Las siete veces que San Martín vino a Buenos Aires
Disertación
 
 
José de San Martín había pasado largamente los setenta y dos años de edad al fallecer el 17 de agosto de 1850. De todos esos años, cincuenta y cuatro los vivió en Europa, aunque no continuadamente, sin olvidar que en su adolescencia, como cadete militar, estuvo cien días en el norte de áfrica enfrentando a la morería. Dieciocho años, también discontinuos, los pasó en América, donde nació, y de éstos, no llegaron a sumar cuatro, tampoco sucesivos, los que habitó o permaneció en Buenos Aires. Sin embargo, fue esta dudad la que prefirió a todas para que en elil descansara su corazón, deseo que expresó al redactar por su mano un testamento cuyo original se conserva en la Argentina.

El objetivo de esta disertación es recordar las oportunidades en que José de San Martín vino a Buenos Aires, llegadas que en algunos casos tuvieron el carácter de regresos al país de su nacimiento. También formará parte de su desarrollo recordar cómo se mostraba la ciudad en cada uno de esos arribos, cómo el Libertador la consideraba y cómo se lo recibió en algunas oportunidades, sin olvidar, por supuesto, los padecimientos que provocaron en su ánimo ciertas actitudes y afirmaciones de algunos porteños con relación a sus actos públicos y aun a su persona.

Nada nuevo se ha de decir hoy, sino que me limitaré a recordar, recopilar y matizar lo escrito por historiadores que van desde Mitre hasta el Prof. Jorge María Ramallo, pasando por José Pacífico Otero, Héctor Luis Piccinali, Alfredo Villegas, José Luis Busaniche, Ricardo Rojas y Fermín Chávez, entre los principales, sin olvidar, ciertamente, a ese gran cronista porteño que fue Juan Manuel Beruti. También traeré a colación lo dicho por viajeros que hasta aquí llegaron y por los historiadores lugareños más importantes, que mencionaré en cada caso.

Fueron siete las veces que José de San Martín vino a Buenos Aires, comenzando por cuando fue traído por sus padres antes de marcharse del Río de la Plata, para seguir con su regreso en 1812 y continuar después con los sucesivos viajes que hizo tras Chacabuco y Maipú; su breve estada en 1823 para hacerse cargo de su hija y trasladarse a Europa; la frustrada venida de 1828 y la llegada de sus restos el 28 de mayo de 1880.


1

Refirámonos ahora, entonces, a la primera de las veces en que vino a Buenos Aires.

Aquí estaba de guarnición desde 1765 el teniente Juan de San Martín, nacido de padres labradores en la villa leonesa de Cervatos de la Cueza. Inicialmente se lo destinó al batallón de Voluntarios Españoles, en el que se distinguió como instructor. Corrido el tiempo, le confiaron en la Banda Oriental el mando de las guardias existentes en el Río de las Vacas y en el Arroyo de las Víboras, amén de intervenir en la desgraciada expulsión de los jesuitas y de ser puesto a cargo de los bienes que ellos poseían en la estancia de la Calera de las Vacas. En 1775, siendo ayudante mayor, fue designado teniente gobernador de Yapeyú. Hasta allí se marcharía con su familia.

Con esa familia que había formado en 1770 al contraer matrimonio, en Buenos Aires y por poder, por hallarse él fuera de la ciudad, con Gregoria Matorras, natural de la villa palentina de Paredes de Nava y venida a América dos años antes, en 1768, acompañando a su pariente Jerónimo Matorras. Señalemos que éste pasaría a la historia local como gobernador del Tucumán e iniciador de la conquista del Gran Chaco Gualamba.

Reunidos los esposos San Martín en la Banda Oriental, con más precisión en la región de las Vacas, allí nació María Helena, la primogénita, aunque por confusión documental José Pacífico Otero y otros estudiosos hayan sostenido que no fue tal. La siguieron sus hermanos Manuel Tadeo y Juan Fermín Rafael.

En 1775, como antes se dijo, el matrimonio y sus tres vástagos se trasladaron a una población que el historiador sanmartiniano Alfredo Villegas presenta así: “En la margen derecha del río Uruguay, al extremo sur de la selva subtropical donde los jesuitas desenvolvieron su célebre ensayo de civilización, se alzaba en el último cuarto del siglo XVIII el pueblo de Nuestra Señora de los Reyes Magos de Yapeyú, antigua capital de las Doctrinas, reducida entonces a ser uno de los cuatro departamentos en que estaba dividido el extenso territorio”. Agreguemos nosotros que estaba amenazado desde siempre por fuerzas portuguesas que intentaban apoderarse de la región.

Allí nació en 1776 el cuarto hijo, Justo Rufino, y dos años después lo hizo José. Constituye motivo de interminable controversia la afirmación de que vino al mundo en una casa de piedra, cuyas ruinas se conservan celosamente en la actual ciudad correntina de igual nombre. Lo que no admite discusión es cuándo nació, quiénes fueron sus padres y el lugar en el que dio el primer vagido. Esto no es una afirmación gratuita ni arbitraria, sin sostén documental, porque para darle validez a los tres puntos mencionados me remito al texto completo del acta de su bautismo, cuya existencia parece haber sido olvidada por unos e ignorada por otros, a pesar de que, tras encontrarla en el Archivo de la Curia de Buenos Aires, su descubridor, el sacerdote dominico Fray Reginaldo de la Cruz Saldaña Retamar, la publicó, mientras se hallaba en esta ciudad, en la revista Ensayos y Rumbos, de septiembre de 1921. Su existencia fue mencionada por Virgilio Martínez de Sucre en dos trabajos publicados en 1950 y por Alfredo Villegas en su libro San Martín y su tiempo, editado en 1976.

A mayor abundamiento, tomó a hacerlo en 1998 el historiador Fermín Chávez, comprovinciano, discípulo y amigo de Fray Reginaldo. Lamentablemente, tan valioso documento habría sido pasto de las llamas al incendiarse la Curia porteña, y con ella su archivo, en el anochecer del 16 de junio de 1955. Quizás exista una copia de dicha acta, o una constancia del bautismo de José de San Martín, en los archivos militares españoles porque estaban obligados a presentarla quienes aspiraban a incorporarse a sus filas como oficiales.

