Viajes por América del Sur
Capítulo 10
Partida de San Luis. — El cuartel general de las fuerzas puntanas. — En camino a Córdoba. — Un alto en Luyaba. — Cruce de Al día siguiente de mi llegada a Después de mi primera visita, la ciudad había sido lomada y saqueada por los indios y, aunque permanecieron en ella por poco tiempo, dejaron diversas pruebas de su poder destructor. Los habitantes en aquella ocasión buscaron refugio en las montañas vecinas, esas mismas montañas que yo había atravesado anteriormente en mi camino desde El maestro de posta en cuya casa me hospedé, había sido favorecido con cinco hijas, todas muy bien parecidas. No le merecían muy buena opinión, a juzgar por el extremo cuidado que ponía sobre ellas y del que hubieran deseado verse libres, según me pareció. A las nueve de la noche, después de la cena, leyó a las hijas algunas oraciones; luego las acompañó hasta el dormitorio que daba al patio, contiguo a la pieza que él ocupaba y las encerró con llave, guardándose ésta en el bolsillo. A la mañana siguiente llamó con estrépito a la puerta, esperó un momento, la abrió después y salió con las muchachas hasta la sala común donde rezaron las oraciones de la mañana. Este maestro de posta me trató con mucha deferencia, dispuesto siempre a prestarme cualquier servicio. 12 de junio. — Al romper el día dejé la villa para seguir hasta Río Quinto, distante doce leguas largas. Me he referido ya a la hermosa situación en que se encuentra “ 13 de junio. — Conseguimos caballos esa mañana y seguimos hasta Portezuelos, siete leguas largas de ahí. Teníamos el Morro a nuestra izquierda y al frente la sierra de Portezuelos. El terreno era muy irregular. Atravesamos varias lomas abundantes en mica blanca y rocas de cuarzo. En Portezuelos, que es un bonito lugar circundado por rocas, me hice de buenos caballos y con un guía especial tomé el camino de —Bien, caballero, terminó por decirme el Comandante. ¿Usted desea seguir a Buenos Aires? —Sí, General, —le respondí—; por el camino más corto y le quedaré muy obligado si me proporciona los medios para realizarlo. —No le será posible seguir adelante —me contestó—. ¿A dónde quiere usted ir? Si se dirige al campamento de Carrera, no le darán ninguna protección y lo robarán; los indios andan cerca y en una hora lo dejarán desnudo como nació 1. Se empeñaba el Comandante en que no continuara mi camino y yo le rebatía todos sus argumentos insistiendo en que no tenía nada que temer. En realidad, creo que sentía recelos de que yo pudiera llevar noticias de las fuerzas con que contaba y de otros particulares al campamento enemigo; para evitarlo se resistía a indicarme una ruta segura. En esos momentos sirvieron algunos refrescos, lo que me dio la oportunidad de tocar otros temas; incliné el ánimo de todos los presentes en mi favor haciendo el elogio de la disciplina admirable y la buena apariencia de las tropas (con prescindencia de lo que afuera pudiera ocurrir en ese momento). Después de referirme a las fuerzas europeas que yo había visto en circunstancias parecidas y de reconocer superiores en todo sentido a las que me rodeaban, pregunté si el general había tenido algún grado militar en España, aunque sabía muy bien que se trataba de un honrado vecino, propietario en las cercanías de San Luis, que por primera vez se ceñía un sable en la presente guerra. En esas circunstancias se advirtió un tumulto en la puerta y alguien anunció que llegaban algunos prisioneros. Eran cinco indios pampas, de buena apariencia, cuyos ojos ardientes iban de un lado a otro de la sala mientras el lenguaraz recibía las órdenes del comandante. Después de formularles preguntas sobre Carrera y la posición de sus fuerzas, el general los arengó largamente, a estilo de Demóstenes. Los indios no comprendieron una sola palabra. Luego se dieron órdenes para que fueran confinados en estrecha prisión. Me