Viajes por América del Sur
Capítulo 6
 
 

Partida de Buenos Aires. — Diario de mi viaje a caballo por las pampas. — Paso del Arroyo del Medio y entrada en Santa Fe. — La Provincia de Córdoba.



El día 22 de febrero di comienzo a los preparativos de mi viaje para cruzar el continente. Sabía que las pampas ya estaban muy despobladas por las invasiones de los indios del sur y apresuré mi partida porque cualquier dilación podría hacer impracticable la travesía. Estos viajes se efectúan generalmente a caballo, si bien los vehículos pueden llegar hasta el pie de los Andes, más allá de Mendoza, pero la inseguridad de los caminos, las profundas cañadas y la imposibilidad de reparar el carruaje en caso de accidente, han sido causa de que este medio de locomoción sea muy poco usado en los últimos tiempos. Cuando se le practica, los caballos se atan al coche de la manera más simple: una correa de cuero amarrada al carruaje por un extremo, se asegura por el otro al recado y sirve para todos los usos siendo reemplazada con facilidad en caso de rotura. Pocos son los coches que llegan sanos a Mendoza, en parte por la rapidez con que se anda y también por esa inveterada costumbre que tienen todos los postillones del mundo, de apresurar la marcha del vehículo precisamente en los sitios donde debiera correr más despacio.


En épocas tranquilas, grandes tropas de carretas cargadas de yerba mate y objetos manufacturados, hacen el camino entre Mendoza y Buenos Aires. Marchan, como es natural, muy despacio, pero ningún medio de comunicación es más apropiado para personas que se interesan en la búsqueda de ejemplares de historia natural, porque una carreta grande puede adquirirse con poco dinero y ofrece comodidad para la preparación de las piezas encontradas. También se evitan muchos peligros y pueden obtenerse en el camino las provisiones necesarias, aparte la facilidad de hacer pequeñas excursiones por uno y otro lado de la ruta. Con todo, no sería prudente apartarse mucho de la tropa, ni perderla de vista, porque suelen seguirlas algunos merodeadores que no se paran en medios para robar lo que pueden. Debe evitarse asimismo, durante el viaje, la exhibición de cualesquiera clase de valores, así sean unos pocos pesos, porque importaría grave indiscreción.


Me decidí por el viaje a caballo, que es el que más comúnmente se hace. Consideré también que el ejercicio me sería benéfico a la salud —no muy buena entonces— y que correría menos riesgo por parte de los indios pudiendo escapar con más facilidad. No tardé en contratar un baquiano que se comprometió a llevarme hasta Chile por la suma de sesenta pesos. Era este baquiano un hombre alto, de cara colorada y modales muy ordinarios que no predisponían en su favor; debía de tener conciencia de esto último porque vino a verme en compañía de su hija, una bonita muchacha que se encargó de hablar por él. Se llamaba Sebastián Chiclana. Hay en Buenos Aires un buen número de estos hombres que se ganan la vida como guías o correos atravesando las pampas y haciéndose hasta cierto punto responsables de la vida de los viajeros, a extremos de que, en caso de accidente, se ven obligados a dejar su oficio.


Adquirí un recado porteño, cuyas prendas sirven también para formar una cama bastante pasadera. Colócanse, primero, sobre el caballo varias mantas de lana, dobladas, para que no pase el sudor que es excesivo debido al fuerte calor y al rudo trabajo del animal; sobre las mantas se pone una pieza de cuero curtido, con variados adornos y encima la silla o recado. Este se parece a la silla que usan los carniceros en Inglaterra. Una cincha fuerte, con dos argollas de hierro, asegura el recado al lomo del caballo. Un cuero de oveja, teñido de azul (el pellón) y una pieza de cuero blanco, (el cuerito), apretada por otra correa, (la sobrecincha) completan el equipo de montar. Los estribos son pequeños y se usan muy largos. El freno es muy diferente al de Inglaterra; una argolla grande pasa por el centro del bocado y sobre ella accionan las piernas del freno, dándole a éste mucha fuerza. Las riendas son de cuero torcido y sus extremos sirven de látigo. Ninguna otra especie de freno sería bastante fuerte para sujetar caballos apenas domados o que no han sido ensillados nunca. Estos animales, en cuanto sienten el peso del jinete, arrancan a galopar y parece que no conocieran otro paso, como no sea el tranco. No llevan herraduras porque no lo exige la naturaleza del terreno y también porque su costo doblaría el precio del caballo.


