Constitución de 1819
1819 - Manifiesto del Soberano Congreso General Constituyente
 
 

Cuando presente la historia a las edades venideras el cuadro de nuestra revolución, no podrán excusarse de confesar, que hemos andado esta carrera con esta majestuosa simplicidad con que da sus pasos la naturaleza. Borrascas, tempestades, erupciones volcánicas, nada perturba el orden de sus leyes, ni impide el término a que debe llegar. No menos que en el orden físico hay en el orden moral otros sacudimientos políticos, que nacen del choque violento de los intereses y las pasiones. Estos son los que sufrimos por espacio de nueve años, y los que han concurrido a separamos de nuestros altos destinos. Con todo, inmóviles en nuestro propósito, no han podido destruir ese interés que inspira el amor al bien y a la causa de la libertad.


Acordaos, ciudadanos, del memorable 25 de Mayo que nos abrió la vasta y trabajosa carrera de la virtud- Degradados por el largo periodo de trescientos años, nos veíamos bajo un gobierno, que por su debilidad y sus desastres ya no podía ser el agente tutelar de nuestra tímida existencia. Su plaza parecía estar vacante en medio de! edificio social y todo conspiraba a una completa disolución. Fue pues que obligados a asegurar el orden público y la defensa del Estado dimos el primer paso de la revolución, reconcentrando en nosotros mismos un gobierno sin más límites de su beneficencia que los de su poder. Esta resolución heroica causó una alarma general entre los déspotas subalternos, tantas más terribles en su opresión cuantos más vecinos a los oprimidos. Una larga servidumbre, dice un sabio, forma un deber de resignación y bajeza; cesando entonces el hombre con respeto sus cadenas, tiembla examinar sus propias leyes. Esto sucedió a muchos de nuestros compatriotas (con dolor lo decimos) y de ellos compusieron los tiranos su mayor fuerza. Para oponer a su ímpetu una obstinada resistencia, todo ciudadano se hizo soldado; el coraje se inflama, las espadas se afilan, y el incendio se hace general.


Pero todos creímos que la obra caducaría en su misma cuna sin un Congreso General, que fuese el centro de la unidad, diese el tono a las Provincias Unidas, y avivase las semillas de justicia primitiva, que la España había procurado sofocar. Pero ¡ay! ¡qué de escollos vimos levantarse sobre nuestros pasos desde que la discordia hizo resonar su trompeta entre nosotros mismos, y vino en auxilio de nuestros enemigos! Nada disimulemos- Desde este fatal momento quedaron confundidos el derecho con el interés, el deber con la pasión, y la buena causa con la mala. Los gobiernos se suceden tumultuariamente como las olas de una mar agitada; se instala una Asamblea General que desaparece como el humo; sopla España entre nosotros el fuego de la disensión; amontona sobre nuestra opinión las calumnias más groseras; manda ejércitos exterminadores; y los sucesos de la guerra son ya prósperos, ya adversos.


Tanto como era más fatal nuestra situación, se hacía más apetecible ese Congreso Nacional que destruyese el germen diseminado de la discordia, y concretase los medios de poner la patria en seguridad. Un gran designio es siempre independiente de los sucesos momentáneos, y sobrepuja a toda la indisciplina de las pasiones. A despecho de tantos embarazos, de tantas trabas, de tantas contradicciones, aparece reunida en la ciudad de Tucumán, casi a los seis años de nuestro primer aliento la misma representación nacional que hoy os dirige, ciudadanos, la palabra. Ved aquí el segundo paso con que imitamos a la sencilla naturaleza. Todo fue preciso sin duda, para que se mostrase vuestra obra con esa dignidad que comunican las distancias y los escollos a los grandes acontecimientos.


Las consecuencias de esa nube, que de grado en grado había obscurecido el horizonte, nos daban por entonces lúgubres presagios de una ruina próxima. ¡En que estado tan deplorable se hallaba la república, cuando se instaló el Congreso Nacional! Los ejércitos enemigos extendiendo la desolación y sus crímenes; los nuestros dispersos y sin subsistencia; una lucha escandalosa entre el Gobierno Supremo y muchos pueblos de los de su obediencia; el espíritu do partido ocupado de combatir una facción con otra; una potencia extranjera que nos observa próxima a sacar partido de nuestras discordias; ciudadanos inquietos siempre prontos a sembrar la desconfianza comprometiendo el corazón de los incautos; el erario público agotado; el Estado sin agricultura, sin comercio y sin industria; la secta de los españoles europeos conspirando por la vuelta de la tiranía: en fin, todo el Estado caminando de error en error, de calamidad en calamidad, a su disolución política; ved aquí ciudadanos, las llagas de la patria que consternaron nuestras almas, y nos pusieron en el arduo empeño de curarlas.


Abatir el estandarte sacrílego de la anarquía y la desobediencia, fue lo primero a que el Congreso dirigió sus esfuerzos. Por un cálculo extraviado, en que las santas máximas de la libertad servían de escudo a los desórdenes, se hallaban desunidas las capitales de varias provincias. Este ejemplo contagioso tuvo también otros imitadores en algunos pueblos. A fin de calmar estas inquietudes y hacerles ver la demencia de sacrificar la libertad de muchos siglos a la independencia de un momento, tomó el Congreso todas las medidas que pudo dictarle la prudencia. La fuerza armada pone límites a la licencia en unas partes; un diputado del cuerpo con el carácter de enviado atraviesa el Paraná llevando por destino realizar una conciliación cuyas bases fuesen la buena fe, la beneficencia recíproca y la más estrecha cordialidad. Para que a la luz de una reflexión fría y serena pudiesen desvanecerse los prestigios y convencerse de que los resultados espantosos de la discordia llegaban más allá de lo que alcanza la imaginación, dirigió también el Soberano Congreso un manifiesto lleno de vigor, en el lenguaje de la verdad, de la razón y el sentimiento, capaz de convencer al más indócil y de endulzar al más feroz. Fácil era recorrer en cada línea las almas de unos ciudadanos que sufríamos las emociones dolorosas de una patria desgraciada.