quedó la duda de si estos indios habían sido capturados ese día o algún tiempo atrás y los traían ahora para convencerme de la pericia del comandante y del valor de sus tropas. No sabría decir sí fue así, pero las circunstancias resultaban sospechosas. Luego informé al general Domínguez sobre las fuerzas que había en Mendoza y exagerando un poco su importancia logré levantar el espíritu de mis oyentes. Para poner término a la conferencia, acepté desviarme del camino principal (que en realidad era imposible seguir) y tomar derechamente al norte, hacia la ladera occidental de 14 de junio. — El amigo que me acompañó desde el campamento nos proporcionó caballos excelentes. A mí me obsequió con un queso pequeño antes de despedirse. Marchamos en dirección noroeste por terrenos altos, costeando casi el Morro. Por último vinimos a quedar al pie de A esa altura encontramos una patrulla mandada por Don Julián Martínez. Este último me indicó con mucha deferencia el camino que debía seguir, recomendándome que fuera hasta la casa de un alcalde, donde me darían baquianos para cruzar las montañas hasta la ciudad de Córdoba. Me despedí de Martínez y media hora después me encontré con la casa de mi viejo amigo Don Pedro Mogica. Fue sincera la alegría de Mogica cuando me reconoció; me retuvo a comer y por él supe la muerte del general Marcó, ocurrida poco tiempo antes. Se mostró muy de acuerdo con la idea de Don Julián prometiéndome buenos caballos y un baquiano para llegar hasta Luyaba donde residía el Alcalde. Me hizo también prometerle que haría una visita a su mujer, residente en Córdoba. Por la tarde dejé su hospitalaria casa. El camino seguía la falda de Me había puesto en cama cuando fui obligado a levantarme por la llegada de una patrulla, mandada por un alférez. Este pasó una larga media hora en leer mi pasaporte hasta que al fin se manifestó satisfecho. 15 de junio. — Continué mi viaje al amanecer siguiendo por entre bosques de jarillas y mimosas de una hoja pequeña. Toda la mañana anduve al pie de A medida que avanzaba, el panorama se hacía en verdad magnífico. Muchas cascadas resplandecían en la falda aumentando la belleza del paisaje y corrían luego a mis pies en aquel suelo de vegetación exuberante. Grandes masas de cuarzo y pizarra sembraban el lecho de los torrentes. Este hermoso valle, entre las dos cadenas de montañas de Córdoba y San Juan, se halla libre de nieves —salvo en pleno invierno y en los sitios más altos— y está más poblado que otros lugares de la región. Pasamos por algunas aldeas donde secaban el maíz sobre el techo de las casas. En un lugar llamado Piedra Blanca el cura salió corriendo de su casa y se me interpuso en el camino para pedirme que me apeara y almorzara con él. Su biblioteca no era tan pobre como la del cura del Morro pero no tenía nada de interesante. Proseguí hasta llegar a la chacra de Luyaba, lugar del juzgado, distante unas treinta leguas de 16 de junio. — La familia del Alcalde se componía de la mujer, tres hijas y dos hijos. La señora era una excelente madre y se mostró muy bondadosa conmigo. Las hijas eran de apariencia muy simpática pero en extremo esquivas; cuando me les acercaba mientras hacían labor en sus telares a la sombra de los árboles —así es la costumbre en este clima delicioso— parecían sentirse molestas y poco inclinadas a conversar. Lo atribuí, en parte, al hecho de que no habían salido nunca de su valle nativo ni visto a ningún extranjero. Con todo, el caso no era común entre las mujeres del país. A la hora de la comida todo se aclaró. La mayor de las niñas, con aire muy serio, me preguntó si yo creía en Dios; le contesté reiteradamente que sí, mientras todos me dirigían la vista. Desde aquel momento se mostraron mucho menos reservadas; después gané por completo su voluntad al interesarme por llevar una gran frazada que estaban a punto de terminar