Viajes por América del Sur
Capítulo 8
 
 

Mendoza. — El general San Martín. — Los pasos de la Cordillera. — Salimos hacia el sur. — El río Mendoza. — Paso del Portillo. — La subida. — El descenso hasta el valle de los Puquenes. — Tormenta, de nieve. — Dos días encerrados en una caverna. — El ascenso hasta el segundo paso de los Puquenes. — El Valle. — La primera población chilena. — Molino para trituración de minerales. — Santiago de Chile.



Llegué a Mendoza después de atravesar más de mil millas de llanura y a salvo de los indios; ahora deseaba disfrutar de la civilización porque durante catorce días había vivido entre gentes que apenas conocían lo que nosotros consideramos necesidades indispensables de la vida. En casos así propendemos a verlo todo bajo la luz más favorable. Agregúese lo pintoresco de la naturaleza y se me perdonará si extremo el colorido en la descripción del lugar.


Mendoza es una ciudad bien edificada al pie de los Andes frente al gran paso de Uspallata. Las casas, construidas de adobes, se hallan por lo general arregladas con lujo nada común en la América del Sur. Las calles son anchas y el agua llega por ellas a la ciudad desde el río Mendoza, mediante un sistema de acequias. Tiene la ciudad seis o siete iglesias y una gran plaza que ha sido escenario de diversos fusilamientos, en especial el de dos hermanos de Carrera. El paseo público o Alameda está bien cuidado y ofrece una magnífica vista de las montañas. Los vecinos más respetables concurren a la Alameda por la noche y hacen tertulia formando grupos donde se toman sorbetes y confituras hasta hora muy avanzada.


Mendoza tiene veinte mil habitantes, en proporción de tres hombres por cada dos mujeres, según se me informó. Han quedado ahora muy pocos negros porque fueron cedidos al Estado para la formación de nuevos regimientos en el ejército.


Por su posición en el camino principal de Chile, siempre ha sido Mendoza lugar de considerable tráfico. Su industria madre es la del vino y algunos de los que se fabrican no son malos, en manera alguna. La clase más común, apenas se diferencia del Málaga ordinario pero en la mesa de don Manuel Valenzuela tuve ocasión de gustar un vino tinto de calidad muy superior.


Algunos viñedos contienen hasta sesenta mil plantas; las uvas son negras y grandes, semejantes a la variedad llamada Hombro más que a ninguna otra y tienen mucho sabor; el cultivo se hace principalmente en treillage 1. Danse también melones de pulpa verde y exquisita, higos, peras y membrillos. Estos últimos son muy superiores a los que pueden encontrarse en Europa y el higo blanco es generalmente muy buscado.


Las principales exportaciones de Mendoza consisten en vinos, aguardientes y frutas secas. Las importaciones, en yerba mate y artículos manufacturados. Estos últimos se venden a precios tan bajos que parecen inverosímiles 2. Como pocos son los efectos que pasan a Chile por otra vía que la de Mendoza, buena parte de la población se dedica a la cría de mulas destinadas al transporte de carga por la cordillera. Esta rama del comercio produce considerables beneficios. Las tierras están todas cercadas y tienen riego. Se hallan, además, muy subdivididas de manera que gran parte de la población es propietaria de terrenos. El trigo es de grano pequeño y de una especie llamada “de barbilla”; lo siembran en julio y lo cortan en diciembre, dándose una sola cosecha por año. El precio del mejor trigo era de dos pesos por fanega de ocho arrobas o sea veinticinco libras, igual a dos busheis y medio, ingleses. El pan que con él se hacía era el mejor que yo había comido hasta entonces. La paja del trigo tiene escaso valor y sólo se usa para la mezcla de cal en la fabricación de ladrillos. El arado mendocino se reduce casi a un palo con una punta de hierro, arrastrado por bueyes. Crece mucha alfalfa o trébol y el suelo es tan fértil que a menudo se la corta hasta catorce veces en el año.


La gente de sociedad me pareció sumamente agradable; las señoras eran bastante instruidas; deleitábanse con la música, sabían cantar y bailar. Las canciones predilectas eran los Tristes del Perú, melodías lastimeras cantadas por los súbditos del último inca después de su muerte. Los aires cantados son excesivamente rústicos e irregulares. No pude obtener la música de ninguno de ellos. En el Apéndice he incluido algunas de sus letras o palabras 3. Las danzas más comunes son el Minueto y el Cuando. El Cuando comienza en forma parecida al Minueto pero termina en una corrida hacia adelante y luego hacia atrás, con un compás más rápido. Tales diversiones, así como la de sentarse en la Alameda y tomar sorbetes y dulces, constituyen, en este lugar delicioso, la ocupación principal, y debo decir que en ninguna otra parte de América del Sur he visto mayor cortesía de maneras.


En los meses de verano, desde noviembre hasta marzo, el tiempo es cálido y si no fuera por el agua de nieve que corre desde la cordillera, toda la comarca se abrasaría porque llueve solamente en invierno cuando la cordillera se cubre de nieve. El invierno dura tres meses con algunas pocas heladas y a veces una pequeña nevada. Las mañanas son particularmente luminosas y entonces las montañas, desprovistas de niebla, resaltan sobre un cielo azul profundo. Hacia las cinco de la tarde el cielo se nubla y resulta difícil persuadirse de que no está a punto de estallar una tormenta. Este fenómeno se produjo diariamente mientras permanecí en Mendoza, sin que cayera una gota de agua. La ciudad está situada a unos 4427 pies sobre el nivel del mar.