Exigía la justicia, el bien de la patria y aun el interés individual, que renunciando a una ambición consejera de crímenes y usurpaciones inclinase la balanza el peso de los males presentes y futuros al lado de la causa apoyada por el buen juicio. Si no sucedió así, a los menos el Soberano Congreso tuvo la sólida satisfacción de manifestar que sus pensamientos todos eran a favor de la patria, que estaba libre de ese espíritu de partido, que ciega y degrada, que no había profanado el santuario de la sabiduría traicionando sus altos deberes; y que hablando a los disidentes de sus obligaciones, les hizo ver la preferencia que merece una virtud sumisa y modesta al arrojo de los que compran la celebridad por una muerte inútil a la patria.


El Congreso Nacional había previsto de lejos, que en un tiempo en que se hallaba perturbada toda la rotación de la máquina política, no era posible restituirla a la armonía de su antiguo curso sin la fuerza motriz de un gobierno, que según la expresión de un sabio es en el sistema político lo que ese poder misterioso, que en el hombre reúne la acción a la voluntad. Con esta razón general concurrían otras de suma importancia producidas por las circunstancias del momento. La marcha obscura de la intriga y los manejos atrevidos de la ambición habían puesto a la Capital en un estado de crisis peligrosa. Por todos se deseaba un nuevo Director, que con su autoridad activa y vigilante asegurase el imperio de las leyes, protegiese el orden y volviese al estado de tranquilidad. A más de esto, no sin fundamento se esperaba que un Director Supremo a nombramiento de toda la representación nacional fuese mirado por las provincias con el agrado a que inclinan las propias obras, y no con esa desconfianza oculta que en las de este género merecen las ajenas. Penetrado de estos sentimientos el Soberano Congreso puso sus miras en un hombre, distinguido por sus servicios, recomendable por sus talentos, y en su juicio capaz por su política de cerrar la puerta a los abismos. Fue éste el Señor Brigadier D. Juan Martín de Pueyrredón, que felizmente tiene en sus manos las riendas del Estado; Vosotros lo sabéis ciudadanos, con qué pulso y acuerdo ha sabido fijar la suerte vacilante de la patria- A su presencia las pasiones agitadas sólo nos dieron aquel susurro que dejan las aguas por algún tiempo las grandes tempestades. Los facciosos fueron dispersados llevando consigo la confusión y sus remordimientos.


El Soberano Congreso echó de ver que una magistratura suprema sin una regla propia, que le sirviese de guía, no podía gozar de sólida existencia. Por desgracia el estatuto provisorio que regía el Estado, lisonjeando demasiado las aspiraciones de unos pueblos sin experiencia aflojó algún tanto los nudos sociales. El Soberano Congreso creyó de su deber la formación de otro, que provisoriamente llenase el vacío de la Constitución.


Aunque sin la recomendación que da la idea de una obra permanente, él debía conformarse a los principios del pacto social, al genio de la Nación, a su espíritu religioso, a su moral, a sus virtudes y todas las necesidades del Estado. Vednos aquí, ciudadanos, empeñados en dar a la máquina política una acción sin abusos y un movimiento sin destrucción. No daremos un análisis de su organización, porque reservándonos hacerlo en breve de la constitución que tomó de él muchos artículos, esperamos esta ocasión para que juzguéis el mérito de nuestro trabajo.


Diremos sin embargo, que a virtud de este reglamento aunque el Poder Ejecutivo quedó en la feliz impotencia de ser un déspota, con todo recuperó la autoridad de que se hallaba despojado. Su nombre no fue ya un título vano con que se decoraba la nulidad, sino una expresión que acompañada del vigor debía suscitar el respeto y obrar sobre los pueblos con un ascendiente desconocido. Temible al mismo tiempo podría romper esos muros impenetrables, que parecía poner al vicio a cubierto de todos los esfuerzos del poder.


No menos en centinela para que el abuso de autoridad no pasase a tiranía; lo estuvimos también para que la libertad del pueblo no degenerase en licencia. Huyendo de esas juntas tumultuarias para las elecciones de los de los pueblos, reformamos las formas recibidas, y no dimos lugar a los principios subversivos de todo el orden social. Tuvimos muy presente fuella sabia máxima: que es necesario trabajar todo para el pueblo y nada por el pueblo; por lo mismo limitamos el círculo de su elección a la propuesta de elegibles. Fue así cómo se consiguió la tranquilidad; y que no abandonando los ciudadanos sus trabajos útiles por entregarse al discernimiento de materias erizadas de abrojos, dejasen de correr como al principio todos los períodos del desorden.