Esa fe de bautismo dice textualmente lo siguiente: “En veinte y seis días del mes de febrero de mil setecientos y setenta y ocho años, yo el infrascripto, Fray Francisco de la Pera, Orden de Predicadores, cura doctrinero del pueblo de Nuestra Señora de los Reyes Magos de Yapeyú, Misiones del Uruguay, bautizé, puse óleo y crisma al párvulo blanco Franc. Joseph, nacido en el día de ayer, hijo legítimo del capitán y teniente gobernador de este departamento y su jurisdicción por S. Mag. (q.D.gde.) don Juan de San Martín, natural de la villa de Cervatos de la Cueza, en el reino de León, y de doña Gregoria Matorras, natural de Buenos Aires, Fueron sus padrinos don Cristóbal de Aguirre y doña Josefa de Matorras, a quienes advertí su cognación espiritual. Por verdad lo firmo. Fray Feo. de la Pera”. Esta acta bautismal, no cuestionada tras su publicación, es un documento de importancia fundamental, tan fundamental como para declarar írritas, nulas y sin ningún valor ciertas afirmaciones hechas a media voz décadas atrás y repetidas recientemente a plena voz con las características de lo dudoso o de lo probable.

Cabe agregar que fray Rubén González, hermano de hábito de Saldaña Retamar y miembro de la Academia Sanmartiniana, presentó en 1978 al I Congreso Internacional Sanmartiniano un trabajo titulado El padre Francisco de la Pera O.P., bautizador del general San Martín, en el que, sin mencionar a fray Reginaldo, afirma que fue al padre Pera, nacido en Corrientes, “amigo de don Juan de San Martín y doña Gregoria Matorras y del Ser, (y) a quien cupo el honor de bautizar por lo menos a dos de sus hijos, la primogénita María Elena y el más ilustre de sus comprovincianos y Padre de la Patria, el general don José de San Martín”.

¿Cuándo vino José por primera vez a Buenos Aires? Según Villegas, pudo haber sido en 1779, cuando su madre bajó a la Capital para gestionar el cobro de haberes adeudados a don Juan, ocasión en que habría viajado con Justo Rufino y con José, los hijos más pequeños. Lo cierto es que en 1781 toda la familia estaba aquí, tras llamarse al capitán San Martín para impartir instrucción miliar a soldados voluntarios.

¿Cómo se les presentó a los recién llegados esta Buenos Aires que no pasaba de capital de gobernación cuando don Juan se marchó a la Banda Oriental y cuando después lo hizo con igual destino su esposa Gregoria? Ahora, y desde 1776, ya no era capital de una gobernación, sino capital del vasto Virreinato del Río de la Plata, con su puerto abierto en 1778 al comercio de importación y exportación. Quizá se debió al consecuente incremento mercantil que el rey Carlos III declarase que para la ciudad era compatible la hidalguía de sangre con el comercio y ciertas artesanías.

Calixto Bustamante Carlos Inca, más conocido por el seudónimo de Concolorcorvo, que en 1773 estuvo por segunda vez en Buenos Aires, la describió largamente en su conocido libro El Lazarillo de ciegos caminantes. En sus páginas nos dice que tenía pocas casas altas, pero todas bien edificadas y dotadas de muebles hechos con maderas de calidad. Afirma que las mujeres porteñas eran, en su concepto, las más pulidas de todas las mujeres españolas y comparables a las andaluzas, si bien pronunciaban el castellano con más pureza.

También nos informa Concolorcorvo que la planta urbana tenía veintidós cuadras de Norte a Sur, y otras tantas de Este a Oeste, mostrándose bien delineada, con sus calles de igual y regular ancho. El gran inconveniente se presentaba con las lluvias porque -según dice- entonces las grandes carretas hacían excavaciones tales como para que se atascaran hasta los caballos, impidiendo el tránsito de quienes marchaban a pie, al punto de que debían quedarse sin misa cuando para ir al templo se debía atravesar una calle. Y aporta un dato que otros viajeros también registraron casi estupefactos: al atardecer, tanto en los mataderos como en los puestos de venta de carne, a ésta se la tiraba en gran cantidad, debido esto a que sacrificaban más de lo que se necesitaba sólo por el interés que ofrecía el cuero.

Ese gran historiador de la ciudad que fue Ricardo de Lafuente Machain nos dice que para que los vecinos se entretuviesen abundaban en todas las esferas sociales los juegos de cartas y de dados. Ricos y pobres concurrían por igual a los reñideros de gallos, siendo propio de los menestrales el juego de bochas, para el que abundaban canchas en el Bajo, cerca del río, y en las orillas de la ciudad. El juego de pato era propio de la campaña, donde existían muchos entusiastas aficionados, los que lucían su maestría personal y las habilidades de sus caballos. Prohibido reiteradamente por el Cabildo debido a los peligros que ofrecía su práctica, los regidores se mostraban impotentes para hacer valer su autoridad.

Volvamos a los San Martín y a su estada en Buenos Aires. A poco de llegar, don Juan enfermó al parecer de gravedad, lo que lo movió a hacer testamento por creer inminente su muerte. Felizmente, no fue así y recuperó su salud. Poco después adquirió dos propiedades urbanas. Una, conocida en la época como “la casa grande” por destinársela a vivienda familiar, estaba situada en la calle de San Juan, que ahora se llama Piedras, entre las de San Francisco y Santo Domingo, actualmente denominadas Moreno y Belgrano. La vivienda se alzaba en un solar que desapareció al construirse la Diagonal Sur, en la acera que miraba al Oeste. Estaba en el barrio llamado por entonces de San Juan por el cercano templo homónimo, destinado a curato de naturales, todavía existente en Alsina y Piedras, contiguo por muchos años al convento de

Santa Clara, de las monjas capuchinas, trasladado décadas atrás al partido bonaerense de Moreno. La otra propiedad, “la casa chica”, quizás adquirida para obtener renta por su alquiler, se levantaba en la calle del Rosario, entre las de San Miguel y San Cosme y San Damián, o sea, en las actuales Venezuela entre las de Tacuarí y Bernardo de Irigoyen, en pleno barrio de Monserrat. Estas dos fincas fueron vendidas por un apoderado de don Juan en 1791. Según anota Villegas, en la vivienda que quedaba en los fondos de “la casa grande” gateaba por entonces Juan Gregorio de Las Heras, quien con el tiempo llegaría a ser uno de los mejores colaboradores de nuestro José.

