Viajes por América del Sur
Capítulo 9
 
 

De Santiago de Chile a Buenos Aires. — El valle de Santa Rosa. — Preparativos para cruzar a pie la Cordillera por el paso de Uspallata. — Viajeros y mulas apremiados por el hambre. — Llegada a la cumbre. — Los disturbios en las Pampas. — Salida de Mendoza. — La Punta de San Luis.



Quince días antes de mi llegada a Santiago (desde el Callao), hubo noticias de que la cordillera se encontraba cerrada, vale decir que no podía cruzarse en mula; como había llovido mucho en la llanura, esperábase también que la nieve hubiera aumentado proporcionalmente en la montaña. El mes de junio se acercaba y aunque no es el mes más frío del año, es más ocasionado que ningún otro a las tormentas de nieve; de ahí que me aconsejaran no perder tiempo en seguir a Mendoza. Durante seis meses, el único paso por el que pueden trasponerse las montañas, es el paso de Uspallata, frente a Mendoza. El Virrey O’Higgins, hizo construir algunas casuchas o cabañas en el trayecto para seguridad de los viajeros, imitando en esto a los antiguos Incas.


En cuanto el estado de las pampas, era en ese momento tan peligroso por las invasiones de los indios, que ningún correista hubiera osado emprender el viaje; las comunicaciones con Buenos Aires estaban completamente interrumpidas desde tiempo atrás y apenas se conoció mi proyecto fui solicitado por todas las casas de comercio de la ciudad para llevar correspondencia. Arreglé mi equipaje en forma que resultó muy liviano, privándome de la maleta y el colchón para llevar solamente una pequeña valija a la grupa del caballo. Después traté con un baquiano que debía conducirme hasta Mendoza y me pareció mejor entregarle una suma de dinero fija para ajustar el servicio de peones y adquirir comestibles y leña destinados al viaje. Preferí así quedar a la merced de una sola persona y no de varias otras que hubiera tenido que contratar al pie de la cordillera.


28 de mayo. — Lamenté dejar la ciudad de Santiago; su ambiente social me había sido muy agradable y ahora tenía perspectivas muy poco halagüeñas. El pasaje en aquella estación del año ofrecía serios peligros y las llanuras que debía recorrer después, invadidas como estaban por los indios, resultaban más peligrosas que el mismo paso de la cordillera. Salí de Santiago el 28 de mayo por la tarde y me acompañaron muchos amigos ingleses hasta las afueras de la ciudad; ese día continué la marcha hasta Colina, donde pasé la noche. El camino atravesaba casi por entero un terreno árido cubierto de arbustos de mimosa y muy parecido al llano de Maipo. Con el guía tuvimos una alarma muy seria por la forma imprudente en que se nos presentaron dos hombres enviados desde Santiago para entregarme unas cartas; todo nos hizo creer en un principio que se trataba de dos salteadores.


29 de mayo. — Muy temprano salimos para Chacabuco, distante siete leguas; fuimos por un terreno igual al que habíamos recorrido en la tarde anterior. La cuesta de Chacabuco es bastante alta y por las sinuosidades del camino se tarda mucho en ascender. Habíamos andado desde Santiago en dirección norte por espacio de veinticinco leguas y al descender la cuesta torcimos hacia el Este por el valle de Santa Rosa, a la entrada del gran paso. Aquí tuve noticias de que el arriero enviado por mí la semana anterior para traer mulas desde Mendoza hasta el límite de las nieves sobre el lado oriental de la cordillera, había contratado peones y marchaba adelante, de suerte que probablemente lo encontraríamos del otro lado, tan cerca de la cumbre como la nieve lo permitiera. Nada puede exceder a la belleza de este valle; es magnífico el panorama de las montañas y el suelo, al abrigo de los vientos, produce las mejores frutas y flores; abundan las uvas y los higos; las primeras se cultivan generalmente en treillage; podan las vides en agosto y aunque no abonan el suelo para el cultivo, la cosecha se da con la misma abundancia. La gente de la casa adonde llegamos se ocupaba muy activamente en fabricar chicha. El procedimiento era muy sencillo: con dos o tres cueros unidos habían formado una especie de saco bastante ancho, el que se hallaba suspendido de varios postes; del fondo de este saco salía una especie de pequeña manguera también de cuero por la que corría el jugo sin interrumpirse, como un arroyo. Un hombre de pie sobre el saco que acabo de describir, pisaba los racimos que otro conducía en unos grandes cestos. Ambos hombres se turnaban para pisotear la uva y esta labor era sin duda la más pesada; el que la cumplía se quejaba de frío porque estaba completamente desnudo.


