Lecciones de Historia Rioplatense
1. EL IMPERIO Y LA CONQUISTA | Los Reyes Católicos
Femando de Aragón e Isabel de Castilla representan, no sólo la unificación política española, sino también la incorporación a la Corona de una serie de posesiones continentales: el reino de Napóles, las Baleares, Sicilia, el Milanesado; la penetración africana en agraz. Hasta que el 12 de Octubre de 1492 Colón descubre, camino de Occidente, un mundo nuevo: inesperado, incógnito. Depuradas la raza y el espíritu en la larga guerra de Reconquista contra el musulmán, comenzó sin solución de continuidad, la empresa de Conquistar el nuevo mundo. El celo apostólico movilizóse, en lucha con las corrientes renancentistas que terminaron balcanizando Europa. La conquista y colonización americanas lleváronse a cabo dentro del molde de una disciplina militar y católica a la vez. Menéndez y Pelayo ha dicho: “la España del siglo XVI estaba compuesta por teólogos y soldados”. En realidad, era un pueblo de teólogos y soldados el pueblo español. Sus vastas posesiones dirigidas y gobernadas —en lo espiritual— por teólogos, eran defendidas —en lo temporal— por soldados. Para muestra, ahí lo tenemos al regio caudillo Fernando de Aragón: genio político de la raza latina y cabeza de la Cristiandad en el siglo XV. Hijo de Juan II y Juana Enriquez, el precoz segundón contaba sólo nueve años cuando fue reconocido sucesor de la corona por muerte de su hermano el príncipe de Viana. Desde pequeño mostró una rara energía de carácter. Tenía un natural reservado; meditaba las decisiones largo tiempo; mas, una vez tomadas y agotadas las vías de la persuación, era temerario hasta el heroísmo en el logro de sus propósitos. Fue violento a veces, pero a más no poder, por obligación. Genio y figura, conservó siempre esa tozuda fidelidad al catolicismo que define lo español por antonomasia. A los quince años independizóse de su padre que lo mantenía recluido, por exceso de precaución, y audazmente tomó parte en las operaciones de las tropas reales contra los pretendientes que los catalanes habían elevado al solio. En la batalla de Pratz de Rey contra el condestable de Portugal, consiguió derrotar a los rebeldes dando muestras de su valor y sangre fría. Muy pocas anécdotas hemos podido recoger de su primera juventud. El rey Juan, para presentarlo dignamente ante Isabel, concedióle la soberanía de Sicilia, en 1468. Mas Fernando tuvo que vencer la oposición del monarca de Castilla, Enrique IV, y la de los embajadores y enviados de las naciones extranjeras —en particular de Francia—, que oponía al duque de Guyena, hermano de Luis XI. Dícese que vigilado por sus enemigos nuestro príncipe llegó a Dueñas, disfrazado de arriero, pudiendo, así, reunirse con su consorte. A los veintisiete años heredaba la corona de Aragón por muerte de Juan II, estando ya Isabel al frente de la Castilla, desde 1474. “...correspondió inmediatamente —advierte Menéndez y Pelayo— 1 una expansión de fuerza juvenil y avasalladora, una primavera de glorias y de triunfos, una conciencia del propio valer, una alegría y soberbia de la vida, que hizo a los españoles capaces de todo, hasta de lo imposible”. Un notable historiador, Louis Bertrand, 2 haciendo justicia cabal a Fernando, escribe el siguiente juicio sobre su obra de estadista y de político: “Ya varios años antes, su matrimonio con Isabel de Castilla, que resolvía el gran problema de la unidad española, había puesto bajo su poder uno de los Estados más importantes de la cristiandad. Sus victorias sobre los moros, la posesión del Reino de Granada, los matrimonios políticos de sus hijos, los éxitos de sus armas en Italia, las felices maniobras de su diplomacia, el descubrimiento de América, el enriquecimiento repentino de su nación, y la embriaguez conquistadora que se apoderó de ella y, después, tantos triunfos inesperados, dieron a España un prestigio, que no se conocía en Europa desde el descubrimiento del Imperio Romano... De esta manera, Fernando de Aragón, sostenido por una multitud de circunstancias y de colaboraciones felices, dejaba al morir, una España, si no completamente unificada, por lo menos, notablemente agrandada y poderosa: una España dueña de todas sus fronteras y cuya hegemonía sobre la Europa occidental iba a desarrollarse durante el curso del nuevo siglo”. Y bien, demostrando un raro dominio de la diplomacia y una infatigable actividad para hacerse de aliados, Fernando, invencible en la guerra, consiguió deshacer al fuerte ejército francés conquistando todas las posesiones italianas; al tiempo que ocupaba el reino de Navarra, taponando, de un golpe, la frontera pirenaica. “Compitieron en Femando —ha escrito Gradan— 3 el caudal y la aplicación para componer un Rey perfecto, un Monarca máximo: cuarenta años reinó, sin desperdiciar uno tan solo; y obro más que cuarenta reyes juntos. Conoció y supo estimar su gran poder; tenía tomado el pulso a sus fuerzas, y súpolas emplear; tenía tanteadas las de sus enemigos, y súpolas prevenir; sacando los españoles a las naciones extranjeras, los transformó en leones; acometiendo siempre a los franceses, los venció siempre”. Y añade Gracián: “... cogía una plaza, en el áfrica; un Reyno, en España; una isla, en el Océano; una ciudad, en Italia. Y todo esto, con la presteza de un león. No hubo hombre que así conociese la ocasión de una empresa, la razón de un negocio: la oportunidad para todo”. Probó, además —nuestro héroe— ser en España un monarca celosísimo de sus prerrogativas, testimoniando en los hechos que la voz “rey” era, en verdad, sinónimo de “regla”. Jamás permitió que potestad alguna invadiera el campo