En punto a la vida religiosa de los San Martín, digamos que don Juan y doña Gregoria eran terciarios dominicos, al igual que los padres de Manuel Belgrano. No sería de extrañar que ambos matrimonios, quizás acompañados por algunos de sus hijos, hayan participado juntos en misas y actos litúrgicos realizados en la iglesia, hoy basílica, de Nuestra Señora del Rosario, anexa ai convento de Santo Domingo, en la intersección de las actuales calles Belgrano y Defensa.

Ricardo Rojas dice en El Santo de la Espada, reiterando y acrecentando lo afirmado por otros biógrafos del Libertador, que en la ciudad porteña “el niño misionero vivió cuatro años (...), llegó a la edad de la razón (...), lo iniciaron en la doctrina cristiana, en la historia sagrada, en la gramática que enseñaban en las escuelas de esa época; aquí aprendió a leer y escribir”. Es posible, sí, que en esos años de Buenos Aires, que no fueron cuatro sino algo más de la mitad, la madre, doña Gregoria, haya enseñado a su hijo menor, con cuatro o cinco años de edad, las oraciones cristianas, y narrado episodios bíblicos, amén de introducido en los rudimentos de la lectura, pero seguramente por ese tiempo no tuvo relación alguna con la gramática ni concurrió a una escuela. ¿Por qué nos permitimos afirmar esto? Porque según los usos y costumbres de la época, no era lo propio de tal edad. A los dichos de Rojas podrían agregarse otras fantasías que siguen corriendo en nuestro tiempo. Por ejemplo, que habría compartido un aula con Nicolás Rodríguez Peña, que tenia cinco años más que él y con Gregorio (Goyo) Gómez Orcajo, que apenas frisaba en los tres.

A poco de ser relevado el virrey Juan José Vértiz, quien así lo había pedido alegando ancianidad y achaques, el gobierno real dispuso otro tanto respecto del capitán San Martín y su traslado a España. Por ello, él viajó con doña Gregoria y la prole a Montevideo para embarcarse en la fragata Santa Balbina a fines de noviembre de 1783. Urgidos por la preparación de baúles y paquetes, seguramente no llegaron a enterarse de que pocos días antes se había erigido, con carácter preuniversitario, el Real Colegio Convictorio Carolino, uno de cuyos primeros alumnos sería Manuel Belgrano, ya de trece años de edad.

Aquí pongamos término a la evocación de la primera vez que nuestro José de San Martín vino a Buenos Aires, quien, seguramente, en los años siguientes más sabría de esta ciudad por lo que le decían sus padres y sus hermanos mayores que por sí mismo. Se marchó unos dos meses antes de cumplir los seis años de edad.


2

Los San Martín desembarcaron en Cádiz el 25 de enero de 1784 y por casi un año y medio residieron en Madrid, donde doña Gregoria enfermó de cuidado y don Juan vio frustrado su propósito de obtener un ascenso militar. Después, la familia se radicó en Málaga, ciudad en la que el capitán San Martín alquiló una casa en la calle de Pozos Dulces, cerca de una escuela administrada por el Estado que funcionaba donde antes lo había hecho un colegio de los jesuitas, expulsados también de España por el mismo tiempo que lo fueron de América. Villegas estima como posible que el niño José haya sido alumno de ese establecimiento. No deja de llamar la atención ese marchar de los San Martín siguiendo las huellas de los hijos de San Ignacio ya extrañados, como lo habían hecho en la Banda Oriental y Yapeyú.

Para la familia, la vida diaria se veía constreñida por una digna pobreza debido al menguado haber de retiro militar dado a don Juan. Fueron años de prueba para todos, comenzando por doña Gregoria, quien hizo sin duda esfuerzos beneméritos para administrar las pocas pesetas que asegurasen alimento, ropa y escuela a los cinco hijos. Quizás se debió a esa realidad hogareña que José supiera vivir frugalmente, coser los botones de su chaqueta y remendarla, comer de pie en la cocina y no contraer deudas.

Uno por uno, tos cuatro hijos varones se incorporaron a la milicia, haciéndolo José en 1789 como cadete del Regimiento de Murcia. Fue por entonces cuando experimentó en carne propia el daño que se podía hacer con una mentira y el bien que se lograba al destruir una patraña. Fue tan grave el hecho y fue tan tergiversadamente presentado en tiempos recientes que estimo necesario mostrarlo tal como fue, recurriendo para ello una vez más a Alfredo Villegas, quien halló en los archivos militares españoles la documentación que echa luz plena sobre el asunto. Al resolverse realizar promociones de cadetes a oficiales, un jefe del Murcia, para favorecer a quien ocupaba uno de los últimos lugares por méritos y antigüedad, trató de desplazar a San Martín y a otros cinco de su clase. Para ello arguyó que debía postergárselos en razón de sus “escandalosas conductas, total inaplicación y vicios indecorosos”. Felizmente, la maniobra quedó al descubierto y ascendieron quienes debían hacerlo. Por eso, Villegas dice sobre este asunto que en la ocasión el cadete San Martín sufrió la primera injusticia y tuvo el primer galardón de su carrera militar.

Para no desvirtuar el objetivo de esta disertación, no me detendré en el análisis de esa carrera de San Martín en España, pero sí recordaré que, como oficial del ejército real, estaba luchando contra el invasor francés cuando en 1810 se iniciaba en Buenos Aires el movimiento independentista del Virreinato del Río de la Plata. Esta coincidencia la señaló él al presidente peruano Ramón Castilla en la carta que le envió el 11 de septiembre de 1848: “Como usted, le dijo, yo serví en el ejército español, en la península, desde la edad de trece a treinta y cuatro años, hasta el grado de teniente coronel de caballería. Una reunión de americanos en Cádiz, sabedores de los primeros movimientos acaecidos en Caracas, Buenos Aires, etc., resolvimos regresar cada uno al país de nuestro nacimiento, a fin de prestarle nuestros servicios en la lucha, pues calculábamos se habría de empeñar”. Veinte años antes, en 1827, había dicho algo similar, pero más preciso por el lugar elegido para regresar. Lo hizo al escribirá Guillermo Miller, su antiguo subordinado, a quien manifestó, hablando en tercera persona, que: “El general San Martín no tuvo otro objeto en su ida a América que el de ofrecer sus servicios al gobierno de Buenos Aires...”. Para cumplir su propósito, pidió su retiro del ejército real y sucesivamente pasó de España a Portugal y a Inglaterra, donde se embarcó en la fragata George Canning, la que en viaje directo arribó a Buenos Aires el 9 de marzo de 1812.

