Viajes por América del Sur
Capítulo 10
 
 

Partida de San Luis. — El cuartel general de las fuerzas puntanas. — En camino a Córdoba. — Un alto en Luyaba. — Cruce de la Sierra. — La ciudad de Córdoba. — El antiguo colegio de los jesuitas. — El Pisón.



Al día siguiente de mi llegada a la Punta de San Luis, por la mañana, hice una visita al gobernador y entregué las cartas que traía para él. Fue de parecer que yo no podría seguir viaje a Buenos Aires, aunque no estaba muy bien informado de la posición de los ejércitos. Me aconsejó, sin embargo, que continuara mi camino hasta el cuartel general de las fuerzas puntanas y me dio una carta de introducción para su comandante. Todo lo que parecía saber con certeza, era que una partida de indios se hallaba a pocas leguas del cuartel general y que tan pronto como llegaran las fuerzas de Mendoza debía intentarse una acción decisiva. Me volví entonces a la casa de posta y examiné mi recado, mis alforjas, etc., con mucho detenimiento para evitar cualquier inconveniente o atraso.


Después de mi primera visita, la ciudad había sido lomada y saqueada por los indios y, aunque permanecieron en ella por poco tiempo, dejaron diversas pruebas de su poder destructor. Los habitantes en aquella ocasión buscaron refugio en las montañas vecinas, esas mismas montañas que yo había atravesado anteriormente en mi camino desde la Estanzuela.


El maestro de posta en cuya casa me hospedé, había sido favorecido con cinco hijas, todas muy bien parecidas. No le merecían muy buena opinión, a juzgar por el extremo cuidado que ponía sobre ellas y del que hubieran deseado verse libres, según me pareció. A las nueve de la noche, después de la cena, leyó a las hijas algunas oraciones; luego las acompañó hasta el dormitorio que daba al patio, contiguo a la pieza que él ocupaba y las encerró con llave, guardándose ésta en el bolsillo. A la mañana siguiente llamó con estrépito a la puerta, esperó un momento, la abrió después y salió con las muchachas hasta la sala común donde rezaron las oraciones de la mañana. Este maestro de posta me trató con mucha deferencia, dispuesto siempre a prestarme cualquier servicio.


12 de junio. — Al romper el día dejé la villa para seguir hasta Río Quinto, distante doce leguas largas. Me he referido ya a la hermosa situación en que se encuentra “La Punta”. El río corre casi directamente al sur; la corriente es rápida y el lecho cubierto de guijarros, principalmente piedras de cuarzo. Teníamos caballos frescos y marchamos hacia el Morro de San José a doce leguas de distancia. Después de cruzar un matorral muy extenso, apercibimos una sierra larga y baja que se extendía hacia el sur, desde el punto sureste del Morro, el cual era visible en su parte más alta desde varias leguas. Luego pasamos entre grandes bloques de pórfiro caídos de la montaña; después por terrenos cubiertos de rocas de cuarzo blancas, bosques de mimosas y largas torrenteras hasta llegar a la posta del Morro. Llovía y estábamos calados hasta los huesos; no habían podido encontrar los caballos y hubimos de pasar allí la noche. El cura del lugar vino a visitarme y me llevó a cenar con él. La casa me trajo a la memoria los relatos de los misioneros. Se componía de un solo cuarto con piso de tierra y techo de paja; la puerta estaba formada con un cuero. Componían el ajuar una cama de cuero, dos banquillos y una mesa que había perdido dos de sus patas y se apoyaba contra la pared; sobre una repisa se veían: una cacerola pequeña, un chifle para beber y un misal. La cena fue excelente y la sirvieron dos chiquillas venidas de un rancho vecino. La renta de este hombre tan afable parecía consistir más en el afecto y la generosidad de sus feligreses que en una asignación fija. Daba la impresión de un hombre contento y feliz; se había ordenado en Córdoba, haciéndose cargo de este curato poco después y lo desempeñaba desde varios años atrás. Según me dijo, todo lo que necesitaba se lo daban sus feligreses; una mujer vieja le traía el agua caliente para el mate, por la mañana; en casa de una familia le hacían el almuerzo y se lo mandaban diariamente; otra familia le hacía la cena y siempre le obsequiaban las mejores porciones de carne y el mejor maíz o trigo; los arrieros rivalizaban en traerle siempre yerba, vino y aguardiente. Mientras el cura me daba todas las noticias que tenía sobre el estado de la campaña, fuimos interrumpidos por un hombre que me pidió le llevara a Buenos Aires cierta cantidad de dinero. Me negué desde luego, diciéndole que sin duda me lo robarían, pero el hombre insistió asegurándome que su mujer —para quien iba destinado el envío— se encontraba en la mayor necesidad. Al fin me dejé persuadir y tuvo la suerte de que el dinero llegara salvo a Buenos Aires. El frío, después de la lluvia, se hizo sentir de tal manera que apenas pude dormir.