La villa de Santa Rosa está formada por ranchos de barro y tiene unos dos mil habitantes; viven éstos principalmente del tráfico que se realiza a lo largo del valle. Permanecimos en Santa Rosa casi dos días ocupándonos en preparar carbón y en contratar peones que llevaran las provisiones, las mantas, etc. Con grandes dificultades pude conseguir que el baquiano Mateo estuviera listo para ponernos en camino el 30 de mayo. Apenas habíamos salido de la población, encontramos a las mujeres y niños de los diez hombres que llevábamos. Se adelantaban a darles la más triste despedida, como si tuvieran muy pocas probabilidades de volverlos a ver. Habían traído en una caja la imagen de la Santísima Virgen que sacaron para dárnosla a besar y todos nos pusimos de rodillas para hacerlo. Montamos otra vez y partimos entre los lamentos de mujeres y niños. Andando cosa de una legua, dimos en otros ranchos donde debíamos pasar la noche. El baquiano se ocupó esta vez de mantener la gente reunida e hizo nuevo acopio de provisiones para el viaje: chicha, charqui, aves, carne de cerdo y pan en cantidad suficiente para alimentarnos durante catorce días. A menudo los viajeros se ven obligados a permanecer todo ese tiempo metidos en una casucha. Pero lo que más preocupó a Mateo fue el acopio de ají o pimienta de Chile, en gran cantidad, que puso dentro de unas calabacillas después de haberlo molido entre dos piedras. También adquirió mucho ajo y cebollas. Las clases bajas de Chile son muy amantes de estos vegetales, así como del maní, por considerarlos estimulantes.


31 de mayo. — Apenas amaneció nos pusimos en marcha y cruzamos el río Villanueva, siguiendo sus bordes por espacio de varias millas entre arboledas espesas. Luego nos encaminamos al paso cuya entrada caía hacia el sureste. El viento estaba frío en extremo y se ponía más violento a medida que nos acercábamos. Por indicación del guía nos apeamos de las mulas y cada uno cortó una estaca fuerte aguzándola en la punta con el fin de ayudar a las bestias en los obstáculos del camino. Al salir de este valle arbolado, llegamos a la casa del Resguardo como a las cuatro. Revisados los pasaportes, seguimos una legua más adelante, hasta un sitio muy abundante en leña. Allí encendimos una gran fogata y hallamos refugio debajo de una roca muy grande, donde pasamos la noche. El aspecto de este valle, enteramente verde, mientras la nieve cubría todos los alrededores, resultaba muy pintoresco. Frente al refugio, una gran cascada precipitábase de las rocas uniendo sus aguas a las del río que teníamos a mano derecha en la dirección que llevábamos. Las masas de roca que pude examinar y de las que se habían desprendido grandes peñascos, eran casi todas granitos. El viento estaba muy frío.