A merced de estas justas medidas, y de otras que omitimos, la patria empezó a presentar su frente con otra dignidad y tenia en su mano los elementos propios de su fuerza. Seis años iban ya corridos en que por parte de la España sosteníamos una guerra injusta, insensata y ruinosa, sólo por que rehusábamos ser sus esclavos. No sin razón creíamos que la vuelta de Femando VII al trono de sus padres pondría fin a estas calamidades; y que entregándose a los movimientos de un alma virtuosa, cuyas desgracias habían forzado a la fortuna a avergonzarse de su inconstancia, reconocería nuestros derechos a la emancipación. Todos los pueblos de la tierra, unidos de intereses por la humanidad, teman fijada su vista sobre este acontecimiento memorable, o para coronar su nombre de gloria, o para cubrirlo de a infamia eterna. Siempre rey por autoridad y siempre padre por ternura, pudo haber hecho la real autoridad amable y cara a los pueblos. Mas ¿Qué hizo? ¿Escuchó con agrado la voz elocuente de la razón? ¿Tuvo acogida en ánimo la dulce persuasión a favor nuestro? ¿Los lamentables gritos de víctimas que se sacrificaban a su nombre, conmovieron sus entrañas? No, ciudadanos, no, en su alma tenía su trono el imperio de la ferocidad. De ella sale una voz que dice, como se dijo en otro tiempo contra los norteamericanos -"con pueblos rebelados la clemencia es debilidad; el estandarte de rebelión fue levantado por la fuerza, caiga sobre las manos que lo empuñaron y sobre todos sus secuaces la cruel hacha de la justicia; no demos tiempo a estos amotinados para que se acostumbren a sus crímenes, a los jefes para que refirmen su poder, ni a los pueblos para que aprendan a venerar a sus nuevos amos. A ellos se les dan las pasiones, como las armas. Despliéguese a su vista la majestad del trono; ellos se precipitarán a nuestros pies, pasando luego de ¡terror a los remordimientos, y de los remordimientos al yugo. La piedad en la guerra civil es la más funesta de las virtudes; la espada una vez desenvainada no debe volver a su lugar, sino por la sumisión; perezcan todos si es preciso, y a los que escapen de la muerte sólo les quede en su alivio ojos para llorar".


Los hechos de este rey inhumano van todos al unísono de estas palabras. Traed, ciudadanos, a la memoria el torrente de males que os expusimos en otro manifiesto patético, si acaso no bastan los que sufrís para acreditar su crueldad. Ignoraba sin duda que la paciencia tiene un término, al que sucede la desesperación; que el terror indigna más que lo acobarda a un pueblo armado por su libertad; y en fin que la naturaleza se venga de todo aquel que se atreve a ultrajarla.


Para conocer todo el fondo de imprudencia que caracterizaba los hechos de este rey, echemos vista sobre los españoles de la península que irresolutos balancean entre sí, perseveran bajo el yugo o se proclaman independientes de Fernando. ¡Cómo! ¿Será burlándose de sus vidas que les inclinará a la obediencia? ¿No servirá más bien esta crueldad para endurecer sus corazones? Si, nosotros lo sostenemos; en esta escuela de sangre, que ha abierto ante sus ojos, es donde ellos aprenderán a no ser siervos. Si llegan a sublevarse, en ella es dónde sus almas vacilantes se habrán fortificado contra sus dudas. Ellos vivían perplejos sobre abandonar a su rey; la voz del respeto paternal les gritaba ¡deteneos: es vuestro soberano...Y tú, legislador imprudente, tú habrás apagado en ellos la dulce ternura del amor filial!; tú los habrás precipitado a la insurrección.


Con respecto a nosotros los efectos aún fueron más justificados; sus excesos en uno u otro hemisferio acabaron de borrar toda disposición a favor de su vasallaje. Perseguidos a todo ultraje por su fiereza, él mismo nos hizo conocer que sólo la independencia era la tabla saludable para llegar a una isla afortunada. Dimos por fin el tercero paso, que nos indicaba la naturaleza, y nos declaramos independientes. ¡Gracias al odio irreconciliable que nos produjo tanto bien! Ciudadanos, vedos aquí desde esta época en un siglo enteramente nuevo, ya no pertenecemos a la España, sino a nosotros mismos. Enemigos de un rey ingrato concentraremos en adelante nuestros proyectos y nuestras fuerzas en el plan único de nuestra felicidad. Las almas tímidas, que sólo juzgan de la suerte del Estado por las menguadas dimensiones de su fortuna, creyeron que nuestra existencia exigía siempre estar unida a la de España. Se engañaron. Verá el mundo que podemos ser autores de esta nueva creación.


En efecto. ¿De qué aliento vigoroso no se sintieron esforzados vuestros brazos al pronunciar estas palabras? "¡Somos ya independientes! ¡Somos libres!". Entonces fue que los corazones se asociaron para sostener con gloria los empeños de esta feliz metamorfosis. Entonces fue, que los himnos consagrados a la libertad llegaron a componer una parte del culto. Entonces, en fin, que las llamas del regocijo sucedieron en mucho a los incendios de la discordia. Ciudadanos, no con la más tierna emoción observa el Soberano Congreso, que un enviado extranjero cerca de nuestro gobierno, penetrado de los sentimientos que os inspiró la independencia, informa al suyo por estas cláusulas: "esta fue una medida de la más alta importancia, y ha sido producto de una unanimidad y decisión antes desconocida...la saludable influencia de este intrépido y decisivo paso fue sentida a un tiempo en todo el territorio, y se dio nuevo vigor y fuerza a la causa de la Patria y estabilidad al gobierno".


No era poco habernos desembarazado de enemigos domésticos y roto las coyundas de un yugo aborrecido; pero más pedía de nosotros nuestro propio instituto. Entablar relaciones amigables con las potencias extranjeras, de quienes podíamos temer que se reuniesen a nuestro común enemigo, y conseguir el reconocimiento de nuestra independencia; ved aquí, ciudadanos, los grandes objetos que han ocupado las más serias y profundas meditaciones del Congreso. Nadie hay que ignore, que para no descarnarse en el laberinto de esta carrera es necesario seguir un orden de consejos, reflexiones y pensamientos que salen de la esfera de los comunes. Nada menos se necesita, que un conocimiento exacto de los intereses que unen o desunen a las naciones, de los objetos que las lisonjean o las irritan, de las fuerzas que disfrutan o de las que carecen; una agilidad de espíritu, que replegándose sin cesar sobre sus propios proyectos para extenderlos o reprimirlos, suspenderlos o precipitarlos, se acomoda al tiempo, se presta a los acontecimientos y toma la forma de las circunstancias, pero sin dependencia de ellas; un espíritu de precaución contra la astuta política, que asegura sus negociaciones con las desconfianzas, las dirige con desvíos aparentes, las adelanta con lentitudes estudiosas, y nunca está más cerca de su término que cuando afecta más distancias: en fin, un golpe de ojo distinto y rápido que une los objetos a pesar de sus distancias, los distingue a pesar de su semejanza, y los concilia a pesar de su contrariedad.


