Viajes por América del Sur
Capítulo 5
 
 

Alianzas entre las provincias. — Sumario de los sucesos ocurridos desde 1810 hasta el presente (1823).



Como estas invasiones son muy serias, el gobierno debe arbitrar algún plan general para verse libre de los indios. Las provincias debieran también olvidar sus pequeñas rencillas y darse la mano a fin de arrojar a los bárbaros hacia el lejano sur, escarmentándolos de una vez para que no vuelvan a hostilizar en la frontera. Es lamentable que existan resentimientos tan profundos entre provincias que hablan una misma lengua y luchan por una misma causa. En 1816, fueron obligadas a unirse bajo el directorio de Pueyrredón pero la unión nunca fue cordial y duró apenas tres años. En cada provincia surgieron hombres avisados que señalaron el orgulloso predominio del puerto de Buenos Aires y la necesidad de terminar con sus privilegios. Varias provincias atacaron con un ejército a la ciudad y le impusieron sus condiciones. Buenos Aires, puede decirse que debió su salvación a las diferencias surgidas entre dos de los partidos coaligados contra ella. En cuanto a Chile, Buenos Aires ha estado en conexión más estrecha con ese país que con ninguna otra provincia, pero existe también entre ambos estados un sentimiento de animosidad que ahora tiende a modificarse por el intercambio y por la situación en que se encuentran. Buenos Aires tiene sin duda algún derecho a ser mirada por Chile con gratitud —lo que alguna vez conseguirá— pero parece difícil que disminuya la animadversión existente entre los habitantes de la costa del Plata y los del mar Pacífico. Para entendimientos novicios en la ciencia del gobierno —y que han marchado con los andadores de la nación más atrasada de Europa— no hay cuento, así sea el más absurdo, que no encuentre acogida. En Chile —por ejemplo— se asegura y se cree que Buenos Aires mantiene el propósito de imponer su soberanía. En Córdoba y Tucumán se dice que Buenos Aires pretende conservar siempre esas provincias bajo su control y no faltan propagandistas para mantener despierta la sospecha. Hasta hace poco, el único' tratado de alianza, ha sido el firmado entre Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Buenos Aires. Se firmó el 8 de febrero de 1822 y es ofensivo y defensivo. Tales alianzas no son muy sólidas, sin embargo, porque la falta de principios ha sido muy general entre los jefes de las provincias y esto las ha disminuido en la estimación de los extranjeros y de las personas bien intencionadas que han debido entrar en contacto con ellos.


Desde que fue ocupada la Banda Oriental y Montevideo por los portugueses, éstos han mantenido una aparente amistad con Buenos Aires, pero nada más. Los portugueses conocen muy bien los sentimientos que predominan sobre ese asunto. El gobierno del Plata ha mantenido siempre un agente diplomático en Río de Janeiro y hace poco el Brasil envió a Buenos Aires una misión con el mismo carácter. En julio de 1821, la corte de Río de Janeiro consideró oportuno reconocer al Estado de Buenos Aires pero al mismo tiempo incorporó Montevideo y la Banda Oriental al imperio del Brasil. Por eso el acto del reconocimiento se consideró inspirado por el deseo de acallar las protestas y no por sentimientos de liberalidad. La proximidad de un vecino tan poderoso como el Brasil —que de hecho tiene en su mano la llave de la provincia— agregado a las circunstancias en que se produjo la invasión, han excitado siempre una profunda antipatía contra los brasileños. Mientras las provincias interiores cargan toda la culpa de lo ocurrido sobre Buenos Aires, esta provincia- señala como causa de las disensiones a los mismos portugueses y al oro del Barón de la Laguna. Las provincias en general y muy particularmente las ribereñas de los ríos Paraná y Uruguay, participan en grado máximo del sentimiento a que nos hemos referido. El Brasil se verá obligado a mantener un gran ejército o de lo contrario resignarse a la evacuación del país. Y tendrá que sufrir algún tiempo incursiones en su propio territorio, porque la anarquía no se extinguirá fácilmente, pero su actual posición habrá de traerle, acaso, más quebrantos que beneficios.