Mientras se preparaba el desembarco -que exigía pasar del navío a un lanchón y de éste a una carretilla-, San Martín habrá mirado con ojos escrutadores la ciudad de la que se había ido casi veinte años antes. El historiador Héctor Juan Piccinali imagina que esto permitió al recién llegado y a otros pasajeros contemplar“... desde el río el caserío chato de casas bajas, donde emergían las bellas torres de sus iglesias, sonoros campanarios cuyos repiques le sugirieron un saludo de bienvenida”.

La ciudad presentaba grandes cambios. En el Fuerte no estaba un virrey, sino un Poder Ejecutivo triunviro que había sucedido a la Junta formada el 25 de mayo de 1810, formada por el pueblo porque, según expresó Cornelio Saavedra, éste es, “el único que confiere toda autoridad o mando”. En la Plaza de la Victoria se alzaba una modesta pirámide de barro para recordar ese día, precisamente. La población podía estimarse en unos cincuenta mil habitantes, de los que diez mil eran negros o mulatos y unos ciento cincuenta, indígenas. El movimiento revolucionario había favorecido la creación de periódicos, que todavía no eran muchos. De la Imprenta de Niños Expósitos, la única de la ciudad y del Virreinato todo, salían tanto la inicialmente llamada Gazeta de Buenos-Ayres y ahora Gazeta Ministerial como El Censor, cuyo redactor era el aymara Vicente Pazos Kanki o Pazos Silva, y Mártir o Libre, la hoja en la que Bernardo de Monteagudo escribía sus fogosos alegatos. Centros de reuniones políticas y propicios para comentar lo dicho por los periódicos eran los cafés, en particular el de Marcos -aceptemos que se llamaba así-, establecido desde 1801 cerca de la iglesia de San Ignacio, en la esquina nordeste de Santísima Trinidad y San Carlos, que ahora se denominan Bolívar y Adolfo Alsina. Allí campeaba el ya nombrado Monteagudo, de allí salían muchos jóvenes escandalosos llevados por la Policía y allí se formó la Sociedad Patriótica, con la que Monteagudo pretendía mantener viva la antorcha revolucionaria. En el orden escolar merece recordarse la creciente fama de Rufino Sánchez, considerado el preceptor más prestigioso de la época. A su escuela, situada en la antes mencionada calle de San Carlos, concurrían hijos de las familias de más recursos y él ofrecía como garantía de su eficiencia los exámenes que rendían los mejores alumnos ante sus padres y otros invitados.

Al venir por segunda vez a Buenos Aires, ¿dónde se alojó inicialmente San Martín? Piccinali cree que pudo haberlo hecho en la casa de la viuda de Balbastro, parienta por vía materna de Carlos de Alvear, su compañero de viaje, situada en las actuales Sarmiento entre Reconquista y 25 de Mayo, llamadas por entonces Santa Lucía, San Martín (por el de Tours) y Santo Cristo, respectivamente. También acepta el distinguido historiador sanmartiniano la posibilidad de que se haya hospedado en la Fonda de los Tres Reyes, muy cercana al Fuerte porque se hallaba junto a la barranca, en la calle del Santo Cristo entre las actuales Rivadavia -otrora llamada De las Torres por las que alguna vez tuvo la Catedral- y Bartolomé Mitre, hasta 1901 denominada Piedad, por la iglesia homónima. Es muy probable que, después, conociendo sus hábitos, haya tenido habitación en los sucesivos cuarteles de los Granaderos a Caballo, cuya formación se le encomendó a poco de llegar. Tras su casamiento en septiembre de 1812 con Remedios de Escalada pudo haberse trasladado, como solía hacerse, a la casa de su suegro, don Antonio José de Escalada, dueño de una de las mejores viviendas de la ciudad, situada en la intersección de Merced y Santísima Trinidad, o sea, con la nomenclatura actual, Tte. Gral. Perón y San Martín, calle que, por un tiempo si se llamó así por el patrono de la ciudad, desde 1848 lo seria por el Libertador. Nos parece oportuno recordar que la casa de los Escalada pasó a ser propiedad de su hija Remedios y que corridos los años, lo fue de su nieta Josefa Balcarce y San Martín de Gutiérrez Estrada, que la donó al Patronato de la Infancia, como lo recuerda una placa allí colocada.

Pero volvamos al posible flamante hogar del matrimonio. Estimo que debemos leer lo dicho por Florencia Grosso de Andersen, quien, en su magnífica biografía de la joven esposa, manifiesta lo siguiente: “Es éste un enigma menor por resolver. Sin embargo, creemos que dada la movilidad permanente de San Martín con su escuadrón de granaderos, era apropiada la permanencia del matrimonio en la casa de Escalada, lo suficientemente amplia como para albergarlos con comodidad. Por seguridad y para compañía de Remedios y ante la posibilidad cierta de un nuevo destino del jefe de familia, al que de ser posible ella lo acompañaría, es sensato pensar que haya convenido no poner por entonces casa en Buenos Aires. Sabemos que después del combate de San Lorenzo, la joven esperó a su marido en el hogar paterno y en él vivió durante la campaña libertadora”.

Así fue transcurriendo el año de 1812, con la creación de la logia Lautaro, el ya mencionado casamiento con Remedios y el apoyo militar a la asamblea popular del 8 de octubre que depuso a los triunviros. Y llegó 1813, con el combate de San Lorenzo el 3 de febrero, la reunión de la Asamblea General Constituyente, la victoria de Belgrano en Salta y las sucesivas noticias de los contrastes sufridos por los independentistas en las altoperuanas Vilcapugio y Ayohuma. Por esto último, precisamente, en el final del año se decidió enviar al Norte a San Martín como jefe de una expedición auxiliadora de las tropas que mandaba Belgrano.

San Martín se despidió de su esposa, de sus pocos amigos y de la ciudad, en la que había pasado veinte meses, algo menos que en su primera llegada. Y tendrían que transcurrir más de tres años para que viniera otra vez a Buenos Aires.