en el telar y al decirles que, siendo hecha por sus manos, me sentiría feliz de pagar por ella lo que se me pidiera. El hermano deseaba mucho abandonar el valle; yo me entretenía en describirle las maravillas de otros países pero a todos les aseguré que era una fortuna residir en lugar tan hermoso y apartado, con un clima sin igual. Por entonces, los deseos vehementes de los hermanos consistían en visitar la ciudad de Córdoba. Yo me ofrecí para llevarlos pero el padre rechazó el ofrecimiento alegando que la ciudad se encontraba en mucho desorden para pensar en tal cosa. Las mujeres, según lo he dicho ya, pasan todo su tiempo tejiendo ponchos, frazadas y otros paños toscos; tiñen ellas mismas la lana y puedo agregar que en forma muy durable. El color amarillo se obtiene de las raíces del romero; el azul, del añil o índigo; el rojo del “aunato”. La tinta de escribir y todas las tinturas negras se consiguen por la trituración de las cápsulas de la algarrobilla mezclándolas con agua caliente y sulfato de hierro natural que traen de muy lejos como artículo de comercio. Le llaman caparrosa de donde podría derivarse nuestra copperas. La algarroba (una acacia, según creo) es árbol muy estimado, sobre todo la algarroba blanca. Con sus vainas hacen, mediante la fermentación, una bebida llamada chicha y las mismas vainas sirven como alimento del ganado cuando la cosecha del maíz es mala. En este valle hay algunas personas atacadas de coto o bocio; por fortuna el mal no carece de remedio y las aguas de cierto arroyuelo son consideradas como un específico de soberanos resultados para la enfermedad. Otro remedio consiste —según dicen —en triturar una cierta viborita de color manchado que se aplica a la parte afectada. Lo cierto es que en todo el mundo existe la idea de que los objetos dañosos u ofensivos aplicados a regiones inflamadas del cuerpo, producen resultado favorable. Después de la cena me despedí de esta bondadosa familia porque pensaba madrugar mucho al día siguiente. El baquiano tenía ya juntos sus mulas y caballos. 17 de junio. — Me levanté a las tres de la madrugada y en pocos momentos ultimé los preparativos. El Alcalde y los hijos varones se habían levantado también para verme partir; las mujeres me invitaron a entrar en sus aposentos para decirme otra vez adiós. Me alejé de Luyaba en pleno claro de luna, acompañado por un baquiano viejo que se mostró muy servicial. Llevábamos cinco o seis mulas y caballos destinados a Dávila y a mí. Seguimos el camino que lleva a 18 de junio. — A la una estuvimos en pie; se hizo fuego nuevamente pero en vano tratamos de calentarnos tomando mate; por fin decidimos juntar los animales y seguir adelante. A las tres de la mañana estábamos a caballo. Después de cruzar algunos torrentes, siempre en descenso, entramos en el valle de los Reartes. Este hermoso lugar tiene unas nueve millas de largo y está regado por el río del mismo nombre que hacia el este se estrecha en cierto punto donde fue cortado por los jesuitas para facilitar el acceso, mediante una obra de cierta magnitud. La villa se levanta en el centro y su hermosa iglesia contribuye a formar un panorama que no es común en estas regiones. La villa parecía bien poblada. Me acerqué a una casa donde me recibieron con verdadera hospitalidad. Para correspondería cedí a la madre de la familia y a la abuela toda el azúcar y la yerba que llevaba. Las noticias sobre la situación de la campaña en las cercanías de Córdoba me causaron decepción. La gente nos dijo que Carrera y los indios habían devastado toda la campana entre el sitio en que se encontraban y la ciudad que habían atacado por último, al parecer sin éxito. Ignoraban hacia dónde se habían corrido después. La noticia, según lo comprobamos, no era del todo inexacta. Yo deseaba ansiosamente seguir. Saliendo del valle por la excavación mencionada bajé a través de