1º de junio. — Al despuntar el alba estuvimos en pie y, reunidas las mulas, seguimos andando por las orillas del río Blanco. El camino era muy áspero porque los torrentes habían removido el suelo. Pasamos algunas cascadas que caían desde gran altura y habiendo cruzado el río Colorado, poco después estuvimos en la primera casucha. Hay doce o catorce de estos refugios construidos de ladrillo con escalones en la puerta de entrada. La puerta es de regular altura para impedir que sea obstruida por la nieve. Las rocas eran principalmente volcánicas y porfíricas con grandes masas de granito. A una milla (inglesa) de esta casucha empezaba la zona de la nieve. El baquiano comenzó entonces a preparar las ojotas que consisten en un cuero de oveja cortado en forma de triángulo; el pie, sin zapato, debe asentarse en el centro, del lado de la lana; la punta se dobla hacia arriba y los otros dos extremos van ajustados a la pierna. Los pellones o cueros de oveja que cubren el recado sirven de abrigo y deben ajustarse bien al torso para mantener el cuerpo seco en caso de sentarse en la nieve o de caer. Cada uno de nosotros iba provisto de un bastón y nos cubríamos los ojos con un trozo de seda verde para evitar la ceguera producida por la nieve. Así equipados, repartimos las provisiones, ropas, etc. El baquiano dio la señal al peón delantero y emprendimos la marcha. Las mulas habían sido arriadas y corridas camino adelante, en distancia de una legua “para romper la nieve” según dijeron pero no pude explicarme bien el por qué de esta precaución. Caminábamos por la falda de la montaña y como la nieve estaba muy dura, puede imaginarse el extremo peligro que corríamos en caso de resbalar al precipicio. No habíamos andado mucho cuando en la vuelta de una falda, sobre un profundo valle cubierto de nieve, una de las mulas resbaló y rodó cuesta abajo hasta el fondo. Me horroricé al ver rodar en tal forma al animal pero muy luego tuve una sensación de sorpresa cuando vi que se ponía en pie y caminaba. La pobre bestia murió sin duda de una muerte más cruel que si hubiera chocado con las rocas, porque no había medio alguno para sacarla de ahí. Pude convencer al guía de que hiciera volver atrás el resto de las mulas ya que no tenían ninguna utilidad para nosotros y como no estaban herradas podían matarse todas en la misma forma. Poco después volvieron los animales al valle y nosotros iniciamos el ascenso de una montaña muy escarpada donde los dos primeros hombres de la columna se vieron obligados a cavar escalones en la nieve con hierros agudos para que pudiéramos subir. El calor producido por las ojotas y los pellones así como el ejercicio mismo me hacían traspirar mucho.


Dejamos a la izquierda un espacio de terreno muy liso cubierto por la nieve que me señalaron como la laguna del Inca, helada en esa época. Después de una marcha difícil y peligrosa, llegamos a la casucha del Juncal donde habíamos resuelto pasar la noche. Eran las siete. Encendimos el carbón dentro de la casucha y nos acomodamos alrededor del fuego. Apenas hecho esto llegó un hombre de Mendoza con unas cuantas mulas. Había entrado imprudentemente en la cordillera con animales durante este período del año y una tormenta de nieve le tuvo encerrado por cinco días cerca de la cumbre. Durante la noche las tres mulas hambrientas comieron algunas de las estacas de que nos servíamos para caminar, dejándolas tan cortas que resultaron inservibles. Eran estacas de madera verde pero muy dura. Los pobres animales no comían desde cinco días atrás. Esta casucha se encontraba a 10.501 pies ingleses sobre el nivel del mar según las medidas barométricas.


2 de junio. — Muy de mañana emprendimos la marcha después de acomodarnos las ojotas y los pellones como en el día anterior. El ascenso fue trabajoso y avanzábamos despacio. La nieve se había puesto muy dura y hubo necesidad de cavar otra vez agujeros para poder apoyar el pie. Varios peones cayeron a considerable distancia y se salvaron por la destreza con que manejaban el bastón hundiéndolo en la nieve. Dos de estos peones sufrieron mucho de una enfermedad que llaman puna y que los atacó poco después de abandonar la casucha donde habíamos dormido. Me pareció que se trataba de una contracción del diafragma acompañada de gran debilitamiento y pérdida de energías. Los atacados de esta enfermedad caen rendidos y con frecuencia mueren antes de llegar al valle. El ajo y la cebolla en gran cantidad se considera específico para esta dolencia y se usa mucho por la gente del pueblo pero lo más indicado es alejar en seguida a los enfermos de los lugares altos. Se ha observado generalmente que los peones viejos y de hábitos antihigiénicos sufren de la puna más que los otros y esto ocurrió con los dos peones enfermos que hice volver atrás. Uno de ellos se sentía muy mal. El otro, que sufría menos, se encargó de cuidar a su compañero. Hasta hoy no he sabido si pudieron llegar al valle.


