Viaje al Plata en 1861
De Gualeguay a Buenos Aires, aguas abajo
 
 

Sumario: Salida de la estancia. Gualeguay. Visita a don Juan. El puerto. La goleta. Escasa comodidad. Víboras en una casa. El gran calor de la tarde. A remolque por el río. El río Pavón y el Ibicuy. Falta de disciplina en la tripulación. Carga peligrosa. La formación de nuevos canales e islas. Amarrados a la orilla. Los caracoles gigantes. Los mosquitos. Las Nueve Vueltas. Un temeroso pampero. Subida extraordinaria del río. La Boca del Capitán. San Fernando. Vuelta a Buenos Aires. Una navidad calurosa. Salida para Inglaterra.




No se ha producido cambio alguno en el estado del tiempo desde que entramos en la provincia: un día tras otro tuvimos el mismo sol brillante que nos iba tostando cada vez más y en una de las tardes más calurosas del año 1861, a mediados de diciembre, dijimos adiós a nuestros amigos de “Las Cabezas” y con mucho pesar tomamos el camino de Gualeguay. El dueño de la estancia me llevó consigo en su coche de dos ruedas mientras su hijo y Mr. Boyd nos acompañaban a caballo. Un coche como el que acabo de mencionar, construido sólidamente y con sus ruedas bien separadas, resulta sobremanera útil en el campo: un amigo mío, Mr. Brittain, que fue, a lo que entiendo, el primero que introdujo un coche así en esta parte del mundo, solía viajar en él por distancias enormes llevando consigo dos peones y una tropilla de caballos que se turnaban en el trabajo. Nosotros hicimos las siete leguas en poco más de dos horas. Llegamos a Gualeguay a mediodía, con tiempo para comer en una fonda, propiedad de un posadero muy atento y extraordinariamente gordo. Resultó, después de las averiguaciones comunes, que la goleta no estaría lista para hacerse a la vela hasta el atardecer del día siguiente, de suerte que tuvimos casi todo un día para conocer la ciudad. Parecería ser tan grande como Nogoyá y no ofrece mayores muestras de actividad, con ser importante puerto de salida para una región de la provincia.


Era necesario sacar pasaporte si queríamos salir de la provincia, y con este objeto entramos en una casa de gran patio que cuadraba una galería con columnas: a un lado había oficinas públicas, al otro un cuartel. Los empleados se mostraron muy comedidos y en poco tiempo facilitaron los documentos. Pero las oficinas estaban muy sucias, en desorden, y muy poco se parecían a las oficinas del mismo género que pueden verse en la mayoría de las ciudades de Europa. Había una, sin embargo, adornada con un gran cuadro que representaba a Urquiza en uniforme de gala, pintado en el peor gusto y estilo y que cubría una de las paredes. La figura parecía amenazar con gesto ceñudo al pobre empleado negligente.


Hicimos después una visita a don Juan, todavía en cama desde el día en que se quebró la pierna. Mejoraba rápidamente: se alegró mucho al vernos otra vez y se excedía en agradecimientos por la ayuda que habíamos podido prestarle. Anduvimos luego de una en otra parte a eso de mediodía, pero como todos, hombres, mujeres y niños, dormían la siesta, nos pareció un poco fuera de lugar el andar así y volvimos a la posada donde acabamos por imitar el ejemplo de los demás. Como a las cuatro fuimos a comer y realizamos después una corta visita al club de la ciudad que consiste en un discreto salón con mesas de billar y otros divertimientos. Estaba lleno de hombres que parecían recrearse de veras y se mostraban muy alegres.