13 de junio. — Conseguimos caballos esa mañana y seguimos hasta Portezuelos, siete leguas largas de ahí. Teníamos el Morro a nuestra izquierda y al frente la sierra de Portezuelos. El terreno era muy irregular. Atravesamos varias lomas abundantes en mica blanca y rocas de cuarzo. En Portezuelos, que es un bonito lugar circundado por rocas, me hice de buenos caballos y con un guía especial tomé el camino de la Punilla distante cinco leguas en dirección sureste. Allí estaba el cuartel general de las fuerzas puntanas. El comandante, coronel Domínguez, ocupaba una espaciosa casa que parecía haber sido anteriormente un granero; pasé por entre grupos de soldados que mostraban muy poca disciplina y ninguna uniformidad en el vestir y fui presentado al coronel. Se hallaba sentado ante una gran mesa rodeada por varias otras personas. Supuse que fueran oficiales y que se hallarían en consejo de guerra. Presenté las cartas que llevaba del gobernador de la Punta; luego pude examinar los semblantes de los oficiales; por la general depresión que mostraban, me hicieron suponer que los indios, o alguna otra fuerza irresistible, se encontrarían muy cerca.


—Bien, caballero, terminó por decirme el Comandante. ¿Usted desea seguir a Buenos Aires?


—Sí, General, —le respondí—; por el camino más corto y le quedaré muy obligado si me proporciona los medios para realizarlo.


—No le será posible seguir adelante —me contestó—. ¿A dónde quiere usted ir? Si se dirige al campamento de Carrera, no le darán ninguna protección y lo robarán; los indios andan cerca y en una hora lo dejarán desnudo como nació 1.


Se empeñaba el Comandante en que no continuara mi camino y yo le rebatía todos sus argumentos insistiendo en que no tenía nada que temer. En realidad, creo que sentía recelos de que yo pudiera llevar noticias de las fuerzas con que contaba y de otros particulares al campamento enemigo; para evitarlo se resistía a indicarme una ruta segura.


En esos momentos sirvieron algunos refrescos, lo que me dio la oportunidad de tocar otros temas; incliné el ánimo de todos los presentes en mi favor haciendo el elogio de la disciplina admirable y la buena apariencia de las tropas (con prescindencia de lo que afuera pudiera ocurrir en ese momento). Después de referirme a las fuerzas europeas que yo había visto en circunstancias parecidas y de reconocer superiores en todo sentido a las que me rodeaban, pregunté si el general había tenido algún grado militar en España, aunque sabía muy bien que se trataba de un honrado vecino, propietario en las cercanías de San Luis, que por primera vez se ceñía un sable en la presente guerra.