privativo de sus funciones. Se ha dicho, con razón, que todo cuanto más tarde hicieron en este orden Carlos V y Felipe II, lo dejó preparado él como en un tablero de ajedrez. Ahora se comprenderá la justicia que encierra aquella frase de Menendez y Pelayo: “nunca había hecho tanta falta lo que enérgicamente llamaban nuestros mayores el “oficio de rey”. Los historiadores atribúyenle al genio aragonés, entre otras mil virtudes, la de haber sentado las bases —nada menos— del formidable instrumento de poder que es hoy el Estado Nacional. Fue el verdadero fundador de la diplomacia práctica. Inauguró, en efecto, las embajadas permanentes en otros países como para dar a entender que no es la guerra el único medio para dirimir las contiendas. Tornó imposible la anacrónica tiranía señorial centralizando el poder —según lo hiciera Alfonso el Sabio—, mediante los Consejos. Transformó las mercenarias bandas guerreras de la Edad Media en el ejército de la historia moderna, “con su invencible nervio, la infantería, que por siglo y medio había de dar la ley a Europa”. Depuró la raza implantando ese formidable instrumento unificador tan calumniado, que se llamó el Santo Oficio, y que nos ha ahorrado a nosotros la sangrienta revolución religiosa del siglo XVI. Con verdad pudo en su hora afirmar Gracián que, el mayor rey del mundo, había sido “el rey Católico Don Fernando, nacido en Aragón”. Cuando Felipe II pasaba frente al retrato de su bisabuelo —cuenta el citado apologista—, haciéndole una cortés reverencia exclamaba: “a éste le debemos todo”. El testamento de Isabel Muerta Isabel la Católica, prematuramente, dejó a sus sucesores un testamento político que debió ser el punto de partida de la obra de su nieto, el emperador Carlos V, hijo de Juana y primer representante, por vía paterna, de la casa de Austria en España. Es interesante recordar las cláusulas de aquel testamento porque nos encontramos allí con el florecimiento del auténtico espíritu medioeval, del alma apostólica europea de los siglos XII y XIII. Isabel la Católica representa la prolongación de la Edad Media en Europa. La vuelta a lo cristiano clásico, a lo caballeresco, enriquecido en cierta manera con todas las audacias del renacimiento secular aportadas por Fernando, el “político” por antonomasia. Gobierno remozado de teólogos en pueblo de soldados. Toda la conquista de América y la colonización posterior —como queda dicho—, se llevó a cabo respetando en lo fundamental los codicilos del documento póstumo isabelino. Es indispensable conocerlos para explicarse el sentido evangélico de la obra de España, que tanto se tergiversa y desfigura. En aquellos días la religión informaba a la política. Esta le estaba virilmente subordinada. Porque se comprendía toda la importancia de la espiritualidad en el mundo; y porque, después de vivir una época tremenda, la Fe debió imponerse por sí misma, como se impuso. El hombre cuando sufre, está inclinado a elevar su vista, a levantar su pensamiento a las cosas más altas. Bien. Con aquel sentido místico-realista España colonizó América siguiendo los consejos del testamento referido, que fueron respetados —en lo fundamental— por los representantes de la Casa de Austria, hasta Carlos II. Interesa leerlas ya que, además, están escritas en un estilo deliciosamente anacrónico. Dicen así: “Cuando nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fue al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI (hace referencia a la famosa bula pontificia), de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer los pueblos de ellas, y los convertir a nuestra Santa Fe Católica, y enviar a las dichas Islas , y Tierra Firme, prelados y religiosos, clérigos y otras personas devotas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos y moradores de ellas a la Fe Católica, y los doctrinar y enseñar buenas costumbres, según más largamente en las letras de dicha concesión se contiene. Suplico al Rey, mi Señor, muy afectuosamente, y encargo y mando a la princesa (doña Juana) mi hija, y al príncipe (Felipe) su marido, que así lo hagan y cumplan, y que éste sea su principal fin, y que en ello pongan mucha diligencia, y no consientan ni den lugar a que los indios vecinos y moradores de las dichas Islas y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio algunos en sus personas y bienes; más manden que sea bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien, y provean de manera que no exceda cosa alguna, lo que por las letras apostólicas de la dicha concesión nos es inyungido y mandado”. Hasta aquí el documento de marras. Pero, a mayor abundamiento, los reyes sucesores consignaban por su parte en el mismo tono solemne: “Y nos, mandamos a los virreyes, presidentes, audiencias, gobernadores y justicias reales, y encargamos a los arzobispos, obispos y prelados eclesiásticos, que tengan esta cláusula muy presente, y guarden lo dispuesto por las leyes, que en orden a la conversión de los naturales, y a su cristiana y católica doctrina, enseñanza y buen tratamiento, están dadas”. ¡ Política de la Cristiandad en el nuevo mundo ! El Renacimiento España sufre como toda Europa, en los siglos XVI y XVI, una conmoción que tiene un nombre en la historia: el Renacimiento. Estas dos centurias son trascendentales para el destino de occidente. El Estado de los Reyes Católicos debe tomar posición ante los nuevos hechos y las nuevas tendencias ideológicas; y lo hace, por supuesto, con esa rotundidad y esa fidelidad que siempre caracterizó sus desplantes afirmativos. Muchas naciones y pueblos ha habido compenetrados de la idea religiosa y así organizados internamente. Pero la