José Miguel Carrera 1820-1821
Introducción
Por José Luis Busaniche Sumario: I. El relato de William Yates. Su utilización por historiadores de Chile y Argentina. La traducción de Luis L. Domínguez. — II. José Miguel Carrera y su iniciación en la vida pública. Gobierno de Carrera. Desastre del movimiento revolucionario en Chile. — III. Los Carrera en la Argentina. Viaje de José Miguel a Estados Unidos. Su vuelta a Buenos Aires con una escuadrilla para expedicionar sobre Chile. Tiene noticias del Paso de los Andeg y del triunfo de Chacabuco. Intenta seguir al Pacífico y es arrestado por Pueyrredón. Fuga a Montevideo. — IV. Conspiraciones de los Carrera en Buenos Aires contra la situación de Chile. Juan José y Luis Carrera tratan de pasar a ese país y son fusilados en Mendoza. — V. José Miguel Carrera y la conspiración llamada “de los franceses”. Fusilamiento de los complicados. — VI. Causas de la crisis de 1820. El congreso de Tucumán y los proyectos de monarquía. Negociados diplomáticos. Invasión de Portugal a las Provincias Unidas. Artigas y las Provincias del litoral contra la invasión. Actitud del Director Pueyrredón. — VII. El gobierno de Buenos Aires contra las provincias del litoral. Las invasiones a Entre Ríos rechazadas por Ramírez. La revolución contra el gobierno de Corrientes y su fracaso final. — VIII. Las expediciones contra Santa Pe. Derrota de los ejércitos del Directorio por Estanislao López. El armisticio de abril de 1819. — IX. Actividades de Carrera en Montevideo. Su incorporación a las fuerzas de Ramírez. Nueva ruptura con Buenos Aires. El ejército federal en Santa Fe. Posición de Carrera. El motín de Arequito y la batalla de Cepeda. I El Diario de María Graham, del que existen ediciones castellanas, fue impreso por primera vez en Londres, con grabados y viñetas, en 1824. La edición original inglesa lleva por título: journal of a residence in Chile, during the year 1822. And a voyage from Chile to Brasil in 1823. En el Apéndice de la obra —omitido en las ediciones españolas—, figura una relación o memoria escrita por William Yates, oficial irlandés que sirvió a las órdenes de José Miguel Carrera en las guerras civiles argentinas de 1820 y 1821. Este relato se intitula: A brief Relation of Facts and circumstanees connected whith the Family of the Carreras in Chile; with some Account of the last Expedition of Brigadier-General Don José Miguel Carrera, his Death, etc. 1 Pese al largo encabezamiento, poco es lo que dice Yates sobre la familia de los Carrera en Chile y sobre los hechos posteriores que costaron la vida a los dos hermanos don Luis y don Juan José; poco también sobre el viaje de José Miguel a Estados Unidos y sus andanzas hasta 1819; todo ello se reduce a diez y ocho páginas confusas, inexactas y sin interés. El tema principal de la memoria lo constituyen las guerras civiles del litoral argentino en 1820 y la campaña de Carrera en 1821, que terminó con su muerte. Y es que en estos últimos sucesos —no así en los primeros— Yates estuvo presente al lado de su general, por quien sentía admiración fervorosa. Allí se concentra todo el interés de la narración, mayormente en la campaña de 1821, por la multiplicidad de lances y riesgos que la distinguen y porque fue la única empresa dirigida exclusivamente por Carrera, ya que en las anteriores — debe repetirse — el caudillo chileno nunca estuvo al frente de los ejércitos federales. Este documento ha sido conocido y también utilizado por algunos estudiosos de esta parte de América. Mitre se sirvió de la citada edición inglesa para historiar las guerras civiles del año 20. 2 Vicuña Mackenna sigue paso a paso el texto de Yates para describir en El Ostracismo de los Carreras 3 las aventuras de don José Miguel en las guerras civiles argentinas; Sarmiento leyó detenidamente y anotó de su puño y letra el ejemplar que nos ha servido para esta traducción. El Diario de María Graham no se tradujo hasta el año 1909, 4 por el escritor chileno Valenzuela Darlington, pero sin el Apéndice, como hemos dicho. En 1913, la Revista Histórica de Montevideo, órgano del Museo y Archivo Histórico de esa ciudad, ofreció como primicia a sus lectores la Memoria sobre la guerra civil en las Provincias Argentinas por Yates. 5 El entonces Director de la Revista y del Archivo, Sr. Luis Carve, fundado en informes de Paúl Qroussac y de Valentín Letellier, — directores de las bibliotecas nacionales de Buenos Aires y Santiago de Chile, respectivamente — puso una nota a la Memoria de Yates, así concebida: “Con las cartas siguientes 6, comprobamos la afirmación de que este documento de valía, traducido por el distinguido historiador y político doctor Luis L. Domínguez, cincuenta años atrás, no era conocido en su integridad en Chile ni en la República Argentina. Con su publicación prestamos un verdadero servicio a la historia de la Revolución de América y especialmente a la de las repúblicas citadas”. Verdad es que el Dr. Letellier sólo aseguraba que en Chile no había sido publicada ninguna traducción de Yates, y Groussac decía no estar muy seguro de que en la Argentina u otra parte de Sud América se hubiera traducido la Brief relation. Pero en rigor ambos demostraban desconocer el Extracto de Domínguez —que así lo llama también el traductor—, Memoria o Extracto de memorias que el Sr. Carve se proponía publicar como inédito. Porque es de saber que el trabajo de Domínguez, descubierto por el Sr. Carve no era — ni mucho menos — una novedad. Había sido publicado veinticinco años antes, (1888) en la Revista Nacional de don Adolfo P. Carranza 7, con la misma advertencia del traductor y como perteneciente al archivo de don Andrés Lamas. Si el traspié nada arguye en contra de tan distinguidas personalidades, confirmando una vez más aquello de la liebre y el buen cazador, parece demostrar, eso sí, que hasta 1913, tanto la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, como la de Santiago de Chile, carecían de un fichero de revistas que permitiera a sus directores responder a una sencilla consulta bibliográfica. Veamos ahora en qué consiste el tal Extracto de Domínguez y si puede considerarse una traducción de la Brief relation de Yates. Ante todo, debe advertirse que el texto de Yates en el libro de María Graham ocupa noventa y ocho páginas en cuarto y la traducción de Domínguez no pasa de treinta y dos páginas de menor tamaño en la Revista Histórica citada. No ha de creerse por esto que se trata de un fragmento ni de una selección de episodios traducidos fielmente del original. El Dr. Domínguez se propuso apenas ofrecer una versión abreviada de la narración, para lo cual no se paró en mutilar párrafos enteros, saltar páginas y páginas y enlazar episodios del original con relaciones de su propia cosecha. Así salió el singular engendro titulado en la Revista Nacional “Memoria sobre la guerra civil en las Provincias Argentinas en tiempo de las montoneras de Ramírez y Carrera (1820-1821)”. 8 El traductor expone de esta manera el método seguido, lo que nos exime de mayores comentarios: “He suprimido grandes trozos; he extractado muchos otros, conservando siempre la hilación del escrito y he traducido fielmente aquellos que a mi juicio lo merecían. Todos los párrafos que van entre comillas son del autor”. Esto basta para dar una idea del trabajo del Dr. Domínguez; pero no es de extrañar que dejara tan maltrecho el texto de Yates, quien empieza por advertirnos que esos papeles no merecen en su opinión los honores de una traducción. En cuanto al criterio para valorar los trozos que merecían tal honor, aun extractados, júzguese por lo siguiente: La vida de Carrera y sus soldados entre los indios del sur, es uno de los pasajes más amenos e ilustrativos del relato. Llegado a esa altura de la narración, el traductor se despacha así: “Después de esto Carrera se alió con los indios y empezó una serie de depredaciones en los pueblos por donde pasaba, propias de salvajes. El autor entra en muchos pormenores sobre esta campaña de vandalaje y respecto a las costumbres de las tribus de indios que lo acompañaban”. Estos son, en síntesis, los antecedentes dignos de mención sobre el original de Yates y la única traducción conocida. La versión que ahora presentamos se ajusta a otros métodos que los seguidos por el Dr. Domínguez. Hemos omitido —es verdad— las diez y ocho primeras páginas del original sobre la vida pública de Carrera anterior a 1820, pero ello se debe a que contienen tan abundante copia de errores históricos y éstos alteran a tal punto la sucesión cronológica de los hechos, que hubiera sido menester un exagerado número de notas para rectificar los tropiezos del autor. Y es que la memoria de Yates ofrece dos elementos claramente discernibles: el de una pésima crónica de sucesos conocidos de oídas, y el de una interesante memoria de hechos vividos, expuestos con calor de humanidad y buen acopio de información auténtica. Esta parte del relato se inicia con la batalla de Cepeda y se extiende hasta la prisión de Carrera en 1821. Hay, por cierto, entre el cronista de sucesos extraños y el relator de sus propias andanzas y desventuras, una diferencia fundamental. Aunque también este último, al echar mano de referencias históricas, incurre en groseros errores de hecho y más de una vez desliza sus injurias de libelista entre noticias y anécdotas del más alto valor documental. En algún caso y cuando al error de hecho ha ido mezclada la diatriba soez, hemos preferido suprimir el párrafo, tratándose siempre de cosas que nada enseñan ni a nadie pueden interesar, antes bien chocan al sentimiento argentino y americano. En cuanto a las notas agregadas al texto, tienen como único propósito dejar establecida en lo posible la verdad de los hechos o ilustrarlos con nuevas comprobaciones y antecedentes. Carecen esas notas de toda intención polémica y no se proponen llevar agua para ningún molino. A la figura de Carrera, o se la ha exaltado hasta lo absurdo o se la ha disminuido en términos injustos y hasta despiadados. El escritor chileno Vicuña Mackenna es el más ilustre de los panegiristas de Carrera; ya dijimos cómo se sirvió del texto de Yates sin ningún espíritu crítico a punto de que muchas de sus páginas son simples glosas o paráfrasis del original inglés. Entre los historiadores argentinos, don Vicente Fidel López ha extremado la nota del vilipendio y el ultraje. En este como en otros casos, quizás la verdad encuentre en un discreto medio su adecuado lugar. A mí me ha tocado como anotador de Yates rectificar numerosos pasajes de la Memoria que escribió cegado por el fanatismo partidista e ignorando la conexión verdadera de los sucesos políticos y militares de la época. Pero me ha