En esas circunstancias se advirtió un tumulto en la puerta y alguien anunció que llegaban algunos prisioneros. Eran cinco indios pampas, de buena apariencia, cuyos ojos ardientes iban de un lado a otro de la sala mientras el lenguaraz recibía las órdenes del comandante. Después de formularles preguntas sobre Carrera y la posición de sus fuerzas, el general los arengó largamente, a estilo de Demóstenes. Los indios no comprendieron una sola palabra. Luego se dieron órdenes para que fueran confinados en estrecha prisión. Me quedó la duda de si estos indios habían sido capturados ese día o algún tiempo atrás y los traían ahora para convencerme de la pericia del comandante y del valor de sus tropas. No sabría decir sí fue así, pero las circunstancias resultaban sospechosas. Luego informé al general Domínguez sobre las fuerzas que había en Mendoza y exagerando un poco su importancia logré levantar el espíritu de mis oyentes. Para poner término a la conferencia, acepté desviarme del camino principal (que en realidad era imposible seguir) y tomar derechamente al norte, hacia la ladera occidental de la Sierra de Córdoba; pasaría de esta manera entre la montaña y el lugar ocupado por los indios; después sería el caso de escoger la ruta más indicada, de acuerdo a las circunstancias. Quedó arreglado que hiciera noche en La Guardia, una chacra perteneciente al comandante Domínguez. Me despedí de este último y abandoné la casa en compañía de un hermano suyo, encargado de acompañarme y proveerme de caballos en la mañana siguiente. Al encontrarme con los baquianos supe que habían pasado gran trabajo para salvar mi recado y otros efectos, de la rapacidad soldadesca. Pero mi reserva de aguardiente, contenida en unos cuernos de buey, había desaparecido por completo. A eso de media noche llegamos a La Guardia, distante cuatro leguas.


14 de junio. — El amigo que me acompañó desde el campamento nos proporcionó caballos excelentes. A mí me obsequió con un queso pequeño antes de despedirse. Marchamos en dirección noroeste por terrenos altos, costeando casi el Morro. Por último vinimos a quedar al pie de la Sierra en un camino que conducía a la Estanzuela. Grandes masas de granito se extendían en todas direcciones, alternadas con bosquecillos de mimosas.


A esa altura encontramos una patrulla mandada por Don Julián Martínez. Este último me indicó con mucha deferencia el camino que debía seguir, recomendándome que fuera hasta la casa de un alcalde, donde me darían baquianos para cruzar las montañas hasta la ciudad de Córdoba. Me despedí de Martínez y media hora después me encontré con la casa de mi viejo amigo Don Pedro Mogica. Fue sincera la alegría de Mogica cuando me reconoció; me retuvo a comer y por él supe la muerte del general Marcó, ocurrida poco tiempo antes. Se mostró muy de acuerdo con la idea de Don Julián prometiéndome buenos caballos y un baquiano para llegar hasta Luyaba donde residía el Alcalde. Me hizo también prometerle que haría una visita a su mujer, residente en Córdoba. Por la tarde dejé su hospitalaria casa. El camino seguía la falda de la Sierra casi en dirección norte serpeando entre árboles muy altos, casi todos algarrobas y algarrobillos. Cruzamos varios pequeños torrentes que caían de las montañas y pasaban en algunos sitios por entre grandes bloques de granito rojizo. Así anduvimos hasta llegar a Cañada de Tala (cinco leguas cortas) donde decidí pasar la noche. Entramos a galope en la aldea y fuimos luego de casa en casa sin encontrar un solo vecino; al último entramos en la vivienda de un amigo del baquiano. Mientras éste se ocupaba en arreglar los caballos, llegó una mujer anciana y al reconocerlo se echó a reír diciendo que nos habían tomado por los indios. Empezó a llamar a voces y aparecieron cantidad de mujeres y niños. Los telares siguieron entonces trabajando porque en todas las casas en donde entré aquel día las gentes se ocupaban en esa labor. Observé que todas las tierras de pastoreo estaban recién quemadas y —según me dijeron— se hacía eso de propósito con el fin de abonar el suelo y se quemaban siempre los campos en el otoño. El maíz cultivado era de dos clases, blanco y amarillo. Acababan de ponerlo en las trojes y constituye el principal artículo de subsistencia en toda la provincia de Córdoba. Hacen con el maíz un plato llamado mazamorra, pisándolo simplemente con un poco de agua para sacarle el hollejo; después lo ponen a hervir por mucho tiempo. Cuando el año es bueno, el precio del mejor maíz es de 12 reales por fanega. El trigo es excesivamente caro.


Me había puesto en cama cuando fui obligado a levantarme por la llegada de una patrulla, mandada por un alférez. Este pasó una larga media hora en leer mi pasaporte hasta que al fin se manifestó satisfecho.