No creáis, ciudadanos, que ésta sea una pura teoría con que procuramos entretener vuestra imaginación- Es, sí, el sumario de nuestros pasos en la difícil carrera de la delicada diplomacia. Puesto en nuestras manos un estado naciente, inconstituido ¡Qué de difíciles combinaciones no han sido necesarias para introducir la razón, armada de toda su fuerza, en el fondo de los gabinetes, o indiferentes sobre su suerte, o desconfiados de su injusticia, o prevenidos contra su causa, o en contradicción con sus intereses, o detenidos en fin por el influjo de una política circunspecta! ¡Qué de actividad, qué de diligencia para frustrar en las Cortes las sugestiones emponzoñadas de la vengativa España, y dejar sin fruto sus eternos resentimientos!


¡Qué de prudencia y delicadeza para ajustar negociaciones, sin comprometer al estado, con una potencia vecina que nos observa! En fin, ¡que de precaución, qué de paciencia para contener el genio del mal apoderado de algunos pueblos, formando en el seno del Estado otro estado aparte, sin más política que la de las pasiones, siempre reprimidas por la autoridad y siempre en lucha con ella misma!


Por el mismo interés de nuestra causa, ciudadanos, no nos es permitido correr el velo a los misterios que nos han ocupado con las demás naciones. Ellos son de tal naturaleza que deben obrar en silencio y madurar por progresos insensibles y lentos. La justicia y utilidad común, con que se recomienda nuestra causa, son del género sublime y de un orden superior a los obstáculos que suscita la intriga.


Así ellas minarán sordamente las opiniones; ellas filtrarán como las aguas mansas, y dejando un depósito fecundo fructificará el bien con abundancia. Entretanto, contentémonos con disfrutar de las potencias europeas esa neutralidad tácita, fundada sobre el derecho de igualdad entre nación y nación, como otras tantas personas libres que viven en el estado de naturaleza. Es sobre este principio incontestable, que no creyéndose ninguna de ellas con acción a mezclarse en los asuntos domésticos de cada estado, retiran su cooperación activa y dejan a las partes contenedores de la presente lucha en su pleno derecho para obrar según sus intereses. El comercio, la paz, la beneficencia recíproca, que reclama la sociedad universal entre todas las naciones del globo, son los sólidos bienes que en su tribunal merecerán la preferencia sobre las pretensiones injustas y aceleradas de la España.


Los cuidados de la guerra y el deseo de tomar un conocimiento más exacto de todas las relaciones, que unen los diversos intereses del Estado, ejecutaban al Soberano Congreso para trasladarse a la Capital, donde más en contacto con el Poder ejecutivo podría darse a la causa otra celeridad, otro acierto. No fue sino después de haber calmado las agitaciones de varios anarquistas, siempre empeñados en disputarse las ruinas de la patria, que verificó el Congreso su translación.


Si la naturaleza de un manifiesto, breve y suscinto, admitiese el detalle de nuestras serias ocupaciones desde esta época, por él deberíais medir, ciudadanos, la extensión de nuestros dudados. Reparar los males del Estado, al mismo tiempo que trabajamos en formarle la Constitución más ventajosa, ved aquí lo que exigía de nosotros un instinto laborioso.


La escasa población del Estado pedía de justicia, que nos acercásemos al origen de un mal que nos daba por resultado nuestra común debilidad. Este no era otro que el despotismo del antiguo régimen, cuyos estragos son siempre la esterilidad, la incultura y el desierto de los campos. Autorizando el Congreso al Supremo Director del Estado para adjudicar tierras baldías a nuevos pobladores, quienes cultivasen este árbol de la vida, dio la señal de que se regía por un espíritu reparador.


Las calamidades de una guerra larga y dispendiosa tenían agotados s fondos públicos, gravado el Estado con una deuda enorme. No podía ignorar el Congreso, que el dinero es para el cuerpo político lo que la sangre para el humano. Aumentar la masa de estos fondos y mejorar su situación deplorable, fue lo que fijó su solicitud y sus cuidados. A este efecto sancionó decreto de amortización expedido por el Poder Ejecutivo, dictó un reglamento que sirviese de guía a la comisión encargada del cobro de deudas relativas a la Aduana -aprobó la rebaja de su arancel— el establecimiento de Caja Nacional de Fondos de Sud América -dio su existencia a un banco de rescate para el fomento del rico mineral de Famatina- mandó establecer una callana de fundición -tuvo su aprobación el proyecto de una casa de moneda, y trata de hacerla extensiva a monedas de cobre-. No es por movimientos rápidos que se pueden restablecer las rentas agotadas de un Estado. El tiempo y la prudencia son los que darán este resultado feliz.


La ignorancia es la causa de esa inmoralidad, que apaga todas las virtudes y produce todos los crímenes, que afligen las sociedades. El Congreso con el mayor interés escuchó y aprobó la solicitud de varias ciudades en orden a recargar sus propios haberes para establecer escuelas de primeras letras y fomentar otras benéficas instituciones.


No hay cosa más consolatoria, que ver propagado el cultivo de la educación pública. Los trabajos consagrados por el Supremo Director del Estado o progreso de las letras en los estudios de esta Capital, y los que se emplearán en las demás provincias, servirán con el tiempo para formar hombres y ciudadanos. Sensible el Congreso a sus laudables conatos aplicó la parte del erario en las herencias transversales a la dotación de sus profesores.