En cuanto a comodidad personal, reduje mi equipaje a una maleta ligera y un colchón. En las alforjas puse yerba mate en abundancia, té, azúcar, bizcochos, y, por pedido de Chiclana y los postillones, una buena cantidad de cigarros. Agregué un par de chifles o grandes cuernos llenos de aguardiente, que, según el baquiano me dijo, eran muy quebradizos. Por cierto que me sentí aliviado cuando se agotaron, porque mientras duró el alcohol, Chiclana se mantuvo en un estado continuo de estupidez. Más tarde me confesó que semejante depósito (el aguardiente) constituía para él una carga superior a sus fuerzas. Los chifles me fueron muy útiles para llevar agua en diversas etapas del viaje.


En cuanto a indumentaria, me vestí a la usanza del país; llevaba un poncho cordobés, botas de lana 1, grandes espuelas y sombrero de paja. Completaban mi equipo un cuchillo inglés, cincelado, que puse en la bota y un par de pistolas que arreglé en la cabezada del recado.


El viaje hasta Mendoza, por la pampa, ofrecía pocos peligros hasta estos últimos tiempos, pero la despoblación de la campaña ha envalentonado a las tribus salvajes —que antes vivían relativamente sumisas a los españoles— y es causa de que se corran hacia el norte e interrumpan las comunicaciones con Chile.


En otro tiempo, y en el trayecto del camino que cruza el país, vivían familias honradas que proporcionaban caballos a los viajeros y en algunos sitios se habían levantado pequeños fuertes para repeler los ataques de los indios. Pero al presente la casa de posta es una miserable choza de barro y el propietario, en el mejor de los casos, vive en un estado de pobreza lamentable.


El camino no va directamente hacia el oeste como lo han supuesto algunos viajeros, sino en dirección noroeste por una distancia de ciento cincuenta leguas y luego toma rumbo suroeste. El viaje en sí ofrece poco interés; se hace a través de una continua llanura con pocos árboles y ríos y sin más límite que el horizonte, de suerte que, con un sextante, podría tomarse exactamente la latitud, descontando la parte de refracción.


Voy a transcribir las notas que tomé, tal como fueron escritas entonces. Creo que el común de los lectores no las encontrará desprovistas de interés y que serán de mucha utilidad para quienes tengan intención de realizar ese mismo viaje.


Me procuré un pasaporte y una orden para que me dieran caballos en las postas. El 24 de febrero teníamos ya dos caballos de montar y un carguero, listos para partir. Iba también conmigo un muchacho, el postillón, que se encarga de arrear el carguero y cambiar los animales al final de cada jornada. El caballo del postillón debe ser pagado por el viajero. El alquiler de los caballos es de medio real cada uno, la legua, pero cuando son caballos de tiro y lo mismo cuando se sale de una ciudad, el precio es doble. La medida de la legua —en general— es de unas tres millas y media, inglesas, pero en la provincia de Santa Fe las leguas son mucho más largas. Estas observaciones las considero necesarias para la mejor comprensión de las notas que siguen.


El 24 de febrero, a las siete de la mañana, nos pusimos en marcha. La distancia desde Buenos Aires a Puente de Márquez es de siete leguas. En este punto hay un rancho miserable y las gentes son muy groseras. El camino, a la salida de Buenos Aires, es muy malo y lleno de pantanos. Chiclana, el guía, perdió en esa ocasión su trabuco. Muy luego entramos en el campo raso. Se veían algunas quintas a la distancia y ciertos lugares cercados donde grupos de caballos, animados a latigazos, corrían a vueltas pisando cereales 2. En un principio atravesamos extensiones de campo cubiertas de pastos resecos por el sol y en la última parte de esta jornada empezamos a ver cardos muy altos, plantas de cepa-caballo con flores purpúreas y gran cantidad de pájaros que atravesaban el camino, predominando una especie de garza. Había mucho ganado vacuno y las vacas estaban gordas, aunque el pasto no era de lo mejor. Dejamos a la izquierda un pueblito, llamado Cañada de Morón.


Hasta la Cañada de Escobar hay siete leguas; el camino poco se diferencia del anterior y abunda el ganado vacuno y yeguarizo; se ven los cardales en gran parte caídos y pisoteados por los animales, y cuevas de vizcachas en gran cantidad; este animal tiene alguna semejanza con el conejo, siendo más grande. El maestro de posta nos trató bien; la casa era miserable y construida de barro; había pulgas a millones. En esta posta pasamos la noche.