15 de junio. — Continué mi viaje al amanecer siguiendo por entre bosques de jarillas y mimosas de una hoja pequeña. Toda la mañana anduve al pie de la Sierra; la vegetación que me rodeaba era la que se veía, en parte, también sobre la falda de la montaña.


A medida que avanzaba, el panorama se hacía en verdad magnífico. Muchas cascadas resplandecían en la falda aumentando la belleza del paisaje y corrían luego a mis pies en aquel suelo de vegetación exuberante. Grandes masas de cuarzo y pizarra sembraban el lecho de los torrentes. Este hermoso valle, entre las dos cadenas de montañas de Córdoba y San Juan, se halla libre de nieves —salvo en pleno invierno y en los sitios más altos— y está más poblado que otros lugares de la región.


Pasamos por algunas aldeas donde secaban el maíz sobre el techo de las casas. En un lugar llamado Piedra Blanca el cura salió corriendo de su casa y se me interpuso en el camino para pedirme que me apeara y almorzara con él. Su biblioteca no era tan pobre como la del cura del Morro pero no tenía nada de interesante. Proseguí hasta llegar a la chacra de Luyaba, lugar del juzgado, distante unas treinta leguas de la Estanzuela. Don Eusebio de Cabral me recibió muy afablemente y me hizo muchas preguntas sobre Don Pedro Mogica. No lo estimaba mucho, por su calidad de español. Me mostré, naturalmente, muy reservado en mis respuestas. El Juez me hizo sentar a su mesa. Entre otros platos sirvieron uno que pareció el preferido de la familia: eran pequeñas rebanadas de queso mezclado con melado de uva. Mi anfitrión era hombre de unos cincuenta años y por diversas circunstancias descubrí muy pronto cuál era su debilidad: se quejó con insistencia de un chasque que había pasado por su puerta sin detenerse, sin mostrar su pasaporte, etc., a él, un Juez. Aparte de estas pequeñas vanidades, muy excusables dada la situación, era un hombre servicial y bueno; me prometió un baquiano y caballos y mulas para llegar a Córdoba. Esto podría hacerlo —según me dijo— en el espacio de dos días, pero tendría que esperar en su casa hasta el día siguiente.


16 de junio. — La familia del Alcalde se componía de la mujer, tres hijas y dos hijos. La señora era una excelente madre y se mostró muy bondadosa conmigo. Las hijas eran de apariencia muy simpática pero en extremo esquivas; cuando me les acercaba mientras hacían labor en sus telares a la sombra de los árboles —así es la costumbre en este clima delicioso— parecían sentirse molestas y poco inclinadas a conversar. Lo atribuí, en parte, al hecho de que no habían salido nunca de su valle nativo ni visto a ningún extranjero. Con todo, el caso no era común entre las mujeres del país. A la hora de la comida todo se aclaró. La mayor de las niñas, con aire muy serio, me preguntó si yo creía en Dios; le contesté reiteradamente que sí, mientras todos me dirigían la vista. Desde aquel momento se mostraron mucho menos reservadas; después gané por completo su voluntad al interesarme por llevar una gran frazada que estaban a punto de terminar en el telar y al decirles que, siendo hecha por sus manos, me sentiría feliz de pagar por ella lo que se me pidiera. El hermano deseaba mucho abandonar el valle; yo me entretenía en describirle las maravillas de otros países pero a todos les aseguré que era una fortuna residir en lugar tan hermoso y apartado, con un clima sin igual. Por entonces, los deseos vehementes de los hermanos consistían en visitar la ciudad de Córdoba. Yo me ofrecí para llevarlos pero el padre rechazó el ofrecimiento alegando que la ciudad se encontraba en mucho desorden para pensar en tal cosa.


Las mujeres, según lo he dicho ya, pasan todo su tiempo tejiendo ponchos, frazadas y otros paños toscos; tiñen ellas mismas la lana y puedo agregar que en forma muy durable. El color amarillo se obtiene de las raíces del romero; el azul, del añil o índigo; el rojo del “aunato”. La tinta de escribir y todas las tinturas negras se consiguen por la trituración de las cápsulas de la algarrobilla mezclándolas con agua caliente y sulfato de hierro natural que traen de muy lejos como artículo de comercio. Le llaman caparrosa de donde podría derivarse nuestra copperas. La algarroba (una acacia, según creo) es árbol muy estimado, sobre todo la algarroba blanca. Con sus vainas hacen, mediante la fermentación, una bebida llamada chicha y las mismas vainas sirven como alimento del ganado cuando la cosecha del maíz es mala.