Persuadido también de que la instrucción en el ameno y delicioso ramo de la historia natural influye en las ventajas considerables en el progreso de los conocimientos humanos, ha protegido las ideas benéficas de un naturalista recomendable por su saber.


Las recompensas nacionales son un homenaje que la patria ofrece a la virtud, un culto público tributado al mérito, y un estímulo de grandes acciones. Con monumentos y grandes signos de honor mandó atestiguar su reconocimiento a los guerreros que han señalado su valor en defensa de la Patria, con algunos privilegios exclusivos a favor de los inventores o introductores e las artes ha procurado domiciliar las producciones de la industria.


Crímenes de revoluciones intestinas contra el gobierno tenían atemorizada la patria por la tenebrosa meditación de los completados y sus frecuentes animosidades. Ninguna seguridad en el Estado, ningún lugar de asilo, ningún funcionario sin peligro. El dolor con que el Congreso advertía que nuestros Códigos legales no eran suficientes para contener la audiencia de unos hombres profundamente corrompidos, le hizo concebir que era preciso crear un nuevo tribunal de vigilancia, que con un reglamento acomodado a las circunstancias ludiese detener el curso de estos instrumentos de venganza y proscripción. Una omisión militar fue creada, y ella se emplea en purgar la patria de malvados.


Nunca ha sido el ánimo del Congreso, ciudadanos, llamar vuestra atención al pormenor de los asuntos vuestras pretensiones particulares han elevado a su conocimiento. No es porque no redunde en su satisfacción en que advirtieseis la marcha silenciosa y paciente, que ha llevado en un camino escabroso y lleno de aridez. Pero ¿quién podría seguir el hilo en este inmenso cúmulo de operaciones? Con ardor infatigable trabajábamos en la Constitución que había de consolidar vuestra felicidad; mas este pesado despacho paralizando nuestros afanes, fue preciso que fiando los meros arduos al juicio de una comisión, quedasen desembarazadas las atenciones del Congreso para empleadas en el principal objeto de su misión.


Cuando nos diputasteis, ciudadanos, a la formación de este Congreso Soberano, bien penetrados estabais que sin una Constitución permanente no podía entrar el Estado en la lista de las naciones, ni llamarse libre y feliz. En efecto, ¿qué otra cosa es la Constitución política de un Estado, sino ese solemne pacto social que determina la forma de su gobierno, asegura la libertad del ciudadano, y abre los cimientos del reposo público? Desde luego no habríamos desempeñado los sagrados deberes de nuestro encargo, sin en la que al presente os alargamos, no vieseis en acción ese derecho incontestable de los pueblos para elegirse la mejor.


En un asunto en que empeñaron todo su deber los Licurgos, los Solones, los Platones y Aristóteles, creyeron vuestros representantes que sin el socorro de la historia, de la política, y del cotejo de las mejores constituciones iban expuestos a traicionar toda vuestra confianza. Así es que para evitarlo, acercándose a estas fuentes puras, han sacado los principios que rigen las sociedades políticas y los han acomodado al pacto social que vais a jurar.


Seguramente podemos decir con igual derecho, que decía una sabia pluma en su caso, que la presente Constitución no es: ni la democracia fogosa de Atenas, ni el régimen monacal de Esparta, ni la aristocracia patricia o la efervescencia plebeya de Roma ni el gobierno absoluto de Rusia, ni el despotismo de la Turquía, ni la federación complicada de algunos estados. Pero es sí un estatuto que se acerca a la perfección: un estado medio entre la convulsión democrática, la injusticia aristocrática, y el abuso del poder ilimitado.


Por esta idea anticipada ya advertís, ciudadanos, que deseando el Congreso Soberano haceros gustar de todas las ventajas que los hombres pueden gozar sobre la tierra, ha formado la Constitución presente organizando de un modo mixto los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Dividir estos poderes y equilibrarlos de manera que en sus justas dimensiones estén como encerradas las semillas del bien público; ved aquí la obra reputada en política por el último esfuerzo del espíritu, y ved aquí también con la que ha asegurado el Congreso vuestra prosperidad. Un análisis de sus principales bases os pondrá, ciudadanos, en estado de conocer que ella lleva el sello de la más profunda reflexión.


Por la misma constitución del hombre, por la formación de las sociedades, y por una gran de serie de monumentos históricos descubrió el Congreso esta importante verdad: que no puede ser por mucho tiempo un pueblo libre y feliz, sin que sea su propio legislador. Pero cuando quedó convencido de su fuerza, lo estuvo en igual grado, que su concurso inmediato a la formación de la ley le comunicaría el carácter que llevan siempre las obras del error, el tumulto y las pasiones. Una asamblea numerosa de hombres, por la mayor parte ignorantes, divididos por opiniones, por principios, por intereses, y agitados por todo lo que fermenta al derredor de sí, no puede producir leyes sabias. Para hacer buenas leyes, dice un filósofo, se necesitan cabezas frías y corazones puros. Pero cuando esto fuese posible en pequeños pueblos, no lo sería en los vastos estados.


Estos principios concluyen la necesidad de ejercer los pueblos su potestad legislativa por otras manos distintas de las suyas, pero elegidas por ellos mismos; y la razón que ha tenido el Congreso Constituyente para formar otro compuesto de dos Cámaras, una de Representantes y otra de Senadores. El pueblo es el origen y el creador de todo poder, pero no pudiendo ejercer por sí mismo el Legislativo, es éste augusto Congreso el depositario de su confianza para este ministerio.