3

Quedaban en el pasado el breve mando del Ejército del Norte -interrumpido por la enfermedad-, la gobernación intendencia de Cuyo, el nacimiento en Mendoza de su hija Mercedes Tomasa, la formación del Ejército Libertador, el increíble cruce de la mole andina, la victoria del 12 de febrero de 1817 en Chacabuco, la entrada en Santiago, su personal declinación del mando político y la elección de 0'Higgings para ejercer la dirección suprema del Estado.

Todo esto había pasado cuando hubo un diálogo al que el historiador Benjamín Vicuña Makenna le puso fecha del 10 de marzo de 1817 y lo reconstruyó así: “...estaba el general San Martín en el lugar favorito de su palacio de los antiguos obispos de Santiago, conversando soldadescamente con alguien y comiendo sobre parado algún bocado, porque rara vez se sentaba en la mesa, cuando, notando que pasaba el capitán 0'Brien por el patio, le dio un grito de: -0'Brien! -0'Brien!, grito tal (grito de San Martín) que hizo girar al último sobre su cuerpo.

“-0'Brien! le dijo el general con ese tono peculiar, rápido, cortante: mañana al amanecer marchamos para Buenos Aires.”

“-¿Para Buenos Aires, señor? -contestó casi balbuceando el bravo celta que tenía ya más de un requiebro a cuesta-, ¿A Buenos Aires, señor?”

“-¡Sí, señor! ¡A Buenos Aires, por Mendoza! ¡Mañana, al aclarar!”.

Iniciado el viaje, su término señaló la tercera venida de San Martín a Buenos Aires. Para tener noticia de esta llegada recurramos a ese gran cronista de Buenos Aires que fue Juan Manuel Beruti, quien, en el diario privado que llevó por muchos años, anotó esto: “El 30 de marzo de 1817. Entró en esta capital el excelentísimo señor don José de San Martín, general del ejército reconquistador de Chile, el que fue recibido por todas las autoridades y corporaciones, con el séquito y opulencia que merecía(n) su persona y las glorias adquiridas, con salvas, las calles colgadas de ricos tapices, olivos que formaban las calles y un inmenso pueblo que acompañaba, entre vivas y aclamaciones, habiéndose a la noche iluminado los balcones del Cabildo, con su correspondiente música y un famoso castillo de fuego puesto en medio de la plaza”.

El Libertador permaneció aquí una veintena de días, cuyas horas repartió entre arduos diálogos mantenidos con el director supremo Pueyrredón para tratar temas políticos y la permanencia en el hogar, con su esposa Remedios y la pequeña Mercedes, que por entonces ensayaba los primeros pininos.

Volvamos a Beruti: “El 19 de abril de 1817. Salió de esta capital para la de Chile, el señor de San Martín, a quien, dos o tres días antes, se le dio por el excelentísimo Cabildo una comida, que tuvo costo de más de tres mil pesos”.

Concluyó así la tercera vez que San Martín estuvo en Buenos Aires.


4

La victoria obtenida por San Martín el 5 de abril de 1818 en Maipú marcó el cenit de su capacidad como conductor militar.

Permítanme ustedes recordar ahora su primer parte sobre ese triunfo, dirigido al gobierno de Chile. Decía así: “Acabamos de ganar completamente la acción. Nuestra caballería los persigue hasta concluirlos. La patria es libre. Cuartel general en el campo de batalla, lo de Espejo, 5 de abril de 1818. San Martín”. Es obvio decir que recuerda a un mensaje del espartano Leónidas.

El antes mencionado historiador chileno Vicuña Mackenna afirma que “Hay en este laconismo algo de sublime, sobre todo en esta tierra americana de la bambolla militar y de los boletines fanfarrones de los caudillos”. Y tras formular otras consideraciones, estampó algo que no puedo dejar de recordar: “Y sin embargo, dice, los chismosos de la historia han dicho que San Martín al escribir este parte de la victoria más grande y más decisiva del nuevo mundo estaba borracho. ¡Imbéciles! Estaba borracho de gloria, pero no de vino!”.

Corridos ocho días de su gran triunfo, San Martín cruzó una vez más la cordillera andina, a pesar de que ya caían las primeras nieves y se dirigió por cuarta vez a Buenos Aires. La noticia de la victoria llegó antes que él, como lo anotó Beruti en su Diario: “El 17 de abril de 1818. A las 4 de la tarde, se oyó una descarga general de fusilería por las tropas que al frente de sus cuarteles se hallaban formadas, en seguida la Fortaleza y los buques de guerra hacían salva, a lo que correspondieron las iglesias con un repique general de campanas”. No era para menos: acababa de llegar Manuel de Escalada, hermano de Remedios, con los pliegos del Libertador para dar cuenta del triunfo.

Bueno es recordar que la magna noticia conmocionó a Buenos Aires y le hizo olvidar la recibida días antes, o sea la relativa al desastre de Cancha Rayada, ocurrido el 19 de marzo anterior, día del onomástico de San Martín.

Recuerda José Luis Busaniche, en su libro San Martín vivo, que unos comerciantes ingleses, los hermanos Juan y Guillermo Parish Robertson, narraron que en la noche del día en que se conoció la victoria de Maipú estuvo muy concurrida la tertulia de Escalada, agregando que “no es posible imaginar una escena más alegre, animada y jubilosa” y que “la casa estuvo repleta toda la noche por la sociedad más respetable de la ciudad”.

Sabedor el gobierno rioplatense de la próxima venida de San Martín, el director Supremo Pueyrredón le escribió el 1° de mayo de 1818 para instarlo “a recibir de este pueblo agradecido las demostraciones de amistad y ternura con que está preparado”. Y le comunicaba que sería esperado por jefes militares y funcionarios civiles en San José de Flores, el pueblo más cercano a la capital. Seguramente, el Libertador recibió esta comunicación, pero lo cierto es que prefirió obrar en contrario. Nos lo dice Beruti: “El 12 de mayo de 1818. Entró en esta capital de incógnito, como a las cuatro de la mañana, el invicto general defensor de Chile, el excelentísimo señor don José de San Martín, dejando burladas las prevenciones que estaban hechas, en la calle principal de la Victoria (Hipólito Yrigoyen desde 1946) de varios arcos triunfales, jardines, colgaduras, etcétera, que con anticipación se habían puesto, tanto por el supremo gobierno como por el excelentísimo Cabildo y vecindario, que lo querían recibir, y que su entrada fuera en triunfo, pues todo lo merecía la heroicidad de sus acciones militares”.