En septiembre del año último, se produjeron en Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, serias manifestaciones en favor de la libertad Oriental y si todavía hoy se mantiene la tranquilidad, no existe duda de que habrá de formalizarse una coalición para desalojar a los brasileños. Antes de que este hecho se produzca, Don Valentín Gómez, antiguo agente diplomático en París, ha sido enviado en misión a Río de Janeiro.


El reconocimiento de Buenos Aires por los Estados Unidos de la América del Norte, se consideró de muy distinto modo y fue recibido con gran entusiasmo. El intercambio entre ambos países es escaso porque sus productos naturales son casi los mismos; algunas conservas de pescado y maderas de construcción es todo lo que se importa y como se hace difícil cargar nada para el viaje de vuelta, resulta imposible a los norteamericanos competir con los ingleses en el comercio marítimo. No hay tampoco tratado de comercio entre ambas naciones: Buenos Aires —según lo ha declarado— no concederá ventajas a una nación sobre otra por el solo hecho de haber reconocido su independencia.


Las últimas cortes autorizaron al gobierno español en junio de 1822 para enviar comisionados a las diversas colonias de la América del Sur y para sentar las bases de la paz, así como el arreglo amigable de las cuestiones pendientes. Cuando llegó a Buenos Aires la noticia de esta gestión de sentido liberal, la Cámara de Representantes autorizó al P. E. para negociar la terminación de la guerra en el Perú. Al efecto, se votó un crédito de $ 30.000 y las otras provincias fueron invitadas a tomar parte en el plan proyectado.


Los comisionados de S. M. Católica llegaron a Buenos Aires el 30 de abril de 1823. El gobierno, después de examinar sus poderes, consideró que no eran suficientes para firmar un tratado que pudiese asegurar la cesación de la guerra y el reconocimiento de la independencia, condición previa establecida por la Cámara de Representantes. En el mes de junio, las conferencias entre los comisionados españoles y el secretario de estado fueron muy frecuentes y el 4 de julio se firmó un tratado preliminar por el cual se reconocía la independencia y se suspendían las hostilidades 1. España debía recibir veinte millones de pesos como auxilio para la guerra que sostenía con Francia por su independencia. Buenos Aires gestionó la aprobación del tratado por las demás provincias (y estados independientes) a cuyo efecto se destacó un agente diplomático. Tucumán y los demás pueblos en contacto con el Perú, cuyo comercio de mulas dependía enteramente de la tranquilidad de la región, ratificaron en seguida el tratado, pero Chile y algunos otros estados entendieron que cualquier cesación de hostilidades en momentos en que la suerte de las armas se inclinaba por los americanos, era el colmo de la locura. Los hechos posteriores ocurridos en España y el aniquilamiento del partido liberal, han terminado con este asunto para siempre.


En una ligera reseña sobre las revoluciones de este país, deberé prescindir de muchos hechos que ya no pueden tener ningún interés. Por otra parte, en todas las primeras luchas de un pueblo por su libertad, se producen cosas que es preferible no recordar. Las pasiones de los partidos en lucha se excitan hasta un grado extraordinario y sus acciones no deben ser juzgadas por los tribunales comunes de la opinión pública.


En tiempos de la primera invasión inglesa, España no tenía súbditos más leales que los del Río de la Plata y les había demostrado sentimientos más liberales que los usados para con otras provincias. No hacía mucho se había constituido el virreinato y proyectábase la fundación de una universidad; el intercambio con la Madre Patria se hacía mediante paquetes regulares y había sido autorizada la impresión de una gaceta literaria. A diferencia de lo que ocurría en Méjico y Perú, no se manifestaban en el país aspiraciones revolucionarias. El pueblo vivía en la igualdad y en la abundancia, ocupado únicamente al parecer, de sus numerosos ganados. Las invasiones inglesas le revelaron que era capaz de rechazar un enemigo poderoso y defender su independencia, aun siendo atacado por la nación más fuerte de Europa. El virrey en aquel entonces era Sobre-monte que huyó a las provincias interiores. Liniers, francés al servicio de la marina española, hizo frente a los invasores y los arrojó del Río de la Plata. Disgustado el pueblo por la actitud de Sobremonte, nombró a Liniers para desempeñar el alto cargo pero mostró demasiada insistencia en que la corte de España sancionara esa resolución. De ahí que Liniers recibiera grandes honores pero fuera designado en su lugar —por la corte— otro virrey. Si hubieran existido en el país sentimientos de deslealtad o de rebelión, no podía presentarse ocasión más propicia para romper el yugo de la metrópoli. España no estaba en condiciones de resistir; su situación era muy comprometida e Inglaterra desde la costa de América fomentaba el descontento señalando el estado de vasallaje y ofreciendo los auxilios necesarios para libertar al país de la opresión. Buenos Aires, sin embargo, dejó pasar el momento y puso todo su empeño en merecer gratitud de la Madre Patria, acreditándose como súbdito fiel.