guiado, sobre todo, el propósito de acercarme a la verdad histórica por la verificación exacta de los hechos; y también, debo decirlo, el deseo de que este documento sea conocido dentro de un marco de crítica severa y no echado a rodar de un día para otro por editores inescrupulosos que, a favor del elemento humano y pintoresco del relato, puedan difundir graves errores que afectan a la historia de dos países hermanos. Lo dicho bastaría largamente como prefacio de una modesta traducción. Pudiera echarse de menos —sin embargo— una noticia sobre el personaje y su época en los años anteriores a la batalla de Cepeda. Para llenar, en parte, ese vacío y justificar la omisión de algunas páginas del original, me decido a extender este prólogo. II José Miguel Carrera, de antigua y distinguida familia chilena, nació en Santiago el 15 de octubre de 1785. Hizo su carrera militar en España y defendió este país de la invasión napoleónica como San Martín, Alvear y otras figuras de la emancipación americana. En 1811, se embarcó para Chile deseoso de servir a la causa de su independencia. Había sido favorecido por la naturaleza con una inteligencia viva y despejada, ánimo decidido y valiente que comportaba el don de mando, y mucho atractivo personal realzado por un continente noble y gallardo. Animábalo una gran ambición, asaz desenfrenada, y era inclinado a la ostentación y el fausto. Cuando José Miguel Carrera llegó a Santiago, la revolución de independencia, iniciada el 18 de septiembre del año anterior y que había seguido un proceso lento y difícil, amenazaba remansarse después de la reunión de un congreso formado por elemento conservador y moderado. En aquel punto, y dadas las circunstancias porque pasaba el Consejo de Regencia español, considerada también la proximidad del Virreinato del Perú, una fácil transacción con la metrópoli hubiera satisfecho a cierto sector dirigente, deseoso de evitar situaciones irreparables. Carrera se sintió llamado a ser el animador de aquel movimiento para darle un impulso radical y francamente revolucionario. Sus hermanos Luís y Juan José formaban como oficiales en el ejército. José Miguel, a poco de su llegada, ganó buen número de voluntades y partidarios. Antes de dos meses, el 4 de septiembre, encabezó un pronunciamiento militar dirigido contra la Junta Ejecutiva nombrada por el Congreso. Triunfante el movimiento, nombróse nueva junta de tendencia más liberal en la que formó el mendocino Juan Martínez de Rosas, figura esclarecida en la independencia de Chile. Fueron separados algunos diputados, pero el congreso prosiguió en sus funciones. Martínez de Rosas pasó al sur de Chile para acelerar el cambio renovador. Carrera, autor del movimiento del 4 de septiembre, quedó fuera de la nueva Junta, y no por su propia voluntad. El 15 de noviembre provocó nuevo golpe militar y renovó la Junta Gubernativa, incorporándose a ella como representante de Santiago; nombró a Marín, por Coquimbo, y designó a Martínez de Rosas, por Concepción. Pero este último se negó a colaborar, manteniéndose en el sur, disconforme ya con la política absorbente de Carrera y receloso de su poder personal. José Miguel disolvió el congreso, inició la persecución de sus adversarios políticos e implantó una dictadura militar que habría de prolongarse, si bien con largas intermitencias, por el espacio de tres años. (Diciembre de 1811. — Octubre de 1814). Poco después, Martínez de Rosas, vencido por Carrera, cruzaba los Andes, camino del destierro para morir en Mendoza meses más tarde. En el primer año de su gobierno, Carrera trata de consolidar su poder contra el peligro interior y exterior; adopta medidas de acentuado carácter emancipador y se afana en interesar a los gobiernos extranjeros por la suerte de Chile. El agente norteamericano Poinsett, por ejemplo, es consultor obligado en la política y se vincula estrechamente a la familia de Carrera. Libre de enemigos interiores que no consiente su poder absoluto, el gobernante enarbola el nuevo pabellón chileno, funda un periódico y la Junta de Santiago dicta un reglamento constitucional provisorio. Ninguna providencia emanada de autoridad extraña a Chile tendrá efecto en su suelo. Es casi una declaración de independencia, pero el mismo reglamento declara reconocer a Fernando VII como legítimo soberano. Dualidad explicable y que satisfacía la política de Inglaterra en aquellos momentos. Idéntico fenómeno se daba en el Río de la Plata. Los españoles del Perú, enterados del sesgo que tomaba la revolución en Chile, no tardaron en enviar una expedición militar para sofocarla. En enero de 1813, desembarcó en Chiloé el ejército del general Pareja, que a poco se apoderó de Talcahuano y Concepción, tomando el camino de Santiago. Carrera reunió sus fuerzas en Talca y llevó un ataque afortunado en Yerbas Buenas, pero en adelante fracasaron todas sus empresas militares. No obstante haber mediado una sublevación en el ejército español, produciéndose después la muerte del general Pareja, las fuerzas realistas, reconcentradas en Chillan, resistieron con éxito el sitio del enemigo. Y el ejército chileno hubo de retirarse maltrecho, en agosto de 1813. Carrera, sin duda, no respondió como militar a sus alardes de dictador político. Entretanto, destacábase por su pericia y valor en el terreno de las armas, don Bernardo O’Higgins, hijo de un virrey español de origen irlandés. O’Higgins había sido educado en Londres, donde conoció al precursor Miranda, y en Chile disfrutaba de considerable fortuna personal. No tenía padres, ni hermanos que le rodearan. Los Carrera, en cambio, formaban un estrecho círculo de familia en el que todos creíanse autorizados a participar del gobierno. A fines de 1813, la causa de la independencia parecía perdida y ante la grave situación del país, la Junta que gobernaba en Santiago, separó a Carrera del mando militar para dárselo a O’Higgins. Después trasladó su sede a Talca. Para José Miguel como para toda su familia —también quedaron separados del ejército sus hermanos— aquel fue un rudo golpe que se tradujo en odio implacable contra el nuevo jefe militar. O’Higgins recibió el ejército en pésimas condiciones, agravadas muy luego por el desembarco de otro contingente español al mando del general Gainza. (31 de enero de 1814). Una división de este último ejército ocupó Talca y dominó el camino de Santiago. José Miguel Carrera, sorprendido en su marcha hacia la Capital, cayó prisionero. O’Higgins opuso hábil y tenaz resistencia; después de varios encuentros logró detener a los españoles en Quecheregua. Sobreviene aquí un episodio de la historia de Chile que importa conocer para juzgar los hechos sucesivos. El Comodoro inglés Hyliyar, siguiendo la política de su gobierno y para evitar una situación irremediable en la suerte del movimiento emancipador, auspició una transacción entre el gobierno de Santiago y el Jefe del ejército español, que se concretó en el Tratado de Lircay (3 de mayo de 1814). Lord Strangford, Ministro inglés en Río de Janeiro, había también gestionado entre el gobierno de Buenos Aires y el virrey Elío, un armisticio que tuvo malas consecuencias para la causa revolucionaria en el Plata. (Octubre de 1811). O'Higgins acató el tratado de Lircay, y el partido carrerino explotó ese hecho para desprestigiar al gobierno de Santiago y al jefe de las fuerzas chilenas. El convenio fue señalado como una abdicación de los principios revolucionarios. De allí a poco, José Miguel Carrera fugó de la prisión (dícese también que los españoles le dieron libertad) y llegó ocultamente a Santiago. El 23 de julio sublevó la guarnición de la ciudad, se apoderó del gobierno y a fin de asegurar su posición, ratificó ese mismo Tratado de Lircay, que le había servido para desprestigiar a las autoridades depuestas. Los jefes del ejército chileno, con O'Higgins a la cabeza, no aceptaron el pronunciamiento y se creó una nueva y difícil situación porque el ejército español se mantenía al acecho de los acontecimientos. Carrera, apenas dueño del gobierno, persiguió con saña a sus enemigos políticos y muchos cruzaron la cordillera para buscar asilo en Mendoza. Esto se prolongó por el espacio de un mes, lo bastante para que el general español Osorio, llegado del Perú, organizara las fuerzas realistas bajo un pie respetable y subiera en busca del ejército independiente. En tales circunstancias, O'Higgins dio un testimonio de abnegación al ponerse bajo las órdenes inmediatas de Carrera para contener al enemigo común y tomar la defensa de Rancagua, villa próxima a Santiago. Carrera se mantuvo en posición más cómoda. El cerco de Rancagua por los realistas, fue desastroso para las armas revolucionarias que sufrieron tremenda derrota. O'Higgins salvó su vida con un grupo de valientes, mediante un acto de heroísmo, pero la causa de Chile quedó perdida, al parecer, en forma irreparable. Carrera se había mantenido con sus tropas a una prudente distancia, sin prestar sus auxilios. El historiador chileno Barros Arana, juzga así su actitud: “Fue aquella una falta de Carrera, que iba a producir los más desastrosos resultados y a echar un baldón sobre su nombre”. Después de Rancagua, se inició el éxodo chileno a Mendoza. Durante días sucesivos, hubo un desfile constante de tropas en derrota y de familias fugitivas por los caminos de la cordillera. III En Mendoza se hallaba de gobernador intendente el general José de San Martín, que conocía en todos sus pormenores la situación de Chile. Desde el mes de julio habían llegado desterrados políticos, victimas de los desmanes de Carrera. Conocía también las rivalidades entre Carrera y O'Higgins, así como las características de uno y otro jefe. Los fugitivos chilenos llegaron a Mendoza el 12 de octubre. El día 6 había entrado el ejército español en Santiago. Entre carrerinos y partidarios de O’Higgins, se hacían mutuas recriminaciones, aunque en verdad, el papel de este último en el sitio de Rancagua, le colocaba muy por encima de su contendor. Carrera invocaba, sin embargo, su calidad de jefe supremo y pretendía imponer su autoridad. Varios comandantes militares no se avenían a ello. Los generales O’Higgins y Mackenna lo acusaron de que “hallándose ellos encerrados en la villa de Rancagua con la 1.a y la 2.a división del ejército y habiendo consumido todas las municiones después de treinta y cuatro horas de fuego continuo, no quisieron don José Miguel y don Luis Carrera auxiliarlos con la 3.a división de su mando, sin embargo de haberlo ofrecido cuando se le hizo saber el estado peligroso de aquella plaza”. Por otra parte. San Martín no podía resignarse a que Carrera, llamándose “Jefe del gobierno de Chile” mantuviera actitudes irrespetuosas