Anunciaron por fin que todo estaba listo y nos pusimos en camino al puerto de Gualeguay, distante unas tres leguas de la ciudad. El camino corría por un campo boscoso que hubiérase dicho tomado en arriendo por una gran cantidad de pájaros de cabeza colorada, llamados cardenales. Debía de ser peligroso ese camino para transitarlo de noche por los muchos troncos que se levantaban a varias pulgadas sobre el suelo. Momentos antes de ponerse el sol llegamos al puerto; no soplaba viento, el calor era fuerte y en verdad nos sentíamos preocupados pensando en lo que sería de nosotros con esa temperatura y enjaulados en el pequeño navío que teníamos por delante. Se trataba de una bonita goleta de unas cien toneladas pero de muy poco calado en atención a la escasa profundidad del agua río arriba. La carga estaba apilada sobre el puente y lo ocupaba por completo, dejando apenas unos diez pies a cada lado de la embarcación. Habían cubierto la lana con cueros amontonándola como la paja en el almiar, interrumpiendo toda comunicación, salvo un pasaje, difícil de trepar, hacia un extremo y asimismo otro en el extremo opuesto por el que se podía bajar. El camarote tenía acceso por un descenso semejante al que tienen las barcazas del Támesis; ahora bien, la goleta era nueva y todo estaba, por fortuna, muy limpio. Había en el camarote cuatro pequeñas literas, en doble ringlera, sobre cada lado, y otra litera al fondo; también una mesa cuadrada de unos tres pies en el medio, y nada para sentarse, como no fuera unos cajones al pie de las literas. Nosotros éramos tres, y cuando supe, con horror, que íbamos a tomar como pasajeros a dos caballeros más de Gualeguay en aquella guarida con el termómetro arriba de 90°, debo confesar que deseé convertirme en otra persona, mientras mis pensamientos se volvían tristemente al Black Hole of Calcuta 1.


Antes de partir, cruzamos el río para visitar un saladero, que daba sobre la misma orilla, con cuyo propietario estaba negociando Mr. Black la venta de unas tres mil o cuatro mil cabezas de ganado vacuno. Estuvimos después de conversación con el capitán del puerto que resultó ser hombre muy agradable y contó algunos episodios interesantes, característicos de la región, en particular los efectos de las crecientes, o sea las crecidas periódicas del río. Un rasgo muy propio de las crecientes, es la alarma y la huida que provoca entre los animales que viven en las costas bajas y en las islas. Dijo el capitán que, tres años antes, la parte más baja de su casa se había llenado de víboras traídas por las aguas durante la creciente.


Ya de noche, fuimos a bordo de la María Luisa en una canoa pequeña; levaron el ancla y empezamos a deslizamos río abajo, con la corriente, muy despacio, remolcados por cuatro hombres en un bote. Los dos pasajeros, compañeros de viaje, habían subido a bordo y al punto advertimos que uno de ellos estaba muy enfermo. Era consecuencia de una insolación contraída durante el viaje al puerto, desde Gualeguay, y sufría en extremo: ya empezaba a considerar la posibilidad de morir y de ser enterrado en el río, o de que llevaran su cuerpo hasta Buenos Aires, asunto este último de tres días o de varias semanas, según el humor del viento y del tiempo; pero después de un acceso de vómitos, muy fuerte, se sintió calmado, fue a la cama y durmió profundamente. Nosotros tomamos té y trepamos a las literas mientras el barco se deslizaba mansamente aguas abajo. Me percaté de que para ponerse en el lecho era menester una cierta habilidad: la entrada no era mayor que una conejera, pero el reposo me reconfortaba y permanecí quieto por algunas horas hasta que el calor se puso inaguantable. Salí al puente en camisa, a eso de medianoche y al tiempo en que se dejaba sentir una brisa fresca por la proa y echaban el ancla. Entonces bajé a mi madriguera y dormí hasta la mañana. A punto de amanecer, el capitán prosiguió camino y empezó la tediosa operación de avanzar río abajo con viento contrario. Dejamos atrás una goleta que había dado vela antes que nosotros pero con poca suerte porque ahora estaba completamente varada, y allí se estuvo hasta que la sacaron a remolque; en la tarde nos pasó ella, otra vez, porque tenía mejor velamen para navegar de bolina. Al cabo llegamos al punto donde el río Gualeguay se junta con el Pavón; después de muchas bordadas infructuosas pudimos entrar en este último río donde había más agua y viento más favorable también.