En la amovilidad de los Representantes y Senadores no ha procurado manifestar menos cordura este Congreso. No hay sentimiento más natural al hombre, que el de extender el poder de que está revestido. Pero un hombre transeúnte en la carrera de los empleos, no puede ser tentado con el goce de una fortuna fugitiva. Fue pues por eso, que el Congreso Constituyente puso límites a estos cargos.


Debe también reconocerse su previsión fijando a tiempos señalados las sesiones del Cuerpo Legislativo. Ha demostrado la experiencia, y parece estar en la flaqueza natural del hombre, que una asamblea legislativa siempre en fatiga buscando materia a sus perpetuas deliberaciones, nunca puede ser tan feliz que la encuentre tal cual ella conviene para sancionar leyes justas y proporcionadas a las publicas necesidades. En este caso la misma multiplicidad de leyes, que siempre se ha mirado como síntoma de corrupción, la desnuda de ese carácter sagrado que comunica su importancia unida a su singularidad.


Siguiendo el plan que se había trazado el Congreso Constituyente, como encargado para levantar el edificio social, procedió a la creación del Poder Ejecutivo. Todo cuanto puede influir a cautivar el entendimiento le había persuadido, que el hombre nunca puede gozar de libertad bajo un gobierno donde se hallen amalgamados sobre unas manos los dos poderes Legislativo y Ejecutivo. En efecto, la voluntad del que manda es entonces la suprema ley, tanto más rápida en su ejecución, cuanto es más vivo su propio interés. Obligado pues a dividirlo, revistió con este alto poder a un solo Director Supremo.


Advertid aquí, ciudadanos, la sabiduría de esta medida. En la ejecución de las leyes un centro único de poder ha sido necesario para que ellas sean superiores a todos los obstáculos. Libre entonces el magistrado supremo de concurrentes llenos de las desconfianzas y los celos que inspira una odiosa rivalidad, él sabrá conducir al puerto el bajel del estado por entre borrascas y precipicios. La anarquía abre la puerta a la tiranía, y la urania forja los yerros de la esclavitud. La unidad del poder previene estos inconvenientes. A su presencia desaparecen las turbulencias, y el tono de la ley se deja ver en todo su esplendor.


Rodeando la Constitución a este primer magistrado de una grande dignidad y fuerza física, es como se ha propuesto imprimir en los ánimos un respeto saludable y ponerlo en aptitud de proteger las instituciones en que está fundada la prosperidad del Estado. Entre otras muchas atribuciones es el Jefe Supremo de todas las fuerzas de mar y tierra; inspector de todos los fondos públicos, dispensador de todos los empleos; tiene un influjo inmediato en los tratados con las naciones extranjeras; publica la guerra; la dirige en todo su curso; propone al Cuerpo Legislativo proyectos que estima conveniente a la felicidad de la Patria; manda ejecutar todas las leyes; examina las que de nuevo se meditan, y goza de un "veto" moderado. Así es cómo esta suprema magistratura tiene en sus manos todos los resortes del gobierno; así es también cómo se halla autorizada para reprimir la audacia de los prevaricadores, que con ultraje de las leyes procuran ser autores de una política de subversión.


Con sobrado acuerdo no quiere la Constitución que el Supremo Director del Estado tenga la iniciativa de las leyes, ni menos un "veto" absoluto. Nada sería tan peligroso, como revestirlo de estas prerrogativas. ¿Qué otra cosa produciría esa iniciativa sino tener siempre subordinado el ejercicio de la legislatura a los antojos del Ejecutivo? Y ese "veto" absoluto, ¿qué nos daría por resultado, sino abrir la puerta a la discordia, tentar al gobierno para que invada su totalidad lo que ya en parte le pertenecía, y corromper los miembros que puedan oponerse a su ambición? Cierto es que el que tiene en sus manos las riendas del gobierno, y que como a un centro común llama todas las partes de la administración, debe reconocer todas las necesidades del Estado y promover los medios que influyen en su alivio; pero es en fuerza de estas mismas consideraciones, que la Constitución le autoriza para proponer proyectos conformes a su carácter, a sus costumbres, a su presente situación, y aun a producir un "veto" moderado, que no pasando de una simple censura es más análogo a la naturaleza de su poder.


A las dos instituciones sociales, de que hasta aquí hemos hecho mención, añadió el Congreso Constituyente una Corte Suprema de Justicia con la investidura del Poder Judicial. Razones no menos poderosas que las pasadas dieron nacimiento a esta separación. Un legislador y juez a un mismo tiempo vendría a ser no pocas veces juez de su propia causa. No parece sino que en cierto modo venga el legislador su ofensa personal, cuando juzga el ultraje inferido a su misma ley; teniendo entonces que infligir penas contra el transgresor, se halla expuesto éste a ser víctima de su pasión. Otra es la disposición de un mero juez, cuyos sentimientos menos agiyados, porque no ve insultada ninguna de sus obras, escucha en silencio la voz de la razón.


Por lo demás, las funciones de los que ejercen este poder se reducen a sostener con fuerza la verdad en el templo de la justicia. A fin de que ellos sean órganos fieles de la ley, instruyéndose constantemente de su espíritu, dispone la Constitución, que duren en sus plazas lo que dure su probidad de vida y buena opinión. Poderlo todo a favor de la justicia, y no poder nada en favor de sí mismos, es el estado que la propia Constitución pone a estos ministros. El texto de la ley es claro y expreso, es todo lo que ellos pueden sobre el ciudadano. De este modo quedan sin efecto los consejos peligrosos de ese amor propio, que con interpretaciones arbitrarias aspira a capitular con la ley y encontrar un medio aparente entre el vicio y la virtud.


Nada habría hecho el Congreso Constituyente, si dividiendo los poderes no los hubiese equilibrado de manera que el ejercicio de cada uno se hallase contenido en sus justos límites. Más o menos autoridad de la que les correspondía, o hubiesen favorecido el desorden, o provocado a la insurrección, o consagrado la tiranía. Demos por ahora, ciudadanos, una ojeada rápida sobre la Constitución presente, y veremos alejados de ella estos escollos.