para el decoro del gobernador intendente y ejerciera ostensiblemente el mando de tropas extrañas con desmedro también de su autoridad. El resultado fue que, a fines de octubre, los Carrera, por orden de San Martín — acompañados de sus familias y allegados — salieran con destino a Buenos Aires, donde el Director Posadas decidiría de su suerte. La situación no era muy aliviada para la causa revolucionaria en el Plata, a fines de 1814. Se había rendido la fortaleza realista de Montevideo en el mes de julio, pero ahora todo Chile caía en poder de los españoles. La restauración de Fernando VII significaba también una seria amenaza que algún tiempo después habrían de experimentar los pueblos de Nueva Granada y Venezuela. Por otra parte, la guerra civil arreciaba en la Banda Oriental. Los emigrados chilenos metieron mucho ruido en Buenos Aires con sus querellas y altercados. El 21 de noviembre, Luis Carrera mató en duelo al general Mackenna. José Miguel siguió manteniendo predominio sobre los hermanos, y soldados que le acompañaban. Javiera Carrera de Valdés se instaló en la ciudad y su casa fue por mucho tiempo centro de intrigas y conspiraciones. Durante todo el año 15, José Miguel instó a los gobiernos que se sucedieron en Buenos Aires para que tentaran la reconquista de Chile y presentó un plan de invasión por Coquimbo. El proyecto fue desaprobado por San Martín, previa consulta del gobierno central. En noviembre, un año después de su llegada, acomete Carrera una empresa que revela su carácter osado y enérgico. Con el dinero que puede reunir, se embarca para los Estados Unidos. Lleva por objeto adquirir una escuadra con la que piensa libertar a su patria, invadiendo los puertos del Pacífico. ¿Sabía Carrera que San Martín planeaba el paso de los Andes? Lo cierto es que le consideraba ya su mayor enemigo por los sucesos de Mendoza y por el fracaso del plan ofrecido al gobierno argentino. El viaje de la Expedition duró dos meses. Carrera desembarcó en Anápolis, capital del Estado de Maryland, cerca de Baltimore, el 17 de enero de 1816. Con la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo —que inauguraba una era de paz en Europa— y la terminación de la segunda guerra entre Gran Bretaña y Estados Unidos, hallábanse en este país gran número de oficiales sin destino, anhelosos de emplearse en la guerra de independencia hispano-americana. Tal circunstancia favoreció los planes de Carrera, Contaba éste con dos amistades que le fueron de gran provecho en el país extraño: la del Comodoro de la Marina norteamericana Porter, que había recorrido las costas del Pacifico durante la guerra con Gran Bretaña, siendo agasajado por Carrera en Chile, y la del Agente Poinsett, consejero del gobierno chileno en 1812 y 1813. Ambos le prestaron oportunos servicios. Porter le introdujo ante el presidente Madison y el ministro Monroe, pero el gobierno de los Estados Unidos mostrábase más que nunca cauteloso en la guerra de Hispano-América después de las serias reclamaciones interpuestas por el Ministro español don Federico de Onis. Nada logró Carrera en esas entrevistas. Por otra parte, su desconocimiento de idiomas extranjeros le inhabilitaba para llevar adelante sus gestiones. En el mes de febrero se retiró al pequeño pueblo de New Haven, donde se contrajo asiduamente al estudio del francés y el inglés. Biógrafos entusiastas dicen que al cabo de tres meses dominaba esos idiomas a la perfección. Apenas se haría entender con las naturales dificultades, pero no necesitaba otra cosa, dado su despejo innato y su firme voluntad. Lo cierto es que, después de ese aprendizaje. Carrera, ayudado siempre por sus amigos Porter y Poinsett, se pone en contacto con muy distinguidas personalidades militares extranjeras, entre ellos los generales Orouchy, Brayer, Clausel, y según sus biógrafos chilenos, con el ex rey de España José Bonaparte. Se vincula asimismo a comerciantes, armadores y gente de banca. Sin duda poseía Carrera ingénito don de simpatía y de persuasión —reconocido por sus mismos enemigos— y esto influyó mucho en el éxito de su empresa. Pero importa conocer otros antecedentes que explican el sesgo favorable del negociado. Se estaba lejos todavía del telégrafo, de las comunicaciones rápidas y de la información periodística mundial. Los hechos ocurridos en la América española llegaban a la república del norte, pasados varios meses y asimismo confusos y contradictorios. Asignábase a la guerra de independencia un carácter unitario, continental, y se echaba de menos un centro directivo que diera cohesión al movimiento. Esto en las esferas oficiales; en las demás ignorábase casi todo. Así podía escribir el Comodoro Porter a Carrera en septiembre de 1816: “Hasta aquí no hemos podido determinar dónde debíamos considerar establecido el gobierno Supremo de la América del Sur, si en Caracas, Cartagena, Montevideo o Buenos Aires. Varios agentes nos han sido enviados, pero pronto hemos descubierto que son los emisarios de un partido y no de los gobiernos”. Carrera no representaba, por cierto, a ningún gobierno. Proscripto de Chile, donde había perdido el mando por la ocupación española, y desconocido por sus mismos conmilitones en tierra extraña, ¿qué representaba en los Estados Unidos? ¿Qué garantía podía ofrecer a los armadores y banqueros a quienes requería con instancia, buques, dinero y armas para expedicionar sobre Chile? Nos lo dice su biógrafo, Vicuña Mackenna: “Había puesto solamente en juego una estratagema abultada, pero esencial, sobre la que estamos indecisos entre la condenación o la disculpa. Consistía ésta en los despachos de agente acreditado de Chile que había hecho firmar en Buenos Aires a sus dos colegas Uribe y Muñoz Urzúa, documentó legítimo según las pretensiones que Carrera había sostenido siempre, de ser el único representante legal de su país en el territorio argentino, y más legitimo todavía si se atiende al santo objeto a que era dirigido, pero falso y apócrifo delante de la ley de las naciones y entre las relaciones que puede establecer un individuo con extraños gobiernos”. En agosto de 1816, Carrera inició tratos con la casa Darcy y Didier para el fletamento de una escuadrilla. “La contrata que celebremos será a la vista de la amplia comisión que tengo de mi gobierno. Ella será cumplida de nuestra parte, legal y completamente y yo dejo a la dirección de Vd. y su voluntad, el entender en todo”. Apunta Vicuña Mackenna: “Carrera, sin embargo, no atribuía el carácter de un culpable fraude a esta dudosa credencial y secretamente pedía su renovación, si el gobierno de Chile se hubiera instalado de nuevo legítimamente”... La casa Darcy y Didier consideró el negocio y lo aceptó bajo determinadas condiciones. Las contratas aseguraban un 100 % de beneficio para los armadores de la escuadrilla y el pago de todos los gastos y salarios de viaje, que se harían efectivos en Chile. Entretanto, los buques serian mandados por oficiales de la casa Didier. Un vecino de Baltimore, Jhon Skinner, adelantó también en esas condiciones la suma de $ 4.000, “con lo que dio un empuje definitivo a la organización de la exigente comitiva de parciales que se aprontaba para seguir a Carrera”. En efecto, asegurada la formación y el equipo de la escuadrilla, un buen número de oficiales franceses, ingleses y norteamericanos, se aprestaron a partir. El Mariscal Grouchy exigió el previo depósito de una crecida suma en un banco norteamericano... y excusaría decir que no formó parte de la comitiva. Otras no fueron tan exigentes; les bastó la esperanza de ilustrar sus nombres en la guerra de América y adquirir posiciones e influencia en un país rico que les debería su libertad. José Miguel Carrera allanaba todos los obstáculos, disipaba dudas y recelos. El 8 de diciembre, él y treinta oficiales se hacían a la vela en la corbeta Clifton. Partirían después los bergantines Salvaje y Regente que con la escuna Davei completaban la escuadrilla. Antes del viaje, Carrera otorgó permisos de pesca en los mares de Chile, diciéndose “Comisionado Superior del Gobierno de aquel país”. La Clifton llevaba buena cantidad de armamento. “Mi expedición desafía al mundo —había escrito José Miguel a su hermano Luis— y es debido a mis únicas cualidades, constancia, actividad y buena intención”. Verse en el mar, rumbo a la patria lejana, rodeado de oficiales distinguidos, algunos de los cuales se habían destacado en memorables batallas, colmaba en aquel momento las ambiciones de Carrera. La suerte le sonreía y en su espíritu afloraban las tendencias reveladoras de su íntima personalidad. Desde a bordo escribe a sus armadores: “En los pocos días que he estado en la mar, he visto que es muy miserable mi servicio de mesa”, y pide un juego de cristal y otro de porcelana, dos servicios de café y nueve docenas de cucharas de plata. “Cuando llegue a Chile, quiero alguna comodidad para convidar aquellos grandes señores”. El horizonte marino exalta las quimeras y la corbeta navega con vientos de esperanza... Durante la ausencia de Carrera se habían producido en el Río de la Plata hechos capitales: la declaración de la independencia argentina, la invasión de la Provincia Oriental por los portugueses, la preparación del paso de los Andes por San Martín, la elección de Pueyrredón como Director. Carrera debió de conocer estos hechos en Estados Unidos porque se embarcó en diciembre de 1816. En los primeros días de febrero del año siguiente, la Cliffon entró en el Río de la Plata. Carrera esperaría en Buenos Aires los buques restantes de la escuadrilla. El 8 desembarcó en el puerto de la Ensenada y fue sorprendido por una grave noticia. El general San Martín había emprendido el paso de los Andes mientras él navegaba todavía en el Atlántico. Y con San Martín, O’Higgins, llamado a presidir el gobierno de Chile en caso de tener éxito la campaña. Vicuña Mackenna dice que aquella nueva llenó a Carrera “de un inesperado gozo”. Hay en esta afirmación un error psicológico y un error de hecho. Carrera no podía ver con agrado que sus émulos y enemigos se adelantaran a su empresa. Además, el mismo biógrafo publica fragmentos de una carta escrita por José Miguel a su hermano Luis, desde Norte América, en que le hace las siguientes consideraciones: “Si los porteños libertan a Chile y merecen el odio del país, no te comprometas en contra de ellos sino después de conocer que hay compañeros de honor que no te echarán en las astas del toro... Si conoces que nuestra ruina hará la felicidad del suelo en que nacimos, ¡vamos allá! Nuestro honor y nuestras intenciones lo exigen...”