25 de febrero. — Muy de mañana nos pusimos en camino para la Cañada de Rocha, distante cinco leguas. El camino idéntico a los anteriores. Pasamos tres ombúes; estos árboles son comunes en los alrededores de Buenos Aires pero se hacen más raros a medida que se avanza hacia el interior. Vimos una majada de ovejas y cruzamos varios arroyos fangosos y de escasa corriente. A dos leguas de la Cañada de Escobar, entramos en la villa de Lujan; pueblo muy bien edificado con un bonito Cabildo o Ayuntamiento y una iglesia famosa por sus milagros. En este punto examinaron nuestras maletas y pasaportes. Seguimos por campos muy pantanosos hasta la Cañada de Rocha donde empezó a llover con truenos y relámpagos hasta las ocho de la noche; ya comenzábamos a sentir los efectos del violento ejercicio y dormimos en el lugar mencionado. Había menos pulgas y la gente se mostró muy hospitalaria.


26 de febrero. — El lunes a las dos de la mañana estábamos en pie y a las cuatro emprendimos la marcha. El camino era idéntico al que habíamos recorrido; no se veía un solo árbol; el suelo estaba muy húmedo y las cañadas muy crecidas por la lluvia del día anterior. Anduvimos cinco leguas hasta la Cañada de la Cruz. La posta estaba en mejores condiciones y la gente nos atendió bien.


Hasta Areco, seis leguas; mayor cantidad de pájaros y los cardales caídos y pisoteados como en sitios anteriores. Vimos unos pocos sauces y una planta que el postillón dijo llamarse hierba de la perdiz; la mujer de la posta sostenía que estaba equivocado. La gente, pobre y muy servicial; el agua mala. En este sitio fue encontrado, no hace mucho, un diente de megaterio.


Hasta las Chacras de Ayala marchamos cinco leguas; habríamos andado dos leguas cuando pasamos el río del mismo nombre; los terrenos de los alrededores son bajos y pantanosos. Aparecieron algunas perdices. Por una larga distancia, los pastos y los cardos habían sido quemados. Cerca de la posta, en las Chacras de Ayala, vimos unos pocos chanchos. Esta posta era superior a las que habíamos pasado y todo presentaba mejor aspecto a medida que nos alejábamos de Buenos Aires. Las mujeres se mostraron muy bondadosas y me pidieron un poco de yerba. En esta posta, como en las tres anteriores, hubimos de detenernos a esperar que trajeran los caballos; no habían podido hacerlo a causa de las grandes lluvias del día anterior. Junto a las postas hay un espacio cercado, el corral, donde hacen entrar a los animales cuando hay que enlazarlos.


Hasta Arrecifes, siete leguas; el camino atraviesa campos más fértiles que los anteriores. Vi algunas malvas y otras flores parecidas al altramuz; también una especie de calabaza y una planta semejante a la llamada entre nosotros “cola de perro”, en forma de penacho; observé asimismo algunas otras del tipo de las plantas inglesas. Pasamos unas barrancas de considerable altura y después nos tocó vadear el río Arrecifes con el agua hasta el pescuezo del caballo quedando nosotros muy mojados, como es de imaginar. A las siete menos cuarto estuvimos en Arrecifes y allí pasamos la noche, después de haber andado, desde la mañana, veintitrés leguas. En esta jornada, el andar del caballo me produjo dolores muy agudos en las piernas y en la espalda, a punto de que no podía inclinarme. El calor se había dejado sentir en forma sofocante, diariamente, sobre todo en las horas de la mañana desde que salimos de Buenos Aires. Por la tarde soplaba siempre una brisa ligera pero la recibíamos en la espalda. El terreno era de color ligeramente amarillo. En Arrecifes, el alojamiento fue más o menos el mismo: un rancho de barro, dos camas formadas con cueros de vaca y la misma abundancia de pulgas, dentro como fuera de la casa.


27 de febrero. — A Fontezuelas, ocho leguas. Vi las primeras rocas; una piedra amarillenta, caliza, en forma de estalactita y puse algunos ejemplares en las alforjas. Pasando Arrecifes, el terreno desciende gradualmente. Aparecieron algunas piedras de estratos perfectamente horizontales. Atravesamos algunas cañadas.