Aunque el frío era muy intenso, el ejercicio nos produjo mucha sed, y el baquiano, que sabía muy bien cuando cruzábamos un arroyo, cavaba agujeros en la nieve y sacaba agua para beber. Los trocitos de nieve que llevábamos a la boca nos causaban mucho daño en los labios, íbamos avanzando muy despacio en el ascenso a la cumbre. A las dos de la tarde, la casucha donde habíamos dormido aparecía muy cerca y hacía siete horas que la habíamos dejado. A esa misma hora divisamos una tropa de mulas que venía desde la montaña opuesta; los arrieros se abrían camino en dirección a nosotros apurándose cuanto podían. Llegaron y cruzándose conmigo que iba delante, atacaron sin ninguna ceremonia las maletas de provisiones. Hacía seis días que no comían por haber estado encerrados en una casucha para defenderse de una tormenta de nieve, la misma tormenta de que nos hablaron la noche anterior y de la que habíamos escapado por diferencia de dos días. Las mulas estaban, con el hambre, en pésimas condiciones pero el tiempo parecía favorable y como en la región de la cumbre, hacia el este, había pasto, mi baquiano convino con el patrón del arria en que volvieran camino con nosotros.


Poco después llegamos hasta la cumbre que estaba a un cuarto de milla de distancia. La altura de este lugar es de unos 12.585 pies ingleses. En la parte más alta, personas piadosas han erigido una cruz. El panorama en todas direcciones era magnífico, e indescriptible el aspecto de los valles profundos cubiertos de nieve. El descenso desde la cumbre pudimos hacerlo más ligero y por terreno mucho menos empinado, casi llano. Pasamos una casucha llamada Las Cuevas, a 11.065 pies sobre el nivel del mar. El guía, con la mejor intención, hizo que algunos de la partida montasen en las mulas con el propósito de encontrar pasto lo más pronto posible aunque estaban destinadas aquéllas a pasar otro día de hambre. Con este objeto nos apresuramos todo lo posible. Ya en la oscuridad de la noche, el baquiano —a quien yo seguía muy de cerca— perdió el camino y anduvimos algunos ratos envueltos por la nieve. Al cabo de un tiempo llegamos a la casucha del Paramillo donde pasamos la noche. El termómetro marcó 26° por la mañana dentro de la casucha, no obstante el calor de tantos cuerpos y del fuego encendido la noche anterior.


3 de junio. — Muy temprano observamos el tiempo y vimos que estaba despejado. El baquiano hundió su bastón en la nieve y advirtió que el agujero formado tenía una coloración azul, de donde infirió que no había peligro de tormenta. Se hizo fuego fuera de la casucha y mientras ardían las ramas por una punta, las mulas comían el extremo opuesto. La nieve estaba muy espesa y el cielo de un azul intenso como en los días anteriores. El camino seguía el río Las Cuevas, pequeña corriente que nace cerca de la cumbre. Llegamos después al Puente del Inca, formación natural de materia calcárea con largas estalactitas que cuelgan bajo el arco. Este arco se levanta escasamente a veinte pies. Me habían hablado de este puente y yo lo imaginaba tendido sobre un enorme torrente, entre dos montañas que sin él era imposible atravesar. Sufrí una gran decepción porque es mucho más pequeño que todo eso y se encuentra más bien a un lado del camino que puede pasarse sin atravesar el puente. El descenso desde allí es muy suave. Luego de pasar algunas casuchas —entre ellas Los Puquios a 9.418 pies ingleses— llegamos a un sitio denominado Punta de Las Vacas. Vivaqueamos en este lugar, con mucho frío, a despecho de dos grandes fogatas que mantuvimos toda la noche. El termómetro bajó a 22 grados. Las mulas quedaron sueltas y al día siguiente se mostraron más repuestas.