En este valle hay algunas personas atacadas de coto o bocio; por fortuna el mal no carece de remedio y las aguas de cierto arroyuelo son consideradas como un específico de soberanos resultados para la enfermedad. Otro remedio consiste —según dicen —en triturar una cierta viborita de color manchado que se aplica a la parte afectada. Lo cierto es que en todo el mundo existe la idea de que los objetos dañosos u ofensivos aplicados a regiones inflamadas del cuerpo, producen resultado favorable.


Después de la cena me despedí de esta bondadosa familia porque pensaba madrugar mucho al día siguiente. El baquiano tenía ya juntos sus mulas y caballos.


17 de junio. — Me levanté a las tres de la madrugada y en pocos momentos ultimé los preparativos. El Alcalde y los hijos varones se habían levantado también para verme partir; las mujeres me invitaron a entrar en sus aposentos para decirme otra vez adiós.


Me alejé de Luyaba en pleno claro de luna, acompañado por un baquiano viejo que se mostró muy servicial. Llevábamos cinco o seis mulas y caballos destinados a Dávila y a mí. Seguimos el camino que lleva a la Sierra entre un espeso bosque; adelantando en la marcha, encontrábamos árboles más altos y frondosos. Así anduvimos por alguna distancia bordeando un arroyo ancho cuyo lecho y orillas tenían grandes rocas de granito rojo. Entonces empezamos a subir paso a paso por entre grandes bloques de granito y “gneis” siguiendo un sendero muy áspero y sinuoso hasta llegar al pie de la Sierra. Esta se presentaba como una pared altísima sobre nosotros. Allí dejamos los caballos y montamos las mulas. Empezamos el ascenso por un camino angosto y escarpado pero seguro. En dos horas llegamos a lo alto de la montaña donde montamos caballos de refresco para iniciar el cruce de la serranía; los terrenos estaban muy pastosos pero no había árboles; aquí y allá, en los sitios más abrigados, notábanse manchas de nieve. No tardamos en llegar a las ruinas de una casa construida por los indios, —según lo aseguró el baquiano— pero eran simplemente bloques de “gneis” colocados por la naturaleza de manera muy singular. Pasamos por un sitio señalado por una cruz; allí había sido asesinado un infortunado viajero por sus baquianos. Cometido el hecho, aquéllos bajaron al valle diciendo que unos bandidos los atacaron a todos matando al patrón y ellos pudieron escapar. Ante pruebas muy evidentes confesaron después el crimen y fueron fusilados. Más allá de ese lugar, mi nuevo guía sacó algunos higos que llevaba, y Dávila el queso que me dio el hermano del general Domínguez, todo lo cual nos sirvió de almuerzo. Habíamos llegado al extremo oriental de la meseta y comenzamos el descenso que en algunos lugares se hacía muy pino y abrupto. Fuimos bajando hasta la puesta del sol. Hacia la izquierda dejamos unos inmensos corrales que habían pertenecido a los jesuitas. Eran de piedra con argamasa y estaban destinados a resistir muchos años más. Las casas cercanas se hallaban en ruinas. Los jesuitas tuvieron en estas montañas hasta cien mil cabezas de ganado y ovejas. Unas dos leguas más adelante nos detuvimos en unas casas para comprar carne; al anochecer llegamos a un valle muy fértil para pastoreo y en cuyo fondo corría un arroyo. Desde una o dos leguas atrás los animales estaban tan cansados que apenas si podíamos avanzar y resolvimos pasar la noche en ese sitio. Salimos a buscar leña en las orillas del río llamado San Miguel y encontramos un trozo de árbol dejado por la corriente con el que se logró fuego para la comida. Hicimos lo posible por dormir pero la noche era muy fría y cayó tanta nieve que penetró las mantas y nadie pudo conciliar el sueño.