La situación de España se puso luego sobre manera crítica: Fernando VII, llevado por la duplicidad de su carácter, le había quitado el cetro a su padre Carlos IV; los franceses invadieron España por ese tiempo y se formaron en este país cantidad de pequeñas juntas que sucesivamente trataron de hacerse obedecer en América 2. Las Provincias del Río de la Plata acataron en lo posible las órdenes de las juntas españolas y contribuyeron con socorros de diversa naturaleza para repeler a los franceses, que les eran particularmente antipáticos. A despecho de todo, el dominio francés manteníase en la Península y todo el país cayó en poder de Bonaparte quien puso su atención en las colonias españolas y —valiéndose de sus propios agentes— trató de atraerlas a su política. Pero no pudo conseguirlo. En tales circunstancias el pueblo de Buenos Aires decidió tomar el gobierno en sus propias manos y depuso al Virrey designando al mismo tiempo una Junta de nueve personas. El Virrey fue deportado con otros individuos a las Islas Canarias. Con este suceso —25 de Mayo de 1810— puede decirse que se inició la independencia del país y también las guerras civiles que lo han conmovido hasta este momento. Montevideo, Córdoba y Paraguay, que tenían intereses distintos a los de la capital, trataron de sofocar en su principio el movimiento revolucionario pero fueron luego arrastradas por la corriente revolucionaria. En el interior no existía un ejército que pudiera dar cohesión a los efectivos militares del país, y surgió el espíritu provincialista. La Junta revestía el carácter de provisoria y se dio esta grave anomalía: la guerra se llevaba contra las autoridades españolas del Alto Perú y de la Banda Oriental en nombre del Rey de España. Por algún tiempo, las cosas pudieron mantenerse así y la suerte de las armas se mostró favorable a la revolución. A principios de 1813, el distrito de Potosí cayó en manos de los patriotas que de inmediato acuñaron moneda, crearon una bandera nacional y cumplieron otros actos propios de un gobierno independiente.


En 1814, Fernando VII fue restaurado en el trono de España debido al valor de los ingleses, pero sin ninguna seguridad sobre el uso que haría del poder colocado nuevamente en sus manos. Y así fue que, en lugar de arreglar el conflicto existente entre las colonias y la metrópoli, mediante algunas concesiones hechas a los criollos y con la abolición de las trabas impuestas al comercio, dio decretos fulminantes y se empeñó en someter otra vez al yugo colonial a pueblos que habían sido independientes de hecho durante cuatro años.


Los criollos de esta parte del mundo estaban lejos de sentirse hostiles a la nación española; en realidad España no se hallaba en situación más feliz que ellos y no eran peor tratados los criollos que el pueblo español; tampoco difería en nada el grado de instrucción entre un pueblo y otro. Como consecuencia de este estado de cosas, fue nombrado (en 1814) un representante del Río de la Plata para informar en Madrid sobre la situación del país y exponer sus verdaderas necesidades a fin de conseguir una amnistía general por todo lo pasado y la adopción de un nuevo régimen para el futuro. Las gestiones del diputado fueron miradas con menosprecio por la corte y se hizo todo lo necesario para restaurar el régimen antiguo en toda su latitud. De haber estimado los españoles con prudencia su propia fuerza y la de los pueblos americanos, hubieran arbitrado sin duda otro plan para rescatar las riquezas de América pero dejaron pasar el momento en que los nuevos países volvieron los ojos a España para reconocerla como capital, siempre que la corte se allanara a efectuar algunas concesiones equitativas y razonables.