4 de junio. — En Punta de las Vacas el río Tupungato se une al de Las Cuevas para formar el río Mendoza. La montaña del Tupungato aparecía sobre nuestras cabezas. A poco de dejar este sitio la nieve desapareció completamente y me saqué la seda que llevaba sobre los ojos con lo que experimenté un gran alivio y pude ver mejor todos los contornos. Durante todo el día marchamos por la orilla del río Mendoza, trepando a ratos las laderas de las montañas que el río circunda. Estas laderas se consideran como la parte más peligrosa del camino; apenas si dan paso a una mula cargada y muchas mulas caen hasta el torrente que se precipita por el fondo del barranco. A veces, grandes masas de roca se desprenden desde la altura y aplastan a los desgraciados viajeros. Me señalaron dos enormes rocas de granitos que cubrían los restos de dos mendocinos y vi muchas cruces colocadas en memoria de accidentes parecidos. En estos sitios se pone a prueba la buena condición de las mulas. Llegando a la entrada de las laderas, la primera mula de la tropa (que llaman el baquiano) se adelanta para ver si alguna tropa se aproxima en dirección contraria y si es así, vuelve atrás y hace retroceder a sus mulas para dar paso. Cuando en la altura se produce el menor ruido causado por la caída de guijarros, toda la tropa se apresura súbitamente para evitar el peligro. En un país de montañas, las virtudes de estos animales son, naturalmente, muy apreciadas. Pasamos junto a unos inmensos bloques de pórfiro, pizarra, granito, sienita y feldespato encarnado. Atravesamos también varios torrentes que se derraman en el río Mendoza. Ya salíamos entonces de las montañas más altas de la cordillera y seguimos por una llanura cubierta de malezas. A las nueve de la noche estuvimos en Uspallata; habíamos cabalgado diecisiete horas y las mulas estaban poco más fatigadas que nosotros. La gente de la casucha preparó una cena con carne de guanaco que me pareció tan buena como la de cordero. Uspallata fue célebre en otro tiempo por sus minas de plata que ahora están abandonadas. Oí decir que existían grandes montones de escoria pero no pude verificar si eran de origen volcánico o procedían —como era probable— del trabajo de los mineros.


5 de Junio. — Partimos temprano y no tardamos mucho en llegar al Paramillo o entrada. El viento soplaba con fuerza, frío y cortante. Poca vegetación. Observé alguna piedra caliza, grisácea, en estratos horizontales y atravesamos algunos valles donde crecía el pasto fuerte. Al cabo llegamos a la entrada oriental de la cordillera. El valle se estrecha y mide treinta pies de anchura mientras las rocas se elevan por lo menos a doscientos. El aspecto de este portillo es imponente y el viento pasa por él con gran ímpetu. Por la noche llegamos a Villavicencio. En este día de viaje vimos gran número de guanacos que se acercaban a nosotros en grupos de cinco a seis y después escapaban al galope. Yo conocía estos animales por haber visto alguno en Buenos Aires y en Chile, guardados en cautividad, como una rareza. Para apresar los guanacos, los cazadores despliegan en línea llevando tendidos largos cordeles provistos de plumas, cencerros y trozos de vidrio. Así avanzan arreándolos hasta un sitio cercado. Estos animales abandonan las montañas cuando empiezan a caer las primeras nevadas y se refugian en las quebradas y valles donde el invierno es menos riguroso. El guanaco, cuando está enojado, arroja una saliva que irrita la piel humana. En Buenos Aires supe de algunas personas obligadas a deshacerse de estos animales porque atacaban siempre a las mujeres de la casa. La lana, aunque inferior a la de vicuña y a la de llama, es muy estimada. El guanaco no se utiliza como bestia de carga. Sopló viento muy frío, que venía con fuerza desde la cordillera, toda la noche.