El capitán y la tripulación eran, como es común en esos barcos, todos italianos, y se atemperaban bien con nosotros, y entre ellos mismos, pero esto último fue hasta que un pequeño tropiezo reveló su falta de disciplina. Con arreglo al sistema que practican, todos son partícipes en el riesgo común, y esto basta para que cada uno se crea, a la manera socialista, autorizado para dirigir por sí los movimientos del buque. La carga había sido apilada sobre el puente, y una ráfaga de viento repentina (como se suele dar a menudo) resultó realmente peligrosa para una embarcación como aquélla, de poco calado; por eso cuando empezó a escorar más allá del límite de seguridad, los seis hombres de la tripulación se dieron a chillar, a la vez a gesticular, a vociferar, empezando con Santa María y terminando con un torrente de ternos y blasfemias en italiano y en español, imposible de ser asentados en el papel. Con reniegos y juramentos no puede gobernarse un barco y entre aquella horrible discordia y falta total de disciplina, tuve por seguro durante algunos momentos que la María Luisa estaba condenada a zozobrar. Felizmente, apenas pasó el peligro, volvió el buen humor y se mantuvieron, al parecer, muy cordiales en el extremo del barco a ellos destinado.


Merced a los cuidados de Mr. Black, estábamos bien surtidos en cuanto a provisiones. Había enviado a bordo tres corderos gordos y una hornada de aves, amén de vino y cerveza en abundancia. Uno de la tripulación era el encargado de la cocina y se desempeñaba con bastante competencia. En el pequeño espacio de que disponíamos (ninguno hubiera podido hallar más de seis pies del puente descubiertos) estaba excluido todo ejercicio y gran parte del día lo pasábamos acostados sobre los cueros secos que cubrían la carga, mirando el paisaje o probando el alcance de un revólver sobre algunos de los grandes pájaros que pescaban en la margen del río. En una ocasión pasamos dos o tres canoas ocupadas por cazadores de nutrias que se deslizaban con mucho cuidado a lo largo de unos terrenos pantanosos, pero no pudimos acercarnos lo bastante como para interrogarlos sobre el resultado de la caza.


En la mañana del tercer día estábamos en el Ibicuy y ese día ganamos la corriente principal del río Paraná que fuimos remontando por algunas leguas en lugar de descenderlos, como yo lo esperaba. Esto tenía por objeto llegar al canal del Paraná de las Palmas a fin de evitar la travesía desde Martín García a Buenos Aires, que hubiera sido peligrosa con nuestra liviana pero voluminosa carga. A poco rato doblamos en dirección oeste, por un canal profundo y de unas trescientas yardas de ancho, canal que tenía su origen, según decían, en una zanja cavada por un hombre, veinte años atrás, a manera de atajo para pasar con su canoa. Esto constituye prueba maravillosa de la rapidez con que puede ser alterado el aspecto de una región por obra de estos enormes ríos. También pasamos, cerca de la boca del Pavón, junto a una gran isla cubierta de árboles y formada en su conjunto durante el mismo número de años únicamente con las materias depositadas por el río. Hasta aquí el tiempo se había mantenido muy agradable si bien el calor era excesivo, pero dejáronse sentir malos anuncios hacia el sureste, y una ráfaga de viento alarmó tanto al capitán y a sus hombres, que llevaron el bote a la orilla y lo amarraron con un par de cables. Difícilmente podría imaginarse nada menos pintoresco que esta parte del país. La tierra en ambas orillas y por espacio de varias leguas es tan baja, que de ordinario está cubierta por el agua durante la marea; la cubren también juncales bastante altos y algunos sauces. Valiéndonos de una tabla bajamos a la costa, si puede llamarse así a un terreno blando y pantanoso sobre el cual hubiera sido difícil andar, de no estar cubierto por juncos y pastos. El cambio que hicimos resultó ventajoso para los dos corderos sobrevivientes que fueron llevados a tierra y atados a un árbol para que comieran. Los únicos animales que me fue dado ver en una corta exploración por aquel triste lugar, fueron unos caracoles muy grandes cuyas valvas tenían tres pulgadas de diámetro.