Cuarenta días permaneció aquí San Martín. En su transcurso, el 17 de mayo, lo recibió en triunfo el Congreso de las Provincias Unidas, reunido desde el año anterior en el salón del Consulado, cuyo edificio estaba donde hoy se halla la casa central del Banco de la Provincia de Buenos Aires, en la calle San Martín entre las de Bartolomé Mitre y Tte. Gral. Perón. Hasta allí llegó, partiendo del Fuerte, en compañía del director supremo, mientras resonaban las bandas militares y las aclamaciones de sus compatriotas. Tras esto se trasladó discretamente a San Isidro, donde se reunió con Pueyrredón en la quinta de éste para analizar los proyectos que permitirían armar la flota necesaria para llegar al Perú.

“El cuatro de julio de 1818. Se regresó de esta Capital para la de Chile el señor general don José de San Martín”, según anota Beruti en su Diario. Le faltó agregar que con él también viajaron su esposa Remedios y su hija Mercedes, quien así volvía a Mendoza, su ciudad natal.


5

Tras renunciar en 1822 al ejercicio del cargo de Protector del Perú, San Martín viajó por mar a Chile, donde debió soportar larga enfermedad. Recuperada su salud, se trasladó a Mendoza, a la que llegó el 4 de febrero de 1823, y se alojó en su chacra de Los Barriales. Allí recibía informaciones sobre la compleja situación política y militar existente en el Perú, como también las enviadas desde Buenos Aires relativas a la salud de su esposa. Un día aciago supo de su deceso, ocurrido el 3 de agosto por obra de la tisis.

En octubre de 1823, conoció la versión de que en Buenos Aires lo esperaban para someterlo a un Consejo de Guerra por su decisión de 1819 de no inmiscuir al ejército de su mando en luchas civiles. Manuel de Olazábal, uno de sus más queridos oficiales, narra que San Martín no podía creer que ese fuera el real proceder del gran pueblo de Buenos Aires, al que consideraba, según sus palabras, “cuna de la libertad”.

Decidido el traslado, lo inició el 20 de noviembre y llegó a Buenos Aires el 4 de diciembre. Fue ésta su quinta venida. El arribo quedó registrado por Beruti, quien agregó a la anotación en su Diario una larga biografía del héroe, no exenta de errores en algunos datos menores. El bisemanario oficialista El Argos le dedicó una larga nota de recepción en su edición del 11 de diciembre, la que concluía diciendo que ”después de celebrar como debe su feliz arribo, nada tiene que ofrecerle de los bienes de fortuna, pero le ofrece los suyos, quiere decir, su reconocimiento y voluntad”.

Poco después de la llegada de San Martín, hizo otro tanto por vía marítima Woodbine Parish, enviado agente observador del gobierno inglés como paso previo al reconocimiento de la independencia nacional. En un libro que publicó al concluir su estada, incluyó interesantes informaciones sobre la ciudad porteña. Así, dejó asentado que “al atravesar la ciudad, llamóme la atención la regularidad de las calles, la apariencia de los edificios públicos e iglesias, y el alegre aspecto de las blanqueadas casas, pero mucho más el aire de independencia de las gentes, que me presentaba un notable contraste con la esclavitud y escuálida miseria que tanto nos había repugnado en Río de Janeiro”. Al igual que lo hicieron casi todos los viajeros de la época, no dejó de mirar atentamente a las criollas, de las que señaló como característica su amor por las flores, al punto de que ”con motivo de una baile y de cualquier diversión pública, toman a cualquier precio una diamela rara, una camelia o un lindo jazmín del cabo, con lo que saben hacer resaltar su magnifico cabello con un gusto artístico que les es peculiar”.

La población de la ciudad continuaba aumentando en número, al punto de que Parish afirmó que alcanzaba el triple de la existente veinticinco años antes. Para toda la provincia de Buenos Aires la estimó en 200.000 almas como mínimo y para la ciudad, en más de 80.000. Quizá hizo cálculos algo optimistas porque un censo realizado un año antes por Buenaventura Arzac no daba más de 55.000.

Volvamos a San Martín en su quinta venida a Buenos Aires. A poco de llegar, y tras alojarse en la mencionada fonda de los Tres Reyes, marchó hasta la cercana casa de los Escalada. No encontró allí a su suegra, doña Tomasa de la Quintana, viuda desde 1821, y tampoco a Mercedes, “la infanta mendocina”, como él llamaba a su hija. La cercanía del verano había determinado que la familia se trasladase a un quintón de propiedad de Bernabé Antonio de Escalada, medio hermano de Remedios, quien había muerto allí. Alrededor de 1930, se construyó el parque Ameghino, en el barrio Parque de los Patricios, en el predio correspondiente al quintón, cuya vivienda principal estaba próxima a la actual esquina de Caseros y Monasterio.

Dice Gastón Federico Tobal, en su libro Evocaciones porteñas, que “con las primeras luces del alba, al día siguiente, el tío Congo (esclavo de los Escalada) lo guía en su triste visita a la Recoleta y en el camino recogen a don Julio Estenard, el modesto artífice que en la lápida de mármol había de grabar el sencillo epitafio a la pobre niña que sacrificara por sus heroicas empresas en honor de la Patria”.

Por su parte, Florencia Grosso de Andersen agrega esto: “Desvalida y solitaria encuentra el Libertador la sepultura de Remedios en el descampado de la Recoleta. Temprana ocupante, aún no se alzan en su entorno tumbas patricias y es la suya un exiguo espacio de tierra removida. él le ofrendó la simple dignidad del mármol y un epitafio de austeridad sanmartiniana: Aquí descansa Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín. 1823”. Señalemos nosotros que fue en esa ocasión en la que el Libertador conoció el primer cementerio público de la ciudad, inaugurado el año anterior, al que veinte años después mencionaría en su testamento.