Durante el directorio de Posadas, en 1814, Artigas, antiguo oficial subalterno en el ejército español, que gozaba de gran influencia y autoridad en la Banda Oriental, rompió la amistad que hasta entonces le había ligado a Buenos Aires. No podía asegurarse que Artigas era un verdadero amigo de su país; en diversas ocasiones su conducta fue tan contradictoria que se hacía imposible adivinar sus intenciones. Por un disgusto abandonó el sitio de Montevideo. Poco después la plaza, a despecho de la deserción de Artigas, cayó en poder de los patriotas. Era Montevideo el último baluarte de los españoles [en el Río de la Plata]. En los dos años posteriores a este suceso se sucedieron diversos triunfos sobre los españoles y todas las provincias experimentaron las más terribles escenas de anarquía. Cansadas de este estado de cosas las mismas provincias deseaban reunirse en una confederación que fuera lo bastante fuerte para terminar con el desorden. En 1816 se reunió un congreso soberano en Tucumán y nombró a don Juan Martín de Pueyrredón, Director de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El 8 de octubre 3 fue proclamada solemnemente la independencia confiando en que la guerra civil de las provincias orientales terminaría como consecuencia de una medida tendiente a despertar el espíritu patriótico de todos los pueblos en general. Así las cosas en Oriente, las fuerzas del Virrey del Perú fueron batidas en el occidente y abandonaron la ciudad de Jujuy. Mientras la causa de la independencia avanzaba con tanta rapidez —a despecho de la insubordinación— otra nación europea, (Portugal), muy inferior en la escala política, invadió la Banda Oriental y se posesionó de la parte más rica del país. El Supremo Director, al tener noticia de ese hecho, protestó ante Lecor, el general portugués, y se unió con los orientales y con Artigas a quien se había devuelto la-plaza de Montevideo. La Banda Oriental reconocería la autoridad de Buenos Aires combinando con ella sus fuerzas militares. Este plan se frustró por la suspicacia y los celos del mismo Artigas que se negó a ratificar la convención y prefirió afrontar solo todas las dificultades de una guerra con los portugueses, antes que ceder a la capital su poder absoluto.


A fines de 1816, diez mil soldados portugueses a las órdenes del general Lecor, Barón de la Laguna, invadieron el territorio oriental. Libráronse algunos combates pero fueron más bien ataques de partidas y guerrillas contra un ejército regular y bien disciplinado. Montevideo fue abandonada y los portugueses la ocuparon el 19 de enero de 1817. El Barón de la Laguna, seriamente hostigado por las partidas de los naturales del país que le llevaban el ganado, sufrió por algún tiempo todas las privaciones de un verdadero sitio.


Los habitantes de la Banda Oriental, deseaban en ese momento afianzar la unión; de haberlo hecho antes, hubieran diferido por lo menos el avance de los portugueses. Pero Artigas se mantuvo sordo a tales planes y empleó toda su influencia, que era considerable, para eludir el reconocimiento a la autoridad de Buenos Aires. Entonces cundió la anarquía entre los jefes de la Banda Oriental dando lugar a que los portugueses coronaron sus planes y terminaran la conquista del territorio.


En ese tiempo era gobernador de Mendoza don José de San Martín y allí meditaba el plan de cruzar los Andes y de reconquistar a Chile. Los mendocinos, decididos partidarios de la libertad desde un principio, pusieron a disposición de San Martín toda la fuerza con que contaban y en trece días el general atravesó la Cordillera con su ejército y triunfó en la batalla de Chacabuco. Cuando se consideran aquellos pasos abruptos de la Cordillera, el peligro que ofrecen y la dificultad de transportar bagajes y artillería, cuando se experimenta el frío intenso de las alturas, la empresa de San Martín aparece entre aquellos grandes hechos de la historia que deben recordarse. El pasaje se cumplió con la pérdida de cinco mil caballos y mulas y de algunos pocos negros que no pudieron soportar la rigurosidad del clima.


En 1818, el Director Pueyrredón envió fuerzas a Entre Ríos en apoyo del pueblo que había reconocido al gobierno de Buenos Aires. Estas fuerzas fueron batidas por dos veces consecutivas y a Pueyrredón se le acusó de estar en connivencia con los portugueses y de trabajar por los intereses de esa nación.