El suelo está formado por una arcilla de color amarillo claro, procedente, sin duda, de la montaña” y sedimentada por las aguas. Más abajo se encuentra una capa de cantos rodados, de diversos tamaños.


La sola calamidad que afecta a esta hermosa comarca es la enfermedad llamada de la gota. No entraremos a considerar las teorías formuladas sobre una cuestión que ha confundido a los hombres más sabios e informados de la época. Lo cierto es que, en cualquier lugar donde esta enfermedad aparece, —China, Sumatra, Suiza o Sud América— presenta los mismos caracteres y así como deforma el cuerpo, deprime en lo moral. En Mendoza, todos los pequeños comercios tienen en venta “el palo de gota” para la cura de dicha dolencia. Adquirí varios de estos palos, pero quedaron en el camino retrasados, con un poco de vino, trigo y algunos minerales; la carga nunca llegó hasta mí y es de creer que cayera en manos de los indios. De lo contrario, hubiera podido poner este remedio en manos de algunos botánicos para que determinaran sus propiedades. Procede de la costa del Perú, y, según me pareció, se trataba de un alga. A juzgar el remedio por sus efectos, parecería que no es muy eficaz, dado que el número de personas afectadas de ese mal es muy considerable. Una mujer que conocí, enferma de gota, tenía cinco chicos afectados del mismo mal y además eran mudos. Esta enfermedad predomina, al parecer, en la parte oriental de los Andes, pero del lado de Chile es comparativamente rara. Chile, puede decirse que se compone enteramente de valles, porque hay tres cadenas de sierras entre la gran cordillera y el Pacífico, mientras a la parte de oriente las montañas caen en forma abrupta, como un enorme paredón y no gradualmente. Si, a pesar de todo, el alga referida tiene alguna eficacia, no puede proceder sino de la iodeina que parece haberse aplicado últimamente con éxito en dicha enfermedad.


La provincia ha cambiado una a dos veces de gobernador, desde que estalló la revolución. Para los mendocinos han sido unos peores que otros. A la postre se han conformado con un señor Tomás Godoy Cruz, que es mitad gobernador y mitad comerciante, siendo su entendimiento asaz limitado. Su sueldo es de mil pesos mensuales y los gastos del Estado ascienden a doce mil pesos anuales. No existen tropas regulares sino unos tres mil hombres de milicia. La principal fuente de recursos está representada por el impuesto de un peso por cada casco de aguardiente y cuatro reales por cada casco de vino.


La provincia de Mendoza o Cuyo se extiende por una considerable distancia al pie de los Andes, hacia la parte sur, donde se levantan algunos fuertes que forman el límite, sirviendo de defensa contra los indios Pehuenches. Los Andes forman la frontera oeste. Al este, linda Mendoza con la provincia de la Punta y al norte con la de San Juan. Hubo el proyecto de unir estas tres provincias bajo un solo gobierno, pero surgieron emulaciones y celos que no estaban a la altura de la cuestión y parece muy dudoso que el plan pueda llevarse a efecto. Incluyendo la población de la ciudad, el total de habitantes en la provincia no pasa de cuarenta mil.


La situación y el clima de Mendoza son tan agradables que sorprende la escasa cantidad de extranjeros establecidos en ella. La provincia dispone de fuerzas suficientes para repeler cualquier ataque general y aun en el caso de ser invadida por los indios con fuerzas irresistibles, sería siempre fácil encontrar refugio en las montañas. Mendoza ha sido el sitio escogido últimamente como residencia por el general San Martín, cuyo nombre es más conocido en la América del Sur que en Europa. San Martín ha buscado este retiro después de diez años de fatigas y batallas, para gozar de un merecido reposo 4. No adoptaré para referirme a este personaje los grandes elogios que le prodigan sus admiradores, pero sería injusto negar que posee grandes talentos empleados por entero en el bien de su país y de la libertad del Nuevo Mundo. Existen en América del Sur dos partidos que no admiten una opinión equidistante, quizás la más cercana a la verdad. Uno de esos partidos llega casi a endiosar a San Martín, sosteniendo que de haber quedado en la Península —que abandonó, según dicen, por un pique relativo a promociones— hubiera llevado a cabo mayores hazañas que nuestro ilustre jefe [Wellington]. El otro partido cae en la difamación, lo califica de cruel y vengativo, asegura que su ambición no tiene límites y que lejos de poseer talentos militares, sus batallas fueron ganadas mientras él se encontraba acostado y ebrio. Debe convenirse en que su retiro de la vida pública ha desvirtuado la acusación de ambicioso y en cuanto a las otras, existen muchas razones para no darles crédito.