Con relación a esta estada de San Martín en Buenos Aires cabe señalar que por unos días fue huésped en una finca situada fuera de la ciudad. Tal surge de lo dicho en sus Memorias por Tomás de Iriarte: “El general San Martín llegó de Mendoza donde había fijado su residencia desde que se separó del Perú: venia a embarcarse para Europa. Acompañando al señor Rivadavia, fuimos a visitarlo a una quinta distante, donde se había alojado: no lo encontramos”. Dónde estaba esa quinta y quién era su propietario no ha sido posible hasta ahora determinarlo.

Ya reunido con su pequeña hija, a la sazón de siete años de edad, tomó pasaje en el navío francés Le Bayonnais y se embarcó el 10 de febrero de 1824. A bordo, escribió una carta a su compadre Federico Brandsen para comunicarle lo siguiente: “Dentro de una hora parto para Europa con el objeto de acompañar a mi hija para ponerla en un colegio de aquél país y regresaré a nuestra patria en todo el presente año, o antes, si los soberanos de Europa intentan disponer de nuestra suerte”.

Contra su deseo, no volvería a pisar tierra de Buenos Aires, “cuna de la libertad”, según su sentir. De haber permanecido aquí unos meses más, podría haber tenido en sus manos un ejemplar de La Lira Argentina, obra que por entonces se estaba imprimiendo en París y que contenía la recopilación hecha por Ramón Díaz de “las piezas poéticas dadas a luz en Buenos Aires durante la guerra de su independencia”. Entre esas piezas se contaban varias dedicadas a la liberación de Chile y las victorias militares por él obtenidas, en particular la batalla de Maipú, nacidas del estro poético de fray Cayetano Rodríguez, Esteban de Luca, Juan Ramón Rojas, Juan Cruz Várela, Juan Crisóstomo Lafinur y Vicente López y Planes.


6

Habían pasado más de cuatro años de su ida a Europa cuando San Martín decidió volver por sexta vez a Buenos Aires. Mientras tanto, Mercedes continuaría en un colegio como alumna pupila y quedaría a cargo de su tío Justo Rufino.

Tras visitar en Gran Bretaña a su antiguo subordinado Guillermo Miller, se embarcó el 21 de noviembre de 1828 en el puerto de Falmouth a bordo del Countess of Chichester, buque de vapor que realizaba su primer viaje a Buenos Aires. Se hizo acompañar por un criado y en el registro de a bordo se anotó con el nombre de José Matorras.

Creía volver a un Buenos Aires políticamente estabilizado, con su Legislatura funcionando y el Poder Ejecutivo ejercido por Manuel Dorrego, a quien conocía por haber formado parte del Ejército del Norte y a quien se había manifestado gustoso de recibir como oficial en el de los Andes, presencia que no se pudo concretar.

Al pasar por Río de Janeiro se enteró del derrocamiento de Dorrego por el general Juan Lavalle, al que él había formado en su adolescencia como oficial de los Granaderos a Caballo. En Montevideo supo del fusilamiento del gobernador legítimo y el estado de guerra civil en que se hallaba sumida la provincia de Buenos Aires. Por todo esto ya había decidido no desembarcar cuando el paquebote inglés se detuvo en las balizas exteriores de Buenos Aires. ¿Qué eran éstas? Lo describió con toda precisión el antes mencionado Woodbine Parish al decir en su libro que “Los buques que calan 15 o 16 pies tenían que anclar siete u ocho millas distantes de la ciudad, de donde se los distingue muy poco, por lo que a menos que el tiempo esté sereno, el desembarco no deja de ser peligroso”. Debería pasar mucho tiempo para que los porteños tuvieran muelles, diques y dársenas, esas grandes construcciones tan poco utilizadas pasadas apenas décadas desde su habilitación total.

San Martín se trasladó a Montevideo, donde permaneció unos tres meses y fue motivo de agasajos y reconocimientos públicos. De allí partió el 6 de mayo de 1829 rumbo a Falmouth, viajando en esta ocasión a bordo del buque Lady Wellington.

En ocasión de esta frustrada venida nada describió Beruti en su Diario, lo que no deja de llamar la atención. En cambio sí lo hicieron, y reiteradamente, quienes se valieron de la prensa porteña para atacarlo, censurarlo, hasta intentar condenarlo. Los más duros enemigos se escondieron tras el anonimato o el paradojal seudónimo de Unos argentinos. Si el Libertador conoció tan deleznables textos bien pudo repetir lo dicho en su despedida a los peruanos: “En cuanto a mi conducta pública, mis compatriotas -como en lo general de las cosas- dividirán sus opiniones; los hijos de éstos deberán dar el verdadero fallo”.


7

José de San Martín falleció en su residencia transitoria de Boulogne-sur-Mer el 17 de agosto de 1850. Pocos días tuvieron que pasar para que se conociera su testamento ológrafo, custodiado posteriormente en una notaría parisiense. De sus parcas mandas póstumas importa considerar ahora la cuarta, que manifestaba el deseo de que su corazón descansara en el cementerio público de Buenos Aires, en el que se hallaba la tumba de Remedios. El 30 de ese mes, Mariano Balcarce, su yerno y encargado de la legación de la Confederación Argentina en Francia, comunicó el deceso de su venerable padre político a Juan Manuel de Rosas en su condición de gobernador de Buenos Aires y encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina. También le informó que los restos del héroe quedaban sepultados en la Catedral boloñesa “hasta que puedan ser trasladados a esa Capital, según sus deseos, para que reposen en el suelo de la patria querida”.

Debido a la lentitud en materia de comunicaciones propia de la época, mucho tardó en recibirse en Buenos Aires la dolorosa noticia, tanto como para que el Diario de Avisos, de edición vespertina, la diera a conocer en su edición del 2 de noviembre, según lo consigna el ya tantas veces mencionado Beruti en su manuscrito por muchos años inédito. Pero días antes, el 1° de ese mes, el ministro de Relaciones Exteriores de Buenos Aires, Felipe Arana, suscribía una nota por la que le comunicaba a Balcarce que el gobernador Rosas le prevenía por su intermedio que “luego (de) que sea posible proceda a verificar la traslación de los restos mortales del finado general a esta ciudad por cuenta del gobierno de la Confederación Argentina para que, a la par que reciba de este modo un testimonio elocuente del íntimo aprecio que su patriotismo le hacía merecer de su gobierno y de su país, quede también cumplida su última voluntad”. Empero, no se efectuó en esta ocasión el traslado de los restos, como tampoco años después se dio cumplimiento a una ley nacional, sancionada en 1864, siendo presidente Mitre, que disponía que el gobierno asegurase los fondos necesarios para la repatriación de esos restos.

