José Miguel Carrera 1820-1821
Segundo viaje por la Pampa
[Segundo viaje por la Pampa. Llegada a los Toldos. El nuevo campamento. Intrigas. Asamblea de los caciques con Carrera. Sacrificios, ceremonias, arengas, etc.] Continuamos internándonos en la pampa 1, seguidos por Rodríguez a una considerable distancia, no menos de cincuenta leguas. Los porteños advirtieron que, para cubrir la retirada, no les convenía internarse mucho, porque en caso de un ataque, de nada les serviría huir, encontrándose como se encontraban a una enorme distancia de su provincia. Por eso acamparon en la Laguna de Flores 2, y Rodríguez, delegando el mando en La Madrid, emprendió la vuelta a Buenos Aires. Desde allí mandó al campamento una buena cantidad de vestuarios, abalorios, frenos y baratijas para obsequiar a los indios de Nicolás, que estaban en su favor, y para hacer prosélitos entre otras tribus, inclinándolas a los intereses de Buenos Aires. Después de treinta y dos días de marcha, llegamos a los “toldos” o poblaciones de los indios y elegimos para campamento la pendiente de una colina, distante una milla más o menos de la vivienda de uno de los caciques. Un río profundo y dos pequeños arroyos corrían paralelos a nuestro frente, sirviendo de defensa. Aseguraba nuestro flanco izquierdo un brazo del mismo río. Protegimos la derecha con una fuerte avanzada. La posición era la mejor que pudiera escogerse en aquellos parajes porque estábamos a cubierto de toda sorpresa. Esto no obstante, los indios nos pidieron que abandonáramos el campo porque corríamos serios peligros si insistíamos en permanecer allí. Existía la superstición —proveniente de agüeros o tradiciones— de que en esa loma habitaban infinitos gualichos o espíritus del mal que castigaban con el daño y la muerte a los que entraban en el campo encantado. Nuestra primera idea —al recibir estas noticias de los indios— fue que, como el campo era excelente y abundante en pastos, se valían de una treta para reservárselo e inducirnos a cambiar de sitio; pero, habiendo el general consultado con Güelmo, se convenció de que hablaban sinceramente, sin intención alguna de engañarnos. La insistencia en que levantáramos el campo, respondía únicamente al deseo de salvarnos. El sitio era el más apropiado y no mostraba ningún vestigio de población. Esta circunstancia y el desconocimiento en que estaban los indios sobre las particularidades del río en aquel paraje, indicaba que lo habían frecuentado muy poco. Carrera los tranquilizó, asegurándoles que esos gualichos no tenían poder contra sus soldados y que en pocos días más los ahuyentaríamos de la loma. Los indios se retiraron del lugar profanado, desconfiados y temerosos por nuestra suerte. Al día siguiente, muy de mañana, vinieron a visitarnos y a oir el relato de lo que nos habría ocurrido durante la noche. Mostráronse maravillados al comprobar que los diablillos de la loma no tenían poder contra nosotros. Poco a poco perdieron el miedo al sitio aquel y algunos días después sus visitas se hicieron tan frecuentes y largas que ponían a prueba nuestra paciencia. Su adhesión a Carrera crecía día por día. Todos los caciques vecinos vinieron a congratularle y darle la bienvenida ofreciéndose al mismo tiempo para servirle dondequiera que fuere contra cualquier enemigo. Mandaron delegados a Chile y a las tribus más distantes solicitando la concurrencia de los caciques al campamento del Pichi rey o reyecillo, como llamaban a Carrera y señalaron día para la asamblea o junta en que debían reunirse. Entretanto, los porteños se habían valido de todos los medios para enajenarnos la confianza de los indios, y como éstos se mostraran inflexibles en su fidelidad, urdieron una intriga: circularon la noticia de que éramos aliados de Buenos Aires y que nuestro plan consistía en ganar la retaguardia de los indios, para, entonces, atacarlos. En esas circunstancias, ellos, los porteños, podrían cargarlos a su vez y exterminarlos a todos. El cacique Nicolás (aliado de los porteños), fue quien hizo circular mañosamente esta falsa noticia entre las otras tribus, valiéndose de sus capitanejos. No dejó de despertar desconfianza y sospechas contra