18 de junio. — A la una estuvimos en pie; se hizo fuego nuevamente pero en vano tratamos de calentarnos tomando mate; por fin decidimos juntar los animales y seguir adelante. A las tres de la mañana estábamos a caballo. Después de cruzar algunos torrentes, siempre en descenso, entramos en el valle de los Reartes. Este hermoso lugar tiene unas nueve millas de largo y está regado por el río del mismo nombre que hacia el este se estrecha en cierto punto donde fue cortado por los jesuitas para facilitar el acceso, mediante una obra de cierta magnitud. La villa se levanta en el centro y su hermosa iglesia contribuye a formar un panorama que no es común en estas regiones.


La villa parecía bien poblada. Me acerqué a una casa donde me recibieron con verdadera hospitalidad. Para correspondería cedí a la madre de la familia y a la abuela toda el azúcar y la yerba que llevaba. Las noticias sobre la situación de la campaña en las cercanías de Córdoba me causaron decepción. La gente nos dijo que Carrera y los indios habían devastado toda la campana entre el sitio en que se encontraban y la ciudad que habían atacado por último, al parecer sin éxito. Ignoraban hacia dónde se habían corrido después. La noticia, según lo comprobamos, no era del todo inexacta. Yo deseaba ansiosamente seguir. Saliendo del valle por la excavación mencionada bajé a través de un bosque espeso a las orillas de un hermoso río de montaña. La senda próxima serpeaba por las alturas cubiertas de abundante hierba. Por fin avistamos el río Salsacate 2 y la aldea del mismo nombre que humeaba todavía porque los indios la habían incendiado cinco días antes. Aquí supe que el camino a Córdoba —nueve leguas— ofrecía seguridad. Habiendo atravesado el río, cambiamos caballos para seguir con toda rapidez en dirección a la ciudad por un campo llano, despoblado, cubierto de bosques en su mayor extensión. Las casas o ranchos por donde pasábamos se hallaban en ruinas a punto de que los daños causados por aquellos merodeadores no podrían ser olvidados ni remediados en mucho tiempo. Los animales iban cansados al exceso y para darles un resuello entramos en el monte a un lado del camino. Esto nos hizo perder mucho tiempo. Ya de noche, el cansancio de los caballos llegó al extremo y nos molestó mucho. El mío cayó tres veces y pensé que habíamos errado el camino o que a la ciudad se la había tragado la tierra. Los baquianos iban tan rendidos que me vi obligado a imponer mi autoridad y a reñirlos para impedir que se echaran a dormir cuando ya estábamos a dos leguas de Córdoba. Por último, y cuando ya desesperaba de llegar, la campana de una iglesia dio claramente las nueve; como no podía percibir la iglesia ni veía casas, creí que estaba equivocado hasta que, descendiendo algunos píes de altura, entramos en una calle bien empedrada con edificación. Comprobé entonces que el baquiano había tenido razón cuando me dijo que Córdoba estaba edificada en un pozo. Me encaminé directamente a la casa de gobierno para cumplimentar al gobernador y llenar los requisitos proscriptos en aquellas circunstancias.


Por entre filas de soldados llegué a la plaza principal que estaba llena de cañones y defendida por fosos en las calles de acceso. Los soldados eran morenos en su mayoría. Me hizo gracia el comprobar que había podido entrar a la ciudad sin ser advertido, con veinte caballos. Supe que toda comunicación con Buenos Aires por el camino principal había sido cortada y me retiré a dormir pensando en la ruta que podría tomar.


19 de junio. — Pasé la primera parte de la mañana caminando por las calles para conocer la ciudad. En tres lados de la misma, el suelo es más alto que los techos de las casas y en el otro lado la alta muralla natural cae en declive hasta el nivel del río Primero, cuyas aguas le han ocasionado daño en distintas oportunidades.


Diríase que el sitio hubiese estado en otro tiempo cubierto por un lago que rebalsó su borde natural próximo al río. El gobernador Cabrera, fundador de esta ciudad hacia el año 1573, pensó, quizás que tal situación ofrecería grandes impedimentos a los ataques de varias tribus de indios más poderosos en aquella época que los pobladores europeos.