La facultad de formar leyes sería por lo común llevada a los últimos excesos, si pudiese perder de vista que su objeto es unir a los ciudadanos por un interés común. Los hombres, entonces, opresores u oprimidos, sufrirían los mismos males que en el estado de naturaleza. Advertid, ciudadanos, la desvelada atención del Congreso Constituyente para contrabalancear esa facultad y prevenir todos sus abusos. Pasemos en silencio las formalidades de la Constitución para que tenga acceso un proyecto de ley; nada digamos en orden a la mayoría de sufragios requerida en su aprobación, y fijemos la vista así sobre el influjo de los cuerpos deliberantes, como sobre el que tiene el ejecutivo en la formación de la ley. Persuadido el Congreso, que sin que ésta fuese pesada en distintas balanzas, jamás presentaría la imagen de la imparcialidad, fue que dividió en dos cuerpos de intereses distintos por algunos respectos ese Poder Legislativo. Una Cámara de Representantes y un Senado son esos cuerpos encomendados de esta augusta función. Leyes iniciadas en cualquiera de ellos, discutidas en ambos, pasadas por la prueba de la censura del Ejecutivo, revisadas nuevamente y sancionadas por dos tercios de sufragios; jamás podrá dudarse que son el fruto de la reflexión profunda, del juicio severo, de la madurez del espíritu; y que equilibrando así los poderes la Constitución, purifica las leyes de todas las sugestiones del amor propio, y aun de las pequeñas faltas de descuido.


No será menos funesto a la libertad el Poder Ejecutivo, que el Legislativo sin equilibrio, si revistiéndolo el Congreso con la fuerza armada no hubiese tomado en la Constitución las medidas que dicta la prudencia para mantener la balanza en igualdad. Sabido es que las leyes enmudecen a vista de la fuerza. Un magistrado armado siempre es emprendedor; y de la violación de las leyes a la tiranía el camino es corto. Pero, ciudadanos, vivid seguros de esta usurpación. La fuerza física, que en la paz sirve de apoyo al Ejecutivo, se halla mitigada por la fuerza moral que sirve de baluarte al Legislativo. Esa confianza entera, ese amor sincero de los pueblos a unos representantes de su elección, depositarios fieles de su fortuna, de su libertad y aun de su existencia, y cuya causa personal se halla identificada con la suya; ved aquí, ciudadanos, en lo que ella consiste. Sería demasiada presunción de un magistrado supremo persuadirse, que en oposición de esta fuerza moral podía invadir impunemente los derechos sagrados de esa fuerza moral, aunque fundada sobre las fibras blandas del corazón y del cerebro es incontrastable; y que aspirar a destruirla es destruir su poder mismo. En efecto, los pueblos no tardarían en armarse para vengar una ofensa que mirarían como propia, y aniquilar un temerario que intentaba construir su fortuna sobre las ruinas de la libertad.


Sin duda que la guerra puede ser la ocasión más favorable a ese ambicioso, para poner en práctica el desdichado talento de no escuchar la razón, y procediendo por la vía de hecho atacar vuestra libertad- Pero entrando el Congreso Constituyente en el corazón del hombre, y conociendo la marcha de las pasiones, previno las consecuencias de este paso resbaladizo. Con ese instinto de precaución, que ha presidido a sus deliberaciones, equilibró los pasos de la guerra. El Congreso Soberano la medita, la ajusta, y la declara: el Poder Ejecutivo la publica, levanta los ejércitos y los dirige. Pero aun hay más: sin los nuevos subsidios que ella exige, nada liará ese ambicioso sino vanos esfuerzos con que contentar su pasión. Su facultad se extiende al desnudo hecho de solicitarlos; las del Congreso a alargarle la mano con la medida, y hacerle siempre sentir su dependencia.


Cuando el Congreso Constituyente autorizó al Poder Ejecutivo con la doble facultad de disponer de los fondos públicos, y distribuir honores y dignidades, bien sabía lo que ella puede en las manos de un ambicioso para ganarse aliados, corrompiendo la virtud misma; pero también sabía que la Constitución abría caminos para detenemos en la carrera de sus empresas. Contra ese principio desorganizador, que nace, crece y se fortifica en el seno de la corrupción, quiere la ley fundamental que el Poder Ejecutivo vaya enfrentado por las reglas que establece el Legislativo en el manejo de los caudales, y que, si es de su resorte poner empleados en los puestos, sea también el de este último acusados por una Cámara, y superarlos por la otra. Así se ve, que las desviaciones del Gobierno Supremo se hallan contenidas en esta parte por la Constitución, y reducido su influjo al punto del bien social.


Si analizamos más la Constitución, todo nos hará ver que está trazada en justas proporciones. El Ejecutivo celebra los tratados con las demás naciones; el Senado los aprueba o rechaza según la forma constitucional. Nada más en el orden de los principios, que deben regir a una nación sabia y celosa de su libertad. El objeto de estos tratados es conservar la balanza política entre sus diversos intereses y fuerzas; es combinado de tal modo que ninguna potencia pueda prevalecer sobre las otras, oprimirías o conquistadas. La razón clama porque el primer magistrado de la República, cuyo destino es poner en movimiento todos los ramos de la administración, penetrar por sus embajadores los gabinetes de los príncipes y arrebatarles sus secretos, tenga una parte muy activa en la celebración de estos convenios; pero se trata de la suerte del Estado, y en estos asuntos su poder no es más que un anillo que enlazado con el Legislativo forman la cadena social. La concurrencia de ambos es lo que comunica la chispa eléctrica, que da vida a la sociedad.