nosotros esa nueva. Carrera oyó los reclamos de los indios con mucha atención y paciencia, y logró calmarlos: les hizo ver que sólo se trataba de una estratagema del enemigo para dividirnos; que bien podía ocurrir que el enemigo avanzara hasta arrojarlos de las posiciones ocupadas, y en fin, para demostrarles que no era amigo de Buenos Aires, les dijo que había resuelto atacar a los porteños de allí a pocos días. Al efecto les pidió que destacaran algunos hombres para descubrir las posiciones enemigas. Los indios que salieron en esa exploración, avanzaron con increíble rapidez y reconocieron el campamento, pero en vez de cumplir lo ordenado y volver con el parte de lo que habían visto, cayeron de sorpresa sobre el enemigo, y renovaron sus ofensas a la virgen porque mataron a los soldados puestos bajo su protección. 3 Sin duda los soldados subieron al cielo, pero el crimen contra su Santa Madre y protectora se agravó por la derrota de sus vengadores. La Madrid, con su buena suerte acostumbrada, escapó acompañado de pocos oficiales a dar cuenta a Rodríguez del resultado de la expedición y de sus intrigas. Lo ocurrido les dio pretexto para no intentar en adelante el cumplimiento de sus sagrados votos. Llegó la fecha señalada para la reunión de los caciques y acudieron puntualmente a la cita. Llegaron con sendas escoltas de indios para dar una prueba de las fuerzas y las calidades de cada una de sus tribus. Una vez congregados, empezaron por un sacrificio a su patrono y protector el Sol, antes de iniciar el consejo. Para este sacrificio, los sacerdotes eligieron un potro salvaje “sin defecto” y lo amarraron por sus propias manos. El primer sacerdote abrió una herida en el costado del animal, introdujo el brazo en el cuerpo todavía vivo y le arrancó el corazón y otras entrañas. Con la sangre del corazón hizo ademán de asperjar el sol, mientras los otros hechiceros le imitaban con la sangre del cuerpo de la víctima. Luego se comieron el corazón, el hígado, los bofes y otras entrañas humeantes. A los caciques les estaba permitido comer solamente el cuerpo del sacrificio.4 Terminada esta ceremonia, los sacerdotes iniciaron sus augurios y profecías. Las revelaciones fueron las más halagadoras y entonces se abrió el consejo bajo los auspicios del sol. Los indios iban desnudos como se presentan siempre que se trata de guerra, consejo, ceremonias religiosas o ejercicios atléticos. Habían adornado como nunca sus largos cabellos con plumas blancas, azules, coloradas y amarillas. Llevaban las caras espantosamente pintadas de tierras negras, rojas y blancas. El cacique más viejo se sentó en el suelo de piernas cruzadas, sobre un paño preparado al efecto; el que le seguía en edad tomó asiento a su izquierda y así sucesivamente hasta que el más joven vino a cerrar el círculo, a la derecha del primero. El general y sus intérpretes se sentaron en el centro. Los oficiales de Carrera y los capitanejos indios formamos otros círculos en derredor y nos sentamos a escuchar a aquellos turbulentos hijos de la libertad que exponían los intereses de sus representados al aire libre, y expuestos a los rayos de un sol abrasador. Una vez todo listo reinó un profundo silencio que rompió uno de los caciques con una arenga dirigida a los demás componentes de la junta, para exponerles el objeto de la reunión. Luego se dirigió a Carrera, para decirle que, habiéndose reunido en consejo las tribus indias, él había sido autorizado para congratular y dar la bienvenida al Pichi Rey, para informarse de su salud y de las dificultades que había encontrado en su camino, la situación del país que había dejado, las fuerzas militares de que disponían, cómo las empleaban y qué planes se proyectaban. Le pidió también una relación detallada de las ofensas recibidas. Hízole presente que, en testimonio de adhesión, se ponían todos a sus órdenes y no tenía más que encabezar las tribus para que volaran a vengar sus agravios y a empapar sus manos en sangre enemiga. Güelmo, el lenguaraz, anotó las ideas principales del discurso del cacique, y Carrera, después de examinarlas detenidamente, respondió con una arenga muy formal que el mismo Güelmo tradujo. Tanto