. No es menester mucha perspicacia para medir el alcance de esas expresiones. Luis Carrera debió de comunicar en 1816 a José Miguel el apoyo de Pueyrredón a la empresa de San Martín. Los pasajeros de la Cliffon recibieron su primer desengaño. No seria tan simple el desembarco en las costas de Chile y menos la reconquista del territorio si se había tentado la campaña gigantesca de los Andes bajo la responsabilidad de las Provincias Unidas. Carrera quiso precipitar los acontecimientos y seguir viaje para doblar al cabo de Hornos. Pueyrredón, sobre quien pesaba una enorme responsabilidad y que sabia cuál era el encono de Carrera contra San Martín y O’Higgins, se opuso al proyecto. Así se lo hizo saber en una entrevista. Por otra parte, el comandante de la Clifton, agente de los armadores —que mantenían relaciones comerciales con el gobierno de Buenos Aires— se negó a continuar el viaje. Los oficiales, en su mayoría, una vez conocida la verdadera situación de Chile, abandonaron a Carrera, si bien otros le permanecieron fieles y le acompañaron hasta su muerte. Faltaba todavía conocer el resultado de la empresa de San Martín y vivíase en intensa expectativa. El 26 de febrero, todas las campanas de Buenos Aires, echadas a vuelo, anunciaban jubilosamente la victoria de Chacabuco. Chile era libre y O’Higgins presidía el nuevo gobierno independiente. Pueyrredón ofreció a Carrera la solución más digna en aquellos momentos: le propuso una misión diplomática ante el gobierno de los Estados Unidos. Carrera se rehusó terminantemente. Insistía en partir con su desmedrada expedición, aunque el capitán de la corbeta ya no le obedecía. A principios de marzo, llegó el bergantín Sauvage al puerto de Buenos Aires y su capitán se mostró dispuesto a secundar a Carrera en sus propósitos. El coronel Lavaysse, uno de los expedicionarios de la Cliffon, denunció a Pueyrredón lo ocurrido y reveló que Carrera conspiraba contra la situación de Chile. El 19 de marzo, Pueyrredón ordenó su detención y la de su hermano Juan José. El coronel Lavaysse, ya enemistado con Carrera, le calificó en escrito circulado por los Estados Unidos, como “el más impudente impostor, el más vil intrigante y al mismo tiempo, a Dios gracias, el más atolondrado e indiscreto de los conspiradores”. En abril llegó a Buenos Aires el general San Martín y visitó a Carrera en e! cuartel de Retiro, donde se hallaba detenido. Le reiteró el ofrecimiento del Director sobre la misión diplomática. Carrera no sólo rechazó el ofrecimiento sino que contestó con altanería. San Martín se limitó a decirle que el gobierno de Chile estaba dispuesto a colgar en la plaza de Santiago al primero que atentara contra la seguridad del Estado. Y ambos personajes se despidieron secamente para no verse más. Importa recordar que la victoria de Chacabuco, si bien aseguró a los patriotas la ocupación de Santiago y una gran parte del territorio, no impidió que los realistas permanecieran en el sur recibiendo refuerzos de Lima. Catorce meses pasaron antes del triunfo de Maipú. Con todo, y a pesar del lamentable fracaso de la entrevista, Pueyrredón y San Martín trataron de que el gobierno de Santiago pagara una pensión a los Carrera, en atención a sus antecedentes y a la situación difícil por que atravesaban. O’Higgins, muy enconado contra sus opositores, se negó. Poco después de su entrevista con San Martín, José Miguel pidió su traslado a un barco del gobierno, donde había cumplido los primeros días de su prisión. Conseguido ese objeto, fugó a Montevideo con la audacia y el arrojo que nunca le abandonaron. IV Quedaban en Buenos Aires sus hermanos Luis y Juan José, todos los chilenos llegados el año 14, y doña Javiera Carrera de Valdés, mujer de temple varonil, vehemente y apasionada. Algunos oficiales extranjeros venidos en la Clifton, integraban el circulo carrerino. Ya en Montevideo José Miguel, y al parecer sin su consentimiento, tramóse una conspiración en casa de doña Javiera. Tratábase de preparar una revuelta en Chile contra la situación imperante después de Chacabuco. Empresa absurda por sus fines, por los medios empleados para realizarla y que seria de fatales consecuencias para sus autores. Halagado por noticias recibidas de aquel país, y a instancias de doña Javiera —según respetables testimonios— salió el primer grupo de chilenos, que logró pasar la cordillera. Planearían el movimiento en una hacienda de Chile. La fragata General Scoft, contratada en Estados Unidos, y que esperaban en Buenos Aires, podría conducir a los demás emigrados hasta las costas del Pacifico. Todo vana ilusión. El 10 de julio, muy de mañana, salió Luis Carrera de Buenos Aires, disfrazado de peón, “atada la cara con un pañuelo” y al servicio de un fingido comerciante que no era otro que el militar chileno Juan Felipe Cárdenas. Este había conseguido pasaporte para Carrera bajo el nombre de Leandro Barra. Ambos siguieron a caballo el camino de postas y en pocos días llegaron a Córdoba, En esta ciudad, Cañera se fingió enfermo para no presentarse a la autoridad y Cárdenas obtuvo la visación del pasaporte. Siguieron a Mendoza y es la ruta encontraron al correo de Buenos Aires que iba camino de La Rioja. Acreditándose de mal conspirador, Luis Carrera pidió al correista que le exhibiera la correspondencia porque le interesaban ciertos documentos. El empleado se negó terminantemente, pero llegó la noche y los viajeros le invitaron a cenar en la posta. Corrió el vino en abundancia y embriagaron al pobre hombre. Uno de ellos cortó la valija de cuero con una navaja y pudieron revisar la correspondencia. Nada se decía de la fuga. Arrojados los papeles, tomaron la ruta de San Juan. Cárdenas quedó en esta ciudad. Carrera siguió viaje a Mendoza donde anduvo de uno en otro escondite hasta caer en manos de la policía. Era en los primeros días de agosto. Lo acaecido con el correista y la violación de la correspondencia, fue objeto de una seria indagación que terminó con el arresto de Cárdenas. Preso Carrera, fue descubierto todo el hilo del complot y se supo que Juan José debía salir por esos días de Buenos Aires siguiendo el camino de su hermano. En efecto, el 8 de agosto, salía Juan José bajo el nombre de Narciso Méndez, también con indumento de peón y en servicio de un traficante de muías que era el impresor chileno Cosme Alvarez. Marcharon en un principio sin obstáculos, pero Juan José Carrera debía sufrir el primer golpe de la fatalidad. En el lugar de San José —entre Río IV y San Luis— un hijo del maestro de posta, joven de 16 años, les hizo compañía para volver con las cabalgaduras desde la posta próxima. Yendo de camino se adelanto Alvarez para prevenir la cena y Carrera quedó con el muchacho; caía la tarde y el cielo se nubló amenazando tormenta; siguióse una furiosa tempestad que obligó a los viajeros a detener la marcha. Apeados del caballo, echáronse en el suelo y la borrasca duró trece horas. Cuando abonanzó, Carrera pudo levantarse con extrema dificultad; llamó a su acompañante que no contestó; lo tomó en sus brazos, pero el muchacho había muerto de frío. Más tarde se responsabilizó de esa muerte a Juan José. Los viajeros no interrumpieron su marcha. En Cañada de Lucas tuvieron noticias de la prisión de Cárdenas y de Luis Carrera. Vacilantes entre volver a Buenos Aires o seguir a Mendoza, optaron por esto último. Poco después, una partida destacada por el gobernador de San Luis, los detuvo. Tras una indagación en San Luis, Juan José fue conducido a Mendoza y se inició el famoso proceso de los Carrera. Todo se aclaró. En Chile fueron detenidos los primeros conspiradores pasados desde Buenos Aires. Pero en toda aquella conjura, no había ningún principio de ejecución, sino intenciones y pensamientos. Los Carrera sufrieron duro trato en la cárcel de Mendoza y no por el delito de don Luis con el correista, ni por la muerte del muchacho atribuida a Juan José, sino por los vagos proyectos de conspiración en Chile; sin embargo, no fueron trasladados a ese país, como correspondía. Pasados algunos meses, a principios de 1818, fue renovada la guardia de la cárcel. Luis tuvo la desdichada idea de proyectar su evasión y arrastró en sus planes a don Juan José que se había prometido renunciar a sus aventuras políticas para consagrarse a la vida de hogar. Preso en San Luis, había escrito a su mujer: “Un hombre oprimido y desesperado es capaz de hacer diabluras que en otra situación ni aun pensaría. Déjenme volver a mi país, tan libre como salí de él, déjenme quieto en el campo y estoy seguro que ni sentirán que tal hombre existe en Chile. Si falto a esto, yo mismo pronuncio desde ahora mi sentencia: que me fusilen”... Sugestiva declaración a pocos meses de la catástrofe final. Don Luis sedujo a los soldados de la prisión, secundado por un chileno de nombre Solís, pero una vez alcanzado ese objeto le pareció poco obtener su libertad y la de su hermano. Planeó en seguida una conspiración contra el gobierno de Mendoza. Todo fue descubierto y el conato no tuvo principio de ejecución. El 25 de febrero de 1818 fueron reemplazados los guardianes y se arrestó a los conjurados iniciándose contra los Carrera nuevo proceso. El hecho fue quizás magnificado por O’Higgins que no necesitaba mucho para reaccionar en forma violenta contra sus inveterados adversarios. Así pudo escribir a San Martín: “Un ejemplar castigo y pronto, es el único remedio que puede cortar tan grave mal. Desaparezcan de entre nosotros los tres inicuos Carrera, juzgúeseles y mueran, pues lo merecen más que los mayores enemigos de América”. Debe decirse que las circunstancias eran muy graves en Chile para la causa emancipadora. Se había declarado la independencia en 1817, pero un fuerte ejército español amenazaba en el sur al mando del general Osorio. De una próxima batalla podía depender no sólo la libertad de Chile sino de toda la América española. El 19 de marzo se produjo la sorpresa de Cancha Rayada, que pudo ser fatal para el ejército patriota y provocó pánico semejante a la derrota de Rancagua. Fuera por inquina contra los Carrera o porque se asignara a la conjuración de estos últimos exagerada significación, hubo en Mendoza quienes señalaron su presencia en la cárcel, aún aherrojados, como un peligro para la patria. El Cabildo pidió al gobernador intendente Luzuriaga, que se dictara sentencia en el proceso. Huyendo entre los dispersos de Cancha Rayada, llegó a Mendoza, desde Chile, don Bernardo Monteagudo, personaje que, según Mitre, “figura en todas las hecatombes de la revolución, terrorista por temperamento y que decidiría con su genio fatídico de la suerte de los presos”. Monteagudo, desde su arribo, insta por el aceleramiento del proceso. Luzuriaga, obedeciendo a esas sugestiones, designa un fiscal ad-hoc. Se produce la acusación y la defensa. Luego el mismo Luzuriaga nombra una comisión especial (Monteagudo, Galigniana y Vargas) para que dictamine si el gobernador debe pronunciar o no la sentencia definitiva. —Debe pronunciarla de inmediato, dice la comisión, y sin apelación a Buenos Aires... — ¿Y qué pena corresponde?... pregunta aquel juez ejemplar. — ¡La de muerte! responde al unísono la Comisión. Al día siguiente son ejecutados los Carrera, en la plaza de Mendoza. Tenía Juan José 33 años y 27 su hermano Luis. Uno de ellos no dio crédito a la notificación de la sentencia hasta momentos antes de ser fusilado. Don Vicente Pérez Rosales, que siendo muy joven presenció aquel suplicio recogiendo todos sus pormenores, dice al referirse al último abrazo de los hermanos antes de sentarse en el banquillo para morir. —“Lanzáronse el uno en los brazos del otro, mudos y convulsos, permaneciendo así medio minuto. Era el último adiós que daban al hermano, a la vida y a la patria... Nunca he podido borrar de mi memoria la terrible impresión que dejó en mi alma esa solemne, muda e inesperada protesta contra las atrocidades, hasta ahora interminables, del titulado ser más perfecto de la creación: el hombre...” Un día después, y en pleno sobrecogimiento de los espíritus por la consumación de aquella injusticia, llegó a Mendoza la nueva de la victoria de Maipú. La inútil crueldad apareció más odiosa. Y la fatalidad que acompañó a los Carrera en aquellas circunstancias, destaca con caracteres más sombríos cuando se conocen estos documentos: San Martín a O’Higgins. 