En aquel sitio debíamos pasar la noche, con la perspectiva de ser devorados por los mosquitos. Habíamos traído de Gualeguay una gran pieza de muselina y emprendimos la confección de un cortinaje temporario como defensa contra los enemigos. Así estuvimos en condiciones de impedir el acceso de la gran masa de ellos; el ataque de los dispersos, aunque nada grato, pudimos tolerarlo. Por la noche, una tormenta muy fuerte de truenos, relámpagos y lluvia, se desató sobre nosotros, y como la cabaña de que disponíamos no permitía ninguna clase de pasatiempo, preferimos meternos al lecho temprano. Cuando terminó la tormenta podíanse oír las miríadas de mosquitos zumbando fuera de las cortinas. Al venir la mañana, un viento más fresco los dispersó.


En el siguiente día fue necesario barloventear por una parte muy tortuosa del río llamada Las Nueve Vueltas; el paisaje no tenía nada de interesante y nuestra única diversión consistió en calcular el número de bordadas requeridas para dar vuelta un determinado recodo en el río. Salvadas esas dificultades hicimos buenos progresos durante toda una noche de luna con viento favorable, andando así varias leguas abajo por el Paraná. El escenario comenzó a mejorar notablemente. Fuimos a dormir después de una velada deliciosa con la perspectiva de llegar a Buenos Aires en el día siguiente. Sin embargo, muy de mañana, unos movimientos bruscos del buque nos sorprendieron, como así el bramido del viento y las maldiciones y disputas de los marineros. Salté de la cama y comprobé que había comenzado a soplar un furioso pampero. Los italianos, asustados por la suerte que pudiera correr la embarcación, habían resuelto (como solía ocurrir cuando llegaban al colmo sus discusiones) volver a buscar la costa, hasta encontrar abrigo en un lugar arbolado. Y en consecuencia nos vimos corriendo hacia atrás, en dirección nada conveniente. Por dicha el trayecto no fue muy largo y pronto estuvimos amarrados con seguridad a un par de ceibos muy grandes y en una gran isla llena de altos y coposos árboles, al abrigo del viento que rugía entre el ramaje. La situación en que estábamos, muy junto a la costa, era, según se mire, deliciosa: los palos de la goleta tocaban con las ramas y con las colgantes flores carmesíes de los ceibos a que habíamos amarrado. Descubríanse árboles y arbustos muy variados y muchas de sus flores rozaban la superficie del agua. En las márgenes y en las islas de esta parte del Paraná crecen los durazneros en profusión, pero desgraciadamente las frutas no estaban todavía maduras. Llegada la estación propicia, las gentes arriman sus barcos a la costa (como hicimos nosotros) y cárganlos con duraznos y naranjas sin otra molestia ni desembolso que el trabajo de llegar a tomarlos. Todo el día el viento sopló con furia sobre nosotros pero el cielo estaba claro y como teníamos abrigo y quedaba una oveja viva y la mitad de otra, poca atención prestamos al retraso. La consecuencia más visible del ventarrón fue la rápida crecida del río que aquí parecía tener dos millas de ancho. Yo había observado el tronco de un árbol en la orilla por la mañana y poco después vi que ya estaba cubierto por el agua. Puse entonces otra señal que desapareció a su vez. Por la noche comprobé que el nivel de aquel inmenso río había subido de tres a cuatro pies en menos de doce horas, únicamente por la fuerza del viento que soplaba en sentido contrario a la corriente. Esto no tenía nada que ver con la acostumbrada corriente periódica del Paraná, movimiento gradual causado por la estación de las lluvias cerca del Ecuador y que dura unos cuatro meses, de diciembre hasta abril, período en que el río sube unos doce pies.


El capitán no se aventuró a dejar este seguro retiro hasta el día siguiente, a las tres de la mañana. Cuando subimos al puente de la goleta, ya estábamos muy cerca de la Boca del Capitán, que lleva a San Fernando. Pero el viento se puso otra vez en contra y nadie hubiera podido decir cuánto tiempo estaríamos detenidos; por eso el capitán accedió a que tomáramos el bote con cuatro hombres y fuéramos a remo hasta San Fernando. El se quedó con el cocinero en la embarcación, atada a un árbol en la entrada de la Boca.