Según el interesante folleto de don Ricardo Gual y Jaén 5, resulta que don José de San Martín nació en Yapeyú, ciudad del Entre Ríos, siendo su padre gobernador de Santo Domingo de Soriano 6, plaza de alguna importancia sobre el Uruguay. De donde resulta que el padre era español y funcionario de la Madre Patria. Lo cierto es que don José recibió su educación en España, adonde volvió con su familia cuando tenía ocho años. Eligió la carrera militar y recibió adecuada educación en el colegio de nobles de Madrid, distinción que, según su biógrafo, no se prodigaba a la juventud de América. Pero debe tenerse en cuenta que San Martín nació mientras su padre ejercía un cargo en el gobierno del Río de la Plata y esta circunstancia le eximía de la tacha de americano. La guerra de España durante la Revolución Francesa, ofreció toda suerte de oportunidades a los militares jóvenes para distinguirse. San


Martín era edecán del Marqués de la Solana cuando este oficial fue asesinado por el populacho de Cádiz en mayo de 1808. Después sirvió con gran mérito durante la guerra española bajo las órdenes del general Castaños y últimamente bajo las órdenes de nuestro distinguido general [Wellington]. Nunca han explicado satisfactoriamente —ni sus amigos ni sus enemigos— el motivo que lo llevó a dejar un país, que era el suyo más que la América del Sur y cuando ese país necesitaba tanto de sus hijos. Lo cierto es que en 1811 se vino a Inglaterra, de donde se embarcó para el Río de la Plata. Habiendo obtenido un mando de poca importancia en Buenos Aires, derrotó en San Lorenzo a una fuerza de quinientos hombres enviada por el gobierno español de Montevideo para hacer desembarcos en las costas del río Paraná. Fue entonces nombrado comandante en jefe de las fuerzas del Alto Perú y reanimó con su presencia los restos de un ejército derrotado en más de una batalla. Su salud se resintió por lo insalubre de la región y entonces se retiró por un tiempo a Córdoba para reponer sus fuerzas; después se hizo cargo del mando en Mendoza, que era en esa época punto de considerable importancia. Mientras permaneció en esta ciudad. San Martín llevó a cabo varias obras de gran utilidad pública y alcanzó tal popularidad, que una gran parte de la población se unió a su bandera declarándose dispuesta a marchar donde fuera necesario.


A principios de 1817, San Martín emprendió su marcha a través de los Andes con una fuerza de tres mil hombres. Es verdad que la empresa se inició en la época más favorable del año, pero, asimismo, representaba muy grandes peligros. Fue todo preparado con vistas a las circunstancias más adversas y se depositaron avituallamientos en las montañas para el caso de una retirada; no fue preciso echar mano de ellos porque San Martín triunfó en la batalla de Chacabuco, una de las más cruentas que hayan ocurrido durante la revolución emancipadora de estos países.


En el año siguiente, San Martín ganó la batalla de Maipú, sellando con ella la independencia de Chile. Después de asegurar los negocios de este país y vencer innúmeras dificultades, se organizó la expedición contra el Perú. San Martín asumió el mando de la misma y se hizo a la vela desde Valparaíso el 20 de agosto de 1820. Sucediéronse diversos conflictos durante el espacio de casi dos años, pero el éxito acompañó casi siempre a los republicanos y San Martín entró en Lima como conquistador el 13 de julio de 1821. En septiembre del año siguiente abandonó el gobierno del Perú y, poco después de desembarcar en Valparaíso, prosiguió hasta Mendoza.


Dejo así bosquejada su vida y algunas de sus principales empresas. Sólo desconociendo las violentas animosidades y celos que existen entre las diversas comarcas del nuevo mundo puede negarse que San Martín sea un hombre extraordinario. Esas comarcas fueron pacificadas por él y las hizo servir a sus propósitos. Su marcha a través de los Andes ha sido comparada a la de Bonaparte por el San Bernardo, pero la empresa de San Martín es más admirable que la de Napoleón si se consideran las ventajas de este último por lo que hace la disciplina de su ejército y a los elementos de que disponía.


Volviendo a mi narración, diré que los indios se habían ensoberbecido tanto con la toma de San Luis, que llegaron hasta cerca de Mendoza y amenazaban atacar la ciudad. Se hicieron los preparativos para recibirlos y un cuerpo de mendocinos había salido a practicar un reconocimiento.


En tales circunstancias, me pareció lo más prudente atravesar la cordillera mientras podía franquear los pasos y di comienzo a los preparativos de mí viaje. Siguiendo los consejos de mi amigo don Manuel, resolví hacer el camino por el paso del sur, llamado del Portillo, contrariamente a los deseos de mi baquiano que se refería de continuo a las casuchas existentes en el camino real y a otras de sus ventajas, señalando los inconvenientes de la ruta elegida por mí.