Por largo tiempo se arguyó que la demora en traerlos se debió a los resquemores que todavía sentían algunos de sus compatriotas por las posiciones políticas que había asumido en Europa respecto de su país, como también por la elección del destinatario que había hecho para su sable. Allá por 1860 se solía argumentar que nada debía hacerse hasta que la República tuviera Capital constitucional definitiva. Todo esto debe desecharse y dejar de repetirse. Como se ha publicado reiteradamente, existen suficientes testimonios de que el cadáver del Libertador permaneció en Francia por voluntad de su hija, que había dado a conocer su decisión de que mientras viviese no se separaría de los restos de aquel a quien debía su ser.

Antes de seguir adelante debo recordar que el sepelio de José de San Martín se realizó el 20 de agosto, día en que tras rezarse un oficio de difuntos en la iglesia de San Nicolás, el reducido cortejo fúnebre marchó hasta la Catedral boloñesa, todavía en construcción, para depositar provisoriamente el féretro en una de las bóvedas de la cripta ya terminada. En 1852, la familia Balcarce se trasladó a Brunoy, cerca de París, donde habitó en una casa de su propiedad que aún se conserva. Ya instalados allí los esposos y sus hijas, Mariano Balcarce erigió un panteón en el cementerio local. El 21 de noviembre de 1861, después de celebrarse una misa en la iglesia local, se depositó en ese recinto el féretro del Libertador, trasladado para ello desde Bolulogne-sur-Mer. Sobre esto, estimo oportuno traer a colación un relato de Pastor Servando Obligado incluido en la quinta serie de sus Tradiciones de Buenos Aires. En el mencionado texto, evocó su llegada en 1872 a Brunoy, donde fue recibido por Mariano y Mercedes, por Josefa Balcarce y San Martín de Gutiérrez Estrada y su esposo, y la hermana de aquél, María Balcarce. El relato sigue asi: “Atravesando la quinta, descendimos al pequeño cementerio, y ante el sepulcro del general San Martín caímos de rodillas, contemplando la urna cineraria que guarda los restos del más grande americano. Hoy, dentro del más rico sarcófago, se custodian en nuestra Catedral metropolitana”.

Tres años después de la visita de Obligado, el 28 de febrero de 1875 se producía el fallecimiento de Mercedes San Martín. Quedaba así expedito el camino para que San Martín viniera una vez más, la séptima, y definitivamente, a Buenos Aires, fuera ésta Capital de la República o no.

En 1877, a instancias del presidente Nicolás Avellaneda, se inició el proceso para repatriar los restos del Padre de la Patria. La misión se confió a una comisión nacional encabezada por el vicepresidente de la Nación, don Mariano Acosta, la que tuvo a su cargo, con ejemplar eficiencia y un presupuesto mínimo, organizar el traslado de los restos, erigir un mausoleo en la Catedral y promover una colecta para financiar los gastos emergentes, a la que contribuyeron tanto los habitantes de la República como los argentinos residentes en otros países.

La repatriación de los restos del Libertador se haría en momentos en que la ciudad de Buenos Aires se mostraba muy distinta a la pequeña urbe virreinal a la que había llegado en su primer viaje, cien años atrás. La población ya sumaba más de 200.000 habitantes y seguía creciendo por obra de la constante inmigración europea. Todavía mantenía el aspecto de Gran Aldea, pero ya se anunciaba el proceso de transformación urbanística que la convertiría en la Gran Capital del Sud cantada tras la Revolución de 1860.

Los restos del héroe llegarían a la ciudad por él preferida pocos días antes de enfrentarse con las armas en la mano los partidarios del gobierno nacional y los seguidores del gobernador de Buenos Aires, don Carlos Tejedor.

Se dispuso que el féretro que contenía el corazón del Libertador fuese traído en su viaje inaugural por el transporte naval Villarino, botado poco antes en Inglaterra. La nave recibió los restos en el puerto francés de El Havre, en cuya Catedral se realizó un oficio religioso y al embarcar se rindieron honores militares.

Los restos fueron descendidos en Montevideo para recibir el homenaje del pueblo oriental y el arribo a Buenos Aires se produjo el 28 de mayo de 1880. Ya en tierra, los saludó con un gran discurso el ex presidente Domingo Faustino Sarmiento e iniciada la marcha del cortejo, al llegar éste a la plaza San Martín se detuvo junto al monumento del héroe epónimo. Allí pronunció el presidente Avellaneda una oración digna de ser ovacionada. La procesión cívica siguió hasta la Catedral, en la que se efectuó una ceremonia litúrgica y se depositó el féretro a la espera de que concluyera la construcción del mausoleo.

De la gran jornada realizada ese día participaron varios ancianos que habían combatido a las órdenes del héroe, Mitre, delegaciones llegadas de todas las provincias, representantes de naciones americanas, miembros de entidades culturales, el periodismo y el pueblo porteño, unidos en la ocasión criollos y extranjeros. Bien puede decirse, entonces, que ese 28 de mayo de 1880 tuvo el carácter de apoteosis del Libertador.

José de San Martín llegó así por séptima vez a la ciudad que distinguió entre todas las rioplatenses, a la ciudad que consideró cuna de la libertad. Vinieron sus restos, y entre éstos el corazón, porque él deseó que así fuera. Con el correr de los años, no faltarían voces para proponer peregrinos traslados a otros lugares, pero aquí quedarán por siempre porque el Padre de la Patria así lo deseó.


Tras el viaje definitivo, aquí yacen para recibir el perpetuo homenaje de la argentinidad. Así lo cantó el gran poeta Francisco Luis Bernárdez con estos impares y filiales versos:



Guardemos siempre su recuerdo fundamental como si fuera nuestra vida.

Con el amor con que la fruta guarda en el fondo de su seno la semilla.

Con el amor con que la hoguera guarda el recuerdo victorioso de la chispa.

Que su sepulcro nos convoque mientras el mundo de los hombres tenga días.

Y que hasta el fin haya un incendio bajo el silencio paternal de sus cenizas.