11 de abril. “Excmo. Señor: Si los cortos servicios que tengo rendidos a Chile, merecen alguna consideración, la interpongo para suplicar a V. E. se sirva mandar se sobresea en la causa que se sigue a los señores Carrera...”. O'Higgins a Luzuriaga. “La madama (sic) de don Juan José Carrera, interponiendo la mediación del Exmo. Capitán General, ha solicitado se sobresea en la causa que se sigue a su esposo por este gobierno, el que no ha podido resistirse... En consecuencia este gobierno suplica a U. S. se aplique toda indulgencia, etc.” San Martín y O’Higgins, no sabían, por cierto, lo ocurrido en Mendoza tres días atrás. Cuando llegó el oficio a Luzuriaga, las víctimas yacían bajo tierra. No ha de verse en la carta de O’Higgins una expresión de generosidad, sino el deseo de complacer a San Martín. En efecto, poco tiempo después, hizo pagar al padre de los Carrera, anciano octogenario, la cuenta presentada por Luzuriaga para reembolsar al gobierno de Mendoza los gastos habidos en la ejecución. Un renglón está destinado a los avechuchos que presenciaron el fusilamiento en nombre de aquella justicia: Diligencias de presenciar la sentencia y ejecución de ella y otras intimaciones... tanto... Los historiadores chilenos —casi todos— han pretendido responsabilizar directamente a San Martín y O’Higgins de la muerte de los Carrera, insinuando unas veces, afirmando otras, que Monteagudo trajo instrucciones de Chile para precipitar la sentencia después de Cancha Rayada. El general Mitre demostró en su Historia de San Martín que Monteagudo no se comunicó con San Martín ni O’Higgins después de aquel contraste (II-195). También se ha dicho que los Carrera fueron ejecutados cuando ya se conocía en Mendoza el triunfo de Maipú. El historiador mendocino Raffo de la Reta ha publicado en facsímil un documento que no deja lugar a dudas sobre la fecha de la ejecución. Fue anterior, en un día, a la noticia de la batalla. Así lo había sostenido el general Mitre. La muerte de los Carrera empañó el brillo de la victoria. En Chile, soliviantó muchos ánimos contra O’Higgins y San Martín, a quienes se complicó en el desdichado suceso. En el Río de la Plata, donde se consolidaba una fuerte oposición al Directorio, se comentó desfavorablemente el acto de aquel gobernador que suprimía vidas humanas por el delito de malas intenciones. Es de imaginar la repercusión del suceso en el circulo carrerino de Buenos Aires. José Miguel recibió en Montevideo una carta del oficial norteamericano Kennedy, en que le decía: “Mi querido general: Mi pluma se resiste a escribiros que vuestros valientes y amados hermanos don Juan José y don Luis ya no existen. Fueron asesinados... después de la victoria del 5 de abril que dio a Chile su independencia”... Consigna Vicuña Mackenna que don José Miguel, sabedor déla victoria de Maipú antes de conocer la muerte de sus hermanos, presentaba a los amigos el parte de San Martín exclamando: “Besen la firma del libertador de América”. Dudosa parece la versión, recogida en la tradición oral. No sabemos lo qué pensó de Maipú don José Miguel, pero en aquel espíritu impetuoso la tragedia de sus hermanos provocó una terrible reacción —que a nadie puede sorprender— y que debe tenerse en cuenta para juzgar sus acciones futuras. La venganza de aquella muerte será su obsesión y regirá en adelante todas las determinaciones de su voluntad. La proclama que dirigió a los habitantes “libres” de los pueblos de Chile revela su indignación tumultuosa y profunda: — “¿En dónde están nuestros hermanos, nuestros compatriotas Juan José y Luis Carrera? ¿Cuál es la suerte, cuál el destino de esos ciudadanos ilustres, de aquellos bravos generales que dirigieron vuestro valor para levantar a la Patria monumentos de gloria inmarcesible?... ¡Ah! ¡Ya no existen! Perecieron con la muerte de los traidores y de los malvados. Victimas desgraciadas de la tiranía más detestable de un triunvirato inicuo que marcará la posteridad con el sello de la ignominia; después del martirio de horribles prisiones en los calabozos y entre cadenas; abandonados del Universo en el centro de su país, de su familia, de sus amigos; sin ser oídos ni juzgados, perecieron en el patíbulo como criminales el día 8 de abril. ¡Día funesto y espantoso en los fastos de Chile!... Compatriotas! Que mueran los tiranos para que la Patria sea libre e independiente! Ya no tiene Chile otros enemigos que esos viles opresores. Sepultadlos en las cavernas más profundas de los Andes para que sus cuerpos inmundos sirvan de pasto a las fieras carnívoras de su especie y vuestra justa cólera de escarmiento a los ambiciosos y a los malvados... La sangre de los Carrera pide venganza! Venganza, compatriotas!”. Si Carrera en Montevideo no reparaba en arbitrios para incitar a la venganza, O’Higgins no sentía escrúpulos en reprimir implacablemente, por medios vedados a la moral, todo alarde de disconformidad con su gobierno. Poco después de Maipú y de la ejecución de los Carrera, se produjo en Chile un movimiento encaminado a promover la reunión de un congreso representativo. Lo encabezaba el oficial Manuel Rodríguez, “abogado con charreteras de coronel”, tribuno un tanto demagogo pero que gozaba de simpatías, sobre todo entre el partido carrerino. O’Higgins ordenó su prisión y su traslado a Quillota, para iniciarle un proceso. En el camino, fue asesinado alevosamente “contra toda ley y contra toda justicia” —dice el general Mitre— por el oficial que lo conducía. El asesinato fue ordenado en el seno de la Logia Lautaro, o por O’Higgins directamente y en el hecho tuvo participación Monteagudo. San Martín se encontraba entonces en Buenos Aires. O’Higgins le escribió: “Rodríguez ha sido muerto de un pistoletazo por el oficial que lo conducía” 9. Era un oficial de apellido Navarro. Al regreso de San Martín a Chile, Navarro, a quien se le seguía causa por el hecho, solicitó de San Martín una colocación fuera del país “porque se le tildaba de la muerte de Rodríguez sin poder vindicarse públicamente”. “San Martín le dio pase al ejército del Perú con recomendaciones de O’Higgins y oficios de aquél para el general Belgrano”. “San Martín, ajeno a este crimen —sigue Mitre— lo deploró como un error aunque lo aceptó como un hecho que suprimía un obstáculo que había procurado apartar de su camino sin violencia”. VI Entretanto, José Miguel Carrera seguía combinando sus planes de venganza. Un azar, muy propio de la época y de las circunstancias que se vivían, le facilitó la trama de una nueva conspiración. A mediados de 1818, se hallaba en Montevideo un grupo de emigrados franceses, antiguos servidores de Napoleón, que con la restauración borbónica, corrían tierras extranjeras sin esquivar riesgos ni aventuras. Uno de ellos, Carlos Robert, habla sido prefecto de un departamento francés en tiempos del Imperio y decía tener el grado de coronel. Hombre de espíritu cultivado, fundó en Buenos Aires el primer periódico de habla francesa, titulado El Independiente del Sur. Fracasó en su empresa comercial y se hallaba más que nunca derrotado y pobre. Muéstranle de un carácter inquieto y algo visionario. Juan Lagresse, de espíritu más reposado, intentó fundar una colonia agrícola. Como a Robert, la suerte le fue desfavorable. Marcos Mercher y otro francés de apellido Young, habían sido oficiales de Napoleón y el último se distinguió en la batalla de Waterloo. Agustín Dragumette ganaba su vida traficando en el río con una goleta de su propiedad, y Narciso Parchappe se ocupaba en trabajos de agrimensura. Todos ellos proyectaban seguir al Brasil desde Montevideo, pero quiso la suerte que en esta ciudad conocieran a José Miguel Carrera. Afinidades de carácter o sentimientos creados por el infortunio común —quizás también cierto desafecto por Pueyrredón— establecieron entre los franceses y Carrera una fuerte corriente de simpatía. Y el chileno los comprometió en un vasto y descabellado plan de conspiración, embarcándolos en una lamentable aventura. No puede asegurarse precisamente en qué consistía toda aquella intriga porque faltan elementos serios de verificación, pero sin duda iba proyectada al derrocamiento de los gobiernos de Buenos Aires y Chile. Si se consideran todos los factores que hubieron de concurrir en 1820 a la caída del Directorio en Buenos Aires y más tarde a la renuncia de O’Higgins, esta conjura de los franceses parece urdida por una imaginación folletinesca. Lo cierto es que los noveles conjurados, desistiendo de su viaje al Brasil, volvieron a Buenos Aires bien provistos de claves secretas y de prolijas instrucciones impartidas por Carrera. Carlos Robert, en apariencia el más decidido, se alojó en casa de doña Javiera y despertó, como era natural, las sospechas de la policía. El grupo se comunicaba con todo sigilo de las graves confabulaciones. A mediados de noviembre, Robert, Young y Mercher —con un chileno, Mariano Vigil— salieron como pasajeros de una tropa de carretas que hacia el camino de Mendoza. Alguien — nunca se supo quién — denunció en esos días a Pueyrredón la conjuración de los franceses, asegurando que Robert y sus acompañantes se dirigían a Chile con el propósito de asesinar a