En esta parte de la cordillera, existen cuatro pasos distintos: el más septentrional es el de los Patos, a la altura de San Juan; fue éste uno de los caminos formados por los peruanos, pero ha caído en abandono y es demasiado escabroso. El próximo es el paso de Uspallata, frente a Mendoza; era éste, otro de los pasos peruanos y, según todo lo hace suponer, el que estaba también más al sur. Por orden del Virrey del Perú don Ambrosio O’Higgins, padre del actual Director de Chile, fueron construidas algunas casuchas en las partes más altas de este paso. El que le sigue, —siendo el más directo entre Mendoza y Santiago— es el del Portillo, treinta leguas al sur de Mendoza donde se bifurca la cordillera. El cuarto y último paso es el del Planchón a la altura del puerto chileno de Concepción por donde pueden pasar los carros con facilidad, según se asegura. Ha existido antiguamente otro paso mucho más directo que los nombrados: consta en documentos conservados en Mendoza que algunos sacerdotes acostumbraban a salir de Santiago de Chile a las 6 de la larde del día viernes para decir misa en Mendoza el domingo por la mañana. Probablemente se trataba del lecho de algún río seco, pero este cómodo camino no duró mucho y es fácil imaginar que fue cerrado por algún temblor de tierra o la caída paulatina de las rocas. En 1820, el Director de Chile nombró algunos oficiales para hacer observaciones en la cordillera y obtener datos sobre otros pasos que pudieran permitir el avance de tropas o el contrabando. Después de minucioso examen, los oficiales informaron que existía otro paso pero tan riesgoso y abrupto, que difícilmente podría servir a los fines indicados.


Contraté, pues, un guía y alquilé algunas mulas: tres de montar, dos cargueras y cinco más para cualquier eventualidad. Hice acopio de provisiones para varios días y habiéndome despedido de don Manuel Valenzuela, salí con rumbo sur en la tarde del 14 de marzo. Hasta Lujan hicimos cinco leguas cruzando repetidamente la corriente de agua que se trae a Mendoza; el camino está bordeado por álamos. A fin de conservar las provisiones saladas, compramos carne fresca durante la marcha y ya tarde, al llegar a Lujan, hicimos fuego, asamos la carne y vivaqueamos toda la noche. Lujan es un pueblo pequeño con una iglesia muy bonita, famosa en todos los contornos por sus muchos milagros.


15 de marzo. — De madrugada estuvimos en pie y tomamos mate. Listas las mulas, proseguimos el viaje y cruzamos el río Mendoza; corría con ímpetu y me arrastró la mula por alguna distancia. Los Andes presentaban un espléndido panorama; el altísimo pico del Tupungato se ofrecía a nuestra vista cubierto de nieves eternas; se trata de un volcán extinguido y la tradición no ha conservado la fecha de su última erupción; es considerado el pico más alto de los Andes del sur, pero parece que la altura no ha sido establecida científicamente.


Seguimos camino hacia el sur dejando a la izquierda una pequeña sierra. Cubrían el suelo fragmentos de pórfiro redondos, dioritas y cuarzos; la única vegetación que brotaba entre las piedras eran matas pequeñas llamadas jarillos y otras con una frutilla llamadas piqueni que se consideran remedio excelente contra la sed. A las diez llegamos a una estancia o quinta, distante cinco leguas del lugar en que habíamos pasado la noche; resolvimos detenernos allí durante las horas fuertes de calor que era opresivo.


Pude advertir que había más carbonato de soda en el suelo. Este sitio, llamado el Carrascal, domina un panorama sublime de la cordillera. La mujer de la casa tenía un gran lobanillo, se mostró muy amable y nos proporcionó mantequilla fresca en una vejiga. Dejamos esta estancia a las tres de la tarde; el camino seguía entre los mismos arbolillos; el suelo era de guijarros de la misma piedra pero de mayor tamaño. Más adelante la ruta se puso más áspera y llegamos a un lugar que decían “Estacada”, donde había pasto y agua para las mulas; había también una mala leña para encender fuego, lo que nos decidió a pasar allí la noche. Tres jinetes que viajaban en mulas habían tomado ya posesión de la parte más abrigada; nos invitaron a participar del fuego que tenían encendido, entretanto ardía el nuestro. Este proceder nos ganó la voluntad.


La llanura que se extiende al sur de Mendoza y al pie de la cordillera ofrece poco de notable; se halla cubierta de la planta ya mencionada, que dicen ¡arillo, alta de tres o cuatro pies, con hojas parecidas al mirto pero de un olor peculiar que no es desagradable; los tallos son delgados y elásticos. El suelo es muy desigual en muchos sitios a causa de los torrentes que bajan de la cordillera y remueven la tierra; esta última es arenosa y sembrada de guijarros grandes.


16 de marzo. — Nos levantamos antes de amanecer; recogí algunos ejemplares geológicos y dejamos el sitio para comenzar el ascenso por entre las montañas. El aire se hacía más fresco y agradable después del sofocante calor sufrido desde Mendoza. El baquiano me dio unas piedritas que metí en el bolsillo con intención de arrojarlas en cuanto me volviera la espalda; pero luego me dijo que yo no lo había comprendido y que debía ponerlas en la boca para prevenirme contra una tormenta de viento; agregó que si las piedras me molestaban, pusiera entre los dientes un palito cualquiera; yo preferí hacer lo primero. También suelen llevar los baquianos una cabeza de gallo para evitar la caída de las mulas.


Seguimos andando por un terreno arenoso donde los arbolillos se hacían cada vez más raros y cruzamos varios torrentes en dirección a un sitio que dicen Arbolera; de ahí continuamos por un llano cubierto de jarillo y de una planta muy abundante parecida a la menta cuando está en flor. Llegamos así a un paraje llamado Cañada de álvarez.