Ese mismo año el general San Martín selló en los llanos de Maipo la independencia de las Provincias del Río de la Plata. Sin embargo ese hecho poco contribuyó a acallar las animosidades de aquellas provincias que estaban más en contacto con Buenos Aires. Artigas, acosado por los portugueses, se refugió en el Paraguay y fue mantenido prisionero en este país por el Dictador Francia. En noviembre de 1819, la fracasada unión de las provincias terminó con la fuga de Pueyrredón a Montevideo. El general Rondeau le sucedió como Director pero en carácter interino y puede decirse que Pueyrredón fue el último que llevó dicho título. Pueyrredón era un hombre de modales caballerescos pero frágil de principios y además tenía fama de preocuparse demasiado por los intereses del reino francés. Para completar su desprestigio entre el pueblo, tomó bajo sus auspicios un negociado diplomático tendiente a colocar en el trono de Buenos Aires al príncipe de Luca y ese plan se hizo público.


En marzo 4 de 1820, el jefe de Entre Ríos, Ramírez y el gobernador de Santa Fe, López, llevaron sus fuerzas hasta Buenos Aires. Como resultado fue elegido gobernador don Manuel de Sarratea. Desde ese momento los cambios en el gobierno de la provincia se produjeron casi semanalmente hasta que el 6 de octubre don Martín Rodríguez fue confirmado en el mando que ejerce todavía.


Habiendo cesado los cambios políticos hasta el presente, interesa examinar la situación de Buenos Aires como estado autónomo y como integrante de las Provincias Unidas del Río de la Plata. A semejanza de lo que ocurrió en algunas colonias de América del Norte, vinieron a este país diversos grupos de pobladores oriundos de distintas ciudades o regiones de España y se instalaron manteniendo sus vínculos regionales. Así fue importado el sentimiento localista, ahora muy arraigado en América donde encontró terreno propicio y se desarrolló muy rápidamente. Paraguay, Córdoba y Buenos Aires fueron pobladas por gentes originarias de distintas comarcas de España que no perdieron en el nuevo mundo el sentimiento localista que las caracterizaba. Ahí debe buscarse el origen de los disturbios que por varios años han devastado este hermoso país. Cuando, no hace mucho, las provincias estaban en el deber de unir sus esfuerzos para combatir al enemigo común, se les vio por el contrario arruinándose unas a otras dando rienda suelta a sus pasiones en vez de consolidar su poder en un sistema de gobierno fuerte y duradero. Estos resentimientos han permitido a los portugueses posesionarse de la Banda Oriental y les han dado el único pretexto que invocan como causa de la invasión. Por desgracia se advierten más o menos en todas y cada una de las provincias. Buenos Aires, la capital, recibe las más graves inculpaciones:


—¿Qué privilegio tiene Buenos Aires —dicen— para imponer tarifas y derechos que afecten indirectamente a los otros estados? ¿Qué derecho para colocarse a la cabeza de las demás provincias, considerándose superior a ellas? Expresiones de esta naturaleza se oyen de continuo en las provincias del interior. No podría negarse, por cierto, que Buenos Aires, en determinados momentos, ha tomado para sí más de lo debido, pero es verdad también que si las demás provincias han alcanzado alguna ventaja con la independencia, la deben también a Buenos Aires. El último ataque de los indios a esta provincia, les hubiera permitido continuar su invasión hasta el interior, en caso de triunfo, y sin embargo esto no inquietó mayormente a los demás pueblos; nadie sacó las armas en defensa de la antigua capital y la abstención se consideró un castigo impuesto a la ciudad para convencerla del desamparo a que se vería reducida si abandonaba al resto de sus hermanas. López, gobernador de Santa Fe y el gobernador de Mendoza, han sido los únicos jefes que no se han prestado a seguir ese peligroso ejemplo.


Hoy todo hace creer que solamente la proximidad de un ejército español o quizás la guerra contra los portugueses de la Banda Oriental, apagarían temporalmente las animosidades localistas.


Un congreso general que fue convocado para reunirse en Córdoba, hay esperanzas de que habrá de realizarse alguna vez; y tan pronto como los indios sean rechazados, se cree que Rivadavia, el secretario de Estado, ocupará el sillón presidencial 5. Conforme con la ley del 15 de septiembre de 1821, el número de diputados (para el Congreso) será determinado por el número de habitantes de cada provincia. El Dr. Zavaleta ha salido en misión política al interior para inducir a los estados a formar una sólida unión, o más bien a demostrarles que nunca podrán formar un gobierno estable si no abandonan sus mutuos resentimientos.