un gran trozo del costillar asado con el cuero; de tal manera, se mantiene todo el jugo y todo el sabor de la carne en su mayor grado. El cuero, como es natural, se pierde, y como es, con mucho, la parte más valiosa de un novillo en el Río de la Plata, claro está que un lujo así es permitido solamente en determinadas ocasiones. Los peones andaban muy ocupados en asar la carne sobre un fuego de leña, y el humo era tanto, que casi me ahogaba cuando miraba yo el interior de la rústica cocina. Por último dio comienzo el convite. Los platos y fuentes hubieran sido de poca aplicación, ni eran necesarios, porque el asado tenía como una yarda cuadrada y estaba sobre su propio cuero encima de una mesa rústica. Había algo de homérico en aquel convite; los héroes de La Ilíada. y de La Odisea debieron de comer la carne como la comíamos ese día nosotros en Entre Ríos y no me sorprende que con ello tuvieran vida próspera. Durante mi viaje tuve otras oportunidades de apreciar las cualidades admirables de la carne con cuero y puedo decir, sin temor a equivocarme, que ese modo de asar la carne, al mantener sus mejores propiedades, es el mejor procedimiento entre los conocidos hasta hoy. La comida se hizo temprano, y después de la consabida siesta, montamos a caballo para ver el ganado que llevaban al rodeo. Los animales eran de buena cría, casi todos overos negros y hacían lindo efecto, agrupados en tan gran número como yo los vi. Caía la tarde cuando volvimos en un galope muy divertido a la estancia de míster Robson, después del té, alguien trajo una guitarra y como había dos buenos cantores y todos estábamos de buen humor, no fuimos a dormir hasta muy entrada la noche. Al siguiente día estuvimos de pie muy temprano y volvimos todos a “Las Cabezas”, antes de que apretara el calor. Así pudimos sorprender a Old Bob en su grasería, como si fuéramos una partida de caballería urquicista...


El régimen alimenticio de exclusiva carne debe hacer maravilloso efecto en punto a fortaleza y robustez entre los gauchos: casi nunca están enfermos y se recuperan de los golpes con notable facilidad. Una tarde, sin embargo, al terminar el paseo diario y cuando estábamos desensillando y poniendo los recados sobre la empalizada, vino uno de los peones hasta míster Black y dijo al patrón que se sentía enfermo. Al parecer, tiempo atrás había sido arrojado del caballo por la embestida de un toro y no podía reponerse completamente. Pidió un remedio y el estanciero le dio una fuerte dosis de aceite de castor, que el peón agradeció. Al día siguiente, a la misma hora, lo vi venir otra vez en demanda del mismo remedio; míster Black le dio lo que pedía. Con gran sorpresa nuestra, un día después declaró el peón que necesitaba otra dosis porque las dos primeras lo habían aliviado mucho. En verdad que me sorprendió este espécimen de enfermo gaucho y pregunté a míster Black si nunca se le había muerto ningún peón. Me contó entonces que uno de dos hermanos que trabajaban como peones en la estancia, fue traído una vez medio muerto por una caída idéntica a la ya mencionada. Con anuencia del hermano, trató de sangrarlo, pero la sangre no circulaba ya y en la misma noche el enfermo murió. El hermano sobreviviente pidió entonces permiso a míster Black para llevar el cadáver a enterrar en La Victoria, distante muchas leguas de la estancia, hacia poniente. Dio el permiso el patrón y al día siguiente se levantó muy temprano para ver cómo se las arreglaban con el cadáver.


El muerto había sido vestido y colocado por sus camaradas en la posición acostumbrada [montado] sobre su propio caballo: las piernas bien atadas al recado; una estaca con horqueta en la punta, adecuadamente puesta, servia de soporte a la cabeza, bajo la barba, y mediante otras varias ataduras y fajas, el cuerpo se mantenía firme y daba la impresión de que estaba en vida. El hermano del muerto montó entonces en su caballo y como ambos animales estaban acostumbrados a viajar juntos, anduvo todo el día con el cadáver en esa posición y llegó a La Victoria donde le dio piadosa sepultura. Aquello me pareció tan romántico, tan agreste y tan terrible al mismo tiempo como espectáculo, que no pude menos de imaginar la impresión que habría sentido quien se encontrara en el camino con aquella extraña pareja y lo terrorífico del contraste entre el agitado movimiento del caballo al galope y la pálida faz del jinete muerto.


Pasamos algunos días más recorriendo a caballo los campos más inmediatos y por último, cuatro de nosotros salimos en excursión hasta la orilla opuesta del arroyo Clé. Como no sabíamos dónde cruzar la corriente en la debida dirección, fuimos hasta el lejano puesto de Patricio y pedimos a este último que nos sirviera de guía para cruzar por el vado. Una gran parte del camino lo hicimos entre altos cardos desparramados aquí y allá mientras llegábamos a la orilla escarpada del arroyo. Patricio tomó la delantera, bajó fácilmente la barranca e hizo entrar el caballo que se hundió en el agua hasta la carona del recado. Dos de la partida le siguieron y pudieron cruzar, pero los caballos de los restantes negáronse a entrar en el agua y nadie hubiera podido convencerlos de lo contrario. Buscamos, sin embargo, otro sitio y pasamos todos sobre el tango peligroso del arroyo para encontrarnos sanos y salvos en la orilla opuesta. Patricio se volvió y nosotros seguimos por un campo alto y de agradable aspecto en dirección a la estancia de un inglés. Gran parte del campo estaba cubierta por entero con una especie de borraja azul que yo había observado con frecuencia en la provincia de Entre Ríos; las plantas florecidas daban a la llanura un color muy hermoso. Dedicamos algunas horas a visitar la estancia en la que había algunas ovejas de buena raza y también vimos con sorpresa una huerta en que había manzanos y peras, higueras y damascos que frutecían muy bien, aunque los árboles no estaban bien cuidados.