Hasta el pueblo mismo de Arrecifes hay dos leguas; se trata de una pequeña aldea donde pudimos conseguir pan fresco y aguardiente. Después que salimos de allí sobrevino una espantosa tormenta con truenos y relámpagos que nos dejó empapados pero pudimos secarnos antes de llegar a Fontezuelas. Esta casa de posta no es mala y el patrón se mostró muy amable. Allí nos detuvo otra tormenta de truenos y relámpagos. Hicimos cuatro leguas más hasta la Cañada de Gómez; el camino estaba pesado y fuimos sorprendidos por una tercera tormenta. Estas tormentas abarcan zonas muy pequeñas y pueden evitarse, ya sea adelantando la marcha o retardándola. La posta de Gómez era una de las mejores del camino pero había sufrido muchos daños durante las últimas guerras. La dueña de casa —cosa rara en estos países— tenía completamente blancos los cabellos, cejas y pestañas; era viuda y aparentaba unos treinta y cinco años.


Hasta el arroyo del Medio hicimos siete leguas largas; el camino sin variantes, el campo más pastoso y mayor cantidad de caballos y vacas; pájaros en abundancia, que se mostraban poco sorprendidos a nuestra vista; algunos, que parecían gallos por su aspecto, comían en unas osamentas; estos pájaros se ven mucho en el camino desde Buenos Aires. Pasamos un arroyo de fondo muy duro y después el arroyo del Medio, entrando en la provincia de Santa Fe. El camino era muy desigual hasta que llegamos a la posta; la gente de la casa daba muestras de ser industriosa; el alojamiento fue muy malo. Observé dos chiquillos muy lindos como otros que había visto en el camino, pero es de notar que, a medida que entran en edad, adquieren aspecto muy ordinario y el cabello largo que parecen ostentar con orgullo, no contribuye tampoco a su buena apariencia. Los chicos del campo no conocen otro alimento que carne y leche y no saben lo que es el pan. En cuanto a mí, al salir de Buenos Aires traté de mantenerme exclusivamente a leche, pero dos o tres días después comprobé que no era lo más apropiado para el violento ejercicio que cumplía diariamente y la sustituí por un poco de carne que asábamos sobre un fuego de cardos secos las más veces, porque la leña era muy escasa.


Hasta el arroyo de Pavón hicimos ocho leguas por campos muy semejantes a los anteriores. Después de vadear varios arroyos, el postillón perdió el camino, lo que me disgustó bastante inspirándome cierta desconfianza. Anocheció con cielo despejado aunque se veían relámpagos en el horizonte. Las vizcachas corrían muy cerca de nosotros produciendo un extraño ruido; volaban pájaros nocturnos y veíanse muchas luciérnagas en los lugares pantanosos. Por evitar unos barriales muy grandes, perdimos nuevamente el camino y vinimos a parar a unos ranchos donde el postillón nos instó a bajar del caballo. Yo encontré un pretexto para no hacerlo, pero Chiclana tomó asiento y se puso a fumar y a charlar a sus anchas. En esta posta nos quedamos más de lo necesario y no llegamos al arroyo de Pavón hasta las nueve y media, muy fatigados, porque al último mi caballo no daba más y se caía en las vizcacheras que no podíamos evitar por la oscuridad de la noche. Decidí no quedarme otra vez a campo raso después de anochecido, porque se corren serios peligros. En este rancho no había nada que comer y el agua apenas si podía beberse. Arreglé mi colchón y me dormí, pero pronto fui despertado por la tormenta más espantosa que había visto en mi vida. Duró por espacio de ocho horas con lluvia torrencial y viento. Los relámpagos eran continuos y como el rancho se hallaba en lo más alto de una loma, daba la impresión de que los atraía. Por fortuna el techo no tenía los agujeros tan comunes en todas las casas del camino que habíamos recorrido. En casos semejantes, es costumbre hacer una especie de barricada en la puerta para que el viento no se la lleve, como suele ocurrir si no se toma esa atinada precaución.


28 de febrero. — Me levanté a las siete de la mañana pero hube de esperar hasta las once por la crecida del río. Felizmente conseguí leche para el desayuno y más tarde un poco de asado y caldo. Esta posta no es mala para dormir; había muchos mosquitos pero menos pulgas que en las anteriores.


La indumentaria de los postillones todos, consiste en pantalones y una especie de delantal de cuero de potro que se arrollan a la cintura; llevan sombrero negro redondo y bajo él un pañuelo suelto que les cae por detrás.