Las calles tienen trazado regular y las casas están construidas de ladrillo y son más altas que las comunes en las ciudades españolas; muchas tienen balcones. La Plaza Mayor ostenta en uno de sus lados un bonito cabildo y en otro la catedral. Hay otras catorce iglesias y la población se estima en 14.000 habitantes.


Tan pronto como llegó la hora de hacer visitas, concurrí a la casa de gobierno y mantuve una larga conferencia con el gobernador Bedoya que estaba ansioso por conocer el estado de los negocios en Perú y Chile. Pregunté por don Ambrosio Funes, y el contador Lozano se me ofreció para indicarme la casa en que vivía. En Buenos Aires su hermano el Deán me había instado para que trajera conmigo una carta de presentación, diciéndome que acaso me tocara llegar hasta Córdoba, cuyas bellezas encarecía mucho. Yo había aceptado la carta sin pensar en que podría llegar a la ciudad y más que todo por tener un autógrafo del Deán.” Ahora la carta me resultaba extremadamente útil. Don Ambrosio era un anciano físicamente hermoso, de más lindo aspecto que el Deán, a quien se parecía sin embargo, mucho. Ambos eran cordobeses; desde un principio se habían declarado por la causa patriota y durante el curso de la revolución no cesaron de aplicar su talento al movimiento de la libertad e independencia, mostrándose de continuo dispuestos a moderar los abusos de algunos jefes y aliviar las calamidades revolucionarias que asolaban al país. Don Ambrosio era ahora Tesorero de la provincia pero dos veces había sido gobernador y gozaba de general estimación. Mucho conversé con él. Me dijo que hasta ahora Córdoba había sufrido desmedro con la revolución y pintó con vivos colores los cambios desfavorables operados en la ciudad: el comercio de mulas, principal medio de subsistencia, se había extinguido en absoluto; la Universidad, adonde antiguamente concurrían cientos de jóvenes de todas partes, hoy apenas si merecía el nombre de tal. Era don Ambrosio un hombre instruido y lamentaba profundamente la falta de ilustración y de ciencia en la ciudad. Recordó que la mayor parte de los papeles y libros de los jesuitas habían sido llevados a Buenos Aires y el resto quedó en poder de los franciscanos encargados ahora de la instrucción general.


Después de enumerar las cosas que podían interesarme en Córdoba, lamentando la brevedad de mi visita, pidió al Contador que me dedicara todo el tiempo posible. Me despedí para buscar un comerciante a quien encontré arrestado desde unos días atrás por creérsele sospechoso de mantener correspondencia con Carrera. Después, el contador Lozano me hizo conocer las iglesias. Edificadas bajo el contralor de los jesuitas, todas eran de muy buen gusto y lujo. Pocas de las casas que vi, tenían vidrios en las ventanas. Por la noche completé mi jira por la ciudad y volví fatigado al parador. Hallándome en Buenos Aires había oído hablar de un extraño fenómeno que —según decían— se daba en la ciudad de Córdoba con alguna frecuencia, al llegar la noche; se le conocía con el nombre de el pisón (o martillo de pavimento). Se trata de un ruido sordo como producido por un golpe bajo tierra sin que se pueda fijar el sitio en que se produce porque parece cambiar de continuo. Esta noche estuve escuchando con particular atención durante un largo rato pero nada pude oír. Al volver a casa interrogué a la posadera respecto al curioso fenómeno. Me dijo que lo había oído varias veces pero que ahora no se producía desde algún tiempo atrás.


Parece que aquí es costumbre tocar la música como bienvenida para los viajeros, porque durante la cena tuve dos bandas que tocaban en mi honor.