un bosque espeso a las orillas de un hermoso río de montaña. La senda próxima serpeaba por las alturas cubiertas de abundante hierba. Por fin avistamos el río Salsacate 2 y la aldea del mismo nombre que humeaba todavía porque los indios la habían incendiado cinco días antes. Aquí supe que el camino a Córdoba —nueve leguas— ofrecía seguridad. Habiendo atravesado el río, cambiamos caballos para seguir con toda rapidez en dirección a la ciudad por un campo llano, despoblado, cubierto de bosques en su mayor extensión. Las casas o ranchos por donde pasábamos se hallaban en ruinas a punto de que los daños causados por aquellos merodeadores no podrían ser olvidados ni remediados en mucho tiempo. Los animales iban cansados al exceso y para darles un resuello entramos en el monte a un lado del camino. Esto nos hizo perder mucho tiempo. Ya de noche, el cansancio de los caballos llegó al extremo y nos molestó mucho. El mío cayó tres veces y pensé que habíamos errado el camino o que a la ciudad se la había tragado la tierra. Los baquianos iban tan rendidos que me vi obligado a imponer mi autoridad y a reñirlos para impedir que se echaran a dormir cuando ya estábamos a dos leguas de Córdoba. Por último, y cuando ya desesperaba de llegar, la campana de una iglesia dio claramente las nueve; como no podía percibir la iglesia ni veía casas, creí que estaba equivocado hasta que, descendiendo algunos píes de altura, entramos en una calle bien empedrada con edificación. Comprobé entonces que el baquiano había tenido razón cuando me dijo que Córdoba estaba edificada en un pozo. Me encaminé directamente a la casa de gobierno para cumplimentar al gobernador y llenar los requisitos proscriptos en aquellas circunstancias. Por entre filas de soldados llegué a la plaza principal que estaba llena de cañones y defendida por fosos en las calles de acceso. Los soldados eran morenos en su mayoría. Me hizo gracia el comprobar que había podido entrar a la ciudad sin ser advertido, con veinte caballos. Supe que toda comunicación con Buenos Aires por el camino principal había sido cortada y me retiré a dormir pensando en la ruta que podría tomar. 19 de junio. — Pasé la primera parte de la mañana caminando por las calles para conocer la ciudad. En tres lados de la misma, el suelo es más alto que los techos de las casas y en el otro lado la alta muralla natural cae en declive hasta el nivel del río Primero, cuyas aguas le han ocasionado daño en distintas oportunidades. Diríase que el sitio hubiese estado en otro tiempo cubierto por un lago que rebalsó su borde natural próximo al río. El gobernador Cabrera, fundador de esta ciudad hacia el año 1573, pensó, quizás que tal situación ofrecería grandes impedimentos a los ataques de varias tribus de indios más poderosos en aquella época que los pobladores europeos. Las calles tienen trazado regular y las casas están construidas de ladrillo y son más altas que las comunes en las ciudades españolas; muchas tienen balcones. Tan pronto como llegó la hora de hacer visitas, concurrí a la casa de gobierno y mantuve una larga conferencia con el gobernador Bedoya que estaba ansioso por conocer el estado de los negocios en Perú y Chile. Pregunté por don Ambrosio Funes, y el contador Lozano se me ofreció para indicarme la casa en que vivía. En Buenos Aires su hermano el Deán me había instado para que trajera conmigo una carta de presentación, diciéndome que acaso me tocara llegar hasta Córdoba, cuyas bellezas encarecía mucho. Yo había aceptado la carta sin pensar en que podría llegar a la ciudad y más que todo por tener un autógrafo del Deán.” Ahora la carta me resultaba extremadamente útil. Don Ambrosio era un anciano físicamente hermoso, de más lindo aspecto que el Deán, a quien se parecía sin embargo, mucho. Ambos eran cordobeses; desde un principio se habían declarado por la causa patriota y durante el