6 de junio. — Montamos en las mulas antes de amanecer y empezamos a bajar hacia Mendoza. El viento era tan fuerte que los animales podían apenas tenerse en pie. Varios de los peones perdieron sus sombreros; pero como hacíamos el descenso con mucha rapidez, el viento amainó y dejó de molestarnos. Alcanzamos por fin un llano y salimos de entre las montañas. Al principio hicimos el camino sobre cantos rodados pero la última parte de la jornada fue por un terreno de arcilla amarillenta del que se levantaba un polvo muy molesto. Las matas de jarillo y una planta semejante al espliego, aparecieron otra vez. Luego de trasponer unas colinas divisamos las torres de Mendoza y entramos en la ciudad a eso de las doce.


Había cumplido de este modo mi viaje por la cordillera en el término de nueve días, cosa que se da muy rara vez en esta época del año. No me costó soportar ninguna tormenta de nieve y, fuera del cansancio —que pasó pronto— no tuve motivos para quejarme. Lamenté, sí, la pérdida de la mula y no pude saber si el hombre apunado que hice volver en el viaje había recobrado la salud.


En Mendoza me esperaban noticias decepcionantes. La ciudad estaba en gran agitación por la proximidad de las fuerzas de Carrera que todavía merodeaban en las pampas. Los orientales 1, encabezados por Ramírez, habían entrado también en la lucha y ambos jefes rivalizaban en odio contra los mendocinos. La única esperanza de estos últimos fincaba en el ejército de Estanislao López, gobernador de Santa Fe, que se había puesto en campaña. Sabíase que los cordobeses estaban bloqueados por Carrera quien había amenazado más de una vez la capital de la provincia. La fuerza de Carrera se componía casi enteramente de caballería pero en las pampas un soldado de caballería vale por tres infantes, como había podido comprobarse en esta misma guerra. Las fuerzas militares de Mendoza, como las de San Juan y San Luis, cubrían la región y nadie podía salir por temor de que llevaran informes al enemigo. Mis amigos asegurábanme que era imposible llegar á la costa del Atlántico: de intentarlo me esperaba el saqueo y quizás la muerte. También podía encontrarme con el ejército en derrota como lo anunciaban ya, o quedar cautivo de los indios. En el mejor de los casos, me encontraría sin caballos para continuar el viaje. Con todo, llevado por mis deseos de seguir adelante, confiando también en mi conocimiento de los caminos por la experiencia del viaje anterior, decidí no quedar en Mendoza. Pensé asimismo que, como llevaba conmigo diversas comunicaciones escritas, era más discreto no decir la ruta precisa que pensaba tomar, sino solamente que me iba por el camino de Buenos Aires. Contraté un guía que me recomendó mucho don Manuel Valenzuela y le previne que yo marcaría la ruta, debiendo él seguir exactamente mis indicaciones. Era este baquiano un hombre muy decente, de apellido Dávila, mucho más educado que mi viejo amigo Chiclana y que Mateo Laso, el guía que me acompañó desde Chile. Por los riesgos que afrontaríamos, debí pagar bien a mi acompañante. Este aliciente y los argumentos de don Manuel pesaron en el ánimo de la mujer de Dávila y al fin no se opuso a que su marido emprendiera un viaje tan peligroso.