O’Higgins. Una partida salió de inmediato en seguimiento del convoy que encontró en las inmediaciones de Lujan. Young hizo resistencia a mano armada y fue muerto a balazos por la autoridad. Mercher, Robert y Vigil, volvieron presos a Buenos Aires. Ya estaban detenidos Dragumette, Lagresse y Parchappe. A Dragumette se le encontraron claves y cartas, dirigidas a Carrera. Una carta de Robert, decía en sus párrafos más comprometedores: “Cien hombres, se apoderarían en una noche de la fortaleza de Buenos Aires”. “Le aseguro a Vd. que si llegamos a Chile, nuestro encargo será fácil y el resultado pronto. No se trata sino de deshacerse de dos hombres y cuando se está decidido, la cosa no es difícil. Creo, mi general, que puedo asegurarle que muy pronto será Vd. dueño de sus enemigos”. Cartas de Mercher revelaban que él era el intermediario para la correspondencia: “Paso largas horas con doña Javiera — decía — tratando de lo que tanto interesa”. La denuncia, que se mantuvo anónima, y estas cartas, sirvieron de base a! proceso. No se halló motivo para seguir la causa contra Parchappe, Dragumette, Mercher y Vigil. Pero Robert y Lagresse fueron sometidos a una comisión militar, nombrada por ley del Congreso para entender en causas de conspiración. Lagresse invocó sólidas razones en su defensa, entre otras que, de existir el delito de conspiración, él no había tenido ninguna participación directa y podría ser acusado, a lo sumo, de complicidad; en cuanto al asesinato, mal podría haberlo cometido a cuatrocientas leguas de Chile, puesto que se había quedado en Buenos Aires. Robert negó que su intento fuera perpetrar un crimen y observó que de su carta no se desprendía la ejecución de ningún delito, ni siquiera un principio de ejecución. Arguyó también que, en un país que proclamaba la libertad, no podía considerarse delito el pensamiento y que en este caso, tratándose de un asunto político, podría estar en un error pero nada más. Su intención era informar a Carrera del estado de Chile porque la situación de este hombre le había inspirado viva simpatía y si era un crimen ser amigo de un desgraciado, se consideraba culpable. No creía —agregó— que el gobierno argentino se convirtiera en ejecutor de las leyes de países vecinos. Cinco meses duró la sustanciación del juicio y el fiscal terminó pidiendo la pena de muerte. El defensor insistió mucho en que el proceso no arrojaba sino meros indicios. Con todo, Robert y Lagresse fueron condenados a la horca, pena infamante que les fue conmutada por la de fusilamiento. Los condenados escribieron a sus familias proclamando que morían inocentes, y como única gracia, pidieron que se les permitiera comer juntos antes de ser ejecutados. En el transcurso del ágape, brindaron por la libertad universal. Murieron en la plaza del Retiro en la mañana del 3 de abril de 1819. “Fue otra mancha de sangre —dice Mitre— como la de los hermanos Carrera en Mendoza, pues aun probadas las acusaciones, no pasaban de meros conatos y conatos vagos de dos visionarios que no conocían el país ni sus hombres”. José Miguel Carrera imprimió una carta en Montevideo dirigida a sus amigos de Chile, donde expone que “los franceses habían sido asesinados con barbaridad inaudita por un tal vez y por unas cartas que, escritas a otro que no se llamase José Miguel Carrera, habrían sido despreciadas, extrañando cuando más a sus autores como enemigos del partido del gobierno”. El general Mitre admite que Carrera tenía razón y que “sean cuales fuesen sus sentimientos respecto a O'Higgins y San Martín y las fulminaciones públicas y privadas contra ellos, del proceso no resulta en realidad ni una tentativa de asesinato, por más que el anhelo de venganza anidase en su corazón”. Se ha dicho que la sublevación de los españoles confinados en San Luis (8 de febrero de 1819) influyó en la condenación de Robert y Lagresse por cuanto se habría probado la mediación de Carrera y Alvear desde Montevideo, en aquel levantamiento. A este respecto debe considerarse que tal acusación no está consignada en ningún documento probatorio y que el sumario donde aparece, fue instruido por Monteagudo, siniestro personaje que decidió la muerte de los Carrera en Mendoza y estaba complicado en el asesinato de Manuel Rodríguez. VII Ya en 1819, la situación del gobierno de Buenos Aires se tornaba singularmente difícil y pesaba sobre sus hombres un general descrédito. Mirado aquel gobierno con la perspectiva del tiempo y bajo el solo aspecto de su contribución a la campaña de los Andes, adquiere relieves heroicos dignos de franca admiración. La campaña de los Andes no dio por único resultado la independencia de Chile. Las victorias de Chacabuco y Maipú tuvieron trascendencia continental, facilitaron— como lo reconoció el mismo Bolívar —la campaña de Nueva Granada con los sucesivos triunfos del héroe del norte y atrajeron la atención de la diplomacia europea sobre la guerra de independencia americana. Pero de 1816 a 1819, el gobierno argentino hubo de resolver otros problemas de más inmediato interés y de más urgente y perentoria sanción. Ellos afectaban al sentido íntimo, al postulado esencial de la revolución y a la integridad territorial de la nueva patria en el punto de más vital importancia para la economía de su vida independiente. No debe olvidarse que con la declaración de independencia en el año 16, coincidió la invasión de los portugueses a la Provincia Oriental; con el paso de los Andes, la ocupación de Montevideo por los ejércitos del Rey don Juan VI, casado con una hermana de Fernando VII. Un negociado diplomático, urdido en el mismo congreso de Tucumán, y que consta en sus actas secretas, procuraba el restablecimiento de la casa de los Incas, enlazándola con la de Braganza bajo el protectorado de Portugal, o la coronación de un infante del Brasil o la de cualquier infante extranjero con tal que no sea de España... Una voz se levantó para pedir que no fueran excluidos del trono los susodichos infantes de España, hermanos de Fernando VII. Fue la del diputado por San Juan, Fray Justo de Santa María de Oro, personaje de rara fortuna que, según cierta literatura histórica —destinada a los escolares de toda edad y categoría— pasa por campeón del republicanismo en el congreso... Explican el negociado con Portugal los defensores de aquella política exótica, por una supuesta defensa del movimiento emancipador de América, que don Juan VI estaba llamado a ejercer como resultado de ciertas divergencias habidas con el rey de España. Pero ni tal defensa tuvo nunca principio de ejecución, ni la Provincia Oriental con su puerto de Montevideo —superior al de Buenos Aires— volvió jamás a la comunidad argentina. Pueyrredón aceptó la dominación portuguesa con vagas protestas que a nadie convencieron; y como Artigas no quiso subordinarse a esa política, le abandonó en la defensa del territorio. Muy luego se firmaron tratados con el invasor, aceptando el hecho consumado. Un recio movimiento de oposición se dejó sentir en todo el litoral y en la misma ciudad de Buenos Aires. Pueyrredón clausuró periódicos y desterró a los opositores que tuvo al alcance de su mano. Así salió Dorrego desterrado para los Estados Unidos en 1816, y el general French y los coroneles Pagola y Valdenegro y los doctores Agrelo, Moreno, Chiclana y Pazos Silva en 1817. Entretanto, continuaron los planes secretos de monarquía: Abandonado el proyecto portugués, se pidió al gobierno francés que aceptara la candidatura del Duque de Orleans, después de una conferencia secreta que tuvo Pueyrredón con un aventurero de apellido Le Moyne, autorizado por el Ministro de Francia en Londres — sin conocimiento de su gobierno — para “anunciar — entre otras cosas — que la Europa entera vería con repugnancia el establecimiento de una república en el sur de América”. Al gobierno de Francia le pareció mucho candidato el Duque de Orleans (después Rey con el nombre de Luis Felipe) y ofreció al duquesillo Carlos Luis de Borbón, presunto heredero de Parma y sobrino de Fernando VII. El congreso aceptó esa candidatura en 1819, por intermedio del canónigo don Valentín Gómez, con mucho aparato de ocultación y misterio. Era el secreto de Polichinela... Todo eso terminó en 1820... Aunque los fenómenos políticos. y sociales que influyeron en la caída del Directorio son complejos y varios, no es tan difícil —analizado aquel proceso con probidad y detenimiento— llegar a una síntesis bastante aproximada a la verdad. Ya hemos visto que la política del gobierno con los portugueses provocó un movimiento de oposición que se manifestó primeramente en la Capital. Señalamos también los procedimientos expeditivos de que se valió el Director para sofocarlo. Pero en las provincias del litoral argentino, la oposición se dejó sentir en un movimiento de resistencia al invasor y no de agresión a la autoridad central. Los portugueses invadieron la Provincia Oriental, parte de Corrientes y toda la costa del Uruguay. Creóse de esta manera una curiosa situación, en extremo delicada. ¿Castigaría el Director a los pueblos que negaban su obediencia al gobierno para defender el territorio nacional y sus propios intereses locales?... ¿No podría significar ese castigo una expresión de solidaridad con el invasor extranjero y provocar consecuencias fatales? Pueyrredón se mantuvo perplejo en un principio y esperó casi un año antes de tomar su partido. Por fin se decidió a caer militarmente sobre las provincias que hacían frente a la invasión, y le desobedecían. Por cierto que los apologistas oficiosos encuentran argumentos para justificar esa actitud. Pero ignoran u olvidan que el mismo Pueyrredón, emigrado en Montevideo por los sucesos del año 20, reconoció paladinamente su error, en un manifiesto, al declarar que sus agresiones a las provincias habían constituido una mancha para su gobierno: “Aquella condescendencia imprudente, a la verdad, por mi parte, —dice— y única mancha que reconozco en mi administración, encendió de nuevo la discordia”. Sostuvo Pueyrredón en ese manifiesto, y en descargo de sus culpas, que él no hizo sino condescender imprudentemente al pedido de algunos ciudadanos deseosos de ver a Entre Ríos libre de la influencia de Artigas. Vana disculpa. Fue él, Pueyrredón, quien ofreció a Hereñú y a otros caudillejos artiguistas la ayuda del gobierno central si abandonaban las hostilidades contra el invasor portugués levantándose contra Artigas. El negociado fue secreto y poco después se presentaban en Buenos Aires aquellas presuntas víctimas de la tiranía artiguista, solicitando ayuda para el recobro de sus libertades... Con el pretexto que necesitaba, Pueyrredón organizó un ejército de invasión y lo arrojó sobre Entre Ríos