originalidad de España en aquella época, es la de haber adecuado la unidad entre política y religión, extendiéndola por todo un Imperio “donde no se ponía el sol”. Semejante manera de encarar el problema institucional subsistió, en grandes líneas, hasta el año 1700. Porque si la política de la casa de Austria fue inspirada en el testamento de Isabel que unió y engrandeció a España, la que iniciaron los Borbones a partir del siglo XVIII —inspirada en el testamento de Carlos II— será radicalmente contraria. Se introducirán ideas nuevas, conceptos extranjeros, sobre todo de Francia —puesto que los Borbones venían de allí—, provocando en todo el organismo imperial una serie de sacudimientos que harán que, aquella centuria, se caracterice por ser en el orden territorial y cultural, el comienzo de la retardante desintegración española. Las ideas “de moda”, importadas sin tener en cuenta sus efectos —todo es cuestión de dosis en las revoluciones—, precipitaron la decadencia. Porque la política borbónica se destaca por su infidelidad a las tradiciones del reino; por sus tendencias radicalmente renacentistas y modernizantes, sin tino ni prudencia. Pero antes es preciso que les hable, muy al pasar, del Renacimiento y su secuela. En el Mediterráneo había arraigado, por circunstancias de época, una corriente revisionista que al principio no tuvo importancia; pero después, necesariamente debió tenerla. Todos los conceptos básicos del orden europeo fueron puestos en tela de juicio; tanto la filosofía cuanto los postulados de la ciencia medioeval. La verdad experimental propulsora de' aquel movimiento contra el ser, la lógica y la fe, abrió la primera brecha en las mentes renacentistas. De Italia pasó esta tendencia a Francia y a los Países Bajos. Poco tiempo antes, había logrado España transformarse en la primer potencia del orbe. Carlos V heredaba todas las posesiones de Aragón y Castilla; y, por vía paterna, el Imperio austríaco. Es decir, el dominio del Mediterráneo — avanzada vital de los aragoneses para contener la amenaza turca —, además de las colonias americanas, una parte de Italia y todo el centro de Europa. Un bloque geopolítico formidable. Nunca se vio acerbo territorial más imponente. Bien se dijo: “en mis dominios nunca se puso el sol”. ¿Qué actitud adoptaron los Austrias ante el hecho extraordinario del Renacimiento, frente a la división de Europa en naciones que iban creciendo con la fuerza dinámica que tienen los movimientos nuevos? Esta explosión tremenda de lo individual y egocéntrico, expandióse y desarrollóse en el hombre sin tener en cuenta a Dios y al universo; anteriores y superiores a la criatura. España toma ante estos profundos cambios, una posición categórica y tajante. Como siempre lo hizo mientras conservó su rango y estilo nacionales. Actitud de no romper con el dogma, de defender la tradición amenazada. Empaque que, visto con ojos protestantes, parecerá reaccionario a algunos. Pero no hay tal. España estuvo simplemente en la línea de la Historia, defendiendo las ideas que hicieron la unidad del viejo mundo, combatiendo tendencias que la llevaban al rompimiento con las concepciones políticas heredadas de Roma, y a una peligrosísima herejía que apuntaba ya en el orden religioso. La Contrarreforma Durante el siglo XVI se inicia el movimiento francamente cismático de la Reforma. Lutero en Alemania levanta la bandera separatista contra Roma. Dejando de lado sus profundas derivaciones morales, espirituales e ideológicas, la Reforma fue un hecho y como tal, España, cuya actitud no era meramente defensiva, replicaría con otro hecho trascendente que, puede afirmarse, salvó al occidente católico: la Contrarreforma. Tal el origen de la Compañía de Jesús, cuyo fundador fue San Ignacio de Loyola. Su objetivo temporal consistió en combatir por todos los medios de la inteligencia y de la acción, aquella herejía disgregadora de Lutero y sus secuaces que atomizó a los pueblos, poniendo hostilidad en la política y duda en las conciencias de su tiempo. “Había que decidirse entre Jerusalén y Roma, entre el espíritu de Oriente y el de Occidente —anota el escritor José María Salaverría en su libro “Loyola”—. Por el camino de Oriente se volvía a las llamas originales de la doctrina de Jesús, a la pureza primitiva, a las fuentes fecundadoras; pero se iba también a las exageraciones ascéticas, a las interpretaciones atrevidas, a las desviaciones peligrosas. Roma, al contrario, era el muro de contención para todas las divagaciones inspiradas y todos los excesos místicos; Roma era la fijeza, la autoridad, el dogma. Lo firme e invariable en lo eterno. Iñigo se decidió por Roma”. Y mientras este guerrero iluminado creaba el movimiento de la Contrarreforma, sobre sus bases España irá construyendo monumentalmente su estructura estadual en ambos mundos, con ayuda de la cruz y de la espada. Es, pues, el estandarte religioso-militar de Loyola el que despliegan en estas playas los conquistadores y misioneros, convirtiendo a nativos —indígenas y criollos— a la nueva disciplina anti-luterana bajo la protección real. Los jesuitas aprovechan todo lo que les da el siglo, integrando ciencia y política, inteligencias y voluntades dentro de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Logran hacer reverdecer —si cabe— la vigencia histórica de los Evangelios en un nuevo orden cultural, vitalizando las almas para mayor gloria de Dios en la tierra. Realizan entre los siglos XVI y XVII, una síntesis cultural formidable que durante casi tres centurias hizo la grandeza de su partía y de la Cristiandad por ella representada. Tal la estupenda obra, complementada en