Carrera como el cacique, hablaron en forma espontánea y sencilla logrando el mismo efecto sobre los oyentes. Cuando terminaron esos primeros discursos. Carrera se dirigió a todas las tribus y les habló agradeciéndoles la confianza que le dispensaban y las fuerzas que ponían a su disposición. Se declaró su protector y enumeró las ventajas que sobrevendrían de esta unión Interpretado su discurso por el lenguaraz, se le acercaban los indios con las manos tendidas y él se las estrechaba cordialmente a cada uno. Todo cuanto expusieron los caciques en un principio, fue dicho por ellos en representación de sus tribus y sólo después expresaron en nombre propio su adhesión personal al Pichi Rey, colmándolo de regalos. Se les sirvió vino a los miembros de la augusta asamblea, pero como iban a tratar asuntos de mucha importancia, observaron una moderación propia de gente más civilizada. Cada uno mojó un dedo en su copa y antes de beber roció con el vino hacia arriba como si realizara una ofrenda. (Esta ceremonia la observan siempre antes de comer o beber). Luego gustaron apenas el vino, y, haciéndolo retirar, siguieron tratando los asuntos del día. Cada cacique hizo una relación de la fuerza que podía presentar y en total llegaron hasta diez mil guerreros. En seguida dieron su opinión sobre la forma de atacar a los cristianos y desarrollaron sus terribles proyectos de exterminio y devastación en lo que mostraron tanta sagacidad como crueldad y salvajismo. Carrera se valió de toda clase de argumentos para convencerles de lo pernicioso de tales métodos de guerra, pero su elocuencia nada pudo contra una costumbre bárbara que el uso inveterado hacía sagrada. “Perdona hoy al enemigo y mañana te cortará la cabeza”; tal es la máxima común entre los indios. Por eso no conocen ni la decencia, ni la prudencia, ni la piedad, y no perdonan la vida del enemigo, salvo que se trate de mujeres y niños, porque entonces los convierten en esclavos. Carrera les hizo ver que, entre los que ellos consideraban enemigos, él tenía muchos amigos, que también lo eran de los indios, por lo que resultaba absurdo aplicarles el mismo castigo que a los opresores. De esto se convencieron y acabaron por prometer que respetarían a quienes él considerara como amigos. Sostuvo entonces Carrera que, puesto que las mujeres y los niños no toman las armas ni van a la guerra, no era digno de un pueblo guerrero y valiente matarlos o hacerlos cautivos. Aquí no estuvieron de acuerdo porque ese principio chocaba con lo más íntimo de sus hábitos guerreros y afectaba al concepto que ellos tienen de la honra. En efecto, el honor y los prestigios de un indio se juzgan por el séquito de sus cautivos. Exterminan a los hombres y si no se apoderan de las mujeres y niños, aparecen sin cautivos y se resienten mucho sus prestigios. Tal es la reflexión que hacen los salvajes cuando se les habla de ese asunto. Y si algún jefe, por muy popular que fuera, tratara de hacer la guerra privándolos de ese derecho, nadie le acompañaría. Carrera, viendo que sus razones eran inútiles renunció a ocuparse de la cuestión. La asamblea se suspendió por fin, y nos retiramos con los caciques a comer algunas reses que se habían asado para la oportunidad. A esto se sucedió una bacanal en que los indios se entregaron a sus excesos habituales que se traducen en escandalosas borracheras. Continuó el jolgorio toda la noche entre las profecías y los cantos de los bardos y adivinos. Los indios consideran abominable comer, beber o dormir con una mujer y de ahí que las principales favoritas de algunos caciques se hubieran reunido aparte. No les hacían caso, pero nosotros nos interesamos en verlas. Estaban, si era posible, más borrachas que los mismos hombres. Se sentían muy impresionadas con los cantos, porque tan pronto reían como lloraban, según lo que se cantaba. En cuanto a los aires cantados, eran agrestes, dulces, desiguales, quejumbrosos, y no desprovistos de armonía. Las fiestas se repitieron con alguna frecuencia y considero excusado entrar en otros detalles; los mencionados pueden servir para dar una idea de lo que son los sacrificios, consejos y francachelas de los indios. |
|