por la costa del Ibicuí (diciembre de 1817). Iba mandado por el coronel Luciano Montes de Oca, lanzando proclamas de libertad contra los que defendían el suelo argentino del invasor extranjero. Francisco Ramírez, al frente de un ejército de entrerrianos, compacto y aguerrido, abandonó momentáneamente las costas del Uruguay y destrozó a las tropas directoriales en la batalla del Arroyo de Cevallos obligándolas a reembarcarse con grandes pérdidas, entre ellas toda su artillería. (Por esos momentos, Pueyrredón firmaba un tratado con Portugal que implicaba una alianza secreta contra Artigas y los correos de Buenos Aires distribuían en las provincias argentinas las proclamas firmadas en Montevideo por el general Lecor). La derrota fulminante del ejército directorial en Entre Ríos, pudo haber llamado a la realidad al Director, pero no fue así. Comprometido cada vez más con el gobierno portugués, sólo pensó en rehabilitarse con un rápido desquite. Reforzó los efectivos militares que puso bajo el mando del general Marcos Balcarce. El nuevo ejército se dirigió en la escuadrilla hasta el puerto de la Bajada (hoy ciudad de Paraná), donde desembarcó para unirse a las fuerzas de Hereñú y Samaniego, los caudillejos adictos al gobierno de Buenos Aires. Empezaban a planear la invasión de la provincia cuando se presentó Ramírez a las puertas de Paraná con sus tropas de milicianos. Balcarce salió a su encuentro: con hábiles maniobras, el caudillo entrerriano lo llevó hasta el Saucecito, donde le infligió completa derrota. Abandonó Balcarce toda su artillería y más de mi; setecientos hombres, entre muertos, heridos y prisioneros. Los restos del ejército disperso se salvaron en la escuadrilla. Ramírez, después de su victoria, corrió a las costas del Uruguay, para oponerse a los portugueses que amenazaban con un desembarco, pero éstos lograron apoderarse de Concepción del Uruguay, en el mes de mayo. El hecho, por su gravísimo significado, causó sensación en todo el país. Acababa de celebrarse el triunfo de Maipú... Fracasado una vez más en Entre Ríos, el Director puso sus ojos en Corrientes, provincia muy castigada en su región oriental por las depredaciones portuguesas. El brigadier portugués Chagas, con saña salvaje, incendió las iglesias de las antiguas misiones jesuíticas, reduciéndolas a montones de escombros, después de saquearlas y pasar a degüello las poblaciones. Andrés Gacarari (más conocido por Andresito Artigas), indio misionero, defendió cuanto pudo esa región argentina, pero estaba destinado al fracaso. El oficial portugués Diego Arouche de Moraes Lara, que tomó parte en la campaña, consigna lo siguiente: “Después de saqueadas y demolidas las siete poblaciones de Yapeyú, Cruz, Santo Tomé, Santa María, San Javier, Mártires y Concepción, situadas en la margen derecha del Uruguay, y solamente saqueados los pueblos de San José, Apóstoles y San Carlos; saqueada y talada la campaña en una extensión de más de ochenta leguas, de lo que resultó una rica presa de sesenta arrobas de plata... y finalmente después de establecidas las guardias necesarias que debían quedar en la margen derecha del Uruguay, el brigadier Chagas repasó aquel río el 13 de marzo de 1817, con sus tropas cubiertas de gloria y cargadas de despojos del enemigo, al que habían hecho las mayores hostilidades que sea posible hacer”. 10 Los correntinos, que tenían motivo para odiar al usurpador extranjero, se habían pronunciado por Artigas en la defensa del territorio. El Director no quiso arriesgar otra expedición militar contra Corrientes y prefirió maquinar intrigas y conspiraciones. Mientras los portugueses atacaban las costas del Uruguay, algunos políticos correntinos, ayudados con armas y dinero por el gobierno porteño, promovieron una revolución contra el gobernador Méndez y sorpresivamente le derrocaron del poder (mayo de 1818). Poco les duró su fortuna, porque Andrés Artigas, abandonando las Misiones, vino sobre Corrientes y derrotó a los directoriales quedando dueño de la situación. Después de tratar duramente a los revolucionarios y sus familias, Andresito repuso al gobernador Méndez. Decididamente, la política del Director era impopular y ese tercer fracaso aumentó su descrédito. Sólo le faltaba tentar un golpe de mano sobre Santa Fe. Esta provincia, desde el año 15, había proclamado su autonomía y era unánime en ella el repudio a la invasión portuguesa. El gobernador Mariano Vera, que contaba entre los fundadores de su autonomía, mantuvo el año 1817 una política, sino de duplicidad, por lo menos oscilante y ambigua. Tan pronto cumplía instrucciones de Artigas, como acataba las órdenes de Pueyrredón. Tal situación no podía prolongarse después de los sucesos de Entre Ríos y Corrientes. Y un pronunciamiento militar puso término al gobierno de Vera, colocando en su lugar al comandante de armas don Estanislao López, ya probado como militar y como caudillo. Tenía el nuevo gobernante treinta y dos años. El movimiento se tomó como un desafío al gobierno de Buenos Aires y Pueyrredón se dio prisa en organizar el nuevo ejército para sojuzgar a Santa Fe. Estábanle reservados a esta provincia los golpes más rudos e impresionantes, que devolvería, uno tras otro, con admirable decisión. Toda una división del ejército de Belgrano que operaba en el norte fue traída hasta Córdoba, sobre la frontera de Santa Fe, para invadir la provincia. Un nuevo ejército llamado “de observación”, a las órdenes del general Juan Ramón Balcarce, atacaría por el sur. En total, cuatro mil hombres para combinar movimientos ofensivos. Santa Fe no tendría soldados ni armas suficientes para soportar aquella operación arrolladora. El jefe santafecino organizó los escasos efectivos de que disponía y salió en defensa de su provincia, por el sur, donde el peligro era más inminente. El pesado ejército de Balcarce tardaba en moverse y López concibió una operación estratégica, la más arriesgada y audaz. Sin abandonar por completo la frontera sur, se lanzó con su mejor caballería, cuatrocientos hombres, hasta Córdoba, en impetuosa marcha; sorprendió y derrotó una parte de las fuerzas enemigas en el paraje de Litín y persiguió a Bustos hasta dejarlo encerrado en Fraile Muerto (hoy Bell Ville), perdidos sus ganados y caballadas. “Con este golpe de audacia, —dice Mitre— López desbarató en parte el plan de campaña de sus adversarios..., conmovió profundamente la opinión de Córdoba que le era favorable, y después de reducir a Bustos a la impotencia, regresó con el prestigio del éxito a hacer frente a la invasión de Balcarce, sin cuidados por su flanco derecho”. Cuando López volvió de su campaña en Córdoba, el numeroso ejército de Balcarce se había corrido por la costa del Paraná y avanzaba en dirección a Santa Fe. Sin fuerzas suficientes para cortarle el paso ni empeñar una batalla, López atacó sin descanso y en forma implacable al enemigo, oponiéndole cuantos obstáculos pudo encontrar, precediéndole siempre en su marcha. Balcarce entró en Santa Fe el 25 de noviembre, pero con su ejército bastante desmoralizado. Encontró la ciudad desierta y ni una cabeza de ganado en todos sus contornos. Dos días después, López, a las puertas de la ciudad, le provocaba al combate. El 29 de noviembre, Balcarce arriesgó su vanguardia, que fue derrotada en el paraje de Arroyo Aguiar, pocas leguas al norte de Santa Fe. Este suceso decidió la retirada del invasor, que volvió por el mismo camino que había traído, hostilizado de continuo y buscando la frontera del sur. El general Balcarce tenía las siguientes instrucciones del Director: “Los santafecinos que se sometan serán tratados con consideración en su persona y bienes, pero a condición de ser trasladados a la nueva línea de frontera. Si se resisten, deben ser tratados militarmente como rebeldes, imponiéndoseles sin dilación la última pena”. Imposibilitado de cumplir esas instrucciones, Balcarce se disculpaba en esta forma: “En otra ocasión manifestaré las poderosas razones que he tenido para no destruir la ciudad de Santa Fe y causar el último mal a las pocas familias que han quedado”. Pretendió todavía Balcarce defenderse en Rosario, pero ante el riesgo de un sitio, pegó fuego a la población y se retiró con todo el ejército a San Nicolás. Así terminó la tercera invasión a las provincias litorales. Faltaba la cuarta y última que no se hizo esperar. Podría designarse con palabras oficiales: Todo el poder de la Nación contra Santa Fe.11 El Director reforzó el ejército de Buenos Aires y lo puso al mando del general Viamonte, relevando a Balcarce, no sin protestas de este último, que en oficios reservados dio a entender claramente la causa de los desastres: estaba ella en la convicción general de que el gobierno obraba en alianza con el extranjero. El Director se decidió a jugar su última carta: Viamonte invadiría una vez más Santa Fe, en combinación con todo el ejército de Belgrano, que abandonaría la frontera norte del país a los españoles del Alto Perú. La escuadrilla se dedicaba al bloqueo del Paraná. Mal de su grado, Belgrano obedeció. En febrero de 1819, los dos ejércitos amenazaban Santa Fe, sumando en total unos siete mil hombres. López, que había aumentado sus efectivos con algunos auxilios de Entre Ríos y Corrientes, se dispuso nuevamente a la defensa. Como en la campaña anterior, llevó un ataque a las primeras divisiones de Córdoba mandadas por Paz y La Madrid, que se defendieron con éxito en la Herradura del Río 3°. Luego volvió sobre Santa Fe y derrotó completamente en las lomas de Coronda a la vanguardia de Viamonte, al mando de Hortiguera, impidiendo el avance del ejército. Viamonte se volvió a Rosario, quedando cortadas sus comunicaciones con Belgrano. En esa población se mantuvo a la defensiva, mientras el ejército de Córdoba media sus pasos con extrema cautela. Su jefe no pisaba en terreno seguro, porque según sus comunicaciones al gobierno, para aquella guerra “ni todo el ejército de Jerjes era suficiente”. En abril de 1819, Estanislao López, considerado como “rebelde a quien se aplicaría sin dilación la última pena”, interceptó unos despachos de San Martín y del gobierno de Chile para el Director Pueyrredón; los envió al general Viamonte, con este oficio: “En un expreso tomado en esta fecha por una partida de mi ejército, he encontrado las comunicaciones que adjunto. Su contexto es dirigido en solicitud de adelantar la causa general de la América, por la que tengo el más vivo interés. Las diferencias que existen entre nosotros nunca podrán determinarme a interrumpir el giro de los papeles de esta clase. Cumplo gustoso con los deberes de un hijo de la Patria; con cuyo objeto tengo la satisfacción de presentar a V. S. mis sentimientos como el garante de mis compañeros de armas e hijos de la provincia que tengo el honor de mandar”. 