A las doce nos pusimos en marcha para arroyo del Sauce, distante cinco leguas; el camino estaba pantanoso y mi caballo tenía tan feo andar que lo cambié por el de don Sebastián Chiclana. Seguimos galopando porque cuando se anda de viaje no se conoce otro paso. Cruzamos el arroyo Pavón y uno de sus brazos, después el arroyo del Sauce, que es bastante profundo y algo pedregoso. Estos arroyos, pequeños y de curso lento, desaguan todos en el Paraná en tiempo de lluvias pero en otras épocas pueden verse secos.


A la una y media llegamos al arroyo del Sauce; mi baquiano empezó a quejarse del caballo que le había dado; dijo sentir dolores en la espalda y que desde dos años atrás no montaba un animal semejante. Esta circunstancia me hizo perdonarle sus malos procederes de la noche anterior, cuando me tuvo en el campo tan a deshora, por charlar con quien encontraba, fumando y gastándome la yerba. La casa de posta en el Arroyo de] Sauce era muy mala; la mujer, como de costumbre, me pidió un poco de yerba, retribuyéndomela con unos duraznos. Ignoraba esta mujer cómo se llamaba la posta próxima y si los indios se hallaban cerca o lejos. Por aquí todos se sienten inclinados a contestar ¡quién sabe!... haciendo como que ignoran las cosas más simples. Los cardales, que habían ido disminuyendo a partir de las últimas tres postas, desaparecieron, por fin. Habíamos andado entre ellos por lo menos veinte leguas. Las dos últimas postas se hallaban rodeadas por huertas de duraznos.


Hasta Manantiales o la Horqueta anduvimos cinco leguas; los campos eran más bajos; pasamos dos arroyitos antes de llegar al río Saladillo de Manantiales que cruzamos con el agua al pecho de las cabalgaduras. Como una legua más allá encontramos un convoy de carretas que venía de San Juan con carga de vinos y otros efectos; tiraban de cada carreta seis bueyes; en la parte más alta de los carros llevaban la leña y en cada uno de ellos se veían dos ruedas' de repuesto que los propietarios suelen vender con ventaja en Buenos Aires. Las carretas hacen más o menos ocho leguas por día según el estado de los caminos.


Llegamos así a Manantiales; la posta estaba formada, como las anteriores, por dos o tres ranchos de barro. El agua era muy buena; se obtiene haciendo un pozo pequeño en la orilla de los arroyos; el pozo se llena inmediatamente de agua clara y fresca que hay que sacar en seguida porque en pocos minutos se pone muy salada; en cada ocasión se hace necesario abrir un nuevo pozo. El suelo es de tierra gredosa.


Hasta Candelaria, cuatro leguas. Vimos algunas estancias en la lejanía. Encontramos un viajero y más gente que la acostumbrada. Cruzando el arroyo de la Candelaria, se llega a la posta; entramos a la casa como a las siete y decidimos pasar allí la noche. El cuarto destinado a los viajeros estaba destruido.


Poco después de mi llegada, apareció un hombre a caballo, tocando la guitarra y luego se puso a cantar una especie de himno ante una imagen de Nuestra Señora de la Candelaria que había en el cuarto de la posta. Hecho esto se volvió hacia mí, y habiéndole dado mi nombre el baquiano, cantó en mi honor una larga canción. La mujer se mostró muy amable. Vivían en la posta tres hombres con sus mujeres y niños; estos hombres eran jugadores y bebedores empedernidos. A las ocho tendí mi recado pero dos criaturas que estaban cerca no cesaron de llorar en toda la noche; esto, añadido a las pulgas que abundaban como nunca y a los mosquitos, apenas si me permitió dormir algunos momentos.


A las dos de la mañana del día 19 de marzo comencé los preparativos para ponerme en camino lo más pronto posible. Aquí debo anotar que en las últimas ocho postas, todos los hombres que vi, llevaban el pelo largo y, muy probablemente, no se lo habían cortado nunca desde su infancia; en cuanto al trabajo, no hacían otra cosa que pastorear el ganado; las pobres mujeres cargaban con todo el tráfago de la casa sirviendo a los maridos con la mayor humildad.


La mujer más vieja es la que generalmente ceba el mate y lo sorbe antes de pasarlo de mano en mano, para comprobar si está bueno; como yo era el visitante y, por lo común, quien proveía la yerba, se me destinaba siempre el primer mate como un honor que bien hubiera deseado renunciar. La patrona de esta posta era una mujer superior a las otras y había sido criada en Santa Fe, ciudad distante unas ciento cincuenta leguas de aquí 3; tenía tres hijos como todas las familias que había encontrado en el camino, y parecía ser ése el número máximo, porque nunca encontré más. Puede influir en esa circunstancia la vida de trabajo fatigoso que llevan las mujeres y la costumbre de amamantar a los niños hasta los tres o cuatro años.