A la distancia vimos algunos cerdos salvajes y no consideré prudente atacarlos, aun espoleando las mulas. Habían crecido gran cantidad de melones de carne verde entre un poco de tierra arrojada de propósito sobre las piedras; arranqué algunos para llevar conmigo y resultaron de calidad muy inferior. En todos los ranchos por donde pasamos se veía un horno de cocer pan al aire libre y a cierta distancia de la casa. Como teníamos que hacer provisiones para el paso, compramos una oveja por tres reales; (menos de dos peniques ingleses), volvimos a montar y cruzamos varios barrancos llenos de piedras redondas de cuarzo y pórfiro hasta llegar a un sitio llamado Capilla por haber tenido en otro tiempo una pequeña iglesia; queda frente a la entrada del paso y lo rodeaba un montecillo de durazneros cargados de frutas; la mujer de la casa y una de las hijas tenían bocio; otra de las mujeres era notablemente bonita. Tanto en esta casa como en la anterior, la gente se mostró muy bondadosa y atenta; el trabajo de esta gente consistía casi exclusivamente en la fabricación de quesos.


Así que dejamos La Capilla, fuimos acercándonos rápidamente a la entrada del paso que aparecía a la distancia como un gran agujero negro en la montaña. Perdimos de vista la cumbre del Tupungato por la proximidad de otros picos y pasamos junto a las ruinas de unas casas que habían sido destruidas por los indios en la misma época que la capilla. Las únicas plantas que se veían eran el jarillo y otra semejante al espliego que se desarrolla en forma de grandes penachos y crece hasta cuatro pies de alto. Cruzamos el lecho seco de un gran torrente y nos acercamos con rapidez a la entrada del Portillo; el suelo estaba sembrado de guijarros como en los sitios anteriores pero se levantaban también enormes peñascos. Aquí subimos una elevada plataforma; el río Portillo se despeñaba a nuestra derecha. A las siete llegamos al destacamento de Chacaio donde me fue requerido el pasaporte. El encargado se mostró muy atento; la mujer tenía bocio y toda la familia se ocupaba en hacer quesos. Estas casuchas, como todas las que había visto últimamente, estaban hechas de juncos y daban una prueba de la benignidad del clima. Pasamos una mala noche porque empezó a llover muy fuerte antes de que descubriéramos la casa y una vez llegados a ella nos dieron albergue bajo un cobertizo, a cierta distancia, donde nos acostamos bastante mojados para ser pasto de pulgas y chinches.


Lamenté en esta ocasión más que nunca la falta casi absoluta de instrumentos científicos. Los barómetros encargados a Inglaterra no habían llegado cuando salí de Río de Janeiro. Aun adquiridos en Buenos Aires, por su fragilidad habrían llegado rotos. Apenas si disponía de un simple aparato destinado a verificar la inclinación y dirección de los estratos, amén de dos pequeños barómetros.


17 de marzo. — Montamos las mulas muy temprano y empezamos a entrar en el paramillo o abra del gran paso. La entrada está orientada hacia el suroeste; el viento, intensamente frío, precipitábase con furia sobre la llanura caliente. El termómetro marcó una diferencia de treinta grados con la temperatura del día anterior. Las mulas temblaban de frío como nosotros. Hacíamos gradualmente el ascenso y poco a poco vinimos a quedar entre dos montañas abruptas compuestas de un pórfiro gris rojizo. Había pocas plantas y las hierbas estaban heladas. El camino se estrechó en la garganta de una montaña y llegamos al río Portillo que se precipitaba torrencialmente sobre las masas de rocas despeñadas desde las cumbres. El camino era muy tortuoso y las rocas, separándonos del torrente, nos impedían vernos unos a otros. Según ascendíamos, la vegetación se hacía más y más escasa. Las rocas que atajaban el paso eran principalmente grandes masas de feldespato-pórfiro, cuarzos grasosos, pizarras y enormes masas de una especie de tratíquico pómez parecidas a las puzzolanas de Italia. Esta roca, según nos informaron, era muy buscada por los chilenos para hacer filtros. Cruzamos muchas corrientes que descienden con gran impetuosidad para unirse al río del Portillo que teníamos a la derecha. La vista, por ambos lados, era en extremo novedosa e interesante. Ante nosotros se levantaba una altísima cadena de montañas, que parecía imposible trasponer y de la que se precipitaba un río con increíble rapidez; a la derecha e izquierda, estupendos murallones a los que no era posible acercarse por los grandes montones de piedras que los circuían.


Estas piedras caídas forman un ángulo de considerable altura y constan de grandes bloques superpuestos que van achicándose hacia arriba hasta convertirse en polvo al juntarse con la roca principal. Todo esto me daba una idea perfecta del caos primitivo. En una vuelta del camino quedamos tan encerrados que difícilmente podíamos orientarnos. No se oía ni el grito de un animal ni ruido alguno que alternara con el incesante rodar del torrente.