Acabando de hacer ver el equilibrio de esta ley constitucional, llamarnos vuestra atención, ciudadanos, a la libertad de la prensa que os franquea con generosidad. Constituido el pueblo en tribunal censorio, puede decirse que llegó a la perfección el equilibrio de los poderes, y aseguró sus bases la libertad civil. Sin esto la libertad débil de vuestros tiranos no se atrevía a ver la luz, y temblando ante los mismos que debía intimidar, merecía la censura que debía hacer. Pero, ¡qué fuerza varonil, qué energía la de esa verdad cuando con la libertad de prensa recobra sus derechos! ¡Qué aguijón para los buenos y qué freno para los hombres que abusan de su poder! Acordaos, le decía a un príncipe un filósofo, que cada día de vuestra vida es una hoja de tu historia. Ninguno hay tan inmoral y bajo para el que la estimación pública no sea en el fondo del alma un decidido objeto de su amor propio. Esta libertad bien empleada os hará hablar con esa noble firmeza, que el amor constante de la Patria inspira a todo buen ciudadano, y hará que se avergüencen los malvados de parecer a la faz de vuestro tribunal.


Cuando el Congreso Constituyente, equilibrando los poderes, se propuso establecer la libertad sobre bases inmóviles, sabía muy bien, que en este choque perpetuo de los pesos daba algún alimento a las agitaciones moderadas. No creáis, ciudadanos, que ella pueden llevamos al seno de la anarquía. Una libertad bien afirmada previene siempre ese desorden social. La balanza de los poderes está equilibrada; los derechos tienen garantía; y la licencia mi freno. Temed, sí, cuando no vieseis (por servimos de la expresión de un sabio) vegetal- en un reposo parecido al entorpecimiento de un paralítico- La ambición siempre se aprovecha del sueño de los demás, y ella nunca duerme.


Pero el final complemento de la Constitución, no ha omitido el Congreso Constituyente la declaración de esos vuestros derechos esenciales, de que o jamás pudisteis renunciar sino en parte, o que había adulterado la corrupción. Fue preciso a vuestros tiranos que cerrasen los archivos de la naturaleza para que no pudieseis encontrar los justos títulos de vuestra libertad, igualdad y propiedad. Ellos se os abren a vuestra vista. Ellos borrarán de vuestra memoria la humillante historia de vuestros antiguos ultrajes. Ellos desterrarán las preocupaciones de esos seres privilegiados, que insultaban con su fausto vuestra miseria- Ellos deben dar emulación a los talentos, aplicación al trabajo, respeto a las costumbres. Perpetuamente respiraréis en adelante el amor al bien, a la Patria, a la justicia.


De intento no os hemos presentado hasta aquí la religión católica, apostólica, romana, como la dominante entre nosotros, y como la primera ley del Estado. Acreditar esta resolución entre pechos tan religiosos, acaso lo miraríais como ofensa y creeríais que se aplaudían vuestros representantes de no haber cometido un delito. Dejemos ese cuidado principalmente para aquellos estados donde una criminal filosofía pretende substituir sus miserables lecciones a las máximas consoladoras de un Evangelio acomodado a nuestra flaqueza. Por lo demás, el Congreso constituyente ha creído que no eran del fuero de la ley opiniones particulares, que no interesan al orden público, y que el corazón humano es un Santuario que debe venerar desde lejos.


Al leer la historia de las antiguas naciones os asombraréis, ciudadanos, de sus disturbios y disensiones sin ribera. Después de mil debates terribles, era el último resultado abandonar los pueblos a la suerte siempre incierta de las armas. Mal combinados los poderes; sin una línea fija que los demarcase; sin equilibrio las fuerzas; nadie era tan superior a sus flaquezas, que no le hiciesen ilusión sus pasiones. Todo era efecto de que la política aún no había salido de su infancia. Las luces de los siglos posteriores acabaron de perfeccionarla, y todas han venido en socorro de la Constitución que os presentamos. No ha cuidado tanto el Congreso constituyente en acomodarla al clima, a la índole y a las costumbres de los pueblos, en un estado donde siendo tan diversos estos elementos, era imposible encontrar un punto de su conformidad; pero sí a los principios generales de orden, de libertad y de justicia, que siendo de todos los lugares, de todos los tiempos, y no estando a merced de los acasos, debían hacerla firme e invariable.


Después de nueve anos de revolución llegó por fin el momento, ciudadanos, que tuviésemos una Constitución. Ella encierra los verdaderos principios del orden social, y está dispuesta de manera que comunicando un solo espíritu, cree el genio de la nación. Las legislaturas venideras la acercarán más y más a su perfección y la pondrán en estado que puede respetarla la mano del tiempo. Se dice comúnmente, que todas las naciones corren los períodos de la vida hasta la decrepitud, en que perecen. Nosotros desmentiremos esta máxima, si siempre en centinela de la Constitución hacemos que renazca en ella la nación misma.


Por lo que respecta a nosotros, no ambicionamos otra gloria que la de merecer vuestras bendiciones, y que al leerla la posteridad diga llena de una dulce emoción: "Ved aquí la carta de vuestra libertad; éstos son los nombres de los que la formaron, cuando aún no existíamos, y los que impidieron que antes de saber que éramos hombres, supiésemos que éramos esclavos".


Ciudadanos: o renunciamos para siempre al derecho a la felicidad, o demos al mundo el espectáculo de la unión, de la sabiduría y de las virtudes publicas. Mirad que el interés de que se trata, encierra un largo porvenir. Un calendario nuevo está formado: el día que cuente en adelante, ha de ser o para nuestra ignominia o nuestra gloria.


Dado en la ciudad de Buenos Aires a 22 de abril de 1819.


Dr. Gregorio Funes, Presidente - Ignacio Núñez, Pro-Secretario.