Tuvimos un retardo, como de costumbre, a causa de los caballos que se encontraban lejos de la casa. No aconsejo a los viajeros que pasen la noche en este lugar porque el maestro de posta bebe mucho y no tardará en cometer algún crimen. A poco de mi llegada trató en vano de verificar si yo escondía plata en mi maleta y hasta declaró que, según el peso, debía ser mucha. En realidad, el peso era debido a unas piedras recogidas en el camino. Esto me hizo entrar en sospechas y en lugar de tender mi colchón para acostarme, hice cama con el recado y la maleta y fingí dormir, pero con una pistola en cada mano. Cerca de mí, cuatro individuos jugaban a las cartas y bebían aguardiente. En esas circunstancias, el maestro de posta trató de convencer a mi baquiano de que debían matarme entre los dos y que dividirían el dinero, fugando después a Santa Fe o a Corrientes. Agregó que pasarían meses antes de que se descubriera mi muerte y que la justicia nunca los aprehendería; en esto último decía verdad porque nos hallábamos en paraje muy apartado y lejos de todo gobierno estable. Chiclana intentaba disuadirlo en lo posible y lo hacía beber de continuo hasta que, al final, el de la posta cayó al suelo completamente borracho. El baquiano se arrastró entonces hasta donde yo estaba para precaverme contra cualquier ataque.


Por la mañana, el mismo maestro de posta me rogó que no creyera nada de lo que Chiclana pudiera decirme y todavía me pidió que le mandara de Chile una caja de cigarros. Cuando pasé de vuelta por ese lugar, supe que ese mismo individuo había sido asesinado poco tiempo después de aquella ocasión en que intentó matarme. La culpa de lo ocurrido conmigo fue del baquiano que me hizo pasar la noche en un sitio semejante.


1° de marzo. — A las siete y media de la mañana salimos para los Desmochados, a seis leguas cortas de distancia. El camino era perfectamente llano y en muy pocas partes había barro; vi algunas flores parecidas al azafrán amarillo, y un guanaco 4 atravesó, galopando, el camino. Llegamos a los Desmochados a las nueve y cinco. Formaban la posta varios ranchos de barro con comodidad para pasar la noche. El moblaje —si merece llamarse así— de todas estas casas en que me tocó entrar, estaba formado por dos o tres cueros de buey estirados cada uno sobre cuatro postes clavados en el suelo; servían de cama y a veces de mesa; también había dos o tres bancos, más propiamente asientos, formados por cabezas de vaca. Entraba ya en la zona de territorio invadida últimamente por los indios; la posta estaba rodeada por una doble empalizada con foso y un cerco de tunas muy espeso.


Dejé la posta a las diez, en dirección a Arequito, cuatro leguas largas de ahí; el camino era igual pero se veían más estancias. En Arequito nos detuvimos un buen rato por falta de caballos. Seguimos andando cuatro leguas hasta la Esquina de la Guardia y cruzamos el río del mismo nombre. Hubo aquí en otro tiempo un pequeño fuerte que marcaba el límite entre las provincias de Santa Fe y Córdoba. El campo sin variantes hasta El Saladillo o pequeño arroyo salado de La Cruz Alta donde el suelo aparecía cubierto por una capa de sal. La posta era uno de los muchos ranchos de barro de por ahí. En este paraje de la Cruz Alta fue enterrado el Virrey Liniers después que lo fusilaron en Cabeza de Tigre. El sitio apenas se distinguía en el cementerio contiguo a una capillita del lugar. Desde Lujan, era éste el primer cementerio que veía en el camino. Abundan por aquí los árboles de buena madera y los cercos de tuna muy altos y espesos.


A Cabeza del Tigre hay cuatro leguas. Perdimos el camino al oscurecer y a las nueve de la noche llegamos a una de las mejores postas del camino; no tenía pulgas y la patrona era una mujer de muy buenos modales. Había muchas plantas de tunas, de doce pies de altura, más o menos, que daban una flor blanca. Rodeaban la casa algunos árboles pequeños y en los alrededores el campo estaba cubierto de matorrales; el agua era muy buena.