Dejando el paramillo o entrada, subimos con rapidez al primer paso del Portillo; la cordillera se divide, como lo hemos dicho, en dos cadenas y la más occidental se llama sierra de los Puquenos. Las rocas eran granitos de diversos aspectos, arcillas y otras en algo parecidas a la pizarra alemana. Recogí algunas muestras y observé en lo posible la geología del lugar, desoyendo las instancias de los guías que me apuraban para emprender el paso invocando como un peligro lo avanzado de la estación y la posibilidad de un temporal o tormenta de nieve. No me resignaba yo a seguir sus consejos y ellos —en el supuesto de que no los oía bien— me declaraban falto de seso por el hecho de detenerme a recoger piedras como si tuviera la posibilidad de encontrar plata. Luego pusimos rumbo al noroeste y me señalaron la parte más alta del paso que aparecía inaccesible. Seguíamos siempre la corriente del río. Por momentos veíase algún torrente que se precipitaba de la cumbre de la montaña y antes de llegar al pie se disipaba en vapores. A poco andar, y apartándonos del río, pasamos por un camino roqueño que hacia un lado tenía un espantoso precipicio y al otro un altísimo murallón. En lugares así, lo prudente es tenerse quieto sobre la mula aunque algunas personas nerviosas suelen alarmarse por los hábitos peculiares de ese animal. Los que han viajado en mula saben que estos animales se siguen unos a otros y difícilmente se apartan del camino, aun obligados por el jinete. Cuando ocurre esto último, según lo he notado, invariablemente tantean el suelo con la pata antes de afirmarla y al pasar las sendas se inclinan a marchar por el lado exterior o borde a objeto de no tocar las rocas con la carga por el peligro de caer al precipicio.


Llegamos por fin al pie de la montaña que debíamos atravesar. El camino se puso entonces muy empinado y la vegetación disminuía según avanzábamos. Al último, podía verse una sola planta de la que aseguré una muestra; más tarde el distinguido botánico M. Lambert, declaró que se trataba de una nueva especie de fragosa.


Después encontramos algunos parches de nieve, de dos o tres pulgadas de espesor, en los sitios más abrigados. En este lugar recogí algunas muestras de jaspe, sulfato de cal, actynolites y feldespato compacto de un color amarillo y con granos de cuarzo. La fragosa desapareció; el ascenso se hizo extremadamente difícil y en zig-zag, según la dirección del camino. Aquí y allá, en los recodos, veíanse cadáveres de mulas caídas cuarenta y quizás cien años atrás y sin embargo bien conservados, como si hubieran muerto en el día anterior. Las mulas se fatigan mucho y con frecuencia se detienen para tomar aliento. Después de mucho bregar durante una hora y media desde el pie de la montaña, llegamos a su punto más alto. En el camino me apeé de la mula pero estaba tan cansado y débil que experimenté una satisfacción al sentarme otra vez en el recado. Ya en la cima de la montaña y viéndome obligado a trepar sobre las rocas, recogí algunas muestras de una piedra caliza amarillenta. El paso era tan estrecho que apenas cabía una mula con su carga. A un costado descendía en abrupto barranco. Estábamos en la parte más alta de las nieves perpetuas porque ya habíamos pasado algunos lugares con nieve y por encima de nosotros no podía verse nada más. Tampoco había nevado desde el invierno anterior.


Este dato nos dio —tomando como base la latitud de 34° sur y 70° de longitud oeste— (de acuerdo a mis cálculos deducidos de la colección de temperaturas y búsquedas científicas de Humbolt) unos 18.000 pies sobre el nivel del mar. La vista que se dominaba desde la cumbre era muy amplia, pero solamente hacia el oriente. En otros rumbos se interponían altas montanas. Mis guías señalaron un punto oscuro en la llanura lejana, declarando que era la Punta de San Luis, pero como la distancia era de 80 leguas, no di mucho crédito a la aserción. El cielo era de un azul intenso y no sentí mucho frío, quizás debido a la marcha y al esfuerzo efectuado para recoger y romper muestras de minerales. Es cierto que el tiempo estaba en relativa calma.


Serían las tres y media cuando traspusimos la cumbre después de una jornada de casi diez horas. El descenso fue todavía más brusco y lo hicimos siguiendo las cuestas de la montaña. Al cabo de una hora de bajar la pendiente volvimos a ver las mismas fragosas. íbamos acercándonos al Tupungato que, al parecer, habíamos rodeado. Empezó a nevar ligeramente y el guía nos instó para que apresurásemos la marcha a fin de alcanzar un sitio donde pasar la noche. Recogí algunas muestras de feldespato azul y amarillo; también de una diorita. Siguiendo las cuestas dimos en un valle y atravesamos una corriente rápida y profunda. Oscureció y el tiempo se puso amenazante; la nieve arreciaba; por último, a eso de las siete, llegamos a unas cuevas formadas por las salientes de unas rocas; allí dejamos las mulas en libertad para que pastaran según la nieve lo permitía y encendimos fuego con unos musgos que crecen bajo la fragosa y con unas raíces y otras leñas recogidas en el camino. Para defendernos de la nieve que se acumulaba dispusimos convenientemente las maletas y las albardas y pernoctamos en el lugar.