Unas cuantas millas más allá, sobre la misma costa del río, dimos en la estancia de un nativo donde quedamos de conversación una media hora y fuimos invitados con mate. Como ya la tarde caía rápidamente decidimos ponernos en marcha para “Las Cabezas”. Uno de los compañeros aseguró que conocía un vado muy seguro para cruzar el arroyo, lo que nos permitiría volver a la estancia directamente, evitando la vuelta que habíamos hecho durante la mañana. A su tiempo echamos de ver los sauces que señalan el curso del arroyo, pero, al acercarnos, advertimos que estábamos cortados por un cardal espeso y alto, como de media milla de ancho que se extendía a lo largo de la costa hasta perderse de vista.


Incitamos los caballos a entrar por un sitio donde el cardal parecía menos espeso, esperando llegar a la orilla; pero era duro trabajo y mis compañeros sufrieron mucho con las espinas; los cardos eran tan altos que yo me veía obligado a defender la cara con el brazo —aunque mi caballo no era nada bajo— y a una distancia de pocas yardas apenas si apercibíamos los sombreros de unos y otros. Pasado un momento, viendo que no podríamos atravesar el cardal, resolvimos volver y ensayar el paso por otro lado. El compañero que tomó la delantera como guía, estaba algo alejado ya, de manera que dimos altas voces para anunciarle que volvíamos camino. Una vez afuera, galopamos siguiendo la orilla del cardal por una media milla, hasta que hallamos un camino abierto por el ganado para bajar al agua. Siguiendo este camino, llegamos al arroyo y buscábamos el vado cuando advertimos que nuestro guía parecía haberse extraviado. Empezamos a dar voces sin obtener respuesta alguna y, si mirábamos alrededor, nada veíamos de él tampoco, por lo que llenamos a la conclusión de que el caballo lo había volteado entre esos cardos tan altos y en tal caso, aunque él no estuviera mal herido, con toda probabilidad terminaría por perderse. Volvimos atrás, tan ligero como podíamos, siguiendo la huella que habíamos traído entre los cardos pero no encontramos rastros del caballo ni del jinete. Esta vez nos dimos a pensar que, acaso, llegado al río, y metiéndose por algún sitio equivocado, había caído entre el fango aquél, tan peligroso; por eso retrocedimos hasta la orilla sobre nuestros pasos y la seguimos por una larga distancia en ambas direcciones.


Sin embargo, nada veíamos ni oíamos; la oscuridad se aproximaba y, seriamente alarmados por nuestro amigo, acordamos volver a la estancia en busca de auxilio. Por suerte pudimos cruzar el arroyo en un paso bastante tolerable y emprendimos galope hacia la casa donde nada sabían del perdido. Se convino en que sonaría un tiro de escopeta si llegaba él por otro camino, y volvimos a continuar la búsqueda, atormentándonos entre los cardos hasta que oscureció por completo. Por último declaré haber visto en dirección a la casa el fogonazo de una escopeta. ¡Bien está lo que bien acaba!... El perdido estaba en la estancia sano y salvo. Había conseguido atravesar el arroyo por otro paso, sin causarse daño alguno. Pero ha de pasar mucho tiempo antes de que se borre de mi memoria la busca de aquel hombre entre los cardos gigantes de la provincia de Entre Ríos.


Habíamos pasado una quincena de solaz y divertidas; agitaciones entre esas magníficas llanuras, y haciéndonos de tal manera a los hábitos del campo, que yo miraba con sincero pesar la perspectiva de volver a la vida de las ciudades. No solamente la excursión era feliz, sino que habíamos entrado en contacto con un circulo de personas residentes a pocas leguas a la redonda y me resultaba en sumo grado interesante ver cómo este núcleo de ingleses llenos de salud y energía, trabajaban y mejoraban este distante rincón del mundo; haciendo su propia fortuna, es verdad, pero abriendo a la vez el país para otros que quisieran seguir sus pasos. El clima espléndido, el aire fresco, y la forma de vida tan independiente, eran cosas llenas de atractivo para un extranjero, y al parecer poseían efecto saludable y vigoroso sobre quienes tuve ocasión de conocer durante mi visita. La mano de la amistad y de la hospitalidad estuvo siempre tendida; y aunque vivíamos en lo que algunos llaman “estado de confinamiento”, vale decir a buen número de leguas de teatros y comercios, sin embargo pocas excursiones puedo recordar más alegres que las efectuadas a las estancias de aquella región de Entre Ríos. La obra de la civilización avanza rápidamente, aumentan las facilidades de comunicación y esto tendrá antes de mucho serios efectos.


La vida ruda y la extrema dificultad para viajar ha impedido hasta hoy que las señoras se decidan a vivir en el campo y esto representa uno de los mayores inconvenientes del país. Pero ahora que los ríos principales son surcados por barcos a vapor, ha desaparecido ya esa gran dificultad; la misma ventaja ha de extenderse a algunos de los afluentes de esos ríos.


Hoy mismo no es raro encontrar familias enteras establecidas en medio de sus rebaños de ovejas y de sus ganados y las señoras que viven en Buenos Aires o Montevideo van a menudo de visita a lejanas estancias donde tienen sus parientes o sus amigos.


El río Gualeguay, sin embargo, no es apropiado para la navegación a vapor y nuestro hospedador arregló las cosas de manera que fuéramos con él hasta Buenos Aires por el río abajo en una goleta que llevaba carga de lana para esa ciudad. Envió una carreta de bueyes [al puerto] con nuestros efectos y provisiones para el viaje, y hubo mucha expectativa por aquella divertida iniciación nuestra en los misterios de una navegación fluvial amenazada de dificultades.