el plano temporal por Carlos V y fielmente continuada por sus sucesores, hasta el año 1700. Refiere Menéndez y Pelayo 4 en un pasaje que voy a leerles, una ilustrativa confidencia que el rey hiciera a los monjes de Yuste, cuando abdicó la corona en favor de su hijo Felipe: “Mucho erré en no matar a Lutero —díjoles aquél—, y si bien le dejé por no quebrantar el salvoconducto y palabra que le tenía dada, pensando de remediar por otra vía aquella herejía, erré, porque yo no era obligado a guardarle la palabra por ser la culpa del hereje contra otro mayor Señor, que era Dios, y así yo no le había ni debía de guardar palabra, sino vengar la injuria hecha a Dios. Que si el delito fuera contra mí mismo, entonces era obligado a guardarle la palabra, y por no haberle muerto yo, fué siempre aquel error de mal en peor: que creo que se atajara, si le matara”. Y a renglón seguido comenta el citado historiador: “Al hombre que así pensaba podrán calificarle de fanático, pero nunca de hereje, y contra todos sus calumniadores protestará aquella sublime respuesta suya a los príncipes alemanes que le ofrecían su ayuda contra el turco a cambio de la libertad religiosa: “Yo no quiero reinos tan caros como esos, ni con esa condición quiero Alemania, Francia, España e Italia, sino a Jesús crucificado”. He aquí la intolerancia salvadora —por cierto— de la Contrarreforma. Ella obligó a crear la Inquisición y a extenderla a las colonias americanas. Inquisición impuesta, años atrás, por Fernando el Católico. ¡Intolerancia a la española! Austrias y Borbones Carlos V y Felipe II, con una visión medioeval de la política, habían realizado la vocación de su pueblo unido. Su programa de gobierno no fue otro que el evangélico de la reina Isabel, su antepasada en el trono. él puede resumirse en esta frase de Solórzano y Pereira estampada en su “Política Indiana”, al comenzar el capítulo sobre las cosas eclesiásticas y Patronato Real de las Indias: “La conservación y el aumento de la fe es el fundamento de la Monarquía”. La ambición política de España en el siglo XVI, sus guerras, sus inmensas conquistas, territoriales no llevan —como hemos visto— la marca pagana de cesarismo que va implícita en todos los imperios que ha dado la historia antigua. En sus dominios, los teólogos gobernaban con dogmática prudencia como lo quería la Bula “Unam Santam” de Bonifacio VIII: “in manum militis, verum ad nutum sacerdotisi”. Y si frente a la matanza de los anabaptistas, a las hogueras de Calvino, de Enrique VIII y de Isabel, se alzó el fanatismo religioso oficializado, —se pregunta Menéndez y Pelayo—; ¿qué de extremo era que la Fe nacional levantara sus “purgatorios” como único remedio contra la disolución y la barbarie extranjeras? Por lo demás, en el siglo XVI toda España era creyente; así los reyes, los prelados y los soldados —al decir de Maeztu— parecían misioneros trabajando por la misma causa nacional, y a la vez universal del Catolicismo que había hecho la substancia del pueblo. Hasta el reinado de los dos primeros austríacos, esta integración política y espiritual de España en el catolicismo fue un hecho. El Estado y la Iglesia unidos por indisoluble vínculo sacramental, pudieron defender juntos, en “batallas de Dios”, la integridad nacional contra herejes y musulmanes; y mas tarde, contra luteranos y regalistas. Menéndez y Pelayo 5 ha podido escribir sobre aquellos tiempos esta página llena de belleza, y a la vez, no exenta de histórica verdad. “Joya fue la virtud, pura y ardiente, puede decirse de aquella época como de ninguna, mal que pese a los que rebuscan, para infamarla, los lodazales de la historia y las heces de la literatura picaresca. Aún los que flaqueaban en punto a costumbres eran firmísimos en materia de fe; ni los mismos apetitos carnales bastaban para entibiar el fervor; eran frecuentes y ruidosas las conversiones y no cruzaba por las conciencias la más leve sombra de duda. Una sólida y severa instrucción dogmática nos preservaba del contagio del espíritu aventurero, y España podía llamarse con todo rigor un pueblo de teólogos”. Tal estado de florecimiento sufrió un descenso con los tres últimos reyes de la casa de Austria. La virtud y el entusiasmo se aflojaron. Y España fue perdiendo, poco a poco, su inmenso imperio por culpa de esa ley histórica que hace hasta necesarias las decadencias. Carlos V había hecho, el 14 de Septiembre de 1519, este solemne juramento que sintetiza con claridad la política de los de su casa: “Empeñamos nuestra real palabra, por nosotros mismos y los reyes nuestros sucesores, de que sus ciudades y establecimientos jamás serán enajenados ni separados, en todo ni en parte, bajo pretexto alguno, y en favor de quien quiera que sea. Y en el caso de que nosotros y nuestros sucesores, hiciésemos algunos dones o enajenaciones en estos lugares, esas disposiciones serán consideradas como nulas y no celebradas”. Los Borbones, con Felipe V, harán literalmente lo contrario. Ellos desgarraron a España con entregas y cesiones territoriales, imponiendo el “despotismo ilustrado” en las leyes y costumbres, conforme a la consabida frase de Luis XIV: “el Estado soy yo”. El hombre-rey sustituye al monarca-símbolo de la antigua tradición castellana, transformándose la religión en un asunto de Estado, con tendencia a hacerse independiente de las directivas de Roma. “El rey, para los españoles clásicos, era la fuente del honor y de la autoridad como encarnación del Estado; pero el primer servidor de la república, el primer esclavo del deber, como ministro de Dios —ha podido escribir Salvador Madariaga—. 