Durante los tres últimos días habíamos podido comer zapallos, que se consumen mucho, y me resultaron muy agradables porque ya se me hacía difícil alimentarme únicamente de carne. Los gastos hechos en los distintos lugares donde había pasado la noche, fueron insignificantes; la remuneración más apropiada consistía en un poco de yerba para la patrona de la casa que me la retribuía siempre ofreciéndome lo mejor de que podía disponer.


2 de marzo. — Salimos para la posta de Lobatón, a distancia de cinco leguas; al salir del pueblito vi dos avestruces domésticos y continuamos hasta las márgenes del río Tercero. Nubes de mariposas alzaban vuelo entre los pastos y cubrían el campo. A dos leguas de allí vimos el sitio donde fue fusilado Liniers. Debe decirse, con respecto a este último, que al iniciarse la revolución y en unión de las autoridades de Córdoba, declaró rebelde al gobierno de Buenos Aires y por esta causa fue condenado a muerte. Por el camino de Buenos Aires lo trajeron hasta este mismo lugar donde se detuvo repentinamente el carruaje en que lo conducían. Pidiéronle que caminara hacia un lado del camino y allí fue arcabuceado de inmediato. Así cayó Liniers, sin duda uno de los hombres más honorables del país, víctima de su lealtad para con España y de su reconocimiento al título y a la pensión que con justicia recibía de aquella corte. De haber podido olvidar todo eso, hubiera prestado a su patria los mayores servicios porque tenía extraordinarios talentos militares como lo demostró en la última infortunada expedición que hicieron los ingleses contra Buenos Aires. Cuando llegó dicho ejército, Liniers era un simple capitán de la armada y tomó el mando del ejército por la huida del Virrey Sobremonte a Córdoba. Sobremonte, según el Deán Funes, ordenó que celebraran un Te-Deum por su llegada a la dicha ciudad. Después de la capitulación del ejército inglés, Liniers fue proclamado Virrey por las autoridades, hasta que llegaran los despachos oficiales de Madrid. La corte española, influenciada por algunas intrigas y por la circunstancia de que Liniers era extranjero y vinculado a varias de las principales familias de Buenos Aires, se negó a confirmar la designación y nombró en su lugar a Cisneros. Liniers entregó el mando y se retiró a Córdoba. Tenía ya el título de Conde de Buenos Aires, conferido con una pensión de 100.000 reales de las rentas de la ciudad. Las tropas le eran adictas y esta circunstancia precipitó su suerte. El Deán Funes dice en su excelente historia que Liniers era “de una presencia llena de gentileza, de un aire noble y de un porte voluptuoso”.


Llegamos a Lobatón, un simple rancho, y no cambiamos caballos hasta la posta de Saladillo, nueve leguas más allá. Antes pasamos un río de agua salada que desemboca en el Tercero. éste también es salado en tiempo de seca. En la posta me encontré con un fraile franciscano que viajaba de Córdoba a Buenos Aires. Era hombre de edad provecta y parecía lamentar los cambios operados en el país por la revolución. Terminó sus comentarios con un “no hay remedio”, expresión filosófica muy común en labios de los hispano-americanos.


Hasta Barrancas hicimos cuatro leguas. En la llanura se veían más árboles achaparrados, uno de los cuales, llamado “jume”, produce una pequeña cantidad de álcali.


Barrancas está formada por varios ranchos. La patrona de la posta se mostró muy obsequiosa. Había muchos zarzales en las cercanías de la casa. Vi otro guanaco y también algunos perros pelados que no son raros por esta región. Las mujeres de esta posta, como las de las últimas que habíamos pasado, hacían trabajos de hilandería.


Desde que se entra en la provincia de Córdoba, puede advertirse que la gente es más industriosa, y los pueblos tienen mejor apariencia. Partimos para Zanjón, distante cuatro leguas y de ahí hacia Fraile Muerto, a cuatro leguas también. El camino sigue las orillas del río Tercero, los árboles son más grandes; pasamos algunos bosquecillos de mimosas. Fraile Muerto es un pueblito que consta de unas sesenta casas de adobe. Decidimos pasar allí la noche a fin de componer mi recado y la maleta que habían sufrido mucho con la premura del viaje. Pude conseguir un poco de pan y aguardiente. El maestro de posta se portó muy bien. El agua era buena.


3 de marzo. — A las cuatro de la mañana partimos para Tres Cruces y la Esquina de Medrano, a distancia de ocho leguas. El camino seguía por las márgenes del río Tercero, señalado por una hilera de árboles. Pasamos algunas estancias rodeadas de arboledas. Con un poco más de agua, esta comarca tendría buenas maderas. Vi algunos cuervos grandes como gallinas y los mismos arbolillos del día anterior; también unas flores, parecidas al alelí, de color amarillo pálido y unas hierbas que semejaban la cola de un gato.