20 de junio. — Dediqué la mañana a retribuir visitas recibidas en el día anterior. Después concurrí a la Universidad que comprende también el antiguo edificio del colegio de los jesuitas. Me recibió el Rector, Dr. Bedoya, muy cortésmente y me condujo por lo que fue edificio de la más distinguida congregación religiosa que haya nunca existido. Con la imaginación reviví sucesos ocurridos hace mucho tiempo. Evoqué los nombres de los más renombrados misioneros pensando en que habían entrado a esta casa y hablado con el provincial en la misma sala donde yo me encontraba sentado, pensé en la virtud que habían demostrado para inducir a la razón a tantas naciones salvajes enseñándoles, al par que las luces del evangelio, el gusto por la vida doméstica. Todo eso estaba lejos: de las inmensas posesiones del Colegio, de los numerosos rebaños, ganados, tierras y casas que antes poseían, apenas si quedaba lo necesario para reparar los daños que el tiempo dejaba caer sobre el edificio. La iglesia es magnífica; pone de manifiesto las riquezas de sus fundadores; prueba también con su elegancia que el gusto severo y la inteligencia de aquellos hombres supo imponerse sin ayuda de modelos ni planos. Las piezas del Colegio, bien arregladas, son muchas y espaciosas. En uno de los departamentos altos había diversos aparatos de física, de alto precio, que se echaban a perder y cuya existencia era desconocida para los habitantes de la ciudad. En otra sala pequeña, al fondo, había estado la prensa de imprimir, única existente desde un siglo atrás en esta parte del mundo.


La prensa quedó escondida en este retiro por muchos años después de la expulsión de la Compañía pero cuando estalló la revolución, el gobierno de Buenos Aires tomó posesión de ella para publicar sus decretos y sus polémicas. Esa prensa había sido hasta aquí el medio de hacer conocer al mundo las lenguas indígenas y otras noticias obtenidas al precio del trabajo, las enfermedades y a veces la muerte de sus primeros y esclarecidos poseedores. No es mi intención atenuar los errores que pudieron cometer los jesuitas en Europa pero deseo hacer justicia a sus virtudes americanas menospreciadas y ridiculizadas por los enemigos de la Compañía que han sido poderosos y se vieron precisados a escribir su historia.


Al presente habrá unos cien estudiantes en la Universidad. Luego que dejé al doctor Bedoya hice una visita a doña Rosa la esposa de mi amigo de la Estanzuela, don Pedro Mogica. Fue tanta su alegría cuando me oyó hablar de su marido que me dejaba confundido con sus bondades; difícilmente pude negarme a que su sirvienta tomara mi ropa interior para lavarla. Este es un ofrecimiento muy común y demuestra las atenciones y la bondad con que proceden las mujeres en estas provincias.


Al anochecer, me fui otra vez por las calles más tranquilas y solitarias tratando de escuchar el Pisón. Tampoco tuve éxito, pero no creo por eso que el fenómeno no se produzca. Yo pasé solamente tres noches en Córdoba y en tiempo de invierno cuando ocurre más raramente. Afirman su existencia —por otra parte— muy buenas autoridades. Pero no podría decirse si procede de una ilusión del oído, debido a la situación de la hondonada en forma de olla o si se origina, como supone Dobrishoffer por diferencias de temperatura con el aire escondido entre las fisuras del terreno calizo.


21 de junio. — Me levanté más temprano que de costumbre para hacer los preparativos de mi viaje. Como no era posible seguir el camino directo a Buenos Aires, sólo quedaba otro que atravesaba el territorio de los Guaycurúes. Es ésta una parcialidad de indios, reducida en su tiempo a medias por los jesuitas pero que ha vuelto de tiempo atrás a sus primitivos hábitos de vida. Se distinguen por sus costumbres bárbaras y crueles. Varias personas se empeñaron en disuadirme de que tentara esa ruta y me incitaban a quedar en Córdoba, pero, ansioso yo de proseguir el viaje, me resolví a emprenderlo. En caso de ser impracticable, pensaba volver después a la ciudad para esperar un momento de quietud.


Varios de los diputados reunidos para el Congreso General me habían visitado y fui a ver a don T. Barrecheria 3 representante de Santa Fe que me dio varias cartas para los comandantes de su provincia. También la dueña de la casa tomó la pluma en mi obsequio. Asistí con el Gobernador y su comitiva a una misa cantada en la Catedral, porque era la fiesta de Corpus Christi. Después me despedí de todos los conocidos y emprendí el camino de Ampatacoche, siete leguas de la ciudad, hacia el este.