Durante mi ausencia, pocas novedades importantes habían ocurrido en Mendoza. Encontré en el gobierno el mismo personaje ocupado por entero en evitar que los numerosos descontentos se rebelaran contra él enviándolo a buscarse fortuna en otra parte. La paralización completa del comercio —debido a la incomunicación con Buenos Aires— contribuía no poco a ese estado de cosas. Varias soluciones se proyectaban, entre ellas un entendimiento con los caudillos rebeldes, lo que importaba el abandono de la coalición acordada con las provincias de San Juan, La Punta y Córdoba para terminar aquella situación desastrosa. La negociación había sido encomendada a un clérigo que yo más o menos conocía; estaba muy pagado de la importancia de su misión y obraba con toda la cautela de un diplomático destinado a romper la coalición de los soberanos europeos en la guerra continental. La base de la negociación era ésta: los mendocinos retirarían sus fuerzas (cuatrocientos hombres) con cualquier pretexto si Carrera permitía pasar a Buenos Aires las arrias de mulas de la provincia sin molestarlas. El tratado se malogró, según me lo dijeron después, debido al rencor de Carrera por los mendocinos a quienes creía los verdugos de sus hermanos.


No obstante haber conocido la política de esos pequeños estados, —como que tuve la oportunidad de pasar algunos días en el campamento de los jefes en guerra— nunca pude saber la verdadera causa de esta gran contienda y creo que los mismos jefes no lo sabían muy bien. Me pareció que la inclinación a la pelea y al pillaje eran los motivos principales que los llevaban a combatir.


Debido a la proximidad de tan grandes masas de nieve en la cordillera, la vegetación de Mendoza presentaba un aspecto muy invernal y los tallos desnudos de las vides, así como las hojas amarillentas que cubrían el suelo, mostraban a las claras que la estación había cambiado después de mi primera visita. La ciudad no tenía ya ningún atractivo para mí, pero lamenté no permanecer algún tiempo más según me lo pidieron algunas familias que no me habían olvidado. Por otra parte, los riesgos que me esperaban me quitaban el deseo de ponerme en camino.


Me procuré por fin todo aquello que podía serme útil: yerba, azúcar, tabaco y algunas chucherías. Dos días estuve en Mendoza y dejé la ciudad el 8 de junio, acompañado por Dávila y por un hermano que se le unió en el camino a corta distancia. Antes de salir de Mendoza habíamos estado en casa de Dávila, en los suburbios. Allí tuve que asistir a las lamentaciones de la mujer y los hijos; creían que los abandonaba para siempre. Estaba yo sentado esperándolo cuando salió y en presencia de la familia, hizo voto de donar cuatro reales a Nuestra Señora de Lujan si llegábamos sanos y salvos a Buenos Aires. Yo hubiera ofrecido diez veces más a Nuestra Señora, pero por no aparecer muy espléndido, prometí dar ocho reales con el mismo objeto lo que produjo gran satisfacción entre esa buena gente. Con ello se manifestaron convencidos de que Dávila no sufriría ningún daño marchando en mi compañía. La promesa fue divulgada en todo el camino por el mismo baquiano y en varias oportunidades surtió muy buen efecto. Con las bendiciones de todos emprendimos la marcha. El baquiano Dávila, en parte por el ejercicio del caballo y también por algunos chistes con que lo entretuve, levantó mucho el ánimo y dejó de pensar en la mujer y en los hijos. Acostumbrado yo al duro andar de las mulas y a su natural terquedad, sentía verdadero placer con el movimiento mucho más elástico del caballo. Si en el purgatorio existen montañas y mares y se hace necesario viajar, sin duda los medios de trasporte serán las mulas en tierra y los bergantines con diez cañones en el mar. Tomamos el camino directo a la Punta de San Luis y dormimos en Retamo, distante doce leguas de Mendoza.


9 de junio. — En la mañana de este día continuamos la marcha muy temprano y a las once estuvimos en Rodeo de Chacón donde fui muy bien recibido por la gente de la casa que ya me había prestado servicios en mi viaje anterior. Juana, la hija del maestro de posta, excelente muchacha, me hizo algunos cargos muy gentilmente por no haberle mandado unos peines de Chile que le había prometido. Le dije que el baquiano anterior me había jugado una mala pasada llevándoselos consigo —lo que cierto— y con esto se mostró satisfecha. Para quedar la obsequié con algunas bujerías que llevaba. Ella por parte me pidió que montara su caballo hasta la posta próxima y cuando me despedí quiso halagar mi vanidad mostrándose muy pesarosa. Antes había tratado de convencerme para que no siguiera adelante, pintándome con vivos colores la suerte que me esperaba si caía cautivo de los indios. Siguiendo camino llegamos a Pirgua, donde decidimos pasar la noche habiendo recorrido treinta y nueve leguas en el día.