Después de nuestro almuerzo acostumbrado de las diez, partimos bajo un sol de fuego; yo me puse en el timón y los tripulantes se dieron a remar con gran impulso, aunque de vez en cuando se ayudaban con la vela, así que el viento acomodábase a la corriente del río. Este fue ciertamente un hermoso trecho de paisaje fluvial: las orillas aparecían adornadas con flores hermosas y los sauces inclinaban sus ramas de un verde delicado, alternando con el espléndido rojo escarlata de los ceibos. Después de unas tres horas de continua tarea, llegamos al puerto nuevo de San Fernando y una vez más desembarcamos en tierra de Buenos Aires a unas veinte millas de la ciudad. Andaba por ahí un negro viejo con su carreta de bueyes, que se comprometió a llevar nuestro equipaje a la mejor fonda, donde pudimos comprobar que una hora después saldría la diligencia en su viaje diario a Buenos Aires. Empleamos el poco tiempo que quedaba en comer dentro de un cómodo salón que nos pareció doblemente bien, después de haber pasado cinco días en los estrechos aposentos de la goleta. A hora oportuna nos pusimos en viaje y pasamos por San Isidro y Belgrano, lugares que, desconocidos hace pocos años, ahora se cubren de continuo con casas y quintas. Unas dos horas de rápido andar y bajamos en Buenos Aires que yo conocía lo bastante como para sentirme en mi casa. Muchos pensarán, acaso, que ha de ser cosa insípida eso de navegar por el río Paraná en una goleta con cargamento de lana, pero puedo asegurar, por el contrario, que, si bien el territorio que se atraviesa está lejos de ser pintoresco, un viaje de esa índole resulta sobremanera interesante por otros motivos. Es siempre placentero para un amante de la naturaleza, verla por así decir operando, y en gran escala. Quien no lo ha experimentado, no puede hacerse idea de un sistema fluvial tan poderoso como el del río de la Plata y sus tributarios: la masa de agua, la formación de nuevos canales, el nacimiento de nuevas islas y el rápido incremento de su vegetación, deben ser vistos para poder comprender y apreciar estos fenómenos. La marcha rápida en un barco de vapor —excelente para fines comerciales— no permite, como una embarcación a vela, comprender estas cosas; y aquellos que han practicado todos los medios de locomoción, admitirán que se experimenta una sensación nueva al sentirse uno amarrado con su embarcación a un bosque de magníficos ceibos en una de las islas del Paraná.


El reposo parecíanos cosa extraña después del movimiento constante y los muy variados estímulos de los últimos tres meses, pero descansé por cierto, y muy a mi sabor, cuando llegó el caso de hacerlo. Celebramos muy fielmente la Navidad en Buenos Aires, aunque la fantasía del patinaje y el holly berry eran manifiestamente incompatibles con el hecho de un clima cálido y en la estación más calurosa. La iglesia inglesa estaba lindamente decorada con guirnaldas, ramos de olivos y flores, aunque a mediodía hacía tanto calor que el caminar por las calles resultaba ejercicio demasiado fuerte para muchos, y otros apenas si se decidían a exponer sus caballos de tiro al sol abrasador. Los pavos, sin embargo, se crían muy bien en esta parte del mundo y todo el condado de Norfolk difícilmente podría eclipsar en ese respecto a la ciudad en que celebramos nuestra fiesta. Estoy seguro también de que nada hubiera podido sobrepasar al entusiasmo con que bebimos a la salud de los amigos ausentes, brindis éste muy favorito de los trotamundos.