6 De aquí el matiz que distingue a la monarquía española, en la cual limitan la libertad real toda suerte de escrúpulos, de la monarquía francesa cuyo último criterio es “Car tel est nostre bon plaisir”. Cuando llega a España la dinastía de Borbón, el absolutismo religioso de la monarquía absorbe una fuerte dosis de despotismo francés. Carlos III, con todas sus excelentes intenciones, gobernó más despóticamente que Carlos V ó Felipe II. Hay en los reyes borbónicos más de amo personal, menos de institución simbólica que en los Austria. Síguese de aquí que el absolutismo de los Borbones estaba en el fondo menos en armonía que el régimen de los Austria con las tendencias innatas del pueblo español”. Y en el mismo sentido anota Louis Bertrand: 7 “Bajo la influencia extranjera, y en particular francesa, perdió el alma española su unidad moral y aún su unidad intelectual, que en el reino del arte y en el del pensamiento habían creado obras sin par. Ideas exóticas la combaten, ideas que serán el fermento de las próximas revoluciones que conmovieron durante todo el siglo XIX y los tiempos actuales a la Península Ibérica.” El Río de la Plata A América pasó también aquel espíritu apostólico de los Austrias, y nuestros fundadores levantaron aquí la bandera de la Contrarreforma a la manera de auténticos cruzados en el nuevo continente. No hay más que leer lo que recomienda Carlos V a Pedro de Mendoza en la capitulación del año 1534, para llegar a semejante conclusión. Carlos le manda al Adelantado que lleve con los militares y funcionarios a religiosos, los cuales tendrán que ser consultados en los casos dudosos; y si el Adelantado no cumpliera o no obedeciese sus consejos — le recalca—, no tendrá derecho legalmente a ocupar territorios de avanzada en las regiones que conquiste. Esa subordinación de la política a lo sobrenatural está patente en todas las empresas de la España fernandina y austríaca, no obstante los abusos cometidos en su nombre. Pedro de Mendoza llegó a nuestras playas con la cruz en alto, y siguiendo aquellas normas se levantó el fuerte de Buenos Aires. La breve vida de la primer fundación se cumplió, precisamente, bajo este signo religioso-militar logrado en la Contrarreforma. Fue la conquista del Río de la Plata, como se sabe, una empresa verdaderamente épica. Basta recorrer algunos relatos de viejos cronistas contemporáneos para darse una idea de ello. La mayor parte de los tripulantes y funcionarios que acompañaron a Don Pedro —muchos de ellos nobles, como lo expresa Groussac en su libro “Mendoza y Garay”— venían sugestionados por la leyenda del Rey Blanco o aquella de la Ciudad de los Césares que Uds. conocen. Más al pisar territorio platense y desengañarse de tales fantasías, tuvieron que hacer frente a dos enemigos terribles por lo inesperados: el indígena bravío que merodeaba por nuestros desiertos, y el hambre. Se las arreglaron, por otra parte, como pudieron. Hay que leer las páginas de Ulrico Schmidel, a pesar de las exageraciones que contienen —por lo demás, tan pintorescas—, para ver lo que sufrieron por su rey y por su Dios aquellos héroes legendarios de carne y hueso. No obstante, pudieron ellos lograr un punto de avanzada que serviría para comunicar más tarde el Atlántico con Asunción. Tal fue el fin concreto de Buenos Aires, no bien desvanecidas las fantásticas leyendas del metal y del oro. “Que abriéramos puertas a la tierra y no estuviéramos encerrados”, según la muy gráfica y política expresión de Juan de Garay, su repoblador definitivo desde Santa Fe. La flamante ciudad del Santo de Tours fue una avanzada, una cabecera de puente militar. Desolado cuartel, carecía entonces de todo interés comercial. Solamente quedó, después de la segunda fundación, como punta de lanza en aquellas fronteras seculares —reforzada por Montevideo, en 1726— donde se plantearían, a partir de 1640 (fecha de la definitiva segregación portuguesa), los grandes conflictos por la posesión de territorios que más tarde correspondieron al Virreinato del Río de la Plata. Y es que: “la ciudad americana nació de la espada, fue un fortín, un recurso militar —ha escrito Juan B. Terán 8 —. La creó el decreto de un capitán, no la urdió lentamente el afán prolijo, ni nació de la pareja humana, ni la germinó el campo cultivado... Pudiera quizá compararse la ciudad americana con la que fundaron los cruzados en el Oriente en el siglo XI, fruto también de una empresa bélica”. Una anécdota muy sugestiva la tomamos de una correspondencia, reproducida por Groussac, 9 de Santa Teresa de Avila: dos de cuyos hermanos vinieron a América y murieron aquí. Uno de ellos, Lorenzo, le había mandado unas cajas de dulce vernáculo a la Santa, quien respondió agradecida enviándole nada menos que un cilicio. Indudablemente, Teresa estaba en lo cierto. Era como decirle al varón, como recordarle al soldado, que la conquista no se hacía con dulces sino con cilicio. Buenos Aires siempre fue un cuartel. Y tiene esa importancia que se revelará plenamente en la historia de la emancipación argentina, que no negaron los acontecimientos posteriores a 1810. Lo que le permitió encabezar la guerra por la independencia del continente, nada menos. No hubiera podido hacerlo, de no responder al llamado de sus fundadores: Pedro de Mendoza y Juan de Garay; a la acción de su primer caudillo: Domingo Martínez de Irala; y a la obra del insigne criollo: Hernando Arias de Saavedra, nacido en el Río de la Plata que le tocó gobernar durante tres períodos alternativos, desde 1597 hasta el año 1621. Por lo demás, en los virreinatos del Norte, más ricos, España pudo implantar con mucha mayor facilidad que aquí su civilización casi intacta y trasladar a