10 de junio. — A la mañana siguiente salimos muy temprano apurando la marcha hasta llegar a las Chilquitas. El tiempo estaba hermoso pero en las primeras horas sentimos mucho frío. Los jarillos que observé en el descenso de la cordillera, aparecían de vez en cuando aunque estábamos ya lejos de la montaña. En los terrenos cercanos a las postas se hacía el riego que precede al tiempo de la siembra. La posta próxima era Corral de Cuero, donde me detuve mucho tiempo para esperar los caballos. Conversé largamente con las mujeres de la casa; me informaron entre otras cosas que la viruela lo mismo que la vacuna eran desconocidas en la región; que muchos niños pequeños morían a causa del frío tan intenso; que pocas mujeres tenían más de tres hijos y que los amamantaban hasta los tres años. Tales expansiones se debieron a un puñado de yerba que di a cada una porque ya he dicho que esta gente no gusta responder a las preguntas que se le hacen. Por último llegaron los caballos y seguimos hasta la posta del Desaguadero donde no encontré ningún hombre; habían salido a buscar agua, diez leguas al norte, porque toda esta región carece de ella y corren apenas algunos arroyuelos de agua salada. Esperamos dos horas hasta que llegaron los hombres de la casa; una vez los caballos en el corral, elegimos seis y seguimos andando. El día estaba caluroso en gran manera y el camino iba por entre mimosas de escasa altura que no protegían del sol.


Como hasta la próxima posta el trayecto era de cincuenta leguas, marchamos despacio llevando tres caballos de arreo hasta la mitad del camino. La marcha lenta resultaba fatigosa; por fin el sol declinó y la noche se anunció fresca; de lo contrario no hubiéramos podido terminar la jornada. Como a las ocho y media llegamos a la línea del ejército de Mendoza que había salido desde la ciudad ocho días antes; dimos con una mujer anciana que hacía de vivandera del ejército y nos vendió un poco de pan y aguardiente que apreciamos mucho porque no habíamos comido desde la mañana. Con esto continuamos la marcha más animados y al salir la luna fue para mí una recompensa poder contemplar el espectáculo del lago Bebedero que brillaba con gran esplendor. Poco después estuvimos en la posta de la Laguna del Corrillo y de ahí seguimos escoltados por una partida de Dragones de Mendoza que se creyeron obligados a llevarnos ante el Comandante. Ya en la casa encontramos que el coronel y los oficiales estaban cenando. El jefe se mostró muy amable y me cedió un asiento a la cabecera de la mesa entre él y el Capellán. Era éste un clérigo muy joven —dieciocho a veinte años— en el que alternaban maneras amuchachadas con cierto aire de santidad que asumía de vez en cuando. Estaban comiendo carne con cuero, el plato favorito y caro que sólo se encuentra en las mejores mesas. El clérigo se divirtió llenándome de continuo el vaso con vino de una bota de piel de cabra que tenía bajo la mesa; me pareció algo achispado. Quizás para entretenerme, el Coronel le planteó algunos problemas de índole eclesiástica que fueron adquiriendo cierta gravedad. El capellán respondía en el mismo tono. En esto estábamos cuando me avisaron que los caballos se encontraban listos. Habiéndome despedido de todos, tomé el camino de La Punta; me faltaban apenas siete leguas. Pensé que podría salir de esta ciudad antes de que llegaran las tropas y por otra parte me sentía ansioso por conocer el estado de la campaña más allá de San Luis y verificar si era posible seguir mi viaje hasta el Río de la Plata. A las once y media llegamos a la casa de posta. Fue necesario llamar largamente a la puerta para que nos dieran alojamiento.