Por la mañana temprano, el viento aumentó; sobrevino una tormenta y como había nevado la noche entera, la nieve se amontonó en algunos sitios a varios pies de altura. El guía se hallaba perplejo, porque si el tiempo era impropio para movernos de ahí, lo era mucho más para pasar la segunda cumbre de los Puquenos, distante tres leguas y casi tan elevada como la del Portillo; había también probabilidades de que el tiempo se pusiera peor y faltaba el pasto para las mulas; además, el sitio donde habíamos pasado la noche era poco seguro. El peligro mayor provenía de que las tormentas de viento derriban grandes masas de rocas en la cordillera; ya habían caído varias no lejos de nosotros con ruido terrible y un eco muy prolongado. Considerada la situación por el guía, resolvió juntar las mulas y hacer lo posible por ganar otro refugio mejor a media legua más adelante. Con el viento de frente y el camino oculto a nuestros ojos, hicimos el trayecto marchando desde las seis hasta las diez de la mañana. Muy satisfechos ocupamos una gran caverna donde podíamos sentarnos sin dificultad y esperar que calmara el tiempo. No tardó en llegar el dueño de las mulas, que haría de guía principal; traía trece mulas más, siete de ellas cargadas con minerales de plata. Me sentí más seguro con el auxilio porque mi baquiano era joven y sólo había pasado la cordillera dos veces durante el verano, cuando las tormentas de nieve son muy raras. Las rocas donde nos habíamos protegido eran calizas y tenían fragmentos de pizarra y diorita. Algunas estalactitas eran perfectamente blancas y otras de color gris. Cuidamos mucho el combustible porque ya escaseaba y dormimos con la esperanza de poder continuar el camino al día siguiente. Las provisiones sólo alcanzaban para doce horas. Siguió la tormenta toda la noche y fuimos despertados a menudo por la caída de grandes peñascos. El frío era intenso. En la cueva me tocó el sitio más abrigado pero a pesar del fuego de la noche anterior, el termómetro no subió a más de treinta grados Fahrenheit. El agua del río, que pasaba frente al refugio, por su temperatura estaba a punto de congelarse y tenía un acentuado gusto a sulfuro. Las mulas no pudieron comer por causa de la nieve aunque en los alrededores crecía una hierba que tienen muy en cuenta los arrieros para elegir ese paso cuando cruzan a Chile.


19 de marzo. — Esta mañana la tormenta de nieve continuó con violencia y el guía —mirando a la cumbre— dijo que sería locura proseguir la marcha. A eso de las nueve —quizás al advertir que la carne escaseaba y no había fuego para prepararla— cambió de opinión. Aseguró que el tiempo mejoraba y era preciso partir sin demora. Fueron ensilladas las mulas que por propia voluntad se habían venido a la caverna y daban el anca a la tormenta. Poco después emprendimos el viaje. Hacía mucho frío y la nieve al caer se escarchaba sobre los ponchos. La tropa que llevábamos aumentó a veintidós mulas. La madrina marchó por delante con un cencerro al pescuezo; este cencerro se hace muy necesario por las dificultades que se presentan para agarrar las mulas en caminos poco frecuentados. Los animales siguen voluntariamente a la madrina. A medida que ascendíamos, la tormenta de nieve se ponía más violenta; el baquiano estuvo a punto de volver atrás y maldecía del tiempo; bajándose de la mula trataba de guiar personalmente a la madrina y al explorar la ruta, más de una vez quedó cubierto por la nieve. Por último, marchando en zig-zag por las cuestas, llegamos al paso que creíamos poder atravesar en diez minutos; pero una de las mulas — con carga de plata— cayó y rodó cuesta abajo por una considerable distancia; la nieve la salvó de un serio accidente pero fue necesario descargarla, ponerla en el camino y ensillarla de nuevo. Esto nos llevó tres cuartos de hora. Entretanto arreciaba la tempestad de nieve con truenos y relámpagos, de suerte que los animales apenas si podían marchar contra el viento. El paso era muy parecido al del Portillo: un estrecho desfiladero, ancho de seis pies; la bajada muy en pendiente y como se hacía tarde, el guía desesperaba de llegar a Las Cuevas. Allí debíamos pernoctar. Apurando las bestias, y como calmara un tanto la tormenta, bajamos con rapidez hasta la orilla de un río que cruzamos. Eran las ocho de la noche cuando estuvimos en unas casas de piedra distantes seis leguas de la cumbre. Allí desmontamos para pasar la noche.


La jornada había sido fatigosa; la nieve era tanta que, montado en la mula, llegábame hasta las rodillas. La tormenta, según el guía, era una de las peores que había visto. Con gran dificultad se encontraron algunas raíces para hacer fuego y tratamos de secar la ropa y calentarnos para pasar la noche.


20 de marzo. — Montamos muy temprano. Como la mañana estaba hermosa y hasta tibia, la nieve empezó a derretirse, desapareciendo rápidamente. No se veía otra planta que la fragosa pero fue gradualmente perdiéndose entre otras más altas y lozanas. Conforme íbamos bajando, las rocas se hacían más visibles y por espacio de cuatro leguas anduvimos entre peñas de distintos tamaños desparramadas en el suelo. Eran por lo general granitos de diferentes aspectos, pórfiros y dioritas, cuyos componentes, la hornablenda y el feldespato, no estaban íntimamente combinados. Pude observar algún hierro especular en pequeñas porciones. La hierba comenzó a reaparecer y después de caminar ocho leguas desde el lugar en que habíamos pernoctado, llegamos a un sitio llamada San Gabriel, primera población en territorio chileno. Aquí obtuvimos algunas cosas necesarias, entre otras un poco de chicha. Este es un término genérico con que se designa toda clase de bebida espesa pero en este caso se aplicaba al jugo de uva simplemente hervido. La chicha es muy agradable y puede beberse sin ningún peligro. En las inmediaciones de San Gabriel hay abundante pasto durante el verano y por eso traen mucho ganado para el engorde desde las llanuras más áridas.