las ciudades opulentas sus familias, usos y costumbres europeas. Cosa que resultó imposible en nuestros desiertos hostiles que quedaron como frontera. Así se inició, entre nosotros, el proceso doble y original de la conquista militar y de la penetración religiosa. La misión espiritual Durante el año 1537 el Papa Pablo III reconoció, a pedido de Fray Julián Garcés, Obispo de Tlaxcala, la racionalidad del indio. ¡Trascendental declaración pontificia! Según la vieja tesis de Aristóteles el indígena era esclavo por derecho natural. Carecía propiamente de alma. Podía venderse y, por tanto, resultaba inútil —decían algunos— predicarle la verdad revelada al no tener posibilidad de salvación ultraterrena. Mas el Pontífice, en su famosa Bula “Ipsa Veritas”, declaró —a pedido de un prelado de la Hispanidad— que los salvajes nacían con inteligencia y libre albedrío. Eran, pues, también, seres racionales. El Emperador refrendó aquella declaración en un decreto disponiendo la incorporación definitiva del aborigen americano a la vida civilizada. Fue reconocido, así, vasallo del rey de Castilla en igualdad de condiciones con el español europeo; siendo idénticos sus derechos y deberes para con la Iglesia y el Estado. En adelante es el indio súbdito de la Corona, lo mismo que el blanco. En este sentido no hubo distinción entre metropolitanos y coloniales. Todos nacían vasallos de un mismo Rey y debían fidelidad a un mismo Cetro. Y sobre la base de esta política edificóse el monumento jurídico de las Indias, expresado en sus Leyes —recopilación inigualada de justicia y caridad— y continuado en las instrucciones de los monarcas a sus adelantados, gobernadores, virreyes y capitanes generales del nuevo mundo. Quedó pues, desterrada por la doctrina, la odiosa diferencia de razas que biológicamente separaba a ambos continentes. Empero, a veces dichas leyes se cumplían mal por varias razones. Casi siempre debido a la distancia, sea por falta de medios de transporte o de vigilancia. Mas los criollos, dándose ya cuenta de su dignidad personal gracias a la enseñanza de los misioneros —principalmente jesuitas—, reaccionaban abiertamente. De ahí que frente a los abusos, se levantaron voces de protesta para rebelarse contra la incuria y el incumplimiento de aquellas órdenes reales. Entre todas estas voces, destacóse la de un dominico admirable: Fray Bartolomé de las Casas. Dejando a un lado las exageraciones manifiestas de Sus alegatos ante Carlos V, que sólo persiguieron el logro de inmediatas reformas legislativas, conviene subrayar que las tesis teológicas de las Casas eran, sin duda, las tradicionales de España. Desde el tiempo de San Isidoro de Sevilla el clero peninsular sostuvo que la potestad política procedía de Dios y que ella, por lo mismo, imponía responsabilidades. El rey no tenía privilegios sino que estaba obligado a servir —enseñaba el egregio monje—, y si se excedía en su autoridad sancionando leyes sin considerar los usos y costumbres del país, convertíase en tirano. Y cuando ordenaba algo injusto o contrario a los mandamientos de Dios, el pueblo tenía el derecho (y hasta el deber) —lo cual no está reñido con la teología— de desobedecerlo incluso por la fuerza. La doctrina del tiranicidio, teóricamente considerada, aparece así perfectamente ortodoxa. Los españoles, con esa decisión de reglar y prever las consecuencias morales de la conducta humana, no se avergonzaban de semejante solución política. Y el Padre Mariana, de la Orden Jesuítica, terminó dándole un contenido racional y normativo en su famoso tratado “De Rege et Regís Institutione”. Ahora bien, Fray Bartolomé unía a sus cualidades de virtuoso predicador, el estilo fuerte del polemista y la tendencia radical del revolucionario. Basta para demostrarlo sus “Avisos e Instrucciones a los Confesores”. “Quería que los confesores no fueran los meros consejeros de las conciencias, sino los instrumentos activos de una revolución social. Debían imponer a los conquistadores que requirieran confesión, la devolución de los indios encomendados, la entrega de todos los bienes granjeados en América, para reparar la expoliación del trabajo esclavo. No era un místico ni un teólogo de gabinete —consigna Juan B. Terán— 10 sino un luchador, un paladín, un verdadero héroe de la acción... No pertenece a la familia mística de San Francisco o San Juan de la Cruz, sino a la de Santo Tomás y Santo Domingo. Es decir, era un filósofo y un hombre de acción, teólogo y político”. “Frente al urgente problema de la salvación de los indios, no se contentó las Casas con frases piadosas, sino que formó una larga lista de obligaciones reales, ante la cual hubiera temblado el mismo San Luis. 11 “La ternura de Fray Bartolomé para con los esclavos de América —añade Terán— no era una fluencia sentimental, una abundancia de amor para con el hermano indio. Era la aplicación de un concepto teológico, la lealtad con el dogma cristiano, explicado por los textos sagrados”. En su conocida controversia de Valladolid con Sepúlveda ante el Consejo Real, en 1550, el precursor de la emancipación americana formuló en una réplica este argumento a propósito del justo titulo, que repetirán, doscientos cincuenta años después, sus discípulos como un axioma en la guerra con la metrópoli: “El Doctor (Sepúlveda) funda estos derechos —dijo— sobre que nuestras armas y nuestra fuerza física son superiores a los de los indios. Eso equivale simplemente a poner a nuestros reyes en la posición de los tiranos. El derecho de esos reyes se asienta sobre que han de extender el Evangelio y que gobernarán rectamente a las naciones indígenas. Tendrán que cumplir esos