Pero mis propias andanzas en estas regiones llegaban a su fin. Todas las indagaciones efectuadas en Rosario y en Paraná, corriendo el mes de noviembre, habían tenido la decepcionante respuesta de que era imposible por el momento comunicarme con el oeste lejano del país. Los negociantes del Río de la Plata no podían enviar dinero a Chile a través de las pampas; la guerra había arrastrado con hombres y caballos de varias postas entre Rosario y Mendoza; gente de mal vivir, unida con soldados desertores, se congregaban para ponerse en acción, con desprecio de las leyes; los indios ganaban ventajas entre aquella turbulencia para efectuar nuevas incursiones y ninguno de los capturados por ellos tenían probabilidad de salir con vida. De ahí que yo no pudiera encontrar compañero de ninguna clase para emprender sin tardanza el viaje a Mendoza y la cordillera de los Andes; por otra parte, el tiempo fijado para volver a Inglaterra no era suficiente, si había de hacer el largo rodeo por Perú y Panamá, En cuanto a la diligencia ordinaria [para Mendoza], no se podía contar aún con ella y todos me disuadían seriamente de emprender solo aquel viaje. Hice averiguaciones sobre los barcos que iban a Valparaíso por el cabo de Hornos y pude verificar que uno parecía dispuesto a partir en pocas semanas más, pero habría de tener un viaje tormentoso con vientos contrarios durante un par de meses y esto ya era muy largo para el tiempo de que podía disponer. A mi pesar, pues, y contra todo lo que yo deseaba, me vi obligado por el momento a abandonar mi proyecto de ver la cordillera de los Andes y el Pacífico, y a reducirme a los placeres de la ciudad de Buenos Aires hasta la partida de algún buque correo con destino a mi país. Tanto me había divertido allí, encontrando tan auténtica amistad y hospitalidad verdadera que, cuando hube de embarcarme algunos días después, me alejé con sincera pena y no sin una seria esperanza de que la fortuna me permitiera más tarde volver al Río de la Plata.


Antes de partir fui a casa de todos los amigos que pude visitar y en el club mantuve una interesante conversación con el Dr. Scrivenor, hombre de ciencia que había viajado por los puntos más altos de la cordillera y acompañado a Mr. Pentland en varias de sus exploraciones por las montañas de Perú y Bolivia. En una de ellas habían ascendido al pico del Potosí, cuya altura, según medidas tomadas con tedolito y barómetro, y bien verificadas, eran 15.900 pies sobre el mar, barómetro 16 pulgadas y el termómetro 56° Fahr.


Por último, partimos en el Mercey una vez más y tuvimos el viaje más tormentoso de todos cuantos había hecho yo por las costas del Brasil. La rotura de vasos y cacharros de loza fue muy grande, a despecho de todas las precauciones, y el rolido del barco era tan fuerte con el viento huracanado, que la mayoría de las lámparas colgantes se hicieron pedazos contra los techos del salón. Durante dos días y dos noches fue imposible observar nada de lo que pasaba fuera y el capitán Curlewis encontró buena oportunidad para demostrar su pericia y sus condiciones de marino. La corredera que, arrojada al mar atada con una cuerda, trabajaba sola mediante un tornillo giratorio con un indicador que mostraba el número de revoluciones, se mostró excelente y cuando las tormentosas nubes se disiparon al tercer día por la mañana, lo primero que vimos fue la isla que se encuentra a la entrada de la bahía de Río de Janeiro, bien por encima del bauprés, con lo que quedó demostrado que, a despecho de nubes y corrientes de mar, el poder del cálculo había triunfado. Estábamos exactamente en la buena dirección.


En Río el calor era excesivo. Fuimos trasladados al Tyne bajo el comando del capitán Jellicoe, con quien empezamos nuestro viaje a Europa. Si en Río de Janeiro hacía calor, el calor de Bahía lo superaba en mucho; el maquinista dijo que la temperatura en el mar era de 80° Fahr. Hicimos buena provisión de bananas, naranjas y mangos, así como de varias otras frutas y legumbres. En Pernambuco la provisión fue de ananás, éstos de gran tamaño, que con bananas y vino Mosela, formaron la mejor merienda durante las consecutivas semanas. Un tiempo inmejorable nos acompañó hasta San Vicente y puede decirse hasta Inglaterra, aunque el oleaje era fuerte —el mayor que yo había visto en el océano— debido a las lejanas tormentas de invierno hacia el noroeste. Pero, asimismo, el ondeo era muy amplio y apenas afectaba al movimiento del buque; tanto, que mirándolo desde el puente nos veíamos gradualmente levantados como si subiéramos a lo más alto de una colina y desde allí nos deslizáramos lentamente como hacia un valle sin que una gota de agua salpicara la purpúrea y serena superficie.


Tal fue mi última experiencia del mar, digna conclusión del placer experimentado en un viaje por las esplendorosas tierras de América.