curso de la revolución no cesaron de aplicar su talento al movimiento de la libertad e independencia, mostrándose de continuo dispuestos a moderar los abusos de algunos jefes y aliviar las calamidades revolucionarias que asolaban al país. Don Ambrosio era ahora Tesorero de la provincia pero dos veces había sido gobernador y gozaba de general estimación. Mucho conversé con él. Me dijo que hasta ahora Córdoba había sufrido desmedro con la revolución y pintó con vivos colores los cambios desfavorables operados en la ciudad: el comercio de mulas, principal medio de subsistencia, se había extinguido en absoluto; Después de enumerar las cosas que podían interesarme en Córdoba, lamentando la brevedad de mi visita, pidió al Contador que me dedicara todo el tiempo posible. Me despedí para buscar un comerciante a quien encontré arrestado desde unos días atrás por creérsele sospechoso de mantener correspondencia con Carrera. Después, el contador Lozano me hizo conocer las iglesias. Edificadas bajo el contralor de los jesuitas, todas eran de muy buen gusto y lujo. Pocas de las casas que vi, tenían vidrios en las ventanas. Por la noche completé mi jira por la ciudad y volví fatigado al parador. Hallándome en Buenos Aires había oído hablar de un extraño fenómeno que —según decían— se daba en la ciudad de Córdoba con alguna frecuencia, al llegar la noche; se le conocía con el nombre de el pisón (o martillo de pavimento). Se trata de un ruido sordo como producido por un golpe bajo tierra sin que se pueda fijar el sitio en que se produce porque parece cambiar de continuo. Esta noche estuve escuchando con particular atención durante un largo rato pero nada pude oír. Al volver a casa interrogué a la posadera respecto al curioso fenómeno. Me dijo que lo había oído varias veces pero que ahora no se producía desde algún tiempo atrás. Parece que aquí es costumbre tocar la música como bienvenida para los viajeros, porque durante la cena tuve dos bandas que tocaban en mi honor. 20 de junio. — Dediqué la mañana a retribuir visitas recibidas en el día anterior. Después concurrí a La prensa quedó escondida en este retiro por muchos años después de la expulsión de Al presente habrá unos cien estudiantes en Al anochecer, me fui otra vez por las calles más tranquilas y solitarias tratando de escuchar el Pisón. Tampoco tuve éxito, pero no creo por eso que el fenómeno no se produzca. Yo pasé solamente tres noches en Córdoba y en tiempo de invierno cuando ocurre más raramente. Afirman su existencia —por otra parte— muy buenas autoridades. Pero no podría decirse si procede de una ilusión del oído, debido a la situación de la hondonada en forma de olla o si se origina, como supone Dobrishoffer por diferencias de temperatura con el aire escondido entre las fisuras del terreno calizo. 21 de junio. — Me levanté más temprano que de costumbre para hacer los preparativos de mi viaje. Como no era posible seguir el camino directo a Buenos Aires, sólo quedaba otro que atravesaba el territorio de los Guaycurúes. Es ésta una parcialidad de indios, reducida en su tiempo a medias por los jesuitas pero que ha vuelto de tiempo atrás a sus primitivos hábitos de vida. Se distinguen por sus costumbres bárbaras y crueles. Varias personas se empeñaron en disuadirme de que tentara esa ruta y me incitaban a quedar en Córdoba, pero, ansioso yo de proseguir el viaje, me resolví a emprenderlo. En caso de ser impracticable, pensaba volver después a la ciudad para esperar un momento de quietud. Varios de los diputados reunidos para el Congreso General me habían visitado y fui a ver a don T. Barrecheria 3 representante de Santa Fe que me dio varias cartas para los comandantes de su provincia. También la dueña de la casa tomó la pluma en mi obsequio. Asistí con el Gobernador y su comitiva a una misa cantada en |
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