La gente de buenos modales y en la posta una casa. Hasta el arroyo San José, ocho leguas. Anduvimos una distancia considerable por las márgenes del río Tercero, entre matorrales de mimosas con espinas, y hierbas tan altas que apenas se distinguía el camino. La ruta de Córdoba se dirige hacia la derecha, en dirección norte, mientras la de Mendoza sigue al oeste. Encontramos al correo Gómez que iba para Buenos Aires; había salido diez días antes de Santiago del Estero. Estos correos hacen grandes distancias cumpliendo a menudo jornadas de cincuenta leguas durante varios días seguidos. Pagan la mitad de la tarifa establecida para el alquiler de los caballos y éstos deben serles facilitados inmediatamente. Si por azar se les da un mal caballo, tienen el derecho de degollarlo en el mismo sitio y lo hacen con frecuencia. El correo Gómez nos informó que los indios se habían retirado pero que debíamos apresurarnos a pasar por la parte norte del sitio en que se encontraban, tomando todas las precauciones necesarias. Estas ocho leguas se hicieron muy largas, y para salvarnos de una tormenta apuramos el galope y llegamos a la posta (del Arroyo de San José) bastante mal, viéndonos obligados a permanecer allí durante tres horas.


Hasta Cañada de Lucas pusimos cinco horas, llegando a las cinco y media; tendí mi colchón y me acosté, no del todo bien. Mala noche fue ésa, de truenos y relámpagos.


4 de marzo. — Todo mejoró; la gente muy honrada e industriosa; en la casa tejían mantas y fabricaban jabón casero; también extraen el álcali de una planta que abunda mucho en las cercanías; la llaman quinoa o quimoa y también ataco; esta planta tiene una flor amarilla y la queman cuando está verde, obteniendo considerable provecho.


Hasta Punta del Agua hicimos seis leguas que, según mi baquiano, eran más de ocho; pasamos la cañada por terrenos muy bajos encontrando bosques de mimosas de escasa vegetación. Cruzamos un arria de mulas procedente de San Juan que conducía vinos para Buenos Aires y supimos por los arrieros que los indios estaban a cierta distancia en dirección sur (x). Atravesamos unos malezales cubiertos de flores muy fragantes y llegamos a Punta del Agua en mejores condiciones. El agua era la mejor que habíamos encontrado desde hacía tres días. El dueño de casa era un hombre bien educado; nos sentamos a la mesa con la familia y se nos sirvió carne asada y caldo. Aquí determiné cambiar de régimen de vida y comer a mediodía como por la noche. La yerba mate me había resultado muy tonificante y consumía tanta como mi baquiano. Hay en este lugar (Punta del Agua) una iglesita pero no se practica el culto.


Partimos para Santa Bárbara, doce leguas de distancia. El camino, en casi toda su extensión, lo hicimos por entre un bosque de árboles muy pintorescos; el suelo era el más irregular que habíamos encontrado hasta entonces; a puestas de sol pudimos ver la Sierra de Córdoba, lo que significó un cambio muy agradable en la monotonía de la llanura. Todavía estábamos lejos de la posta cuando se hizo de noche. Por fortuna los relámpagos alumbraban el camino. Llegamos a las nueve y media, muy fatigados, porque mi caballo no daba más y el de Chiclana se había caído, lastimándose. Encontramos a la gente de Santa Bárbara muy alarmada por la proximidad de los indios que estaban a catorce leguas más acá de Río Cuarto. Poco después de llegar se desencadenó una tormenta que duró toda la noche. La población consistía en doce ranchos. Fuimos bien recibidos. El agua era mala.


En estas últimas poblaciones habíamos visto algunos montes de duraznos, que, al parecer, crecían en mejores condiciones que otros árboles. Se trata de durazno ordinario, pero bastante agradable, si se considera la falta de agua y el excesivo calor. Por lo general alcanzábamos a divisar las poblaciones desde una distancia de siete millas y como un punto oscuro en el horizonte. En cuanto a los caballos que monté, me resultaron generalmente buenos. Con un poco de yerba-mate y algunos cariños a los chicos, ganaba siempre los caballos más mansos. Muy a menudo, sin embargo, porfiaban a derecha o izquierda para juntarse con otros animales y tenía yo que valerme de todas mis fuerzas para sujetarlos.