Desde San Gabriel continuamos camino hasta Melocotón; el calor fue opresivo aún a la caída de la tarde. En algunos lugares pasamos por montes de pinos muy altos y costeando un río seguimos después un camino que parecía colgar en la ladera, tan peligroso como no lo había visto en la cordillera. En Melocotón vivaqueamos y pudimos gustar muy buenos duraznos. El descenso se había hecho en forma regular durante todo el día. El suelo tenía mucha arcilla ferruginosa y de continuo se acentuaba la diferencia de temperatura.


21 de marzo. —Salimos temprano para San José, distante tres leguas, siguiendo siempre el curso del río de aguas rojizas y sucias. En San José había un piquete de guardia. Mi baquiano, cuyo nombre no había sido incluido por inadvertencia en el pasaporte, temblaba a la sola idea de que lo hicieran volver a Buenos Aires. Cuando el oficial tomó el documento deteniéndose por unos momentos a mirarlo, el guía creyó de inmediato que había sido notada la omisión. Yo lo tranquilizaba diciéndole en voz baja que el oficial no sabía leer; y esta suposición se confirmó al preguntarme en seguida si yo venía de Buenos Aires.


Junto a la casa de la guardia había un establecimiento destinado a la extracción de plata. El mineral que vi me pareció un sulfuro combinado en gran proporción con óxido de hierro y antimonio (llamado por los mineros paco); era traído de una mina distante seis leguas pero debían de explotar también algunas otras.


El método de trabajo, según me fue descripto por el encargado, es el siguiente: Colocan el mineral en una abaco (especie de artesa) y lo reducen a polvo mediante una rueda de molino movida por mulas. Le agregan sal, en proporción a una cuarta parte del peso y unas cuatro libras de mercurio por cada arroba después de su trituración completa. Después lo colocan en cueros de oveja sometiéndolo a presión; por este procedimiento, se elimina el mercurio. Añadió el superintendente o encargado que, del mineral de esta mina especial, raramente extraen arriba de catorce marcos de plata (ocho onzas cada uno) en cada carga de diez arrobas. No está muy claro en qué forma actúa la sal, salvo que, la plata, por afinidad con el ácido muriático, se convierta en muriato que se descompone a su vez por el mercurio. La pérdida de estos metales en ese proceso debe ser considerable. Las pocas minas de plata que hay en Chile se encuentran principalmente en la Cordillera de los Andes.


Más allá de San José pasamos por un puesto de Aduana y caminando algo más salimos ya de la montaña. En la llanura el camino estaba cubierto de plantas mimosas de apariencia mezquina. El calor se hacía casi intolerable. Divisamos al fin una pequeña colina y después el campanario de una iglesia. Los ranchos se hicieron más numerosos. Poco después entrábamos en la capital de Chile.


Santiago tiene el aspecto más irregular y pintoresco que pueda imaginarse. Vista la ciudad desde la gran cordillera, emerge como una masa de vegetación en el centro de una árida llanura. El oscuro follaje de los olivos y las higueras y el tono más claro de las mimosas y algarrobas, forma contraste con el color de casas y campanarios, produciendo una extraña impresión. En París y otras grandes ciudades, los jardines particulares quedan ocultos por la altura de las casas. Aquí, debido a la poca elevación de los edificios, la ciudad vista a la distancia aparece cubierta por el follaje de los árboles.


El río Mapocho atraviesa una parte de Santiago y un puente pequeño comunica los distintos barrios de la ciudad. El Mapocho nace en la cordillera y como otros ríos de la montaña suele desbordar en determinadas estaciones y en otras carece de agua. Se ha construido un tajamar en la parte más baja para defender la ciudad de las inundaciones. A despecho de esa precaución, la crecida de las aguas suele ocasionar perjuicios considerables. En mi segunda visita a la capital pude ver muchos danos causados por las inundaciones. Para el suministro de agua existe un canal que viene desde el río Maipo, más al sur, y aumenta las aguas del Mapocho en épocas de sequía.


Las calles son de trazado regular. Las casas, construidas de ladrillos crudos, tienen raramente piso alto a causa de los temblores de tierra y existe una reglamentación municipal que lo prohíbe. Las viviendas en su mayoría tienen grandes jardines y así separadas forman pequeñas fortalezas, lo que resulta muy eficaz en países convulsionados por la guerra. Las ventanas sobre la calle son pocas y muy bien defendidas; las puertas enrejadas de los patios se hallan igualmente aseguradas contra los intrusos. Los departamentos de familia están por lo general en el fondo del patio.


El principal edificio público es el palacio del Director ubicado en la plaza formando ángulo con la catedral. Si la plaza misma estuviera en armonía con esos edificios, sería, por su situación, lo más notable y característico de la ciudad 7.