deberes aún a sus propias expensas; y más aún si se tiene en cuenta los tesoros que recibieron de las Indias. Desconocer estas doctrinas es anular y engañar a nuestro Soberano y poner su salvación en peligro... A este fin (a impedir la total perdición de las Indias) encamino todos mis esfuerzos, y no, como pensara el Doctor, a cerrar las puertas a la justificación y a anular la soberanía de los reyes de Castilla; pero sí cierro la puerta a toda falsa demanda en su favor, y la abro a toda reclamación de soberanía que esté fundada sobre derecho, que sea sólida y fuerte, verdaderamente católica y verdaderamente cristiana”. Tal era el mensaje olvidado, actualizado en el nuevo mundo frente a la defección de los príncipes europeos, discípulos de Maquiavelo o de Voltaire. Entre tanto, las Casas conseguía la reforma de las leyes sobre encomiendas en el año 1542. Aquella preceptuaba lo siguiente: “1) Que por ninguna causa de guerra, rebelión o rescate, ni por otra de cualquier género, se puede hacer esclavo a indio alguno, pues todos son vasallos de la Corona Real de Castilla. 2) Que ninguna persona se sirva de los indios por vía de naboría, ni de otro modo alguno, contra su voluntad. 3) Que ningún virrey, audiencia o persona alguna pueda encomendar indios por ninguna vía ni en ninguna manera, sino que en muriendo la persona que tuviere los indios, éstos sean puestos en la Corona Real. 4) Que hecha relación de los servicios del difunto y de la calidad de los indios, éstos sean bien tratados y doctrinados mientras se provee a la sustentación de la mujer e hijos del encomendero, a quienes se dará entretanto una pensión de lo que tributen los repartimientos excesivos, limitándolos a una honesta y moderada cantidad. 6) Que todo el que tenga indios sin título, sea desposeído inmediatamente. 7) Que los indios no sean cargados, y que cuando esto pareciere inexcusable, la carga sea moderada. 8) Que los virreyes, gobernadores, tenientes de gobernador, oficiales reales, prelados, monasterios de religiosos, cofradías, hospitales, casa de moneda, tesorerías y otros institutos semejantes, no tengan indios encomendados, y que los que tuvieren, sean puestos en la Corona Real”. He aquí, en síntesis, las grandes tradiciones católicas enseñadas durante la conquista por sacerdotes y misioneros, campeones universales de la Contrarreforma. Bandera de la Hispanidad que triunfó sobre protestantes, reformistas y masones, enemigos del Imperio dos veces secular de Carlos y de Felipe. Los Jesuitas Entre nosotros, la Compañía de Jesús radicóse en territorios del Tucumán el año de 1585. No voy a referirme al sistema casi perfecto de sus establecimientos y reducciones en lugares apartados, que todos conocen de sobra. Sus enemigos llegaron a decir que la Orden se había constituido en un Estado dentro del Imperio y que conspiraba, por tanto, contra los intereses de la Corona. Lo cierto es que los ignacianos fueron, en realidad, los verdaderos colonizadores de las regiones conquistadas por la espada y, sobre todo, los que popularizaron el catolicismo europeizando el alma criolla, en la significación profunda y auténtica del vocablo “europeizar”. Ellos iniciaron, espiritual y culturalmente, a las huestes que poblaban estas bárbaras regiones del Río de la Plata. Fueron los precursores que nos dieron categoría de nación civilizada, preservando al hijo de la tierra de la codicia de los funcionarios civiles de ultramar. Nadie podía venir aquí alegando privilegios ni buscando enriquecerse con minas de oro y plata. A la sazón, éramos en verdad un interminable latifundio desierto. En las pampas y serranías adyacentes no había nada; encomiendas de indios sólo existían en el papel. Prácticamente volvíanse imposibles, porque los indígenas del Plata siempre fueron rebeldes al dominio del blanco. Muy pocas tribus pudieron ser reducidas por la fuerza, pues, de continuo, estaban en guerra o alzadas. Por tanto, había que defenderse militarmente contra el peligro de los malones. Los jesuitas, sin embargo, realizaron al margen de toda violencia, una obra formidable de pacificación y auténtico arraigo del nativo a la cultura en sus reducciones del Paraguay y Río de la Plata. Nosotros les debemos el ser, si hemos de hablar el lenguaje ecuménico de la civilización. Y también, el sentido superior de la nacionalidad y del patriotismo vernáculos. No sólo los Padres de la Compañía se encargaron de la conversión de los indios sino que, además, se dieron a la tarea de disciplinarlos en el trabajo, en las industrias, y en las artes. Nuestras provincias son todavía testimonio vivo de las maravillas que ellos hicieron en este aspecto, en tierra argentina. Organizaron a las misiones militarmente —como discípulos castrenses del Santo fundador—, dándoles a sus pueblos instrucciones preciosas sobre estrategia y preparándolos para la defensa de las fronteras del Imperio. Esto nunca se ha enseñado en ningún texto de historia, y es, justamente, lo que hay que decir a gritos a las nuevas generaciones argentinas por amor a la verdad y a la gratitud. Los principales ejércitos con que contaba el Rey en Buenos Aires —ya que no había tropas de ocupación aquí— fueron los ofrecidos por los Padres Jesuitas. Voy a darles la prueba que está, por otra parte, documentada. Quien la exhibe es un historiador de la Compañía: el Padre Guillermo Furlong. En un opúsculo suyo titulado “Los Jesuitas y la Cultura Rioplatense”, anota al referirse a la defensa militar en estas latitudes: “... la situación de las Doctrinas era tal, que el sólo defender los Indios sus tierras y moradas, hacían a la Corona de España, y a las naciones que de