12 Se ha dicho que esta actitud del caudillo santafecino, obedeció al temor de que San Martín pusiera término a la guerra civil uniendo su ejército a los de Belgrano y Viamonte. Errónea conjetura si se considera que San Martín obraba ya con acentuada independencia del gobierno central y había escrito a López asegurándole que su sable “no saldría jamás de la vaina por opiniones políticas”. Tampoco los papeles interceptados se referían a la guerra del litoral. Ello es que, como resultado de la actitud de López, se firmó un armisticio entre Viamonte y el Gobernador de Santa Fe. “El armisticio no ha podido ser más a tiempo ni en circunstancias más apuradas” escribió Belgrano al Director. Y Viamonte: “Yo no he hecho sino conceder lo que absolutamente podía negar por la falta total de movilidad en que me hallo”. A tal situación había quedado reducido en dos meses aquel ejército de siete mil hombres... El armisticio no fue de larga duración. López aprovechó de él para legalizar la situación en que se encontraba su gobierno desde agosto del año anterior. La Sala de Representantes de Santa Fe le designó gobernador en propiedad y sancionó el primer estatuto constitucional de la provincia, rudimental en su forma y estructura pero de gran interés por su contenido republicano y democrático.13 Sobre el rompimiento del armisticio de Rosario corren algunos tópicos de uso general que lo atribuyen —no podía ser de otro modo— a perfidia montonera... Lo cierto es que estaba en el orden de las cosas lo transitorio de aquella situación. Un gobierno centralizado, regido por una constitución unitaria (la dictada en mayo de 1819), mal podía tratar en el mismo plano con el jefe de una provincia autónoma que se daba una constitución para “fijar sistema” al resto del país... Por eso no es de extrañar que a poco de firmado el armisticio, Belgrano escribiera al Director: “Sin hacer un movimiento prematuro, es conveniente retroceder a la villa de los Ranchos y asegurar ventajas para un golpe decisivo”. Y Viamonte: “El armisticio me deja expedito para proveerme de los auxilios necesarios y el ejército se pondrá en actitud de operar con grandes ventajas”. Entretanto, ángel Ubac, jefe de la escuadrilla directorial en el Río Paraná, trataba personalmente con las autoridades portuguesas, asegurando ventajas en los nos. Los caudillejos entrerrianos, enemigos de Ramírez y aliados del Director (Samaniego, Hereñú, Correa), proveíanse libremente de víveres en los buques de Portugal y — lo mismo que Ubac — daban cuenta de sus procederes al gobierno de Buenos Aires, que, ciertamente, no los desautorizaba... De estos hechos ha quedado constancia en los archivos... ¿Podía ignorarlos el gobernador de Santa Fe, hombre que todos reconocen avisado y sagaz?... No, por cierto. Artigas, el primero, se encargó de comunicárselos... VIII En octubre de 1819 fue reanudada la guerra y esta vez la ofensiva partió de Santa Fe. Ya corrían muy malos vientos para la estabilidad del gobierno central. Rondeau había sucedido a Pueyrredón en el Directorio. En tales circunstancias —mediados de 1819— y próximo el derrumbe final, entra en escena José Miguel Carrera en las guerras civiles. Para sus apologistas chilenos, esa entrada determina la anarquía del país argentino... “Carrera necesitaba —dice Amunátegui— anarquizar a la República Argentina, trastornar el régimen establecido en ella, cambiar por otros los hombres que la gobernaban para que le fuera permitido levantar tropas, proporcionarse auxilios y limpiar de estorbos el camino que debía conducirlo a su patria”. Los antecedentes expuestos sirven para medir la falsedad de tal afirmación. El proceso de las guerras civiles en el litoral era de larga data y la actitud de Pueyrredón para con las provincias fue determinada por hechos muy ajenos al asunto de los Carrera, asunto episódico al fin, tanto en la historia del Río de la Plata como en la de Chile después de 1814. José Miguel Carrera, asilado en Montevideo, fue uno de los muchos que atizaron la oposición al Directorio. Tenía consigo una imprenta, no muy bien acondicionada, que uno de sus amigos le llevó desde Buenos Aires. Con ella publicó un periódico, “El Hurón”, y las diversas cartas y manifiestos dirigidos a sus partidarios en Chile. Son escritos y libelos inflamados de pasión, duros y truculentos, en los que no falta, con todo, la nota honda y el acierto formal. San Martín, O’Higgins y Pueyrredón constituyen el blanco de sus iras. Ocioso es decir que puso todos sus empeños en fomentar el levantamiento de las provincias contra Buenos Aires —no por afinidad de opiniones con la causa federalista— sino para minar los cimientos del gobierno central. He aquí un espécimen de su propaganda: “¿Quién ha hecho la guerra de exterminio a los pueblos para sujetarlos a la dependencia de su poder?... ¿Quién el que violando los principios de la sociedad civil y atacando los derechos de la seguridad individual arrojó allá en las plazas extranjeras y remotas a tantos ciudadanos beneméritos por servicios ilustres, sin precedente causa, citación ni proceso, para que pereciesen de hambre o de peste entre los negros de Santo Domingo?... ¿Quién el que consolidó el establecimiento de las dos logias que teniendo en su seno los principales jefes de la fuerza armada ponen al arbitrio de estos tiranos la vida de los hombres y los destinos futuros de la patria?... ¿Quién es el que provocó la invasión extranjera sobre e! territorio del Estado auxiliando la destrucción del general Artigas y sus soldados; el que hizo correr en Entre Ríos la sangre de los patriotas por sostener su infernal ambición; el que es la causa de la guerra civil que asola los campos de la banda occidental, y el que trata de entregar el país a un príncipe extranjero?... ¿Quién el que cooperó cobardemente al asesinato de los Carreras, mis hermanos, sin haber manifestado hasta ahora ni un crimen aparente?... ¿Quién el perseguidor injusto de mi familia... y el que no pudiendo devorarme ataca mi honor inventando fábulas para ofrecerme en espectáculo a los pueblos... como un pérfido vendido a los españoles, como un cobarde que abandonó la causa sagrada de la independencia de Sud América?... Todos lo señalan con el dedo: es el Director Pueyrredón”. El general Lecor, gobernador portugués de Montevideo, dejábalo hacer... Con fuerzas suficientes para defenderse de Artigas, miraba con buenos ojos cuanto pudiera contribuir a la disolución y la anarquía en el Río de la Plata; todo era para mayor ventaja y provecho del Rey don Juan VI. Pero el gobierno de Pueyrredón, por medio de su ministro García, mantenía buenas relaciones con el monarca e interpuso quejas reiteradas ante su cancillería por las actividades libelísticas de Carrera, denunciándole como cómplice de Artigas. Lo mismo hizo el ministro chileno Zañartu, acreditado ante el gobierno de Buenos Aires. Y en julio de 1819 Carrera tuvo que alejarse de Montevideo. Encontró asilo en el ejército de Entre Ríos, comandado por Francisco Ramírez. Se ha repetido que Artigas nunca quiso admitir a Carrera en sus ejércitos; negariase quizás a tenerlo en su campamento, porque Ramírez, subordinado del caudillo oriental, no hubiera franqueado aquella hospitalidad sin su consentimiento. A Carrera se reunieron algunos chilenos, y oficiales norteamericanos y franceses que le habían permanecido fieles en su destierro: Mercher, Dragumette, Kennedy y muy probablemente William Yates. De Buenos Aires llegó también su mujer, doña Mercedes Fontecilla, con sus hijos pequeños. “La casa del generoso y liberal general Ramírez —le había escrito Carrera— debes mirarla con la mayor confianza”. Cuatro meses permaneció Carrera en Entre Ríos. Tenía consigo su imprenta de Montevideo y publicó un periódico titulado “La Gaceta Federal”. Después que Estanislao López rompió las hostilidades con Buenos Aires y se inició nuevamente la guerra, Carrera pasó a Santa Fe con el ejército de Ramírez. Iba a intervenir en la campaña decisiva que terminó con la caída del Directorio y del Congreso. Cumple ahora definir el papel que representaba en aquel ejército el desterrado chileno. Si atendemos solamente a su formación intelectual y a su educación, ha de admitirse que llevaba ventajas sobre aquellos caudillos de letras gordas y un tanto rudos como el medio en que se habían formado. Pero seria grave error suponer en Carrera mayor competencia militar, ni algo siquiera de aquella poderosa sugestión que Ramírez y López ejercían sobre las masas campesinas. El primero se había probado ya como militar, derrotando en inferioridad de condiciones al coronel Montes de Oca primero, al general Marcos Balcarce después. López había desplegado en la defensa de Santa Fe una estrategia tan inteligente y osada, que desconcertó a todos sus enemigos y le valió en su provincia prestigio inmarcesible. Lo que ambos jefes necesitaban en esos momentos era el propagandista político, el hombre de pluma, redactor de oficios y proclamas. A este hombre lo encontraron en Carrera; y la pequeña imprenta federal no se dio descanso en la publicación de gacetas y boletines. El descrédito del gobierno central había ido en aumento durante el año 19. Rondeau, consciente del peligro, llamó a San Martín para salvar la situación, pero San Martín pasó a Chile incurriendo en aquella desobediencia que Mitre calificó de genial y don Vicente Fidel López condenó en términos severos. El general Lecor, conquistador portugués del Uruguay, fue solicitado desde Buenos Aires para llevar sus ejércitos hasta el río Paraná, pero el gobierno de Río de Janeiro no creyó conveniente hacerlo. Rondeau apeló también a los “Señores Caciques de la Nación Ranquela”, pero el comisionado Feliciano Chiclana, no obstante haber firmado un tratado con ellos, nada obtuvo en concreto. Los montoneros se le habían adelantado... En Tucumán fueron depuestas las autoridades, proclamada la autonomía de la provincia y reducido a prisión el general Belgrano. En su ejército, que ya estaba sobre la frontera de Santa Fe, ocurrió la sublevación de Arequito, promovida por los coroneles Juan Bautista Bustos y José María Paz. Después de este hecho favorable, López y Ramírez enfrentaron el ejército directorial en la cañada de Cepeda. Con la descripción de esta batalla, quizás la de consecuencias más trascendentes y perdurables en los destinos del país, se inicia el relato de William Yates. Repito, una vez más, que fue escrito por un adicto apasionado de José Miguel Carrera, poco después de su muerte, con el designio de defender su memoria y sin muchos escrúpulos por la verdad. J. L. B. Buenos Aires 1941 |
|