sus posesiones se han formado, un servicio positivo y de gran importancia: el de defenderles las fronteras y mantener la integridad de su territorio”. Debo aclarar que los Padres ocupaban una vastísima área geográfica, comprendiendo, en gran parte, las provincias de Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, Santa Fe, el Paraguay propiamente dicho, el Chaco y Misiones (cuya lonja oriental colonizada por España, hoy día pertenece al Brasil). Continúa Furlong: “Las Doctrinas estaban en la frontera oriental de las posesiones españolas con Portugal; y las miras de esta nación, decía el virrey Arredondo en la Memoria escrita para su sucesor, se han dirigido siempre a hacerse dueño del continente, y avanzar después hacia el Perú, sistema que desde el principio de la conquista formaron con tanto ardor como injusticia... Estas provincias, agregaba Arredondo, son el blanco a que hacen su tiro desde principios del siglo XVI, sin que los haya cansado la fatiga. Para defender mejor sus pueblos contra las depredaciones de los Mamelucos portugueses constituyeron los Indios toda una cadena de fuertes y castillos en torno del área ocupada por ellos y establecieron guardias permanentes, de tal suerte que el virrey del Perú, Conde Salvatierra, pudo decir de ellos ya en 1649 que eran “los presidiarios del presidio y opósito de los Portugueses del Brasil”. Ya ven Vds. la formidable importancia que tienen estas misiones en el Río de la Plata. No sólo formaron y dieron dignidad al criollo y al indio, sino que, además, contribuyeron en alto grado a la defensa de la frontera cuyo abandono criminal será uno de los motivos de nuestras guerras civiles posteriores. “Muchos historiadores modernos —prosigue Furlong— han criticado al hecho de haber los Jesuitas obtenido para sus Indios el uso de las armas de fuego, pero los tales ignoran no solamente la vigilancia que de continuo ejercían sobre las fronteras, sino aun las acciones de guerra que tuvieron feliz éxito, gracias a la pericia e intrepidez de aquellos Indios misioneros. Bastará recordar la célebre toma de la Colonia del Sacramento en 1680. Allí sólo hubo 260 soldados españoles mientras el número de los soldados de las Reducciones ascendía a 3.000. A esas valientes tropas y a su digno jefe el Cacique Ignacio Amandau se debió aquella brillante victoria. Desgraciadamente la Corte de Madrid volvió a entregar a los Portugueses aquella Colonia, pero diez años más tarde, o sea en 1690, el mismo Rey manifestaba sus deseos de volver a recuperarla y al efecto escribía al Provincial de los Jesuitas manifestándole la probable necesidad de una acción posterior y manifestándole que “en cuya breve unión de fuerzas y su oposición, irán principalmente el buen logro del intento”. Tal era el concepto que el mismo Monarca tenía de los soldados adiestrados en las Doctrinas de los Jesuitas. No fue preciso por entonces guerrear contra los Portugueses, pero cuando en 1698 se temió fundadamente que una escuadra de navíos franceses atacaría a la Ciudad de Buenos Aires, pidió el Gobernador D. Andrés Agustín de Robles al Provincial de los Jesuitas 2.000 indios armados y el mismo Robles certificaba después al Rey que “desde las Doctrinas, en sus propias embarcaciones, en menos de quince días después del aviso, estuvieron prontos en aquel puerto, venciendo montón de dificultades y contratiempos”. Y continúa el precitado autor: “Además de todas estas acciones de guerra bajaron los Indios de las Misiones a Buenos Aires en 1657 para defender la ciudad, y al siguiente año volvieron con el mismo fin otros 300. En 1671 pidió Zalazar otros 500 para defender la ciudad contra nuevos ataques y sabemos que durante 15 años hubo permanentemente diversos destacamentos de 150 Indios que vigilaban las costas del mar y del Río de la Plata. La ciudad pidió refuerzos cuando en 1697 se temió una invasión de fuerzas francesas y al efecto bajaron de las Misiones 2.000 indios y en igual número acudieron en defensa de Buenos Aires cuando en 1700 se temió un desembarco de tropas dinamarquesas, “y estuvieron tanto tiempo en las cercanías del río Hurtado que hicieron allí sus sementeras, hasta que el Sr. Gobernador les dio licencia para volver a sus casas alabando su fidelidad y constancia en lo tocante al servicio del Rey”... El caso de los Indios Misioneros es un caso único en la Historia: el de una milicia que, no sólo defiende su propio territorio, sino que se moviliza, y viajando 200 y 300 leguas, acude en número de muchos miles a cuantas empresas militares ocurren durante más de cien años en el vasto ámbito de varias provincias; y todo esto a su costa y descubriendo en todas ocasiones un arrojo y valor indomable y una abnegación sin límites. No era, pues, ponderación, sino estricta realidad lo que de ellos dejó consignado el Rey Felipe V en su Cédula de 1743: “que estos indios de las Misiones de la Compañía, siendo el antemural de aquella Provincia, hacían a mi Real Corona un servicio como ningunos otros, lo que ya mi Real benignidad les manifestó en la instrucción de 1716...; cualquier novedad... podía quitar... a mi Real Corona aquellos Vasallos, que le ahorran la tropa que se necesitaría y no la hay en aquellos parajes; y a las Plazas del Paraguay y Buenos Aires una defensa inexpugnable de tantos años a esta parte.” Ligeramente, y no voy a detenerme más, he esbozado los lineamientos principales de la política de los Habsburgo en América y la importancia que tuvieron las misiones, después de la conquista militar del Río de Con la guerra de sucesión en España, los ideales e instituciones de |
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